La belleza es este amor revelado y oculto, esta «agàpe crucificada», apocalipsis del Todo en el fragmento, totalidad del Misterio divino revelada y oculta en el advenimiento del Abandono del Hijo eterno.

Más que el aristocrático «amor de la sabiduría», reservado a pocos, la teología es la sabiduría del amor, el esfuerzo humilde e intrépido de llevar a la palabra la experiencia del amor recibido y donado, el ser amado por Dios y en él, en la comunión de su pueblo. El teólogo se deja hacer discípulo de la caridad, de su precio de dolor, de su belleza que salva, consciente de que su palabra tiene que ser la palabra que sale del silencio, de la herida y del don de amar. Hay una página de Dostoievski que ilumina maravillosamente esta condición del estar suspendido entre palabra y silencio frente al dolor de amor, a la belleza que salva. La encontramos en la novela «El idiota» que, según Romano Guardini, representa la cristología de Dostoievski. El protagonista es el Príncipe Myskin, el inocente que sufre del infinito dolor del mundo, y cree a todos, disculpa a todos, soporta todo, quiere a todos. Un día Myskin está sentado al lado del lecho donde un joven, Hyppolit, un ateo, un nihilista -como se decía en la Rusia de aquel tiempo- está muriendo, consumado por la tisis. El joven se dirige a Myskin y le dice: «Usted dijo una vez que la belleza salvará al mundo. Príncipe, ¿cuál belleza salvará al mundo?». Y Myskin contesta con su silencio, con la silenciosa presencia de su compasión. La belleza que salva es el amor que comparte el dolor y que no necesita palabra, es la verdad que expresa a sí misma callándose, por su presencia de amor. Así como el Prisionero frente a Pilato contestó a la pregunta: ¿qué es la verdad? con su simple silenciosa presencia. Por eso los medievales refundían en forma de anagrama la pregunta Quid est veritas? en la afirmación Est vir qui adest, «Es el hombre que está enfrente de ti».

Quisiera hablar de Dios hablando de esta belleza que salva, de este silencio de amor lleno de presencia. Lo hago en diálogo con dos grandes del pensamiento de la fe, San Agustín y Santo Tomás de Aquino, del cual soy humilde sucesor en la cátedra napolitana de teología. Mi exposición se articula, por eso, en tres partes:

1. La primera, «los números del cielo», mira a la belleza como forma, en diálogo con San Agustín. «Formosus» – hermoso es lo que es bello;

2. La segunda parte, «el crucificado amor», mira a la belleza como herida de amor, como resplandor que es irrupción y arrobamiento. Lo bello es lo bueno humilde, el «bonicellus», como decía el latín medieval con una palabra de donde provienen el italiano «bello» y el castellano «bonito».

3. La conclusión -subrayando que Dios no es sólo verdad y bondad, sino también belleza- quisiera abrir el camino de una experiencia hecha de silencio, más allá de toda palabra: la experiencia de la belleza salvadora, del crucificado amor que salvará al mundo.

Los «números del cielo»: la belleza como «forma»

¿Qué relación existe entre la belleza y Dios? La entera existencia de San Agustín responde a esta pregunta: podría decirse que toda su reflexión ha estado regida por los temas Dios-Trinidad, y lo bello [1]; si bien es cierto que en la época anterior a su conversión primaba el segundo sobre el primero, a ambos los consideraría íntima y recíprocamente conectados. El propio San Agustín lo reconoce así en las Confesiones con esa conmovedora exclamación en la que el Tú de la invocación se dirige a Aquel que es la belleza: «¡Tarde Te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde Te amé!» [2]. San Agustín admite que fue justamente la belleza de las criaturas la que lo mantuvo alejado del Creador; pero Éste, con su belleza -confiesa él-, le capta por la senda misma de los sentidos, a cuyo través percibimos lo bello en todas sus manifestaciones: «He aquí que Tú estabas dentro de mí, y yo fuera: ahí te buscaba y, deforme como era, me arrojaba sobre las cosas bellas que Tú has creado. Tú estabas conmigo, yo no estaba contigo. Me alejaban de Ti aquellas cosas que, si no estuviesen en Ti, no existirían. Llamaste, clamaste, venciste mi sordera; resplandeciste, brillaste, ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, lo aspiré y desde entonces Te anhelo; gusté de Ti y ahora tengo hambre y sed de Ti; me tocaste y encendí en deseo de tu paz» [3]. Oído, vista, olfato, gusto, y tacto son alcanzados y apresados por la belleza; en un primer momento por la de las cosas creadas, después por la Belleza última, autora de cualquier otra belleza.

