No quiero, de ninguna manera, proponer que la mujer debe volver a ocuparse exclusivamente de las tareas del hogar. Pienso solamente que se debe dar, a cada mujer, la posibilidad de decidir libremente lo que ella considera como bueno, sin iniciar permanentemente nuevas polémicas.
Hace poco leía un artículo en que, con gran profusión de palabras, se pretendía explicar por qué el feminismo destruye la familia. Quedé un poco sorprendida y comencé a pensar en ello. ¿Realmente destruye el feminismo la familia? Sin querer, recordé un suceso que me ocurrió hace algún tiempo en Sudamérica. En Santiago de Chile me habían dicho que una persona conocida como una enérgica feminista quería discutir conmigo acerca del tema de la mujer. Se trataba de la fundadora y Rectora de una universidad privada. Habíamos concertado una cita. Me preparé para una intensa discusión y, luego de unos días, acudí al encuentro con un cierto ánimo de ir a la ofensiva. Cuando entré al Rectorado, me sorprendió ver que en la muralla colgaba una imagen grande de la Virgen. La rectora era una señora muy amable y bien arreglada. “Yo trabajo, con todas mis fuerzas, para que las mujeres puedan estudiar y obtengan puestos de trabajo”, me dijo. “Sueño con un sueldo para las dueñas de casa y con la supresión de la pornografía. Me llaman feminista porque devuelvo todas las cartas que recibo dirigidas al Rector: porque esta Universidad no tiene un rector, sino una Rectora”. Entonces señaló sonriendo: “Y no tengo nada contra los hombres. Estoy casada hace mucho tiempo y quiero a mi marido más que hace treinta años”.
Es evidente que un feminismo así no destruye la familia. Pienso incluso que es extremadamente favorable para la comunicación de los esposos y para la familia misma, ya que devuelve a la mujer la dignidad que, en ciertas épocas y culturas, y parcialmente en la actualidad, le ha sido y le es negada. Sí, esto ocurre también hoy, no es ideología, ni exageración. No necesitamos pensar en las mujeres cubiertas por un velo, como en Arabia Saudita, ni en el pueblo africano de los Lyélas, que consideran a las mujeres como la parte más importante de la herencia. Por ejemplo, una de las fórmulas con que un hombre constituye a su hijo mayor como su heredero dice: “Te entrego mi tierra y mis mujeres” [1]. No podemos tampoco juzgar con altanería el rapto de las novias de la aguerrida Espartana [2], ni lamentarnos de la llamada oscura Edad Media que, por cierto, no fue una época tan hostil para la mujer [3]. Como se ha dicho, no necesitamos ir tan lejos. Basta mirar a Europa ¿Se respeta a la mujer en la sociedad, en las familias? También hoy día se la considera en innumerables avisos publicitarios, en el cine, en revistas del corazón y en conversaciones de sobremesa, como un ser no muy capaz intelectualmente, como un elemento de decoración y de exhibición, como mero objeto de deseo masculino.
Su dedicación a su casa y su familia no es ni se valora, ni se apoya como se debiera. ¿No ocurre con cierta frecuencia que un hijo, solo porque es varón, después de un suculento almuerzo dominical, se siente frente al televisor junto a su padre, mientras las hijas “desaparecen”, junto con su madre en dirección a la cocina? ¿O que una joven madre, que trabaja fuera de la casa, se las tenga que arreglar sola con las labores domésticas y más encima sea enjuiciada, pues no se preocuparía lo suficiente de su marido -que trabaja a tiempo parcial- y de sus hijos, y que además sea criticada por no tener la casa limpia? ¡Cuántas mujeres casadas, que carecen de ingresos propios, deben mendigar de sus maridos un poco de dinero y no tienen acceso a la cuenta bancaria, ni participación en las decisiones pecuniarias de la propia familia! Concedo que estas cuestiones pueden ser superficiales, sin embargo, demuestran cuánta -o cuán poca- comprensión y cariño reciben las mujeres, a menudo, en una situación difícil.
Existe pues una promoción de la mujer que es absolutamente razonable y conveniente. Su finalidad consiste en que los derechos humanos no sólo sean derechos de los varones, sino que ambos tanto el hombre como la mujer, sean aceptados en su ser-persona. También se esfuerza por considerar a cada ser humano en su propia individualidad, sin colocar ningún cliché a nadie. Y esto es válido en todo sentido. Hoy en día nadie duda que la mujer puede dominar la técnica más complicada. Pero ello no significa que todas las mujeres deban ser técnicas y que gocen con las computadoras. Oímos un nuevo dogma: “La mujer emancipada es gerente de empresa, arquitecto o empleada en una oficina: de todas maneras trabaja fuera de la casa”. Sin embargo, si la emancipación es entendida como un proceso de madurez conseguido, ¿por qué la mujer “emancipada” no puede ser madre de una familia numerosa? Cuando una mujer prefiere preparar un pastel, tejer chalecos, jugar con los niños y procura hacer de su casa un hogar agradable, no quiere decir que ella se haya resignado a asumir el papel que se le asignó en el s. XIX. Significa simplemente que para ella, estas actividades son más importantes que para quienes la critican. En principio, no se trata de lo que una persona hace, sino de cómo lo hace.
Ni el trabajo fuera de la casa, ni la familia son, en sí, soluciones a problemas personales o sociales; ambos conllevan ventajas y riesgos. Así, es posible que a una mujer profesional, debido a la creciente especialización de su trabajo, se le vaya empequeñeciendo su campo de acción, mientras que a una dueña de casa, al tener que enfrentarse a los más diversos trabajos, adquiera una visión más amplia. En su vida profesional, la mujer está expuesta a los mismos riesgos que el hombre -deseo desmedido de hacer carrera, afán exclusivo de poder…- incluso más que él, pues se le pone a prueba y enjuicia más duramente.
No quiero, de ninguna manera, proponer que la mujer debe volver a ocuparse exclusivamente de las tareas del hogar. Pienso solamente que se debe dar, a cada mujer, la posibilidad de decidir libremente lo que ella considera como bueno, sin iniciar permanentemente nuevas polémicas.
