La visión del hombre remite siempre al misterio del Verbo Encarnado
Karol Wojtyla, antes de ser Juan Pablo II, veía en el hombre más que nada una gran pregunta sobre la trascendencia. La trascendencia, por ser el centro hacia el cual tienden el pensamiento y la acción de la persona humana, integra el ser en el ser alguien; gracias a ella el hombre es él mismo.
La trascendencia se expresa en la experiencia moral. En ella, el hombre se aparta de las normas que se agitan en la pared de la caverna y con todo su ser se dirige hacia las cosas infinitamente lejanas… Justamente a partir de la reflexión sobre la experiencia de este llamado a conversión, Karol Wojtyla comenzó a pensar en la persona humana.
La trascendencia no forma parte del paisaje de la pregunta; pero este la exige. Sin la trascendencia no existiría un paisaje, sino únicamente un conjunto de cosas casuales demasiado cerca de las manos del hombre como para poder constituir el sentido de su ser. Si la trascendencia se identificara con alguna de esas cosas, también ella requeriría una integración. Sobre la trascendencia solo puede existir la pregunta.
La trascendencia anuncia al hombre que él es también más allá… Mientras lo llama a lo que está más allá, lo llama hacia ella y hacia sí mismo. Por consiguiente, en este diálogo el hombre se convierte… en otro. Dicho de otra manera, el amigo de la sabiduría se convierte cotidianamente. En la metanoia de su ser se realiza lo que el cardenal Wojtyla llamó la integración de la persona a través de la trascendencia.
En la experiencia del imperativo moral —y no en tal o cual sistema de pensamiento— se revela la verdad de la persona humana. Es la libertad, pero no cualquier forma de libertad ni un capricho, sino aquella que es amor y responde al amor. En la experiencia de la libertad obligada a un acto de amor, el hombre descubre ser palabra pronunciada por algún otro antes que él mismo haya podido decir cosa alguna. La persona humana puede ser palabra llena de sentido porque en ella está presente la palabra de amor, que todo lo da antes de recibir.
La palabra que es el hombre al cual el amor ha hecho su anuncio se convierte en pregunta sobre su trascendencia. Esta transformación se produce en el momento en que el hombre comprende su incapacidad de ubicarse con sus propias fuerzas en un paisaje dotado permanentemente de sentido, que no se desintegra ante el sufrimiento y la muerte. La pregunta sobre la trascendencia libera al hombre de la inmanencia del paisaje. La trascendencia no da al hombre regla alguna de comportamiento; solo se da a sí misma. El hombre, fascinado con el más allá de la trascendencia, sabe hacia dónde debe dirigirse y se siente culpable si no crece en esa dirección. Por consiguiente, mientras más se convierte, más pecador se siente. Y así debe ser, porque de lo contrario el más allá no sería trascendencia.
La trascendencia está presente en la libertad del hombre como “per procura”: de ella emana una luz que hace surgir del caos de la oscuridad la verdad de las cosas. Con esta luz, las cosas adquieren importancia, a pesar de su carácter provisorio, y así el hombre no puede no amarlas y al mismo tiempo puede amarlas de acuerdo a la justicia. La verdad de las cosas protege su libertad de la degeneración que es el capricho. El amor inspirado en la justicia hace justo al ser libertad del hombre, lo justifica. A veces debe justificarlo con la misma muerte.
Si trabaja en la tierra, en justa libertad, es decir, ante la trascendencia, el hombre cultiva su ser como cultiva el ser del mundo. Lo cultiva como el campesino cultiva su propio campo. Lo cultiva por el grano lanzado en la tierra con la esperanza de la cosecha. Este trabajo en espera de los frutos es lo que Karol Wojtyla —y luego Juan Pablo II—llama cultura. La falta de cultura del hombre o la sociedad muestra cómo ambos están dominados por el capricho. El capricho nunca es creador de cultura; de hecho, no va más allá de la comodidad y el placer.