El entero itinerario seguido por San Agustín aparece así como un camino que condujera de la belleza a la Belleza, de lo penúltimo a lo Último con el propósito de hallar, a la luz del fundamento de toda belleza, el sentido y la medida de la belleza de todo cuanto existe. Lo que unifica de manera pregnante la doble vía de «ek-stasis» y retorno es el motivo del amor; en realidad, si la belleza tiene tanto poder sobre nosotros, se debe a que nos atrae con vínculos de amor. En las Confesiones se encuentra esta consideración: «Entonces… yo amaba las bellezas inferiores, corría hacia el abismo y decía a mis amigos: ¿acaso no es cierto que no amamos sino lo bello?» [4] Ulteriormente, San Agustín seguirá firmemente convencido de que no es posible amar otra cosa que lo bello: «Non possumus amare nisi pulchra» [5]. Entre arrobamiento y correspondencia, el movimiento de la belleza no es más que el movimiento del amor: «ordo amoris» es el mundo de la belleza… [6].

¿De dónde mana la fuerza de atracción de la belleza? ¿Por qué lo bello atrae al amor? Si bien San Agustín hace estas preguntas con extremo rigor, lo hace ciertamente reflexionando sobre el propio camino: «¿Qué es lo bello? Y ¿qué la belleza? ¿Qué es lo que nos cautiva y atrae de las cosas que amamos? Porque, si en ellas no hubiera decoro y belleza, en absoluto nos atraerían hacia sí» [7]. Cabe dar aquí dos respuestas diferentes: según la primera, la razón formal de la belleza está en las cosas mismas que nos parecen bellas; según la segunda, la razón de lo bello está en el sujeto que experimenta placer en ello. Dicho con otras palabras: ¿es bello lo que es bello o es bello lo que place? ¿Es la belleza la que atrae o es la propia atracción, y por ende el placer, el origen de la fascinación por la belleza? «Ante todo preguntaré si las cosas son bellas porque placen o si placen porque son bellas» [8]. Para quien, como San Agustín, ha alcanzado el sólido sentido de la objetividad de lo verdadero que ilumina hasta el fondo el mundo del sujeto, no hay duda ni vacilación a la hora de elegir entre las dos posibilidades: «Al hombre en posesión de un ojo interior y que ve en la invisibilidad, no cesaré de recordarle por qué placen estas cosas, de manera que sea capaz de juzgar el propio deleite humano… Es cierto que a este propósito me responderá que las cosas placen porque son bellas» [9]. La belleza de lo que es bello no depende del gusto del sujeto, sino de que esté inscrita en las cosas, de que posea fuerza objetiva. ¿En qué consiste esta estructura originaria? Agustín responderá aún: «Le preguntaré luego por qué son bellas y, si mostrara cualquier vacilación, le sugeriré que quizás sean así porque las partes son semejantes entre sí y, por una suerte de vínculo interno, dan lugar a un conjunto bien trabado» [10].

Así pues, bello es aquello que presenta una convenientia íntima y orgánica entre las partes que lo componen, un «con-venir» que emerge desde el fondo, una «forma» que reproduce en sí la proporción y la armonía de los «números del cielo», propios de la concepción griega, pitagórica de la belleza: «Pregúntate qué es lo que te atrae del placer físico y verás que no es otra cosa que la armonía; en efecto, mientras que lo que está en oposición produce dolor, lo que está en armonía produce placer» [11]. Agustín desarrolla esta idea tomando a la belleza como el presentarse de la unidad total en las partes del fragmento, convenientemente dispuestas entre sí y conectadas en su distinción con las demás: «Observaba y veía que en los seres corpóreos una cosa es el todo y por tanto lo bello, y otra cosa aquello que resulta conveniente por adaptarse a algo distinto de sí, como una parte del cuerpo se adapta al conjunto, o un calzado al pie» [12]. La belleza consiste, pues, en que el todo se haga presente en el fragmento por medio de una precisa correspondencia entre las partes que lo componen, de forma que reproduzca la composición armónica de los elementos en la unidad, en la cual aparece la esencia (o species) de la cosa: «No en vano se usa en la alabanza tanto el término speciosissimum (que tiene la esencia en grado sumo) como el término formosissimum (que tiene la forma en grado sumo)» [13].

