«Nos encontramos desde el siglo XVI y XVII, una psicología que ya no reflexiona más sobre la esencia del alma, sino que- como se ha llamado finalmente en el siglo XIX-, quiere ser una psicología sin alma; tampoco se interesa ya por las capacidades anímicas, sino solamente de la actividad de vida, de los datos que se pueden encontrar en la conciencia».
(Diagnóstico de Edith Stein para una «Psicología sin alma», en El castillo del alma)
En este artículo nos proponemos, en modo breve, señalar los aspectos fundamentales de la problemática epistemológica y práctica de la psicología contemporánea en su relación con la fe cristiana. Lo haremos basándonos en afirmaciones explícitas del Magisterio de la Iglesia, así como en bases filosóficas y teológicas inspiradas en Santo Tomás de Aquino.
1. El fundamento ideológico de la psicología contemporánea
A nadie escapa que la psicología plantea un problema especial al creyente, en primer lugar de tipo práctico (¿en qué medida algunas prácticas y métodos de importantes corrientes de la psicología contemporánea son compatibles con la vida de fe?) y, a continuación, de tipo epistemológico (¿es la psicología un ciencia?, ¿de qué tipo?, ¿cuál es su relación con la filosofía y la teología?).
Como es sabido, en gran medida la psicología experimental contemporánea se construyó en base a la filosofía positivista en franca oposición dialéctica con la tradicional ciencia del alma. Pero la psicología no es sólo la psicología académica. Un problema especial, y de enormes consecuencias en la vida de muchas personas, lo plantean las teorías de la personalidad que están en el fundamento de la práctica de la psicología y en particular de la psicoterapia.
Juan Pablo II, en un discurso a los miembros de la Rota Romana, advertía sobre el peligro que encierran algunas psicologías basadas en antropologías contrarias a la fe: Ese peligro [que el juez eclesiástico se deje «sugestionar por conceptos antropológicos inaceptables»] no es solamente hipotético, si consideramos que la visión antropológica, a partir de la cual se mueven muchas corrientes en el campo de la ciencia psicológica en el mundo moderno, es decididamente, en su conjunto, irreconciliable con los elementos esenciales de la antropología cristiana, porque se cierra a los valores y significados que trascienden al dato inmanente y que permiten al hombre orientarse hacia el amor de Dios y del prójimo como a su última vocación.
Esta cerrazón es irreconciliable con la visión cristiana que considera al hombre un ser «creado a imagen de Dios, capaz de conocer y amar a su propio Creador» (Gaudium et spes, 12) y al mismo tiempo dividido en sí mismo (ver Gaudium et spes, 10). En cambio, esas corrientes psicológicas parten de la idea pesimista según la cual el hombre no podría concebir otras aspiraciones que aquellas impuestas por sus impulsos, o por condicionamientos sociales; o, al contrario, de la idea exageradamente optimista según la cual el hombre tendría en sí y podría alcanzar por sí mismo su propia realización [1].
En esta crítica caen la mayor parte de las corrientes psicológicas más divulgadas, y, la primera de todas, el psicoanálisis de Freud. En su inspiración última, ésta no es sino una realización práctica del proyecto nietzscheano de transvaloración y de superación del cristianismo y la moral [2]. En su aspecto teórico es una mezcla entre la visión romántica del inconsciente, la dinámica de las representaciones de Herbart y el evolucionismo. La doctrina psicoanalítica, tanto en sus aspectos antropológicos, como religiosos y morales, es francamente incompatible con la visión cristiana del hombre. Ya nos referiremos a su aplicación psicoterapéutica.
Lo que sucede con el psicoanálisis es casi un ejemplo de lo que sucede con la mayoría de las corrientes actuales de psicoterapia, aunque mientras que en Freud y la psicología profunda en general –Jung, Lacan, etc.– prevalece «la idea pesimista según la cual el hombre no podría concebir otras aspiraciones que aquellas impuestas por sus impulsos», en las corrientes de psicología humanista –Moreno, Rogers, Maslow, Fromm, Perls– y existencial –R. May– predomina «la idea exageradamente optimista según la cual el hombre tendría en sí y podría alcanzar por sí mismo su propia realización». Generalmente estos últimos autores consideran las influencias familiares y morales como represivas de la espontaneidad vital y fomentan una especie de libertad absoluta de autorrealización, que tal como ellos la exponen es incompatible no sólo con los requerimientos morales del cristianismo, sino con las exigencias mínimas de la ética natural [3]. De hecho, si el psicoanálisis de Freud se presenta en último análisis como un intento de superación nietzscheana de la moral, estas psicologías parecen intentos de proponer una nueva forma de ética, experimental o clínica.