Se ha discutido mucho acerca de sí las mujeres son diferentes a los hombres y en qué lo son. Primero, hay que considerar que cada ser humano es distinto de los otros. Cada uno debe tener la oportunidad de desarrollarse libremente, de ser feliz y de hacer feliz a los demás -por diferentes caminos, da lo mismo en que estado o profesión-. Desde una perspectiva histórica y social, algunas veces, a las mujeres esto les ha sido más difícil que a los hombres. Es por ello que se les debe ayudar más a vivir de acuerdo con su convicción personal. Esta es la finalidad de un feminismo que podemos denominar “auténtico”, “razonable” o “libertario”. Puesto que pretende unir la verdadera promoción de la mujer con mi fe cristiana, me gustaría hablar de “feminismo cristiano”. A este tema nos referiremos más adelante.
El feminismo radical
Estamos casi en nuestro tema. Como se ha mencionado, existe otro tipo de feminismo que se ha extendido mucho en los países occidentales, es el denominado, con frecuencia, feminismo “radical” o “extremo”. Me parece que este tipo de feminismo, por lo menos como se presenta a sí mismo, ha pasado ya su momento culminante. Su enorme influencia ha tenido un devastador efecto que se deja ver en todos los ámbitos. Todos conocemos lo que se ha dicho acerca del “mito de la maternidad”, que debe ser destruido, o del macho, que la mujer debe desterrar. En algunas de sus afirmaciones, las feministas han traspasado con mucho el límite de lo absurdo.
La filósofa francesa Simone de Beauvoir es considerada la precursora del feminismo de nuestro siglo, cuya influencia apenas puede superarse [4]. Su monografía “Le Deuxième Sexe” (“El otro sexo”), publicado por primera vez en 1949, es denominada con frecuencia la “biblia del feminismo” [5]. En ella, Simone de Beauvoir postula, por primera vez, con gran agudeza intelectual, la igualdad de los sexos y, con ello, da un nuevo impulso al movimiento feminista en el mundo occidental, el que, hace ya tiempo, va mucho más allá de pretender la simple mejora de la situación jurídica de la mujer y una mayor posibilidad de acceder a la formación escolar universitaria y profesional.
En aquella obra, la filósofa comienza esbozando su propia posición ideológica. “Nuestra perspectiva es la de la ética existencialista” [6], declara. Y continúa: “es la de Heidegger Merlau-Ponty y Sartre” [7] (su conviviente). El “existencialismo”, tomado del título de un libro de Sartre, es una negación consciente de toda reflexión que parta de la esencia o naturaleza. No hay “una naturaleza humana -dice Sartre- pues no hay Dios que la hubiese podido diseñar” [8]. Sartre se refiere a la libertad creadora del hombre, que le capacita para hacer de sí mismo lo que él quiere y que no es limitada por ninguna “esencia” o “naturaleza” [9].
Simone de Beauvoir intensa traspasar el existencialismo ateo [10] de Sartre a la existencia femenina [11]. Para ella, el hombre tampoco es un ser “dado” o una “realidad fija”, sino “una idea histórica”, “una continua transformación”, que hace de la persona lo que ella es [12]. En consecuencia, en la ética de Beauvoir, toda forma de “quietud” o “pasividad” sólo puede considerarse como un gran mal [13]. Sin embargo, es precisamente esa la actitud a la cual los hombres han obligado continuamente a las mujeres.
Ya desde los nómades el mundo ha pertenecido al varón [14], dice Beauvoir, pues éste ha sabido influir en el mundo con ocupaciones que iban “más allá de su ser animal”. Para cazar y pescar, construyó utensilios, se puso metas y abrió caminos.
Continuamente se superó y emprendió el camino hacia el futuro [15]. El privilegio del varón, añade, consiste en que “su vocación como persona con destino no contrasta con su ser varón” [16]. Sin embargo, en la mujer sucede algo distinto. Hasta hoy, a las mujeres se les ha impedido intervenir de manera creativa en la sociedad. Las mujeres han sido “aisladas” y ahora se encuentran marginadas [17]. Permanecen toda su vida encerradas y la culpa de todo la tienen el matrimonio tradicional (con la visión del trabajo según el sexo) y, sobre todo, la maternidad.
En toda la obra de Beauvoir está presente un tema dominante: la de quitar todo valor al matrimonio y la familia. A este respecto, señala que, “sin duda alguna, dar a luz y amamantar no son actividades, sino funciones naturales y no está en juego ningún proyecto personal. Por eso, la mujer no puede encontrar en ello ninguna razón para una alegre afirmación de su existencia” [18]. Durante siglos la mujer se ha contentado con llevar una “vida relativa”, dedicada al marido y a los hijos. “En realidad -continúa- para el hombre, ella es sólo una distracción, un objeto, un bien poco importante. El varón es el sentido y la justificación de su existencia” [19]. El varón, por su parte, ha consolidado su supremacía a través de la creación de mitos e instituciones.
Por medio de muchos ejemplos de la literatura y la cultura, Beauvoir analiza el mito de la mujer, tal y como lo han inventado los varones para sus propósitos, y concluye que “es tan irrisorio contradictorio y confuso que no se halla unidad alguna: como Dalila y Judit, Aspacia y Lucrecia, Pandora y Atena, la mujer es siempre la tentadora Eva y la Virgen María a la vez. Es ídolos y esclava, fuente de vida y puerta de los infiernos: es el silencioso original de la misma verdad, al mismo tiempo falsa, locuaz, mentirosa; es bruja y terapeuta; es presa del varón y su perdición; es todo lo que él no es y desea poseer, su negación y su fundamento existencial” [20]. Es, precisamente, el “otro” sexo.