Nunca vemos directamente el ser de la persona, el diálogo de su libertad que responde al Amor de la trascendencia. La persona oculta su propia intimidad a sí misma hasta el punto de tener que llegar incluso a adivinarla. Todo cuanto se revela de aquello en los gestos, que solo podemos explicar con el ser de la persona que responde al más allá de la trascendencia, nos conduce a la intimidad del mismo modo como las huellas conducen a los cazadores, en la espesura del bosque, a la madriguera del animal. La historia del diálogo del hombre con el hombre, que se descifra en estos gestos, solo nos permite adivinar la historia del diálogo que en la intimidad de la persona humana se da con Aquel que es “intimior intimo eius”, sin el cual la intimidad no sería intimidad.
Para Karol Wojtyla, las acciones humanas representan una realidad simbólica, que remite al hombre a la trascendencia, obligándolo a caminar en dirección a ella. Cada acción requiere un lenguaje específico, el mito, que manifieste su condición de miniatura de la historia de la caída y la esperanza del hombre de recuperar la justicia primordial.
Dios mismo, en la alianza con el pueblo y a través de él con todo ser humano personalmente, solo revela de sí aquello sin lo cual los hombres no serían capaces de responder a su divinidad propuesta. Les revela todo cuanto los obliga a convertirse en lo que son, nada más.
A través de la trascendencia se interpretan las acciones del hombre y a través de la misma debe interpretarse también su ser, del cual proceden las acciones (“agere sequitur esse”). El ser del hombre tiene principio y fin, nacimiento y muerte. Cuando el hombre se encuentra ante la trascendencia, sobre todo al enfrentar la muerte y el sufrimiento que la acompaña, un gran signo de interrogación se dibuja en su experiencia del imperativo moral. ¿Tiene acaso sentido una libertad humana justa si la misma —y no el capricho— debe sufrir y tanto el capricho como la libertad son presa de la muerte? La muerte y el sufrimiento han elevado al hombre a un nivel más allá de la ética, donde solo la trascendencia puede dar respuesta a su pregunta sobre el propio ser, que se ha convertido en “magna quaestio”. En su propia naturaleza, el hombre no lee la respuesta, sobre todo aquella que desea.
En la experiencia del imperativo moral, Karol Wojtyla “leyó” el texto particular que es la naturaleza del ser personal. Si no existiera ese texto, el hombre carecería del principio de acción. Por el contrario, habiéndose convertido en pregunta sobre el principio del ser hombre como tal. Solo al existir esta pregunta nace la antropología.
Job, aquel pagano de la tierra de Hus, sabía leer la naturaleza de su persona. Era un intelectual en el sentido profundo del término (de “intus-legere”). Al vivir del don de este “texto” y no de hipótesis, había evitado el mal cuando su vida estaba iluminada por la estrella del éxito. La forma exterior de sus acciones no era diferente a la de sus amigos. Solo cuando fue víctima de la desventura, y con ella del sufrimiento y la muerte, se vio que Job había leído al hombre y al mundo; ellos, en cambio, solo leían sus propios pensamientos. Su amistad con Job era formal, porque no comprendían los aspectos fundamentales vinculados al principio y al fin. Él, por el contrario, los gratificaba con esa amistad con la cual les decía defenderlos de sí mismos. Ni siquiera se sintió frustrado, aun cuando lo hería lo que ellos decían. En realidad no era fiel con lo que sus amigos eran, sino con lo que debían llegar a ser. Al convertirse en “magna quaestio” para sí mismo, también se convirtió en eso mismo para ellos.
Encerrados en sus propios pensamientos, los amigos de Job no comprendían que el “texto” escrito por Dios en el hombre es el texto de una libertad laboriosa y un nacimiento difícil. Los había espantado la vehemencia de las preguntas arrojadas a Dios por Job. Según ellos, Job profería blasfemias contra Dios. No pensaron ni siquiera un instante que Job podía estar defendiendo a Dios de sus pensamientos impíos sobre él. Así de grande era la idolatría de sus razonamientos teológicos, construidos en la soledad y por consiguiente al margen del diálogo con Dios.