En las psicoterapias sistémicas, a este intento se suma una destrucción de la noción de causalidad y de la idea de persona como sujeto subsistente, y su disolución ontológica y moral en una red de relaciones que sería el verdadero sujeto del trastorno y del cambio, además de una concepción constructivista del conocimiento –que afecta también otras áreas y autores de la psicología contemporánea– en la que se anula la noción de verdad y de realidad objetiva.
Las psicoterapias conductuales, aunque más pragmáticas, tienen una raíz cientificista y tecnocrática en la ideología conductista, aunque parecen haber evolucionado mejor con la incorporación de elementos cognitivos en las llamadas psicoterapias cognitivo-conductales. De todos modos, y más allá de los elementos rescatables que se pueden señalar, se sospecha la presencia de una actitud hostil hacia la moral cristiana, o a veces –como en A. Ellis– un intento explícito de proponer una nueva moral [4].
Éstas que hemos mencionado son las principales corrientes de psicoterapia. Es muy difícil, por no decir totalmente imposible, en casi todos los países, conseguir una formación sistemática en psicoterapia fuera de estas escuelas.
Creo que este panorama, necesariamente rápido, es suficiente para notar que aquí existe un problema que necesita ser resuelto.
2. El estatuto epistemológico de la psicología
Como hemos dicho, una de las cuestiones que se deben resolver al abordar el tema de la relación entre razón y fe en la psicología contemporánea es el epistemológico: de entrada no está claro qué cosa sea la psicología en el sentido actual del término.
En nuestra opinión aquí hay que hacer una primera gran distinción: una cosa es la psicología como saber especulativo y otra cosa las psicologías prácticas. No siempre hay una relación –al menos directa– entre ambas.
La psicología académica de los últimos ciento cincuenta años ha hecho una enorme parábola que comienza con el intento, fundado en la ideología positivista, de separarse objetiva y metodológicamente de la filosofía –a veces negando completamente su valor de verdad– para, recientemente, volver a acentuar su conexión con ella –especialmente en lo que se ha dado en llamar «ciencias cognitivas»–. Aun distinguiendo entre el conocimiento universal y necesario del alma, propio de la psicología llamada filosófica –y mal llamada por Wolff «racional»–, y el descriptivo y contingente, propio de la psicología experimental y fisiológica –en sus distintas ramas–, no hay que romper la unidad epistemológica que debe haber entre estos modos diversos de conocer el alma y de cuya separación son estos últimos saberes los que más salen perdiendo. En este sentido hay que recordar la unidad que antiguamente tenían estas disciplinas dentro de la filosofía natural, tal como los desarrollaron Aristóteles y Santo Tomás [5].
Estas psicologías teóricas pueden resultar aplicadas a través de la técnica. De hecho, la psicología clásica era un conjunto de disciplinas referidas a la vida, no sólo humana, sino también vegetal y animal. De tal modo que una ciencia técnica como la medicina –y la psiquiatría como rama de ésta– de algún modo es una aplicación de la psicología, en este sentido amplio. De este tenor son también algunas técnicas psicológicas y psicopedagógicas basadas sobre el conocimiento teórico del funcionamiento de las facultades psíquicas, como los sentidos, la imaginación o la memoria.