El «crucificado Amor»: la Belleza como «resplandor»

En la historia de la teología cristiana la relación entre teología y belleza, junto a la tradición agustiniana, heredera del mundo griego, es pensada según otra gran posibilidad: la de la estética propiamente cristológica, tal y como la desarrolla y asume, con su potente genio, Santo Tomás de Aquino, aunque él no descuide la otra tradición. Esta vía podría resumirse con la simple y densa fórmula de explicar la belleza como «crucificado amor». La clave interpretativa del momento estético no se da aquí en la remisión de una forma a otra, de la referencia mundana a la referencia a lo eterno: no son los «números del cielo» los que, reproducidos, atraen el abismo. La belleza habita aquí en un lugar, en un fragmento; se esconde sub contraria specie en el rostro de Aquel ante el cual uno oculta el rostro, a pesar de que el suyo sea el del más bello hijo de hombre (cf. Is 53,3 y Sal 44,3). Es la vía cristológica, la vía de la meditación sobre la belleza, construida a partir del fragmento que es la Cruz, verdadero verbum abbreviatum de la entera revelación de Dios, donde, de una vez por siempre, el Todo habitó en el fragmento. Es la vía inspiradora, de una manera grandiosa, de la obra de Tomás de Aquino, que parte del apocalipsis de una belleza extática, concentrada en el eros del amor divino como arrobamiento hacia Aquello queestá-por-encima-de-todo y fuera-de-todo, y arriba a la tragicidad del mysterium paschale; en tal misterio, la muerte es muerte, tanto en el mundo como en Dios, a fin de que la vida sea vida.

Tomás reconoce el verdadero lugar de la belleza en el Verbo encarnado. En la Pars I de la Summa Theologica [14] escribe: «Pulchritudo habet similitudinem cum propriis Filii» - «La belleza se asemeja a aquello que es propio del Hijo»; agregando, a modo de explicación, esta precisa y contundente afirmación: para que exista belleza son precisas tres cosas, integritas, proportio y claritas: «Nam ad pulchritudinem tria requiruntur. Primo quidem, integritas sive perfectio… Et debita proportio sive consonantia. Et iterum claritas» - «Tres cosas requiere pues la belleza: integridad o perfección…, la debida proporción o armonía, y luminosidad». La presencia de estos tres aspectos Tomás la reconoce precisamente en el Hijo enviado por el Padre, en el Verbo encarnado y crucificado. La belleza se asemeja sobre todo a la integritas, a esa perfección que es la cumplida realización de la cosa: «Perfectio est forma totius, quae ex integritate partium consurgit» - «La belleza es la forma del todo, forma que nace de la integridad de las partes» [15]. En la belleza, lo puesto de relieve es el todo: «La integridad de la obra se aparece únicamente a quien sabe ver el todo en el acto de animación, construcción, solicitación y disposición de las partes» [16]. Así, es en el Verbo encarnado donde está la totalidad del misterio divino que se revela, donde está la naturaleza divina que se hace accesible en la persona del Hijo, el cual ha asumido la naturaleza humana: «Quantum igitur ad primum, similitudinem habet cum proprio Filii, inquantum est Filius habens in se vere et perfecte naturam Patris» - «Por lo que hace a la integridad, ésta conserva lo que es propio del Hijo, en tanto en cuanto el Hijo tiene en sí, de un modo verdadero y perfecto, la naturaleza del Padre». Tomás ha heredado la tradición clásica demasiado profundamente como para no percibir el elemento de verdad que la cultura griega ha legado también a la fe cristiana: cuando uno se las ha con lo bello no se contenta con la interrupción, con el fragmento. La belleza es rapsodia evocadora de totalidad. El sentido de la integritas, de la perfectio, la fascinación que tò pan ejerce sobre el alma griega continúa viviendo en el ethos de occidente. Tomás lo sabe bien y no tiene dificultad para reconocer la totalidad en el Verbo hecho carne, aun cuando sepa que este reconocimiento modifica fundamentalmente la idea misma del todo: ya no se trata de la cerrada totalidad de una alteridad indecible; aquello con lo que hay que vérselas aquí es la abierta totalidad hospitalaria, es el todo capaz de acoger lo otro de sí.

