La primera urgencia para alcanzar un progreso auténtico estriba en reintroducir la antropología en la técnica.

 Hombre, ¿quién eres? Responder a esta pregunta resulta cada vez más difícil, pero también más importante. La primera urgencia para alcanzar un progreso auténtico, estriba en reintroducir la antropología en la técnica, de la que la concepción positivista y materialista la ha expulsado; en volver a concebir al hombre como «corpore et anima unus», y en superar el individualismo radical. Resulta patente, a estas alturas, que el individualismo que se ha afianzado en la cultura occidental no tiene tan solo el rostro luminoso de la libertad, de la autonomía, de la responsabilidad, sino que esconde también un lado oscuro, cuya sombra crece alrededor y dentro de nosotros: atomización, soledad, ansiedad. En una palabra, un extravío profundo y doloroso que pone cada vez más de relieve que nuestras existencias han perdido su sentido y su destino. Se trata de un panorama que no se percibe con el dramatismo que merecería, sino con una sorprendente resignación. El individuo solitario, aun sufriendo por su soledad, le dice al otro: «Noli me tangere». Por eso la encíclica invita a «favorecer una orientación cultural personalista y comunitaria, abierta a la trascendencia, del proceso de integración planetaria» (n. 42).

Sobre este proceso ejerce profunda influencia la relación entre persona y técnica, en la que esta última intenta transformar al hombre, llevando al extremo el mito de Prometeo: se pasa así del homo faber, al que hemos conocido durante milenios y que intentaba transformar la naturaleza, al reciente homo creator que, poseído por la hybris, crea nuevas realidades e intenta modificarse a sí mismo, manipulando en la actualidad las raíces de la vida. «Enhancing and transforming human life» («Mejorar y transformar la vida humana») es el nuevo mito. Resulta singular que a esta ansia de dominio sobre sí, sobre el otro, sobre la naturaleza, de la que el sujeto se convierte en presa, se le acompañe una preocupante fragilidad psíquica y un repliegue narcisista sobre uno mismo y sobre el presente inmediato, en el que lo que importa es la expansión de los propios deseos.

La cuestión de la ciencia y de la técnica se ubica en esta situación espiritual, y hace más compleja su solución, ya que debemos retomar desde sus cimientos el interrogante acerca del hombre. Durante largo tiempo se pensó que para resolver los problemas de la vida civil era precisa una ética pública capaz de regular los apremiantes dilemas morales; una ética capaz de expresar un mínimo común denominador que permita con-vivir, y no solo cohabitar. Esta posición, pese a seguir siendo válida, no resulta suficiente: son muchos los problemas acuciantes que no pueden recibir una solución adecuada sin una intuición acerca del hombre, y el mismo consenso ético exige encontrar un terreno antropológico común. No podemos avanzar si no estamos, como mínimo, parcialmente de acuerdo acerca de quién es el hombre. La bioética y sus comités abordan constantemente cuestiones de este tipo: ¿El embrión es un “don nadie”? ¿El enfermo de Alzheimer, una casi-persona? ¿El individuo en coma vegetativo persistente, una ya-no-persona? ¿Qué cabe entender como dignidad de la persona?

Volver a tomar al hombre como punto de partida significa que los conceptos de persona y de naturaleza humana son muy controvertidos. Entre los diferentes motivos de conflicto, se señalan particularmente los siguientes: 1) Las teorías evolutivas mostrarían que todo está en devenir, y que, por consiguiente, también la presunta esencia o naturaleza humana, considerada invariante, está, por el contrario, plenamente sometida al devenir y a la mutación; 2) La técnica ejerce su poder de transformación sobre todas las cosas: ¿sobre qué bases podemos asumir que la naturaleza humana sea una excepción y que la técnica no pueda transformarla totalmente? Si nada está inmóvil en el universo y la naturaleza física se encuentra en perpetuo devenir, no habría motivo para postular la existencia de naturalezas invariantes, y esto debería poder aplicarse también al ser humano. En sustancia, se recuerda que el homo sapiens sapiens, tras haber llevado a cabo dos revoluciones —la agrícola, emprendida hace unos 10.000 años, y la industrial, comenzada hace 200 años—, se halla ahora profundamente implicado en la tercera gran revolución, tecnológica y biotecnológica, iniciada hace pocos decenios, pero caracterizada por un ritmo velocísimo de cambio que no permite pausas de reflexión. Particularmente en el campo crucial de las biotecnologías «se plantea con toda su fuerza dramática la cuestión fundamental: si el hombre es un producto de sí mismo o si depende de Dios» (n. 74).