Beauvoir se opone a todas estas afirmaciones, pues señala que las mujeres no son ni ángeles, ni esfinges, sino seres humanos dotados de razón [21]. Su proximidad a la naturaleza -que significa una limitación radical de su potencial humano- es exigida y también temida por el hombre. Aunque las mujeres no pueden negar ni ignorar su propio cuerpo, éste no determina para nada su libertad existencial. Indudablemente, en la filosofía de Simone de Beauvoir, hay razonamientos acertados que, sin embargo, dan lugar a un gran empobrecimiento ideológico. Ello se aprecia claramente si consideramos su conocido aforismo: “No naces mujer, te hacen mujer” [22], completado más tarde por la lógica conclusión “¡No se nace varón, te hacen varón! Y tampoco la condición de varón es una realidad dada desde un principio” [23]. La mujer constituye para Beauvoir un “producto de la civilización” [24]. Ella “no es la víctima de un destino misterioso e ineludible” [25], sino la de una situación muy concreta y corregible, en la cual el “mito de la maternidad” siempre ha servido a los varones como pretexto para motivar a las mujeres a realizar sus quehaceres domésticos [26]. La mujer, por su parte, se ha resignado durante mucho tiempo ante su situación. “Al no querer que una parte de sí sea convertida en negación, suciedad y malignidad, el ama de casa maniática se encoleriza contra el polvo y exige un destino que a ella misma la exaspera” [27]. En su desesperación intenta inútilmente introducir al hombre en la cárcel de su pequeño mundo, bien como madre, esposa, amante “permanente”, parásita [28] o carcelera [29]. El hombre trata a la mujer como su esclava y la persuade a la vez de que sea su reina [30]. Hoy, sin embargo, la lucha se muestra de otra manera: “en lugar de que la mujer pretenda llevarse al hombre a su cárcel, lo que hará es intentar salir de ella. Ya no pretende penetrar en la región de la inmanencia [31]. El hombre hace bien en ayudar en la emancipación de la mujer, pues librándola a ella, se libera él mismo [32].
¿Cómo tiene que ser la emancipación? Para Simone de Beauvoir, no cabe duda que las “cadenas” o “ataduras de la naturaleza deben ser rotas”. La filósofa existencialista traza una ética radical [33], que intenta desenmascarar el matrimonio [34], la maternidad [35], la prohibición del aborto [36] y del divorcio [37], como “medidas coercitivas de las sociedades patriarcales” [38], que dejan a las mujeres en dependencia de los varones. Según sus propias palabras, “las mujeres han decidido protegerse de la maternidad y del matrimonio” [39]. “Lamento la esclavitud que se impone a la mujer con los hijos… Como otras muchas feministas, también estoy a favor de que se suprima la familia” [40], dice explícitamente. Además, simpatiza con la inseminación artificial [41], las relaciones lesbianas [42] y la eutanasia [43]. Para la filósofa existencialista, el remedio para salir de la dependencia es la actividad profesional de la mujer [44], con la cual se puede alcanzar “una plena igualdad económica y social” [45] entre los dos sexos.
Aunque todas parten de sus principios, algunas de las feministas actuales superan, con mucho, determinados aspectos de las exigencias de Beauvoir. Es su obra mundialmente conocida: “The Feminin Mystique” [46], Betty Friedan –fundadora del movimiento feminista americano de los años sesenta -critica con gran vehemencia el que la mujer se vea obligada a “la realización de su feminidad” [47] únicamente en el matrimonio, en la familia y en el trabajo doméstico, y que se le impida desarrollarse intelectualemente [48].
De la misma manera, la americana Kate Milled, en su libro “Sexual Politics” [49], recurre a lo señalado en “Le Deuxième Sexe”: “La mujer aún es indispensable para la concepción, la gestación y el nacimiento de un niño, pero no tiene otra atadura u obligación especial con respecto a él”. Finalmente, el objetivo del feminismo de Shulamith Firestone -la más radical de este grupo- es destruir todas las estructuras más importantes de la sociedad [50]. En “The Dialectic Sex”, propone liberar a la mujer de la “tiranía de la procreación” [51], a cualquier precio. “Lo quiero decir muy claramente: el embarazo es una barbaridad” [52], señala.
La periodista Alice Schwarzer es una de las pocas figuras sobresalientes del feminismo alemán. Después de su larga estancia en París, comenzó su labor organizando, a principios de los años setenta, la campaña pro-aborto en Alemania [53]. En 1975, lanzó un bestseller [54] al mercado y se destacó, finalmente, como editora de la primera revista feminista, “Emma”; hasta hoy muy difundida. Su lenguaje frívolo, la exposición de problemas humanos, la eliminación de los tabúes relativos a las normas morales, junto con algunas hipótesis racionales, no constituye una mezcla nueva: no obstante, aplicada exclusivamente a la cuestión femenina, se transforma en un asunto de carácter político.
Aunque Alice Schwarzer subraya una y otra vez su admiración por Simone de Beauvoir [55] -a la que conoció en París personalmente-, es aún más radical en la aplicación de las ideas feministas. Difunde las tesis contenidas en “Le Deuxième Sexe” y las planteadas por el movimiento feminista norteamericano. Más, en último término, para ella no se trata de la cuestión teórica de la igualdad de los sexos, sino de qué modo la mujer, siendo más valiosa y digna de ser amada que el hombre, puede huir del dominio masculino. Según A. Schwarzer, el poder masculino es el único factor que condiciona actualmente la relación hombre-mujer, y sólo puede ser destruido por un poder femenino [56]. El varón es, para ella, el enemigo al que reprocha una lista de pecados. La autora expresa: “Por eso, todo intento de una liberación de la mujer tendrá que dirigirse contra los privilegios del varón, tanto a nivel colectivo, como a nivel personal. Eso quiere decir que hay que luchar también contra el propio marido [57]. Llama a todas las mujeres para que manifiesten su poder y se nieguen a sus maridos, rehusen “la heterosexualidad” que ha pasado a ser “un dogma” [58] y se interesen por la bi y la homosexualidad. En suma, Schwarzer concibe el poder sexual como un poder político, e intenta iniciar una revolución en las relaciones hombre-mujer, de la cual surgirá una mujer liberada del poder masculino. Esta mujer podrá actuar positivamente en la sociedad.
A Schwarzer critica la “ideología del hijo propio” y lucha contra todos los lazos existentes entre madre e hijo. Según ella, tales lazos sirven únicamente para proteger los últimos baluartes de una sociedad para varones [59]. La tarea educativa debe realizarse, en gran parte, por el colectivo; el trabajo doméstico tiene que ser industrializado. Eso significa que debe existir un número suficiente de guarderías y de jardines infantiles abiertos durante las veinticuatro horas y donde trabajen mujeres y varones [60].