También hay que recordar que el conocimiento teórico acerca del alma –en particular el del primer tipo– es el fundamento de la ética, que en sentido clásico es la ciencia práctica de la personalidad, por cuanto el término griego ēthos –de donde proviene ēthica– significa «personalidad» o «carácter» [6]. Un libro como la Ética Nicomáquea de Aristóteles era algo muy alejado de un catálogo de reglas sobre lo que se debe hacer o no hacer; era un estudio de cómo se forma el carácter virtuoso –tema retomado hoy, desde otro punto de vista, por Martin Seligmann y la psicología positiva [7]. Como ya hemos dicho, muchas de las actuales psicologías prácticas –llámeselas psicoterapia o counselling– son versiones alternativas de ética, a veces explícitamente –véanse algunos dichos de autores como C. Rogers, E. Fromm o A. Ellis–, otras implícitamente y a veces incluso intentos de superar la moral en una especie de praxis postmoral –como es el caso del psicoanálisis de S. Freud–.
Sobre esta conexión entre parte de la psicología y la moral llamaba la atención hace tiempo el filósofo Y. Simon: «Entre las materias normalmente estudiadas hoy bajo el título de psicología, algunas corresponden en realidad a un conocimiento propiamente moral, y no pueden ser comprendidas sino a la luz de principios morales. Hace tres cuartos de siglo, Ribot, cuyos esfuerzos por someter la vida afectiva a los procedimientos totalmente especulativos y positivos de la psicología moderna son conocidos, escribía que para la psicología moderna ya no hay pasiones buenas ni malas, como tampoco hay plantas útiles o nocivas para el botánico, a diferencia de lo que pasa con el moralista y el jardinero; paralelo seductor, pero sofístico, ya que si es accidental para una planta satisfacer o contrariar la mirada del amante de los jardines, una pasión, considerada en su ejercicio concreto, cambia de naturaleza según que favorezca o contraríe al agente libre. Ahora bien, la psicología moderna de la vida afectiva, sondeando el mundo del vicio y de la virtud prohibiéndose todo juicio de valor moral, pero arrastrada por el juego concreto de la libertad en un orden de cosas donde la naturaleza de la realidad considerada varía con los motivos de la elección voluntaria, presenta generalmente un penoso espectáculo de sistemática desinteligencia. Aquí, como en sociología, encontramos la última palabra del cientificismo. Después de la arrogante pretensión de someter los problemas metafísicos al juicio de la ciencia positiva, estaba reservado a nuestro tiempo asistir a la fisicalización de las cosas morales. Muchas personas alarmadas por la devastación que causa en las jóvenes inteligencias la lectura de los sociólogos, quieren reaccionar reclamando simplemente un uso más libre y clarividente de principios metodológicos considerados como intangibles, o como mucho la introducción de reformas metodológicas discretas, dejando a salvo el carácter totalmente positivo y especulativo de las ciencias morales distintas de la moral normativa. Nosotros creemos que no se podrá hacer nada contra la influencia tóxica de una cierta sociología si no se comienza por reconocer que toda ciencia del actuar humano, del ser moral, para comprender su objeto debe recibir de la filosofía moral el conocimiento de los valores morales» [8].
El tema de las ciencias sociales y del comportamiento –que aunque a veces sean descriptivas, no dejan de ser disciplinas morales y alcanzan todo su vigor en cuanto unidas a su raíz [9]– debe ser completamente repensado sobre la base epistemológica de una recta filosofía. Por lo que a nosotros respecta, un tema sobre el que se ha llamado escasamente la atención es el de la necesidad de volver a fundar la psicología de la personalidad –y otras disciplinas psicológicas como la psicología social– en la sólida base que epistemológicamente le corresponde: la ética.
Hay que recordar que en la ética clásica convivían de hecho varios niveles de conocimiento distintos –como se ve en los libros éticos aristotélicos–: 1) Un primer nivel propiamente científico (en sentido clásico), es decir que alcanza la verdad acerca de las causas primeras de las cosas humanas con certeza (así al hablar del fin del hombre, de los hábitos, virtudes y vicios en común, etc.); 2) Un nivel experimental, en el que se describen los hechos morales como se dan ut in pluribus (como cuando se afirma que «el pensamiento mitiga las concupiscencias», que «hay peleas entre los soberbios», etc.); 3) Un nivel de explicación de las causas próximas de los fenómenos morales, que no se basa en el silogismo científico, sino en el dialéctico, que engendra un conocimiento hipotético o probable (opinativo en el sentido clásico de opinión fundada); 4) Un nivel «prácticamente práctico», que es el ejercicio de la virtud moral bajo la dirección racional de la prudencia –que puede suponer en algunos casos también el dominio de algunas técnicas– que es a lo que tiende y en lo que culmina todo el conocimiento anterior. Las actuales ciencias sociales y del comportamiento se sitúan generalmente en los niveles 2) y 3), aunque a veces explicitando también el nivel 1), y desarrollando el nivel 4) más en modo técnico que prudencial.