Es imposible producir o transformar la naturaleza humana

Para avanzar por la vía trazada es precisa toda una filosofía. Aquí seguimos la vía del personalismo ontológico y del realismo filosófico, que conduce a un concepto de naturaleza humana basada en la realidad y no construida a priori, o, viceversa, resultante de un proceso histórico en el que nada permanece fijo. Según el realismo, nosotros captamos las cosas como estas son en sí mismas. La visión clásica y cristiana, fruto de un largo proceso de elaboración y profundización, se articula alrededor de la idea de persona humana, que incorpora a su vez la noción universal de naturaleza humana. La determinación de persona brindada por Boecio aúna ambas nociones: la persona es una sustancia individual de naturaleza intelectual-espiritual (rationalis naturæ individua substantia). La persona es primitiva: no puede deducirse de nada ni reducirse a objeto. Y es primitiva porque está dotada de logos, es decir de razón y de lenguaje: precisamente en la posesión del logos está enraizada la naturaleza o esencia humana.

Esta no es solo un conjunto de capacidades y funcionamientos, sino algo más primordial y universal. Se trata de una tesis que no niega en lo más mínimo el elemento histórico y evolutivo del ser humano, pero que no reduce al hombre a estos abrazando un culturalismo que se opone a la idea de naturaleza humana, considerada completamente cultural y únicamente dependiente de las opciones y de los valores de los individuos. Según el enfoque constructivista y culturalista, la naturaleza humana es tan solo un esquema en devenir. Es el hombre quien se la hace y se la crea, modificándola con su acción: su naturaleza será lo que el sujeto quiera que sea.

De manera distinta procede el realismo universalista, para el que el ser humano es un «animal racional» capaz de observaciones observables que ningún otro animal puede realizar, que dimanan precisamente de su razón incorporada y expresan su naturaleza. Según Aristóteles, «es propia del hombre la actividad del alma según la razón» (Ética a Nicómaco). En el ser humano podemos con mayor o menor sabiduría modificar muchas cosas, pero no su naturaleza. Si el hombre es un ser dotado de logos (razón y lenguaje), intuimos fácilmente que mientras exista el hombre, este tendrá estas cualidades esenciales; y que es de todo punto imposible tanto producir técnicamente la razón y el lenguaje como transformar al hombre despojándolo de estos.

El personalismo ontológico muestra que la dignidad del hombre no es una proyección o una atribución de valor arbitrariamente expresada, sino que procede de un reconocimiento del valor que existe en el ser humano y que dimana de su nivel ontológico específico de existencia. La dignidad del hombre radica en su naturaleza, y en ninguna otra cosa: solo como ser dotado de espíritu posee el hombre valor y dignidad.

El enfoque personalista sostiene dos asertos de absoluto relieve: a) La naturaleza humana es invariante y está indisponible, en el sentido de que el poder de la técnica no está en condiciones, pese a todos sus esfuerzos, de cambiar la naturaleza humana, entendida en el sentido radical y primordial recién subrayado; b) Es imposible producir la persona. Se trata de núcleos de pensamiento sometidos hoy a fuertes negaciones y que deben ser reconquistados frente a ataques que adquieren hoy un aspecto novedoso respecto al pasado, aunque ya estaban presentes en él. Un rastro evidente de ello lo encontramos en 1984, obra en la que Orwell diseminó consideraciones iluminadoras referentes a dilemas que siguen siendo ineludibles. Recogeré tres de ellas, presentes en el diálogo entre el torturador O’Brien y Winston Smith, el último hombre de Europa que lucha contra el Partido y el Gran Hermano para conservar una brizna de humanidad y no verse totalmente dirigido.