Los razonamientos teológicos idólatras ofenden a Dios y anulan al hombre. Quien experimenta su influjo pierde la capacidad de compartir el pensamiento con otros. Nada tiene de extraño, por lo tanto, que esa persona no sea capaz de vibrar con la muerte y el sufrimiento de los demás. ¿Por qué?
Solo es posible compartir el sufrimiento y la muerte de otro hombre si se piensa junto con él en la perspectiva de la trascendencia, que es común a todos. Es condición del diálogo la lectura del mismo texto. Para poder leer la naturaleza del hombre y no el propio pensamiento sobre un argumento, es necesario llegar al ser concreto del hombre, es decir, a su persona. Tenemos que llegar a nuestro deseo de trascendencia, que nos vuelve “capaces Dei”. La persona se une con el amor y su deseo se comprende solo a la luz de la esperanza. Solo creyendo en Dios es posible creer en la persona del hombre sin correr riesgo de desilusionarse. Quien lee la naturaleza de la persona de este modo participa en su difícil nacimiento. Recordemos que la palabra naturaleza viene del latín “nascor”, yo nazco, cuyo participio futuro señala algo que debe nacer.
Los amigos de Job no captaron la naturaleza de la persona humana porque habían prescindido de la experiencia del sufrimiento y la muerte. Seguían pensando al margen de la esperanza, por lo cual, en vez de leer la naturaleza del propio ser junto a Aquel que la escribe, creaban monólogos. Su racionalismo les impedía ofrecer algo a Job. A este no le interesaba el intercambio de opiniones, sino el diálogo con los dones, que para él habrían sido sus palabras, si hubieran estado dotadas de la presencia de ellos. Para él eran inadmisibles las palabras vacías. Sus palabras, en cambio, estaban llenas de su presencia y por eso Dios podía recibirlas.
En el pensamiento ético de los amigos de Job había una separación entre la ética y la salvación, porque no conocían el don. En su razonamiento, cada uno de ellos construía una especie de monólogo ético y en cada monólogo había una adaptación de Dios, en la cual Él se convertía en un ídolo. Toda idolatría es producto de una ética que, al no basarse en el ser de la persona como deseo de trascendencia, sino en las pasiones que la acosan, busca un modo más allá de lo ético para adaptarse a la conciencia del hombre.
Al encontrarse en el rayo de luz emitido por el sufrimiento y la muerte, Job comprendió la insuficiencia sustancial de una ética no inspirada en la lectura de objetivos sobrehumanos en la naturaleza del hombre, es decir, en la lectura en la misma de la presencia de la trascendencia que la integra. Esto no significa que Job no reconociera la necesidad de una ética; más aún, fue precisamente en ese momento que la misma adquirió importancia para él. Sin embargo, mientras encontraba en sí mismo las respuestas a las preguntas éticas, debía buscar la Salvación fuera de sí. Y justamente a la luz de la misma, Job, tan regido por la ética en su vida, se convirtió en pregunta. Si no hay respuesta para la pregunta soteriológica, no tienen sentido las respuestas a las preguntas éticas: son puro moralismo.
La pregunta por la salvación determina el ser o no ser del paisaje de las preguntas éticas, aun cuando no se ubica dentro de ese paisaje. La pregunta sobre el Don sitúa las preguntas éticas en un paisaje dotado para siempre de sentido. El hombre decide su destino en la medida que vive la esperanza, que le permite llegar hasta donde se inclina su deseo.
El pensamiento de Karol Wojtyla no se limitó a las preguntas éticas, porque en él había conciencia del hombre, es decir, de su vínculo personal con Dios, que confía la verdad y el bien a su libertad. En sus preguntas éticas está presente la pregunta sobre la trascendencia de la persona humana. Esas preguntas configuran el paisaje de las acciones de la persona humana integrada por la trascendencia y cada una de ellas es respuesta del hombre a su llamado categórico y no verificación de efímeras hipótesis éticas.