Para la feminista norteamericana Mary Daly, todo lo masculino es objeto del juicio más despiadado, casi de la maldición universal. En su exitoso libro, aparecido en 1978 [61], la autora para revista a todas las atrocidades que los hombres han cometido contra las mujeres desde el comienzo de los tiempos. Contrasta la maldad masculina, “contaminante”, “ponzoñosa” y “destructora”, con la pureza elemental de las mujeres. M. Daly exagera tanto las ideas de “Le Deuxième Sexe”, que realmente no se las puede tomar en serio.
Desde hace algún tiempo, el intento de liberarse de las “cadenas de la naturaleza” no es la única preocupación del feminismo radical. Desde ciertos ambientes ecologistas y desde el llamado “feminismo cultural” de Norteamérica han surgido nuevas tendencias. Mientras un grupo de las feministas continúa negando las diferencias fundamentales entre mujeres y hombres, otro grupo ha comenzado a “celebrarlas”. Actualmente, dentro del feminismo, se plantea cada día con más fuerza que la identificación de lo femenino con la naturaleza, la corporeidad, la sensibilidad y la voluptuosidad, no es un “maldito prejuicio masculino”. Por el contrario, todo lo emocional, vital y sensual ha pasado a ser la esperanza para un futuro mejor. Después de que la racionalidad y el despotismo masculinos han conducido a la humanidad al borde del desastre ecológico y la han expuesto al peligro de la destrucción nuclear, ha llegado la hora de la mujer. La salvación se puede esperar solamente de lo ilógico, de lo instintivo, de lo afable y apacible, tal como se encuentra encarnado en la mujer [62]. Después de que, durante décadas, el deseo de tener hijos fue reprimido y negado, ahora es redescubierto por grupos feministas [63] como una “necesidad femenina” pura [64]. Esto puede ser una reacción al esfuerzo de la emancipación, entendida, con demasiada frecuencia, como una acomodación a los valores masculinos y a la competitividad.
Por supuesto, el deseo de tener hijos no significa un retorno al matrimonio y a la familia burgueses. Las feministas se interesan poco por la realidad social de las mujeres; lo que les preocupa son la vida de la mujer, el cuerpo femenino y las experiencias de dar a luz y de amamantar. “Son las mujeres las que tendrán que liberar la Tierra y lo harán, porque viven en una mayor armonía con la naturaleza” [65]. Esta es la más conocida de las tesis propuestas. A ella se opone ahora, con renovado ímpetu, la teoría igualitaria, que continúa la línea de pensamiento inaugurada por Simone de Beauvoir [66]. Así llegamos otra vez al comienzo de nuestras reflexiones.
Las familias patchwork
Cuando se leen los manifiestos feministas, se podría concluir lisa y llanamente que el faminismo radical destruye la familia. ¡Ese es su objetivo declarado! Sin embargo, las cosas no son tan simples como parecen. También hay que matizar esta afirmación.
Si miramos a nuestro alrededor, podemos comprobar que la vida de familia existe. Por ejemplo, tres cuartos de los europeos pasan sus vacaciones en familia; incluso, con frecuencia, varias generaciones juntas, en las combinaciones más variadas. Al observar los campings y otros lugares de vacaciones, eso queda muy claro. Pese a todas las advertencias de Simone de Beauvoir y de Alice Schwarzer, pese al deseo creciente de hacer carrera y de ganar dinero, vemos, en todas partes, cómo las parejas forman una familia y traen niños al mundo. A pesar que, según dicen, para “autorrealizarse”, es más fácil permanecer solo, la mayoría de las personas insisten en reunirse alrededor de una familia.
Incluso conocidas feministas han comenzado a alabar a la familia. La argentina Ester Vilar señala que, si existiera completa igualdad, la mujer saldría por la noche, menos que el hombre. Esto no le parece nada mal, pues “que una persona sea mucho más feliz tomándose una cerveza en un bar lleno de humo que velando el sueño de su hijo pequeño en un hogar tranquilo, aún está por demostrar” [67]. Y Christiane Collange, una de las más connotadas feministas francesas, sorprende al decir: “Me dan pena las mujeres que no saben la tranquilidad que da quedarse una tarde en la casa, sin hacer nada y disfrutando a su hijo. No hay ninguna otra sociedad que nos brinde tanta alegría de vivir como la familia” [68].
La feminista de Berlín, Bárbara Sichtermann, opina que la mujer no debe continuar orientándose de acuerdo al varón, como ha sido hasta ahora la política de la emancipación que ha puesto el varón como ideal. Sin embargo, iguales derechos para ambos sexos es algo tan indispensable como insuficiente. “La posición del varón en la sociedad sólo puede ser, dentro de ciertos límites, un modelo para el sexo femenino; primero, porque el mundo de los hombres, tal como funciona -o como no funciona- deja mucho que desear; segundo, porque las mujeres emancipadas no son semivarones, ni quieren serlo” [69].
Es interesante que Sichtermann ponga de relieve la disposición de las mujeres de estar-ahí-para-otros. Señala que se trata de “una virtud clásica femenina”, cuyo exceso debe evitarse; pero “cuya esencia debe ser guardada y propagada”[70].
Sichtermann exige que “el cuidar de otros” sea apreciado en todo su valor, precisamente cuando no es remunerado. “Nuestra civilización ha creado un clima ético en el que todo el que hace algo gratis es considerado un tonto. Aun así, sería errado suponer que el respeto por la víctima se ha extinguido completamente. Sólo que carece de un lenguaje… Todo esto es un problema cultural y psicológico social, que sólo puede ser resuelto donde ha comenzado: no mediante transformaciones del mercado laboral, ni del Estado, sino en las relaciones interpersonales, que se sustraen tanto a las reglas que rigen el mercado, como a las que rigen el estado” [71].