Dice O’Brien: «[...] la realidad no es externa. La realidad existe en la mente humana y en ningún otro sitio [...]. No existe sino lo que admite la conciencia humana [...]. Fuera del hombre no hay nada». Todo procede, pues, del hombre. – «El objeto del poder no es más que el poder [...]. El verdadero poder, el poder por el que tenemos que luchar día y noche, no es poder sobre las cosas, sino sobre los hombres. Éste se conquista haciendo sufrir al otro. No basta, pues, con que el otro obedezca, sino que debe hacerlo sufriendo, de forma que su voluntad quede aniquilada. – «Te figuras que existe algo llamado la naturaleza humana, que se irritará por lo que hacemos y se volverá contra nosotros. Pero no olvides que nosotros creamos la naturaleza humana» [1]. Por lo tanto, según O’Brien, esta famosa naturaleza humana está producida y modificada por el mismo hombre.

Orwell no está de acuerdo con O’Brien, y nosotros también tenemos inmejorables motivos para estar de su lado: ni la más obstinada intervención técnica podrá cambiar la naturaleza humana, y la persona no puede ser producida. Se trata de ensoñaciones peligrosas cultivadas por la modernidad. Esta puede interpretarse en varios de sus aspectos como un intento de cambiar inclinaciones fundamentales de la naturaleza humana o de ir contra ellas: en el comunismo, mediante la abolición de la propiedad privada y con la tentativa de que la solidaridad de clase prevalezca frente a la del grupo familiar; en las biotecnologías, con el intento de llegar al ultrahombre, transformando la naturaleza humana.

Pero el cientificismo tecnológico pretende intentar producir la persona humana, encajarla en la categoría de la producción. Las producciones que conocemos se llevan a cabo recurriendo a la técnica de acuerdo con las modalidades disponibles cada vez y afianzadas en un saber científico y seguro de sí mismo: sirva de ejemplo la producción industrial de todo tipo de bienes económicos. Si existen factorías mecánicas que producen automóviles, ¿por qué razón no podrían existir factorías biotecnológicas para producir personas? Estas podrían ser producidas como un artefacto, de acuerdo con las reglas de la artificialidad y de la eficacia. Pero ¿las factorías de la Técnica pueden llegar a tanto? La respuesta es negativa, ya que la Técnica no puede producir la esencia humana, inmanente en todo individuo de la especie humana. La Técnica puede producir una infinidad de cosas, y lo hace, por regla general, magníficamente bien, pero no puede producir ni la razón ni el lenguaje, que pertenecen al ámbito de lo necesario. Además, la Técnica no solo no puede producir, sino que tampoco puede cambiar la esencia/ naturaleza humana ya dada [2].

En síntesis, la pertenencia de la técnica al ámbito del hacer incluye el criterio según el cual la misma no tiene poder sobre la esfera de lo necesario y de lo indisponible. El homo tecnologicus no puede producirlo todo: lo necesario es lo no producible, y entre lo no producible se encuentra precisamente la esencia/ naturaleza humana.