Este todo «abierto» se manifiesta como tal cuando se presenta en la historia según dos vías, propias, según Tomás, de la «re-velatio»: la vía de la proportio y la de la claritas. Al profundizar en estos dos aspectos se dibuja la idea de la belleza según Tomás de Aquino: podría decirse que lo bello es el «Todo en el fragmento» «das Ganze im Fragment» (Hans Urs von Balthasar). No el Todo-Otro, separado y ajeno respecto al fragmento, ni el fragmento aislado y perecedero respecto al Todo, sino la ausente presencia, la presente ausencia designada por el oxímoron. ¿Cómo puede la totalidad habitar el fragmento? También aquí recoge Tomás los dos mundos, las dos almas de su vida: la pertenencia a la cultura del occidente greco-latino y el fiel testimonio del mensaje bíblico hebreo-cristiano. He aquí pues las palabras clave: proportio y claritas. Proportio: el Todo está presente en el fragmento cuando éste reproduce la armonía del Todo en la armonía de las partes, en la proporción y consonancia de éstas. Tal es la Vía por la cual la belleza es «forma» y, por ende, armonía de relaciones, hasta tal punto que el latino llama también «formosus», hermoso, a lo que es bello: es la vía agustiniana, heredera igualmente del alma griega: Bello es el fragmento que mantiene en sí la relación entre las partes del Todo, reproduciéndolo de manera análoga, forma a forma, medida a medida: «El aspecto constitutivo de la belleza para Tomás… consiste esencialmente en una condición de organicidad» [17]. De este modo, es bello el Hijo hecho carne: «Verbum abbreviatum» del «Verbum aeternum», imagen de lo invisible, Palabra que transmite a nuestras palabras un eco fiel del eterno decirse del divino Silencio: la proportio «convenit cum proprio Filii, inquantum est imago expressa Patris. Unde videmus quod aliqua imago dicitur esse pulchra, si perfecte repraesentat rem»; la proporción «conviene a aquello que es propio del Hijo, en cuanto imagen expresa del Padre. De ahí se deduce que puede llamarse bella a cualquier imagen siempre y cuando vuelva-a-presentar y a representar perfectamente el objeto». La re-praesentatio del Todo en la forma de fragmento se cumple pues en el doble sentido de «volver-a-presentar» las proporciones del Todo, incluso por lo que hace a la ausencia de la entera Presencia, y a la vez de «representar» su armonía, en cuanto presencia de una Ausencia, en todo caso irrepresentable.

Para Tomás, la otra vía por la que el Todo habita el fragmento y produce el acaecimiento de la belleza es la claritas: aquí no se trata ya de la totalidad presente en la armonía de las partes, sino de su irrupción. Es como un resplandor, un brillar en la noche, un traspasar el fragmento hecho transparencia de luz: el Todo ya no se ofrece solamente como proporción reflejada, sino también como irradiación, como abismo que se abre y traspasa, como silencio a donde viene la palabra abriéndose a él. Es lo bello en cuanto resplandor: resplandeciente es lo bello. Es lo bello en cuanto irrupción: fulgente, irradiante, fulgurante es lo bello. Tomás ve realizada esta belleza en el acaecimiento del amor del Hijo encarnado, donde la luz resplandece en las tinieblas: la claritas «convenit cum proprio Filii, inquantum est Verbum, quod quidem lux est, et splendor intellectus»; la luminosidad «conviene a aquello que es propio del Hijo, en cuanto que él es el Verbo, luz y resplandor de la inteligencia». El Todo se hace presente en el Verbo encarnado como «resplandor» de la gloria del Padre, en una circularidad plena -típica por lo demás del pensamiento medieval- entre el «momento estético» y el «momento teofánico» [18].