El trabajo doméstico es uno de los campos en que ese-ser-para-otros, esa preocupación por las necesidades inmediatas, tiene mayor relevancia. Sichtermann no se refiere a su efecto “limitante”, “opresivo” o “enfermante”, sino que lo presenta como una alternativa frente a la vida profesional agotadora y programada. Se trata de un ámbito que se puede organizar como uno quiera, señala -junto con los tradicionales defensores de la familia-: aquí se puede ser simplemente un ser humano [72]. Después de todo, todo ser humano anhela tener una “vida personal no económica”, una vida privada. Este deseo se puede reprimir temporalmente, pero nunca se extingue por completo. Por lo demás, las mujeres han adquirido suficiente experiencia fuera del hogar, como para poder admitir, con sinceridad, que la exclusiva vida profesional no aporta, por sí solo, la felicidad. “Las dueñas de casa hacen muy bien cuando se niegan a acudir a la fábrica: ciertamente lo pagan con su dependencia del marido, pero ésta es siempre mejor que la dependencia de un jefe” [73].
Puede ser -continúa Sichtermann en tono provocativo- que las mujeres dependan del sueldo de su marido. Pero, por otra parte, los hombres dependen de sus mujeres, en un sentido mucho más profundo. Precisamente porque todo ser humano necesita un hogar, cuya creación se la ha asignado, durante siglos, a la mujer [74]. La protección de ese hogar debe ser tomada en cuenta por la política feminista, tanto como “el deseo, igualmente fuerte en ambos sexos, de reconocimiento profesional” [75].
Hasta aquí el debate sobre la emancipación. Hoy en día, en amplios sectores de la sociedad, no solamente se habla de una “nueva maternidad”, sino también de una vida familiar agradable, de seguridad y apoyo moral. Sin embargo, esa familia que anhela el movimiento feminista, nada tiene que ver con la tradición, y mucho menos con el cristianismo. Comúnmente, es denominada “familia-patchwork” o “familia de remiendos de parches”. La imagen de una colcha hecha de trozos de telas muy diversas, es el ejemplo perfecto de esta nueva comunidad de personas, en que se reúnen padres e hijos de familias anteriores. Cuando una familia ya “no funciona más”, se va cada uno por su lado, los padres se separan, se llevan a algunos hijos consigo e intentan con otra pareja un nuevo patchwork. Los remiendos se pueden separar y coser nuevamente, en un modelo diferente, cuando y como se desee.
Nos referimos a un tema muy doloroso y que, por tanto, no se puede tratar superficialmente. Cada uno conoce muchos casos parecidos. Todos sabemos cuánta penuria –de la que se prefiere no hablar-, cuánto sufrimiento se oculta en una situación como la descrita. ¿Quién puede dejar al padre o a la madre de sus hijos, después de años de vida en común, sin experimentar una ruptura en su vida, sin sentirse fracasado, sin dudas ni remordimientos? Es bien sabido que quienes más sufren son los hijos. Hay que pensar en qué conflicto permanente se encuentran, cuando tienen que elegir entre sus padres “biológicos” y los “escogidos”. Hace poco me contó una conocida mía: “Mi hijo vive con su tercera mujer. Hasta ahora, todas sus relaciones sólo han durado unos cuantos años. De su primera señora, tiene una hija pequeña. La segunda trajo dos niños al matrimonio, de los cuales, él se preocupó como un verdadero padre. A veces tenía la sensación de que mi hijo los quería más que a su propia hija. Mis dos nietas políticas estaban muy tristes cuando mi hijo y mi nuera se separaron. Él ya tiene una guagua de su actual polola y quieren casarse pronto. Esto significa que pronto tendré tres nueras y un solo hijo”.
No nos corresponde juzgar a nadie. Nadie tiene derecho a hacerlo y, como espectador, se puede ser muy duro y caer en la altanería. Únicamente queremos conocer el motivo del cambio de valores que se viene observando en las últimas décadas. ¿No es cierto que el feminismo radical ha jugado un papel decisivo en la destrucción de la familia burguesa y tradicional? Yo diría que sí. Este ha sido uno de sus objetivos declarados y lo ha logrado en amplios sectores de la sociedad. Por una parte, ha llevado la lucha de clases dentro de la relación entre el hombre y la mujer, por otra parte, ha creado un nuevo concepto de familia abierta, y ha tildado al “antiguo” como ridículo. En una ley finesa, se define a la familia como “el grupo de personas que utiliza el mismo refrigerador” [76]. El desprecio por todas las formas tradicionales de vida queda de manifiesto en un informe de Christiane Collange: “La familia unida, en armonía, sin divorcios ni separaciones, de la que se nos habla continuamente ¿es para que nos avergoncemos de nuestra vida sin ataduras? ¿Cuánta frustración y fracaso se esconde detrás de la respetable fachada? ¡Cuánta mentira y traición en nombre de la indisolubilidad del matrimonio! No añoro la época de los padres (hombres) “estrictos pero justos”, ni los de las sanas mujeres de mirada triste. Prefiero los padres (hombres) de hoy, que no son ni tan gallinas, como se piensa, ni tan gallitos como antes. También me gustan nuestras supermadres, que siempre tienen prisa, pero se sienten bien en su piel. Prefiero los jeans de fines de siglo que el cuello de encaje de sus comienzos” [77].
Es evidente que no se trata de volver a la familia burguesa. Esto sería hacer muy poco y no respondería a las inquietudes de nuestros contemporáneos. ¡No se puede responder a los desafíos actuales con provincianismos! Hemos de demostrar que es mucho más atractivo que un hombre y una mujer se amen y sea un apoyo el uno para el otro, a que se combatan e intenten vencer al otro. Asimismo, hemos de mostrar que el matrimonio, como comunión indisoluble, es la mejor garantía para la felicidad de una familia. Pienso que el testimonio de los cristianos es especialmente importante en este punto, no porque ellos sean mejores que los demás, sino porque en su fe encuentran el apoyo y la ayuda necesarios para superar los obstáculos de nuestro tiempo.
A continuación, pretendo resumir, esquemáticamente, qué respuestas puede ofrecer un feminismo de orientación cristiana para las situaciones mencionadas.
El feminismo cristiano
Hay que hacer una observación previa: Todo cristiano -hombre o mujer- debe ser hoy más consciente de que no es posible vivir coherentemente dejándose llevar por todo lo que nos rodea, lo que se nos exige y lo que se nos ofrece. En esta tensión en que vivimos, entre valores, valores aparentes y contravalores, resulta fácil perder la orientación. Por ello necesitamos guardar una distancia reflexiva para descubrir una dimensión más profunda de la vida y tener la valentía de contradecir el espíritu de nuestra época. A lo largo de la historia los cristianos nunca se han rendido, ni siquiera cuando han ocupado posiciones aparentemente perdidas. A pesar de todas las afirmaciones contrarias, el mensaje cristiano sigue siendo hoy día atractivo y, desde esta perspectiva, la mujer puede hacer un enfoque muy actual de su situación, que le ayude a adoptar sus decisiones existenciales.