No debe sorprendernos, por lo tanto, la facilidad con la cual, en el pensamiento de Karol Wojtyla, las preguntas éticas se enlazan con la pregunta sobre la gracia. Junto con la pregunta, forman un organismo en el cual la pregunta sobre el pasado divino del hombre, que le permite comprender su propio pecado presente, se enlaza con la pregunta sobre su futuro divino, que le permite vivir con la esperanza de recuperar todo lo que ha perdido. El encuentro entre estas dos preguntas da comienzo a la antropología que en lo sucesivo el cardenal Wojtyla llamará antropología adecuada.
La antropología de Karol Wojtyla ha desembocado en el pensamiento testimonio de Juan Pablo II. Me permito señalar que de alguna manera él debía presentir hacia dónde lo conduciría el camino que estaba recorriendo.
Karol Wojtyla ingresó como Juan Pablo II al ámbito de Pedro, donde la “magna quaestio” del hombre se encuentra con la “Magna quaestio” que es Cristo. El pensamiento de Karol Wojtyla sobre el hombre, al volver permanentemente a los fundamentos del ser y la acción, unido ahora a la comunión de las personas encomendadas a él por Pedro, vuelve “ad Christum Redemptorem”.
Con esa libertad que solo puede permitirse el amor confesado tres veces a Cristo , Juan Pablo II habla de él como respuesta divina a la pregunta del hombre sobre la trascendencia del principio y el fin. Mientras rinde testimonio a Cristo, no solo da testimonio de la Salvación, sino también de la Creación que Dios llevó a cabo en su Hijo. Juan Pablo II realiza una “reducción” sui generis del hombre al Hijo de Dios. En él, como siempre repite, se encuentra la realización y la defensa de la persona humana. De hecho, Cristo fue enviado al hombre como gran pregunta de Dios, que llama a la persona humana al diálogo que la transfigura. Justamente piensa en ella y a su Principio y Fin.
Los fundamentos éticos protegen al hombre del mal y con el fundamento que es Cristo lo protegen de sí mismo.
Juan Pablo II, al rendir testimonio al acto de la creación, da testimonio, a través de la fe, de la definición divina del hombre, sin la cual no se puede hablar de verdad de su ser y acción. Pensar significa buscar esta Definición con todo el ser, ya que en ella se encuentra claramente la identidad de cada hombre. El pensamiento que la crea es Dios mismo. Por consiguiente, buscar la definición del propio ser significa buscar en Él la propia realización, es decir, la Salvación. Sería conveniente entender la definición de verdad del conocimiento no tanto como “adaequatio intellectus cum re”, sino como congruencia de la persona del hombre con la naturaleza del ser conocido a través de la misma. En esta acepción de la verdad, el conocimiento es amor y el amor conocimiento. El hombre que busca semejante verdad se convierte en ella y cada vez experimenta en menor grado la presión que actúa fuera del diálogo entre su libertad y la libertad de Dios. La antropología adecuada protege al pensamiento humano del servilismo y a la subjetividad humana de la invasión del mundo objetivo.
En el ámbito del testimonio de Pedro reside la verdad del hombre, que lo salva. En este ámbito, el hombre, que interroga a Dios sobre sí mismo, recibe a la persona de Cristo. En él, la ansiosa pregunta del hombre por sí mismo, madura en la pregunta de Dios. Misericordiosamente orientada hacia la persona humana por el acto de la Encarnación, la introduce en el diálogo que es su vida interior. El diálogo con Dios libera a la persona humana de todo aquello que no es Dios.
En la pregunta-testimonio dada a Cristo por Pedro, el hombre aparece como un ser ya juzgado y que sabe a dónde debe ir la pregunta de Pedro: “Señor, ¿a quién iríamos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 68). Un hombre juzgado de ese modo ya no puede y debe juzgarlo todo.