La meditación de Tomás sobre la belleza ha unido pues ambos mundos: el alma griega -con su anhelo de conjugar lo múltiple con la ordenada presencia del Uno- y el alma judeocristiana con su fe en el Dios de la historia, en ese Dios viviente que irrumpe en el tiempo como un fuego devorador, que habla las palabras de los hombres y que, fiel a Sus promesas, establece alianzas con éstos hasta hacerse carne en el Hijo; en Él se destina a sí mismo para siempre a la criatura consciente y libre, llamada a responder al pacto con el pacto. «Ad rationem pulchri… concurrit et claritas et debita proportio». «En la definición de lo bello coinciden tanto la luminosidad como la debida proporción» [19]. No basta la forma por sí sola, ya que puede degradarse en esteticismo: en una vacua idolatría del fragmento aislado del todo; pero tampoco es suficiente el resplandor por sí solo, dado que sólo traspasando y transfigurando una forma desde dentro le cabe al Todo irrumpir en el tiempo y, al fragmento, convertirse en ventana abierta al misterio más grande: el terreno del acaecimiento de la eternidad. Quizá, en el juego del resplandor y la forma pueda esquematizarse toda la historia de la estética, y no sólo de la estética teológica: «En cuanto revelación de la profundidad, aquello que aparece es a la vez indisolublemente presencia real de la profundidad, del todo; y, yendo más allá de sí mismo, lo que aparece remite realmente a esa profundidad. Es posible que a lo largo de la historia del espíritu se haya subrayado unas veces el primer aspecto y otras el segundo; unas veces la completud clásica (la forma capaz de encerrar dentro de sí a la profundidad) y otras la infinitud romántica (la forma que se trasciende a sí misma, en busca de la profundidad). Se dé uno u otro caso, ambos son empero inseparables y, juntos, constituyen la fundamental figura del ser. Nosotros «entrevemos» la forma, pero cuando la vislumbramos realmente -no sólo como una forma suelta, sino como la profundidad manifiesta en ella-, la vemos entonces como resplandor y gloria del ser. Cuando miramos esa profundidad quedamos «pasmados» y «raptados» por ella, pero nunca (aun cuando se trate de lo bello) de un modo tal que abandonemos la forma (horizontal), para sumergirnos (verticalmente) en la desnuda profundidad» [20].

Ciertamente, el encuentro entre esas dos almas de la belleza no es ni pacífico ni algo que se dé por descontado, sino que vive más bien de la continua tensión, de la lucha, de la «agonía». El peso del todo denuncia la fragilidad del fragmento: por eso toda experiencia de la belleza está marcada por la melancolía, por este sentido de inexorable caducidad. ¡Mortal es la belleza y vive de su muerte! Por eso, la revelación última de la belleza es la muerte de la Palabra en el silencio de la Cruz y su resurrección en el grito de Pascua: ¡Él vive! La belleza es exilio, retiro: frágil es lo bello y vive de su transgredirse infinitamente. Exige una educación para la lectura de la obra bella, que, especialmente cuando se trata del arte que pretende explicar lo divino, es una real y verdadera disciplina encaminada a la hermenéutica de la Trascendencia, a la Palabra del Dios, siempre más grande en las formas veladas de Su autocomunicación en la historia.

«In limine»: el apocalipsis de la belleza

La belleza es este amor revelado y oculto, esta «agàpe crucificada», apocalipsis del Todo en el fragmento, totalidad del Misterio divino revelada y oculta en el advenimiento del Abandono del Hijo eterno: la belleza es así adviento simbólico que reúne a la vez resplandor y forma, transgresión y sosiego de la mirada y de la voz, analogía cristológica entre lo último y lo penúltimo, proporcionalidad y participación pensadas a partir del descendimiento kenótico de Dios hasta en las tinieblas del Viernes Santo. Y es precisamente aquí donde se descubre el sentido más profundo de la reflexión de Santo Tomás sobre la belleza, donde se da el encuentro -como ya se ha dicho- entre los dos mundos de su vida, sus dos pertenencias: la de la inteligencia y la de la fe. En el Verbo hecho carne Tomás reconoce la irrupción de lo Otro, el hacerse presente del Silencio en la Palabra hecha carne hasta el supremo grito de la hora nona, el éxtasis del Dios vivo enamorado de Su criatura. Y es de este modo como intuye que debe existir otra relación entre el Todo y el fragmento aparte de la «griega» -que Agustín vuelve a pensar de manera cristiana- entre proporción y forma. Debe haber una relación de ruptura, de escándalo, de transgresión.