Opinamos que, de modo semejante, la práctica de la psicología se basa sobre: 1) una filosofía de la personalidad; 2) un conocimiento descriptivo de la personalidad, basado en la experiencia clínica o en estudios de tipo estadístico; 3) una teoría probable de las causas del comportamiento, apoyada en 1) y 2). En sí misma, aunque su ejercicio profesional implique el dominio de algunas técnicas –de evaluación y de intervención–, que además para ser efectivas no pueden constituir nunca un método universal útil para todo, esta práctica depende principalmente de la virtud de la prudencia.
3. El psicólogo necesita la Revelación
Ahora bien, en la medida en que lo que intentamos es entender la dinámica del carácter de las personas concretas, el recurso a la fe y a la teología es obligado porque:
1. Como dice S.S. Pío XII en un discurso dirigido a los psicólogos, la personalidad concreta –especialmente la cristiana–, se hace incomprensible si se ignoran determinados hechos conocidos por la Revelación.
Cuando se considera al hombre como obra de Dios se descubren en él dos características importantes para el desarrollo y valor de la personalidad cristiana: su semejanza con Dios, que procede del acto creador, y su filiación divina en Cristo, manifestada por la Revelación. En efecto, la personalidad cristiana se hace incomprensible si se olvidan estos datos, y la psicología, sobre todo la aplicada, se expone también a incomprensiones y errores si los ignora. Porque se trata de hechos reales y no imaginarios o supuestos. Que estos hechos sean conocidos por la Revelación no quita nada a su autenticidad, porque la Revelación pone al hombre o le sitúa en trance de sobrepasar los límites de una inteligencia limitada para abandonarse a la inteligencia infinita de Dios [10].
La psicología contemporánea, particularmente en algunos de sus campos como la psicoterapia, plantea ciertos problemas que no tienen adecuada solución si no se eleva la mirada hacia sus fundamentos filosóficos y teológicos. Si el psicólogo –particularmente el psicólogo práctico– no tiene en cuenta que el hombre es imagen de Dios y que está llamado a la vida de la gracia filial de Cristo, no comprenderá del todo a las personas o incluso errará, nos dice el Santo Padre. Hay datos que conocemos por la Revelación, o por la teología que profundiza en el dato revelado, y que, si no se tienen en cuenta, llevan al psicólogo práctico a errar en aquello que le es más propio, el juicio sobre la personalidad y, consiguientemente, en la ayuda que se basa en ese juicio.
2. Porque, debido al estado actual de la naturaleza –caída por el pecado original–, la ley natural no se puede cumplir perfectamente sin la gracia [11]. Es más, lo que es normal y anormal para el hombre no se termina de entender sino desde la Revelación. Esto mismo recuerda S.S. Juan Pablo II refiriéndose a otro aspecto del misterio del hombre; no el de su grandeza –imagen de Dios e hijo de Dios en Cristo–, sino el de su miseria: el estado de naturaleza caída. En este sentido, el Papa nos dice que las ciencias humanas (como la sociología o la psicología, que a veces son ciencias morales descriptivas o hipotéticas, y otras muchas veces auténticas cosmovisiones filosóficas –como es el caso del marxismo o del psicoanálisis–) no nos pueden dar a conocer lo que es el hombre normal, y por lo tanto no son normativas. A veces se confunde la normalidad empírica (la media estadística) con la normalidad humana según la naturaleza y la gracia. El hombre normal sólo nos es conocido por la Revelación: «Mientras las ciencias humanas, como todas las ciencias experimentales, parten de un concepto empírico de «normalidad», la fe enseña que esta normalidad lleva consigo las huellas de una caída del hombre desde su condición originaria, es decir, está afectada por el pecado. Sólo la fe cristiana enseña al hombre el camino de retorno «al principio» (ver Mt 19, 8), un camino que con frecuencia es bien diverso del de la normalidad empírica» [12].