Por consiguiente, no debe sorprendernos la decisión con la cual Juan Pablo II recalca que ninguna voluntad humana, por contar con determinada mayoría en su apoyo, tiene derecho a decidir sobre la libertad del hombre, es decir, sobre su conocimiento y su amor. Ninguna voluntad humana tiene derecho a decidir sobre sus derechos y deberes pues estos no tienen su origen en la política, sino en una identidad pensada “en los cielos antes de la constitución del mundo”. Nada puede decidir sobre el nacimiento o la muerte del hombre concebido. Este, de hecho, viene del más allá, donde no puede llegar ni la capacidad de cálculo del intelecto humano ni la habilidad técnica de sus manos. Allá de donde viene el hombre y hacia donde va solo pueden llegar el amor y la esperanza del hombre junto al canto que los expresa. Solo puede haber cantos de amor y esperanza, pero no se someten a votación.
Es imposible que la intransigencia de Juan Pablo II al recordar que la persona humana ya ha sido juzgada en Cristo, en el acto de la creación y la redención, no despierte la crítica de todos aquellos que por distintos motivos no quieren reconocer la autoridad del hombre.
Juan Pablo II, al dar comienzo a la catequesis con la reflexión sobre la creación del hombre y su resurrección, defendió el cuerpo de la persona humana, señalando su sentido, que es el amor que une a dos personas. Esta unión ya no es una realidad física, sino la unión de la belleza de los cuerpos y no es objeto de posesión, sino algo destinado a ser, a ser cada vez más. En esta unión los hombres, al generar uno al otro, crean el espacio para un nuevo don, que es la persona humana. El sentido del cuerpo se manifiesta en su belleza, en la cual se realiza el amor, transformando en libertad el capricho de la inmanencia del hombre.
En la libertad-amor nacen las amistades, los matrimonios, las familias, las naciones; a todo eso se refiere Juan Pablo II cuando habla de sociedad. En cambio, al hablar del Estado, señala algo que debiera ser expresado y tutelado. Un Estado que no cumple estos deberes esenciales no es tal, sino un parásito del hombre. No corresponde a la política ni a la economía decidir sobre el servicio de la persona a las personas, sino al servicio de la persona a las personas decidir sobre la política y la economía. Si la política y la economía son la base del amor y la libertad, en vez de ocurrir al revés, la persona, su amistad, su matrimonio, su familia y su sociedad necesariamente experimentan malos tratos. En este trastrocamiento tienen su origen todas las injusticias.
Juan Pablo II defiende lo propio de la persona humana, del matrimonio, de la familia y de la sociedad de la irreflexión de un capricho muy parecido a la libertad, pero que nada tiene en común con ella. La libertad del sujeto, que es su amor fiel, está defendida por la verdad inscrita en el acto de la creación y la resurrección del hombre. Precisamente cuando no se lee el “texto” de la naturaleza de la persona humana, la convivencia entre los hombres se da desde un comienzo como una lucha, que a menudo degenera en conflicto bélico. En la guerra se hace evidente la falta de preocupación por aquello que hace a la persona tal, de las personas y de las sociedades.
El hombre, convertido en pregunta sobre la trascendencia del principio y el fin, a través del amor permanece en el pasado mediante la fe y mediante las esperanza se radica con el amor en el futuro. Gracias a estas virtudes, mide las cosas presentes con las lejanas. El presente no está suspendido del vacío. Fundado en el pasado y el futuro. En el diálogo en el cual nace el pueblo de Dios, el hombre domina el presente y hace de él responsablemente una historia.
La memoria del pasado y el futuro supera la memoria histórica del hombre. Es memoria de su origen divino y más aún de su destino divino. El hombre, en su condición de entidad creada, viviendo proféticamente, recibe la Palabra-Advenimiento, que es Cristo. Esta le es dada para que en él se produzca la divinización de su ser creado. Este diálogo divino-humano se realiza en el diálogo interhumano, en el cual el hombre acoge al otro hombre y se da a él. No se puede entender la palabra advenimiento encarnada sin ser palabra-advenimiento, y viceversa, solo puede entenderse el propio ser palabra-advenimiento en la perspectiva de la Encarnación. El advenimiento de la palabra divina en el advenimiento de las palabras humanas es lo que llamamos tradición. Las palabras que no encuentran su lugar en ella están muertas, no nacen.