Pienso que, precisamente, cuando se tiene una motivación cristiana, se puede trabajar por una promoción de la mujer, llena de sentido, pues la “emancipación”, entendida como libertad, independencia y madurez interior, se alcanza por la fe en Cristo. Él nos libera de prejuicios y clichés, de tradiciones represivas, de costumbres y formas de vida que se han hecho muy estrechas. Pero, sobre todo, nos libera del pecado y de la culpa, que nos pueden llegar a corroer y que pueden destruir mucho más que los acontecimientos externos. A Él le podemos confiar todas las cargas que nos hacen sufrir y nos apesadumbran interiormente, que nos desmoralizan y nos desaniman. Sabemos que somos aceptados y amados por Él, pese a todas nuestras debilidades, errores y limitaciones. De Él recibimos siempre la fuerza para recomenzar y la gracia para ser osados ante las dificultades.
Aceptarse a uno mismo
Una persona que se sabe querida sin reservas por su Padre Dios, puede aceptarse a sí misma. Tal vez la falta de aceptación propia sea el problema principal del feminismo, también en su modalidad de la nueva maternidad. Porque si yo me acepto a mí misma, también debo aceptar mis limitaciones, debilidades y los errores que cometo. Además, tengo que aceptar que no toda la bienaventuranza del mundo proviene de mí. En lo que concierne a la ideología de la igualdad, esto es aún más claro. El querer-ser-como-el-hombre ha conducido a muchas mujeres a grandes tensiones y a la frustración, incluso hasta a enfermar psíquicamente, pues sólo puede tener una personalidad equilibrada quien vive en paz con su propio cuerpo.
Normalmente, para los cristianos no resulta difícil responder afirmativamente a su corporeidad, puesto que, para ellos, no existe la casualidad o el destino ciego, sino la sabia -aunque no siempre comprensible- y bondadosa Providencia Divina. Él manifestó su voluntad cuando creó al hombre y a la mujer. Dios inventó la naturaleza humana de un modo maravilloso, en sus dos facetas, y dio a cada sexo abundancia de talentos y cualidades. Quien acepta esto, puede estar tranquilo, pues comprende que una rebelión contra su propia naturaleza es, en realidad, una rebelión contra el Creador.
La propia liberación de la mujer no puede reducirse a una mera equivocación con el hombre. Tenemos que aspirar a algo mucho más valioso y beneficioso; pero también más arduo: la aceptación de la mujer en su propia manera de ser, en su ser mujer, único e irrepetible. La finalidad de la emancipación es sustraerse a la manipulación, no convertirse en un producto, sino ser un original. Poco ayuda entender la emancipación siguiendo los modelos que nos presenta la literatura feminista, pero sin la disposición a enfrentarse consigo misma, o interpretando las propias debilidades como represión. Precisamente, la resistencia a tales tendencias garantiza la propia libertad. La verdadera promoción de la mujer no la libera de su propia identidad de su propio ser, sino que la conduce a él.
¿Qué significa ser “hombre” o ser “mujer”? ¿En qué se diferencian los dos sexos? En la historia de la humanidad, no se han planteado sobre esta materia sólo ideas sensatas y constructivas. Actualmente, es frecuente burlarse de los hombres, atribuyéndoles características que no son más que prejuicios superficiales. Otras veces -con bastante más frecuencia- son las mujeres a quienes se les atribuye ciertos clichés y se las humilla, en la teoría y en la práctica. La verdad es que cada sexo tiene rasgos que le caracterizan; cada uno es superior al otro en un determinado ámbito. Naturalmente, el hombre y la mujer no se diferencian en el grado de sus cualidades intelectuales o morales; pero sí en un aspecto ontológico elemental, como es la posibilidad de ser padre o madre y en aquellas capacidades que de ello se derivan. Es sorprendente que un hecho tan simple como éste, hay causado tantos extravíos y confusiones.
La maternidad como regalo
Como madre, la mujer es llamada a ser “lugar” donde se efectúa el acto de la Creación divina, pues cuando surge una nueva vida, los padres cooperan de un modo increíble con Dios. El nuevo ser humano es confiado a la mujer antes que al hombre, para que ella -primero dentro de sí- lo acoja, lo proteja y alimente. Es verdad que el embarazo no está exento de esfuerzo y agotamiento: sin embargo ¿no demuestra una predilección especial hacia la mujer que ella pueda experimentar al amor creador de Dios incluso en lo más íntimo de su misma corporeidad? Sólo desde una perspectiva muy superficial y en la cual se ha perdido el sentido de lo esencial, se puede sostener que la maternidad disminuye o perjudica a la mujer, que, como madre, la mujer es inferior o tiene desventajas. Desde un punto de vista cristiano, al contrario, se puede decir que debido a su maternidad a la mujer corresponde una “precedencia específica sobre el hombre” [78], como ha señalado el Papa Juan Pablo II.
No por eso la mujer debe quedar “encerrada en la casa”, “condenada a un trabajo de esclavos”, aunque algunos grupos feministas lo dan por demostrado. Es cierto que a bastantes mujeres el nacimiento de un hijo les supone una carga, en parte por la poca comprensión de los demás, y, en parte, debido a estructuras sociales injustas. Sin embargo estas últimas son consecuencias del pecado, no circunstancias que necesariamente acompañen la maternidad. No pueden ser motivo para negar la vida a un nuevo ser humano, sino que esas estructuras injustas deben desaparecer. Este es, en todas las sociedades, uno de los desafíos más urgentes para los cristianos.