Un estudio meramente empírico, por correcto que sea metodológica y filosóficamente –no nos referimos ya a la empiria contaminada por prejuicios ideológicos falsos–, no sólo no puede decirnos cómo es el hombre normal, sino que, dice el Papa Juan Pablo II, con frecuencia la normalidad empírica y la normalidad real son muy distintas. Esto recuerda la crítica hecha por el psiquiatra y filósofo católico Rudolf Allers al criterio estadístico de normalidad (sostenido en aquel tiempo, entre otros, por el famoso psiquiatra Kurt Schneider): «Supongamos que en un país hubiera 999 hombres afectados por la tuberculosis y sólo uno que no estuviera enfermo. ¿Se podría concluir que el «hombre normal» es aquel cuyos pulmones están carcomidos por la enfermedad? Lo normal no se confunde con la media. Si pues, según la media, el hombre se decide por el instinto, esto no prueba que no pueda hacer otra cosa, ni que los valores elevados son por naturaleza débiles» [13].
Es necesaria la purificación del intelecto y del afecto que produce la gracia, que nos pone en contacto personal con Cristo, para llegar a conocer de verdad al hombre. No otra cosa dice el Concilio Vaticano II en Gaudium et spes 22: «En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación».
En este sentido, sin negar todos los niveles epistemológicos naturales que hemos mencionado, que poseen su autonomía, creemos que se puede hablar de una «psicología cristiana», que en su traducción «profesional» en las circunstancias actuales está casi toda por desarrollar.
4. Psicoanálisis y psicoterapia
Ya se ha dicho que entre todas las especialidades psicológicas la psicoterapia plantea un problema especial, y por eso la hemos dejado para el final. El problema tiene su origen en que históricamente la psicoterapia moderna surgió en el seno de la práctica médica. La mayoría de los primeros psicoterapeutas eran médicos neurólogos o psiquiatras (una excepción importante es Pierre Janet, que comenzó a practicar la psicoterapia siendo filósofo aun antes de graduarse en medicina). Sin embargo, como ya hemos señalado, las grandes escuelas de psicoterapia, de Freud en adelante, no sólo implican una visión antropológica, sino que muchas veces presentan una ética alternativa cuando no una completa visión del mundo. De aquí surge la cuestión de si la psicoterapia es una especialidad médica más, o si pertenece a filosofía o a las ciencias sociales.
Para resolver este problema, habría que profundizar en la naturaleza de la enfermedad psíquica, cosa que en este contexto no podemos hacer [14]. Evidentemente, gran parte de las enfermedades llamadas «mentales» son enfermedades en el sentido estricto de la palabra y susceptibles de un tratamiento médico. Pero desórdenes específica o principalmente psíquicos y psicogenéticos, que además son tratados por vía psíquica –como el carácter neurótico y los trastornos de personalidad–, nos permitimos dudar que puedan ser llamados enfermedades en el mismo sentido. Por otro lado, todo trastorno de la personalidad o carácter, en la medida en que hablamos de la personalidad humana en cuanto tal, tiene un aspecto moral fundamental que no se debe descuidar si se debe comprender la personalidad como un todo. Así lo señala Pío XII: «Hay un malestar psicológico y moral, la inhibición del yo, del que vuestra ciencia se ocupa de develar las causas. Cuando esta inhibición penetra en el dominio moral, por ejemplo, cuando se trata de dinamismos como el instinto de dominación, de superioridad, y el instinto sexual, la psicoterapia no podría, sin más, tratar esta inhibición del yo como una suerte de fatalidad, como una tiranía de la pulsión afectiva, que brota del subconsciente y que escapa absolutamente al control de la conciencia y del alma. Que no se abaje demasiado apresuradamente al hombre concreto con su carácter personal al rango del animal bruto. A pesar de las buenas intenciones del terapeuta, los espíritus delicados resienten amargamente esta degradación al plano de la vida instintiva y sensitiva. Que no se descuiden tampoco nuestras observaciones precedentes sobre el orden de valor de las funciones y el rol de su dirección central» [15].