El advenimiento en el camino hacia la palabra sobrehumana implica existir desinteresadamente desde el nacimiento hasta la muerte. Mientras menos desinterés exista entre los hombres, mayor será el riesgo de que se entiendan entre ellos y enfoquen el nacimiento, la muerte, la amistad, el matrimonio, la familia y la sociedad de la misma manera como se administran los productos planificados de acuerdo a las reglas del mercado.
El don se realiza cuando es acogido. Así ocurre con el nacimiento y también con la muerte del hombre. Aquel que es don espera el amor que lo acoja. Los hombres regidos por cálculos no comprenden las palabras no calculadas. Con el amor solo puede hablar el amor. Nadie puede ser obligado a hacer un don y nadie puede ser obligado a aceptarlo. Por eso, si el nacimiento y la muerte se obtienen técnicamente, al no ser actos de libertad y amor, perjudican radicalmente a la persona. La sociedad que ha olvidado el principio mismo, solo creará una historia de la producción de la vida y la muerte, es decir, la historia de una injusticia radical.
Las meditaciones de Juan Pablo II sobre cuanto ocurre al hombre en el principio en el acto de la creación, y en el fin, en el acto de la Resurrección, terminan, de acuerdo a una sucesión natural, en la meditación sobre la emancipación del hombre de la injusticia, es decir, en la historia de su corazón. A esta historia Juan Pablo II le ha dedicado la tercera parte de su catequesis.
El corazón del hombre es inquieto, por lo cual no puede ser punto de partida o llegada de su propio trabajo. En la historia del hombre, la Trascendencia de Dios se manifiesta como unión incomprensible de verdad y amor, de Justicia y Misericordia. No cabe duda de que el imperativo categórico moral imprime una dirección a esta historia. Esta comienza con el misterio del pecado que hirió la naturaleza del hombre, pero sin aniquilarla, de tal modo que puede recordar que en otro momento era diferente… En ella habla el instinto de autodefensa. El hombre de inmediato y espontáneamente se defiende. Al igual que su pensamiento, su esfuerzo ético se expresa en una diaria metanoia, con la esperanza de encontrar la salvación en la trascendencia hacia la cual tiende.
Juan Pablo II mira la historia dramática del corazón humano a través de la historia dramática de Cristo. Mientras piensa en el hombre, piensa en Cristo y viceversa. Cuando, en nombre de todos, repite las palabras de Pedro: “Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios” (Jn 6, 68), piensa en el hombre como alguien destinado a la divinidad y en Cristo como alguien “destinado” a la humanidad. No por casualidad su primera encíclica comienza con estas palabras: “El Redemptor hominis” es el centro del cosmos y la historia”. En este centro, la justicia se identifica con la misericordia y la misericordia con la justicia.
Juan Pablo II piensa en la historia del corazón humano a través de la gracia, que crece donde hay pecado y donde el hombre es débil como la madera y el fierro defectuosos… Sabe lo que es el pecado, porque sabe lo que es la gracia. Sin considerar la miseria del tiempo, revela al hombre tareas que este no comprenderá si sigue mirándose a sí mismo a la luz de su propio pecado. Pienso que los hombres que son esclavos de la civilización contemporánea se sienten poco menos que ofendidos por este Papa por el hecho de que no buscan en la gracia el criterio para pensar en sí mismos y en la sociedad, sino en el pecado.
Juan Pablo II piensa a la luz de la gracia también en la vida sociopolítica de la persona humana. Junto con proclamar que la integración de la persona, y por consiguiente también la integración de la sociedad, no se realiza en una doctrina, sino en la persona de Cristo, Juan Pablo II defiende al hombre y a la sociedad de los totalitarismos de todo tipo que, en primer lugar con la doctrina y luego con la policía, obligan a los hombres a aceptar comportamientos idólatras y mortificantes y por consiguiente también a expresarse con gestos hipócritas en los cuales nadie se revela a sí mismo.