Cuando una mujer acepta ser madre, puede seguir a Cristo de una manera que no es espectacular, pero sí muy íntima. Ella da testimonio de la “bondad y la amistad de Dios con los hombres” [79], forma un hogar, transmite valores culturales y religiosos. En esta labor se dará cuenta de que a Cristo se le encuentra en la cruz, a la vez que reconocerá que, desde su lugar, está llamada a trabajar activamente en la expansión del Reino de Dios. De ninguna manera es deseable que viva “encerrada” entre cuatro paredes. Dependiendo de las circunstancias familiares y de su situación personal, puede incluso ser su deber colaborar en la sociedad también a través de su labor profesional y que su casa esté abierta a muchas otras personas. Evidentemente, la primera y principal ocupación y preocupación de los padres es el bienestar de la propia familia.
La maternidad no puede ser reducida a su aspecto físico. En un sentido espiritual, todas las mujeres están llamadas, de alguna manera, a ser madres. ¿Qué es sino salir del anonimato, escuchar abiertamente a los demás, compartir sus deseos y preocupaciones y, con frecuencia, hacerles receptivos a la gracia de Dios? Los pensadores cristianos se han referido muchas veces a esta maternidad espiritual, que tiene muy poco que ver con la idea protectora, sensiblera y blandengue, que tanto alaba un sector del feminismo radical. La maternidad espiritual difiere con mucho de aquella visión biológico-materialista. Al contrario, caracteriza una capacidad especial de amar que tiene la mujer, que consiste en descubrir y fomentar lo individual en la masa [80]. Como dice Juan Pablo II a la mujer: “Dios ha confiado al hombre, de un modo especial a la mujer” [81]. La maternidad espiritual no sólo expresa cualidades del corazón, sino también del entendimiento, y no sólo exige una constitución natural, sino también formación. Se refiere a la mujer dotada de espíritu, y no a aquella caricatura que, en el fondo, sólo gira alrededor de las propias necesidades corporales.
A una persona sencilla normalmente no le cuesta acercarse a los demás. Su sentido de lo concreto, de la realidad y su sensibilidad ante las necesidades espirituales de los demás, le pueden ser de gran utilidad. Tiene un gran talento para la solidaridad y la amistad, así como para transmitir la fe de un modo práctico y concreto, que ha recibido de su Creador. ¿Por qué ha de negra estas cualidades, en vez de ser agradecida y hacer así la vida más amable y agradable a los ojos de Dios? Edith Stein da que pensar al escribir: “Cuando alguien se da cuenta de que, en su lugar de trabajo -allí donde cada uno se encuentra en peligro de convertirse en una máquina- se espera de él cooperación y disponibilidad, conservará algo vivo en su corazón, o despertará algo que, de otra forma, se atrofiaría” [82].
Aquí se ve con claridad cuánto bien puede hacer un cristiano en medio del mundo. Contribuir a formar un ambiente en el que las personas se sientan a gusto es una tarea que vale la pena. La mujer -precisamente por ser cristiana- tiene el papel decisivo de dar testimonio del amor de Dios, a cada persona en particular. A ella se le pide que transmita a los demás la firme convicción de que Dios toma en serio a cada uno y que su vida es muy valiosa.
El matrimonio como vocación divina
Con la luz de la fe, no sólo se reconoce uno a sí mismo y también reconoce la posibilidad de la propia maternidad o de la propia paternidad, sino que también se ve el matrimonio desde una perspectiva más profunda, que es la que Dios ha querido desde un principio. Como una comunidad, de vida y de amor entre un hombre y una mujer. En la Nueva Alianza es todavía más: es sacramento de gracia, vocación divina; en suma, un camino concreto para seguir a Jesucristo.
El hombre y la mujer se complementan entre sí y tienen mucho que darse recíprocamente. Espiritual e intelectualmente, un hombre nunca puede ser “complementado” por otro hombre en la medida en que lo es con la mujer, y lo mismo ocurre en el caso de la mujer. Pero la “ayuda” mutua sólo se hará realidad fructífera si tanto el hombre como la mujer están unidos a Dios. En el momento en que Adán y Eva comían del fruto prohibido, pensaban estar muy unidos, pues estaban comiendo del mismo árbol. No obstante, en realidad se abrió un foso entre ellos, pues cometer un pecado en común es quizás el mayor abismo que puede existir entre los hombres. Si cuando los amantes pecan conjuntamente se dieran cuenta que ello supone una auténtica ruptura en su amor, se asustarían de su propio pecado. El amor verdadero y la verdadera vida en común sólo pueden existir cuando Dios está presente [83]. En las sociedades secularizadas, está casi programado que se den tensiones entre los sexos, que no conducen a ninguna parte.
La escritora alemana Ida Friederike Görres señalaba, hace algunos años: “Hace ya tiempo que tengo claro que el matrimonio está pasando desde el Antiguo Testamento al Nuevo Testamento. Esto significa que está transformándose de ser sólo o especialmente una institución jurídica social económica y moral, al ámbito de la decisión espiritual. Quizás no sea sólo una señal negativa que hoy se rompan tantos matrimonios. Quizás, esto quiere decir que muchas personas no aceptan más el matrimonio en esa forma corrupta, y no están dispuestas a vivirlo de ese modo” [84]. Precisamente en estas nuevas circunstancias, las parejas cristianas están llamadas a ser un ejemplo del atractivo del amor y de la fidelidad conyugales. También en épocas de crisis e incomprensión, los cónyuges tienen que aceptar el desafío de mantenerse unidos. Todo matrimonio (incluido el matrimonio cristiano) pasa por momentos duros. Se experimenta monotonía, la trivialidad de lo cotidiano, el descontento y la insatisfacción profesional; se ve cómo los planes se estropean y que los hijos son muy distintos a como se los deseaba. Y, con los años, se tiene, no rara vez, la sensación de que se es deudor de muchas deudas impagas.
Cuanto más se pone en tela de juicio la imagen clásica de la mujer, más fácil, resulta que surjan conflictos del tipo ¿quién tiene que lavar los platos?, ¿quién debe limpiar?, ¿quién va de compras?, en fin. Tan necesario es pensar quién hará el trabajo de la casa como absurdo es estar siempre discutiendo por ello.
Creo que para cada hombre y para cada mujer, más que cada tarea particular, son más importantes su buena disposición hacia la familia, un amor sincero diverso e individual: pro siempre con la disponibilidad de querer llevar en común las preocupaciones del hogar. Es un callejón sin salida pensar que hombre y mujer, padres e hijos, deban “emanciparse” unos de otros. Sería mucho mejor que juntos redescubrieran la belleza de estar ahí para los otros, libremente y por amor. Entonces, ya no se piensa que los propios derechos vayan a salir perjudicados, ni tampoco se exige de los demás lo que uno mismo no quiere dar.