Aquí se trata evidentemente del «carácter neurótico» y de los temas centrales de la psicoterapia clásica, es decir, de Sigmund Freud («el instinto sexual») y de Alfred Adler («el instinto de dominación, de superioridad»). Y es justamente refiriéndose explícitamente a estos temas que el Papa Pío XII dice: «¡Atención! Cuando entran en juego estos «dinamismos», no se pueden tratar los desórdenes de la imaginación y de la afectividad como si nos encontráramos ante una fatalidad, algo inevitable e ingobernable. No hay que reducir al hombre al nivel del animal. Hay que pensar que, aun en estos casos, la razón y la voluntad, que pueden estar oscurecidas y debilitadas, no han perdido su rol central. Lo cual implica no sólo que la responsabilidad no ha desaparecido completamente –aunque en los casos concretos pueda ser difícil o imposible de determinar–, sino sobre todo que la psicoterapia no debe degradar al hombre a un simple o complejo mecanismo, o a un ser todo pulsión e imaginación. De este modo perjudicaremos especialmente a «los espíritus delicados», o sea, a los mejores».
Por este motivo, Pío XII alerta acerca de los peligros de una terapia que, como la psicoanalítica, hace que el individuo se sumerja sin defensa en sus fantasías y que, eventualmente, no sólo traiga a la conciencia imágenes sexuales reprimidas, sino que deba volver a vivenciarlas como requisito indispensable para la curación, con el peligro que esto supone para la pureza moral de la persona:
«Para liberarse de represiones, de inhibiciones, de complejos psíquicos, el hombre no es libre de despertar en sí, con fines terapéuticos, todos y cada uno de esos apetitos de la esfera sexual, que se agitan o se han agitado en su ser (…). No puede hacerlos objeto de sus representaciones y de sus deseos plenamente conscientes, con todas las rupturas y las repercusiones que implica tal modo de proceder. Para el hombre y el cristiano existe una ley de integridad y de pureza personal de sí, que le prohíbe sumergirse tan completamente en el mundo de sus representaciones y de sus tendencias sexuales. El «interés médico y psicoterapéutico del paciente» encuentra aquí un límite moral. No se ha probado, aún más, es inexacto, que el método pansexual de cierta escuela de psicoanálisis sea una parte integrante indispensable de toda psicoterapia seria y digna de tal nombre; que el hecho de haber negado en el pasado este método haya causado graves daños psíquicos, errores en la doctrina y en las aplicaciones en educación, en psicoterapia y menos todavía en la pastoral; que sea urgente colmar esta laguna e iniciar a todos los que se ocupan de cuestiones psíquicas, en las ideas directrices, e incluso, si es necesario, en el uso práctico de esta técnica de la sexualidad» [16].
Más allá del detalle de la mayor o menor adecuación de esta crítica al pensamiento de Freud, es claro que para este autor la terapia supone la afloración sin censura de representaciones reprimidas. De alguna manera, el psicoanálisis es una terapia en la que el sujeto analizado se debe reconciliar con sus propios objetos imaginarios internos. Por eso, el analista no juega un papel educativo, sino que debe servir de pantalla para la transferencia. Contrariamente a lo que se suele pensar, la transferencia, tal como Freud la concibió, no es la relación personal entre analista y analizado. Esta relación personal es imposible, porque el sujeto no puede superar las propias imágenes internas. Nuestra relación con los demás es fatalmente siempre la repetición de nuestra relación con nuestras imágenes parentales [17]. Por otra parte es claro que, aunque después de llegar a lo reprimido uno lo pueda rechazar conscientemente como moralmente inaceptable, esto es sólo después de: a) haberse sometido sin control racional a su influjo; b) haberlo vivenciado conscientemente, pues en la terapia psicoanalítica no sólo hay que reconocer intelectualmente el complejo de Edipo como «complejo nuclear», sino que hay que «revivirlo» en la transferencia. La crítica, dirigida por el Papa Pío XII principalmente a las representaciones y deseos sexuales se puede dirigir también a las imágenes y tendencias agresivas, aunque éstas sean menos peligrosas por ser el apetito irascible, por su propia naturaleza, más cercano a la razón.