La respuesta dada es tan correcta como contundente, pero no debe inducirnos a la inacción. Y es que del intento de la técnica —ciertamente vano y abocado a la derrota— por manipular al sujeto pueden nacer grandes riesgos y perjuicios. El mayor de ellos es que la técnica, en su intento de desnaturalizar al hombre privándolo del logos y de su diferencia específica, trate de naturalizarlo íntegramente, reduciéndolo a mera parte de la physis, considerándolo un puro objeto. Nos encontramos con ello mucho más allá del proyecto de Bacon, según el cual ciencia y técnica habían de concebirse como una ayuda fundamental de orden redentor-restaurador: «Tras el pecado original, el hombre decayó de su estado y de su dominio de lo creado. Pero ambas cosas pueden recuperarse, siquiera parcialmente, en esta vida. La primera, por medio de la religión y la fe; la segunda, por medio de las técnicas y las ciencias» [3]. Hoy, el instrumento de redención se ha hecho el dueño, y la técnica se ha emancipado de la religión. La ideología de la técnica favorece esta separación, tal y como indica el mito de Prometeo. Este, al robar el fuego a los dioses para dárselo a los hombres, da inicio a la interpretación ideológica de la técnica como hybris antidivina. Mediante la técnica, el hombre quiere obtener por sí mismo lo que antes imploraba de Dios.

Hay que vigilar, pues, toda vez que una Técnica concebida como una potencia sin ética y sin antropología, únicamente encomendada a la ley de la eficacia, lleva directamente a la negación del hombre y de su dignidad. El hecho es que ciencia y tecnología son realidades abiertas que pueden conducir al bien y al mal. Por decirlo con un término preciso que procede de los griegos, y más precisamente de Aristóteles, ciencia y tecnología están intrínsecamente abiertas a los contrarios. Valga un ejemplo: el descubrimiento de la energía atómica puede encaminarse tanto a matar de forma nunca antes conocida como a producir energía con fines de bienestar y de paz; a devastar la tierra o a curar pobreza y dolor. Donde sea inmanente la apertura hacia los contrarios, allí hay ambigüedad, al ser lo ambiguo lo que mira en dos direcciones. La Técnica lleva inscritas en sí la posibilidad de liberar y al mismo tiempo la de forjar nuevas cadenas.

La Técnica como potencia abierta a los contrarios debe dejarse amaestrar por la ética, por la idea del Bien, de la religión, para no convertirse en un peligroso recurso. En esto se convierte, por el contrario, cuando se considera autosuficiente y omnipotente: cuando se piensa que todo se puede, precisamente entonces se llega a destruirlo todo.

Una mirada a la biopolítica

Es una importancia creciente la que reviste la biopolítica, en la que hay gran probabilidad de «desviación de la mentalidad técnica de su originario cauce humanista» (n. 71). Demostraciones fundamentales de ello las encontramos en el problema del aborto, legalizado en el transcurso de unos pocos decenios en todo Occidente; en la planificación demográfica (control de nacimientos, esterilizaciones); en la manipulación del equilibrio entre los sexos con el fenómeno de las «mujeres desaparecidas»; en la creación en probeta de embriones llamados supernumerarios, es decir, que nunca serán implantados; en la eutanasia. La mera enumeración de estos problemas da fe de su extrema importancia con respecto a la vida política: para la biopolítica es plenamente válida la tesis de que toda antropología es relevante desde el punto de vista político. Desde sus primeros pasos, la biopolítica avanza incorporando las nociones de vida, naturaleza humana, persona, y la relación de estas con el poder.

La solución correcta a este respecto parece ser la siguiente: las categorías de vida, muerte, enfermedad, salud, terapia, no pueden estar sujetas a (re)definiciones públicas y biopolíticas, sino que deben ser salvaguardadas en su valor ontológico y natural. La (bio)política no puede pretender definir los conceptos centrales del viviente humano sobre la base del mudable predominio de voluntades que actúan en la esfera política. Si aspira a mantener un carácter objetivo y normativo, sin convertirse en función del poder de turno, la biopolítica debe constituirse como disciplina fundamentada en sólidas bases científicas, antropológicas y morales. En concreto, resulta fundamental sustentarse en una noción bien elaborada de naturaleza humana, capaz de abordar el siguiente dilema: ¿redefinir el concepto de naturaleza humana y de especie humana en un proceso sin fin y que estaría pilotado por los futuros descubrimientos biológico-genéticos, o más bien iluminar con el concepto de naturaleza humana los nuevos descubrimientos y su aplicación biopolítica? Se trata de no borrar la diferencia entre lo espontáneamente devenido y lo técnicamente producido.