Cuando un hombre y una mujer están dispuestos a sacrificarse por su matrimonio y por su familia, es cuando el amor madura. Esta madurez del amor puede conllevar situaciones muy diversas e incluso contradictorias. Para una mujer puede ser un sacrificio quedarse en la casa, por sus hijos, sin trabajar fuera: para otra puede ser heroico conjugar el trabajo dentro y fuera de casa, por el bien de su familia, no hay recetas fijas que indiquen cómo ha de ser la vida diaria en cada familia concreta, así como tampoco es adecuado juzgar desde fuera cada situación concreta.
Las posibilidades de cada uno son muy distintas: lo que a una persona le resulta muy sencillo, a otra le supera. También las necesidades de los hijos son diferentes: uno solo puede requerir más energías de los padres, que varios juntos. Como dice la citada I. F. Görres, el matrimonio “ya no es más patria y puerto”, sino que llega a ser una verdadera aventura mística, cuando se lo vive en su profunda dimensión espiritual. Así, añade, es la traducción del gran mandamiento cristiano del amor, con todo su corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todas tus fuerzas, a un tamaño apto para los seres humanos [85].
El matrimonio se vive como una comunión corporal, psíquica y espiritual del ser humano; y en todos los planos significa para los cónyuges una unión entrañable [86]. Por ello, está abierto a nuevas vidas, pues el otro es aceptado en la totalidad de su persona, esto es, también en su fertilidad y en su posible paternidad o maternidad. Sin embargo, si la unión sexual se entendiera únicamente como la procreación de descendientes, se utilizaría y denigraría al cónyuge como un simple medio, se abusaría de él. Asimismo, frecuentemente, se olvida que, si se considera a la pareja tan sólo como objeto de placer, también se la convierte en un objeto. Si en el amor matrimonial se encuentran integrados, tanto el deseo de tener hijos, como la búsqueda de la unión sexual, se puede considerar que la relación entre los cónyuges ha sido lograda. Precisamente, con la aceptación de nuevas personas que amplían la familia, la comunión de los cónyuges es confirmada y afirmada.
La búsqueda de la santidad
Realizarse plenamente a sí mismo es someterse a lo que para toda persona es posible y realizable, y para un cristiano todavía más: a lo que él, en su concreta situación de vida, descubre como voluntad divina.
En este punto, tocamos la dimensión más profunda del desarrollo personal. Cuando el hombre y la mujer sean capaces de superar la resistencia a la entrega, que se percibe en nuestra sociedad en todos los planos; cuando estén dispuestos a abandonarse de nuevo al amor de Dios, entonces serán verdaderamente libres. Y esa libertad es fruto de estar desprendidos de sí, de estar redimidos.
La filósofa francesa Simoen Weil percibió la tragedia del hombre moderno. Aunque nunca se declaró creyente, juzgó con criterios cristianos al analizar las sociedades occidentales y mencionó un remedio sorprendente, la unión personal con Dios: “Lo que hace falta, en el mundo, lo que nuestro presente necesita, es una santidad nueva, una santidad que nunca existió. Esta es al menos hoy, una súplica permitida, porque es una súplica necesaria. Creo que es… la primera súplica que debe ser expresada, hoy, cada día, a cada hora, como un niño hambriento que mendiga pan sin cansancio. El mundo necesita santos con genio, tal como una ciudad infectada por la peste necesita de médicos. Donde hay necesidad, también hay obligación” [87].
Las promesas y exigencias del cristianismo incumben a ambos sexos en igual medida. Sin embargo, podemos preguntarnos: ¿qué significan concretamente para la mujer de hoy, vivir según la fe? Que encuentre su apoyo para desempeñar bien las exigencias, muchas veces exageradas, que suponen su dedicación a la familia y a la profesión, en una profunda vida de oración. Que vuelva a descubrir el sentido del sacrificio, del esfuerzo no reconocido, del trabajo callado y aparentemente sin brillo, y que también se lo haga descubrir de nuevo al hombre. Y esto no como exigencia de una ideología de tiempos pasados, sino como un desafío de su vida cristiana viva, que sigue teniendo valor para ambos sexos en las más variadas condiciones de la vida moderna.
En todas las exigencias, protestas y discusiones, los cristianos olvidan con facilidad que Cristo vence en la cruz y no luchando contra ella. Y que no triunfo sino hasta después de morir y ser sepultado. Esto no significa que no haya que defender activamente la paz y la justicia; pero sí tener en cuenta que la vida, también cuando el dolor es inseparable, no dejar de estar llena de sentido. Si tenemos fe, tendremos siempre esperanza, pues “¿quién podrá vencer a aquél cuyo triunfo presupone el fracaso?” [88].
Seguramente, las cuestiones sobre un modelo de mujer propio, no se resuelven con la determinación de conceptos abstractos. Basta una mirada cariñosa y deseosa de descubrir a la “mujer” de la Sagrada Escritura a María. Cuando la vida nos demuestra lo bajo que a veces puedes caer la mujer, María nos muestra hasta dónde puede llegar, en Cristo y por Él. La madre de Cristo, con toda la predilección que supone, seguía siendo una persona que tenía que luchar y sufrir como nosotros. Ella ha sabido llevar con dignidad la pobreza, el dolor, el desprecio y el exilio.
Si aprendemos de María a vivir de la fe en toda su dimensión, nuestra sociedad podría cambiar mucho. Un sinnúmero de problemas se resolverían más fácilmente. Otros se compartirían. Así como el pecado rasga el lazo que une los dos sexos, así la gracia posibilita que vuelva a existir armonía entre ellos. Su relación es tanto más bella, cuanto mayor sea su cercanía a Dios. Como cristianos, hombre y mujer, se pueden querer mutuamente como son y disfrutar juntos. Son capaces de convivir en igualdad, de un modo responsable para el futuro del mundo. Cuanto más cristiano sea este mundo, será también más humano, y más se respetará la dignidad y libertad de cada persona.