Esta crítica es perfectamente congruente con las líneas fundamentales de antropología cristiana: la razón y la voluntad son el centro directivo de la personalidad.
Pero Pío XII no se queda en la mera crítica del psicoanálisis, sino que propone una alternativa: partir de la visión cristiana del hombre al desarrollar la psicoterapia. En este sentido, dice Pío XII, hay que priorizar aquellos modos de intervención que se centran en la acción del «psiquismo consciente», es decir, de la razón y la voluntad, sobre la vida imaginativa y emocional; es decir, se debe preferir una psicoterapia «desde arriba».
Sería mejor, en el dominio de la vida instintiva, conceder más atención a los métodos indirectos y a la acción del psiquismo consciente sobre el conjunto de la actividad imaginativa y afectiva. Esta técnica evita las desviaciones señaladas. Tiende a esclarecer, curar y dirigir; influencia también la dinámica de la sexualidad, sobre la cual se insiste tanto, y que se encontraría o incluso se encuentra realmente en el inconsciente o el subconsciente [18].
La vida sensitiva y emocional humana está hecha para ser guiada desde arriba, desde la razón. No es la vida de un espíritu encerrado en una bestia, sino una unidad hilemórfica, que es también, desde el punto de vista operativo, una unidad jerárquica. La vida sensitiva tiene cierta autonomía; pero ésta no es absoluta; ha sido creada para ser guiada por la razón y la voluntad. La «vida imaginativa y afectiva» puede ser guiada desde lo más humano en nosotros. La visión psicoanalítica es atomista, desde muchos puntos de vista. En primer lugar porque ve al psiquismo como un agregado de representaciones, que se reúnen en «complejos». Por otra parte, porque considera que la vida psíquica superior resulta o emerge de la organización mecánica de los elementos psíquicos inferiores. Para la antropología cristiana, en cambio, la vida psíquica humana, que incluye y depende de la vida sensitiva, imaginativa y afectiva –como también, cómo no, de la vegetativa–, se hace sin embargo desde arriba, desde la inteligencia y la voluntad, que son las que marcan la finalidad y que por lo tanto deben dirigir la organización dinámica de la personalidad. La personalidad se entiende y se constituye desde aquí.
En el texto citado, Pío XII dice además que esta terapia desde arriba, no sólo implicará un esclarecimiento intelectivo, sino que también será directiva. Se trata de poner en un primer plano la relación del terapeuta con el paciente, relación que es personal, pues va de espíritu a espíritu, y que es además pedagógica. El motor de todo este proceso debe ser la caridad. De este modo, sin negar la pertinencia de la utilización de medios estrictamente técnicos de diagnóstico y tratamiento, la psicoterapia se convierte, por su finalidad última y por su medio principal, en una reeducación de vida emocional de la persona desde la razón y la voluntad, abiertas a la influencia de la gracia; es decir en una forma de pedagogía moral diferencial [19]. El hombre sólo se entiende y se sana radicalmente desde lo profundo [20]. Esta idea la expresa claramente Josef Pieper en las siguientes palabras: «Raro será que obtenga éxito la curación de una enfermedad psíquica nacida de la angustia por la propia seguridad, si no se la hace acompañar de una simultánea «conversión» moral del hombre entero; la cual a su vez no será fructuosa, si consideramos la cuestión desde la perspectiva de la existencia concreta, mientras se mantenga en una esfera separada de la gracia, los sacramentos y la mística» [21].
Nuestra intención era plantear una serie de cuestiones especialmente epistemológicas en torno a la psicología contemporánea en su relación con la fe. Evidentemente en nuestro discurso sólo hemos llegado casi a enunciarlas y proponer algunas líneas de solución, que exigirían un trabajo más amplio que el presente para ser correctamente fundamentadas. Nos contentamos si nuestras reflexiones han despertado el interés por un tema que merece toda la atención del pensamiento cristiano. A pesar de todas las dificultades, quien esto escribe está convencido de que del desarrollo de una buena psicología y de una buena psicoterapia, según rectos principios filosóficos y teológicos, puede redundar un enorme bien para la Iglesia y para todos los hombres.