Retomemos la frase de la Caritas in veritate que habla del «gran riesgo de confiar todo el proceso del desarrollo sólo a la técnica» (n. 14). El desarrollo humano solo puede perseguirse si lo dirige no ya la ideología de la Técnica, sino la idea de la persona humana y de su bien. Lo cierto es que todas las ciencias-técnicas fundamentales que atañen al hombre son ciencias humanas, y este carácter les confiere una connotación indeleble. No solo la política, la economía, la psicología o la sociología son ciencias humanas, sino que también lo son la biopolítica, la bioética y la eugenesia. Detengámonos en este punto capital y consideremos la biopolítica. Si la biología es una ciencia natural, surge la cuestión fundamental acerca del tipo de ubicación de la biopolítica como disciplina y como ciencia, y sobre el saber que la misma vehicula. El problema se articula en dos preguntas: 1) ¿Es la biopolítica una ciencia humana o una ciencia natural?; 2) ¿Puede concebirse como ciencia descriptiva o como normativa, o bien desde ambas perspectivas?

La biopolítica forma parte de la categoría de las ciencias humanas, como la política. Esta y la biopolítica se sirven ciertamente de las ciencias naturales —entre ellas, especialmente, de la biología—, pero al ser ciencias humanas la idea de hombre en ellas asumida resulta decisiva. Respecto al ámbito de la acción y de las decisiones vinculadas a esta, la biopolítica es una ciencia práctica, no un saber técnico encaminado a producir algo. En el momento en que se concibiera, en cambio, la biopolítica como ciencia natural, tendría lugar una naturalización de la política, que quedaría encomendada al gobierno de médicos, técnicos y científicos. La biopolítica se convertiría en política de los cuerpos, y daría lugar a una auténtica biocracia.

A fuer de ciencia humana, y aun dando todo relieve a su momento descriptivo —que incluye estudios acerca de la tasa de natalidad, mortalidad, promedio de vida, morbilidad, fertilidad, salud pública, medicina social, etc.—, la biopolítica no puede alejar de sí el nivel normativo. Antes al contrario, es preciso asegurar la transición del momento descriptivo al momento normativo de las decisiones políticas y prácticas sociales, que implican una idea de naturaleza humana como normalidad de funcionamiento, en base a la cual más allá de lo normal se encuentra lo patológico. Este límite reviste enorme importancia en toda política social y jurídica.

El carácter normativo de la biopolítica implica que, aun al ocuparnos desde el punto de vista historiográfico de su pasado durante la primera mitad del siglo XX, con las grandes desviaciones que tuvieron como resultado acercar el hombre al animal, el interés prioritario no puede dejar de residir en el marco normativo, es decir, en cómo debería ser la biopolítica.

Me refiero a la posibilidad de intervenir de diferentes formas tanto en la zona limítrofe entre la vida y la muerte como en la del inicio de la vida o concepción, ejerciendo un poder abstracto sobre la vida que hallamos encarnado de diferentes formas en distintos usos de las biotecnologías. El lugar en el que la biopolítica contemporánea resulta más invasiva y corre el mayor peligro es tal vez el ámbito del inicio de la vida, en el que hallamos una diferencia profunda entre la soberanía «clásico-moderna» y el biopower contemporáneo: la soberanía moderna es poder de dar muerte, de hacer morir, mientras que el biopower actual es poder de dar tanto vida como muerte, de intervenir en las fuentes de la vida, manipulándolas, alterándolas, cegándolas.


Notas:

[1] George Orwell, 1984, versión de Rafael Vázquez Zamora, Espasa Calpe, Colección Austral, Madrid 20094, pássim entre las pp. 307 y 327.
[2] Desarrollo estos aspectos en mis libros: Essere e libertà, Rubbettino, Soveria Mannelli 2004; Il Principio Persona, Armando, Roma 2006; L’uomo postmoderno. Tecnica religione politica, Marietti, Milán 2009.

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