Esta concepción de la belleza -por la cual ella es no sólo morada tranquila y hermosa, sino también escandalosa irrupción del Todo en el fragmento, resplandor en el sentido de irradiación que traspasa- revela su matriz profunda, no ya en la epistemología griega que domina el destino de occidente, sino en la epistemología bíblica, judeocristiana, donde la verdad no es la alétheia el levantamiento del velo para dejar ver lo hasta ahora oculto, sino la ’emet: fidelidad, relación. En el término griego, el alpha privativa niega justamente el lanthánein, el acto de ocultar, como en el «lateo» latino; es decir, lo específico de la verdad griega es la evocación de la latencia y la llamada a la evidencia de la visión: victoria de la idea (idea está relacionado con eidos: aspecto, forma, belleza, y con eidón; término que sustituye a horáo nuestro «ver»; de la misma raíz deriva el «video» latino). La alétheia triunfa en la visión: el Griego ve la verdad; ¡incluso desde los abismos de la caverna aspira a la visión! Si la verdad consiste en una exhibición, el conocimiento de lo verdadero será esa «adaequatio» por la que nuestro ver abarca por completo al objeto, a la cosa. Esta es la epistemología que inspira la filosofía occidental, dominada, como el entero ethos de Occidente, por el primado de la idea, por esa sed de visión omnicomprensiva que alcanza su máxima celebración en el abrazo total del monismo hegeliano del Espíritu y en sus epígonos ideológicos, totalitarios y violentos.

¿Cuál es la consecuencia de este modo de concebir la verdad sobre la concepción de la belleza? Si la verdad es la idea, si es visión, entonces la verdad limita, dado que ella es inseparable de la necesidad, tal como lo es también la adaequatio intellectus et rei que la constituye. La belleza en cuanto presencia de la verdad será asimismo un ir a parar el todo a una relación susceptible de ser «vista»: la belleza en cuanto forma se da a ver, se ofrece a la posesión total de la mirada. La proporción de las partes, reflejada en el ojo que mira, y que viene transmitida desde el ojo al pensamiento, es justamente lo aportado en la alétheia griega: es la visión de la belleza, es la verdad como correspondencia plena del objeto y de la mente en el acto omnicomprensivo de la idea. Tomás hereda ciertamente esta tradición que es la gran inspiradora de Occidente, el motor de su fuerza, el secreto de su violencia, la expresión de su alma ávida de dominio. En el plano estético es la lección de una belleza hermosa, de una belleza reveladora, de una belleza de visiones: es lo bello contemplado, y ante el cual se queda uno atónito, admirado, embelesado…

Si en la verdad griega el Uno es el que domina, en la verdad/fidelidad hebrea aquello que domina es el Dos, es el pacto, la relación al otro, porque la fidelidad se da entre los Dos. La fidelidad a sí mismo es coherencia, es repetición: sólo la fidelidad dual, la fidelidad al Otro es verdad que libera y salva. En la epistemología judeocristiana originaria, entonces, la verdad significa relación: no eres tú el que ve la verdad, sino que es la verdad la que te comprende; no eres tú el que abraza la verdad en la idea, sino que, en la escucha, te dejas acoger por la verdad. No es el «cogito ergo sum» el que triunfa aquí, sino el «cogitor ergo sum», el «yo existo» porque Otro me piensa, porque Otro me acoge y me hospeda, porque es en otro regazo donde está mi morada: ¡habito en una casa que no es mía! La morada, el regazo hospitalario del Otro es mi-lugar-no-mío. ¿Qué será entonces la belleza así concebida? Ya no podrá ser ni poseedora ni dueña de la cosa, aunque sea en la forma de visión: la belleza deberá ser tensión, acaecimiento, dinamismo, el fuego de una relación establecida entre Dos. Cuando la relación se crea, cuando el Otro irrumpe en el fragmento y consigue, al romperla, capturar la identidad cerrada en sí misma -que es siempre «mala», identidad que aprisiona-, es entonces cuando se experimenta la belleza.

Belleza es entonces inseparablemente visión y sosiego; es ruptura, laceración y muerte; belleza es ágape: ¡Belleza es Dios, que es amor (1 Jn 4,8. 16)! Con su vida, su obra y la silenciosa elocuencia de sus últimos días, Tomás nos enseña la inseparabilidad de estos momentos, de estas almas. Y lo hace como fiel discípulo -siguiendo la escuela del Verbo encarnado, del Señor Jesús- allí donde -de una vez para siempre- el Todo ha habitado plenamente el fragmento, traspasándolo de parte a parte, de cara al abismo de la divinidad y de cara a las obras y a los días de los hombres. Y es posiblemente por el carácter ineludiblemente trágico de la belleza como «amor crucificado» por el que Tomás invoca una visión más alta de la belleza, propia de otro tiempo, de otra patria: «Iesu, que velatum nunc aspicio / oro fiat illud quod tam sitio: / ut, te revelata cernens facie, / visu sim beatus tuae gloriae» - «Oh, Jesús, ahora velado a mi mirada, / Te ruego que acaezca aquello que tanto anhelo: / ver tu rostro sin velos,/ ser dichoso viendo Tu gloria» [21]. Una invocación ésta que podría tenerse como ejemplo de la actitud de una fe educada para leer la belleza y en ella dejarse alcanzar por el Misterio santo allí revelado y escondido, sin ceder a la seducción de lo penúltimo, pero también sin traicionar la admirable, si frágil, consistencia y dignidad de ello. Sobre el frágil umbral de la belleza se descubre el «desflorarse de sombras» que une la muerte a la vida, el tiempo a lo eterno: el Todo revela la fragilidad del fragmento, pero también su ineliminable dignidad. Justamente así, la Belleza es Puerta, apocalipsis de lo Último en lo penúltimo…


Notas 

[1] Cf. el documentado trabajo de J. Tscholl, Dio e il bello in sant Agostino, Ares, Milano 1996 (original alemán: Lovaina 1967).
[2] Confessiones, X, 27,38: «Sero te amavi, pulchritudo tan antiqua et tam nova, sero te amavi!».
[3] Ibid. «Et ecce intus eras et ego foris et ibi te quaerebam et in ista formosa, quae fecisti, deformis inruebam. Mecum eras, et tecum non eram. Ea me tenebant longe a te, quae si in te non essent, non essent. Vocasti et clamasti et rupisti surditatem meam, coruscasti, spenduisti et fugasti caecitatem meam, fragasti, et duxi spiritum et anhelo tibi, gustavi et esurio et sitio, tetigisti me, et exarsi in pacem tuam».
[4] Ibid. IV, 13,20: «Tunc & amabam pulchra inferiora et ibam in profundum et dicebam amicis meis: «num amamus aliquid nisi pulchrum?».
[5] De musica, VI, 13,38.
[6] Cf. R. Bodei, Ordo amoris. Conflitti terreni e felicità celeste, Il Mulino, Bologna 1991.
[7] Confessiones, IV,13,20: «Quid est ergo pulchrum? Et quid est pulcritudo? Quid est quod nos allicit et conciliat rebus, quas amamus? Nisi enim esset in eis decus et species, nullo modo ad se moverent».
[8] De vera religione 32,59: «Et prius quaeram utrum ideo pulchra sint, quia delectant; an ideo delectent, quia pulchra sunt».
[9] Ibid.:«At ego virum intrinsecus oculatum, et invisibiliter videntem non desinam commonere cur ista placeant, ut iudex esse audeat ipsius delectionis humanae & Hic mihi sine dubitatione respondebitur, ideo delectare quia pulchra sunt».
[10] Ibid.: «Quaeram ergo deinceps, quare sint pulchra; et si titubabitur, subiciam, utrum ideo quia similes sibi partes sunt, et aliqua copulatione ad unam convenientiam rediguntur».
[11] Ibid., 39,72: «Quaere in corporis voluptate quid teneat, nihil aliud invenies quam convenientiam: nam si resistentia pariant dolorem, convenientia pariunt voluptatem».
[12] Confessiones, IV, 13,20: «Et animadvertebam et videbam in ipsis corporibus aliud esse quasi totum et ideo pulchrum, aliud autem, quod ideo deceret, quoniam apte accommodaretur alicui, sicut pars corporis ad universum suum aut calciamentum ad pedem».
[13] De vera religione 18,35: «Neque enim frustra tam speciosissimum, quam etiam formosissimum in lauda ponitur».
[14] Summa Theologica I q. 39 a. 8 c. Sobre la estética de Santo Tomás, cf. U. Eco, Il problema estetico in Tommaso d’Aquino, Milán 19822, donde el autor vuelve a tomar y evalúa a distancia de años su tesis doctoral publicada en 1956. Sobre la estética medieval sigue siendo preciso E. De Bruyne, Études d’estétique médiévale, 3 vols., Brujas 1946.
[15] Summa Theologica, I q. 73 a. 1c.
[16] L. Pareyson, Estetica. Turín 1954, 284.
[17] U. Eco, Il problema estetico… , o. c., 116.
[18] Cf. U. Eco, Il problema estetico… , o. c., 29.
[19] I IIae q. 145 a. 2 c. Cf. También II IIae q. 180 a. 3 ad 3um.
[20] H. Urs von Balthasar, Gloria. 1. La percezione della forma, Jaca Book, Milán 1975, 104.
[21] Del Himno eucarístico Adoro Te devote atribuido a Santo Tomás.

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