La justicia social reina donde hay hombres justos, es decir, hombres libres hacen todo lo que hacen motivados por el deseo de algo trascendente que les permita ser aún más ellos mismos. La trascendencia de los objetos en torno a los cuales el hombre se agita no lo conduce a la libertad. Solo la gracia del amor, al prometerle una participación en la vida de otra persona, le otorga el don de lo trascendente a lo cual aspira. Cada don de estos hombres libres es signo y presencia del don sobrenatural sin el cual no hay justicia. Se equivoca aquel que en la lucha por la libertad elige el criterio de la libertad. La experiencia enseña que tarde o temprano se llega a tener únicamente sensibilidad al frío y al calor.
La política y la economía puestas en práctica sin recordar la gracia de la verdad y la misericordia, en el olvido propio de la debilidad y el pecado del hombre, dejan de generar paz y justicia, porque no integran a las personas. Solo crean situaciones en las cuales se disfraza la mentira y el pecado con un simulacro de verdad y virtud. En las situaciones de mentira y pecado, el “ars gobernandi” degenera en “ars dominandi”.
Juan Pablo II, consciente de que el drama de la historia del corazón del hombre se resuelve en el encuentro de su debilidad y su pecado con la gracia, recuerda a ricos y pobres la debilidad humana y la gracia divina. No defiende a los pobres contra los ricos. Si solo los defendiera a ellos, debería defender también a los ricos contra los pobres. Entraría en la dialéctica en la cual el patrón golpea al sirviente y este no mira al patrón con amor, sobre todo cuando cae en sus manos. Patrón y sirviente son caricaturas de la persona humana y su lucha por conseguir mejores posiciones en la sociedad dialéctica es solo como una riña, a veces encarnizada, entre muchachos irreflexivos e irresponsables.
Por este motivo y por ningún otro. Juan Pablo II dijo decididamente “¡No!” a los teólogos que miran la vida del hombre y la sociedad en la óptica de sentimientos provocados por difíciles experiencias políticas y pastorales. Aun cuando han animado en ellos intenciones sumamente nobles, cuando esos sentimientos se abandonan a sí mismos, terminan a merced de la dialéctica sirvientepatrón, siempre totalitaria.
Utilizando el lenguaje de Norwid, diríamos que Juan Pablo II “desciende” a las “preguntas humanas” sobre el hombre en la perspectiva de la pregunta sobre el hombre que es Cristo. Las “preguntas humanas” en las cuales no está presente al menos la huella profética de Cristo son meramente técnica de mayor o menor eficacia para tratar al propio ser y al de los demás como objetos. Los objetos se anhelan. El caos del deseo del hombre por parte del hombre, provocado por el señorío del servilismo de la razón y la voluntad en nombre del placer y la comodidad, destruye las amistades, los matrimonios, las familias y la sociedad.
Se suele hablar de la gran estrategia de Juan Pablo II, de su capacidad para desplazar a los “adversarios”. Hay mucha verdad en esto y mucho malentendido. El estratego vence porque ve el caso desde un nivel más alto. El pensamiento de Juan Pablo II abarca al hombre desde su principio hasta su fin; por consiguiente, incluyendo la parte donde Dios siempre nos coge por sorpresa. Dios llega a nosotros donde menos lo esperamos.
Juan Pablo II no acepta batallas por la persona humana en el terreno, por así decir, del caos. Él siempre aparta el campo de batalla a un nivel más alto, donde la realidad del hombre, desintegrada en fragmentos sin sentido, se reconstituye en un hermoso paisaje. El último campo de batalla para el hombre es la Cruz. En ella, Juan Pablo II busca la reintegración de la persona humana y la sociedad. Ante esta “magna quaestio” de Dios y del hombre “se descubren los pensamientos de muchos corazones” (Lc. 2, 35); por consiguiente, su libertad y su orden, pero también su deseo y el caos. Así, ante el sufrimiento se manifestaron por una parte los pensamientos del corazón de Job y por otra los del corazón de su mujer y sus amigos.
Al decir persona, decimos comunicación de las personas. En la unión de la belleza de los cuerpos humanos, que se da con Dios y no con ellos mismos, nace el pueblo de Dios, de manera que la “magna quaestio” pasa a ser “magna quaestio” de la sociedad. Las cosas ocurren del mismo modo en la sociedad humana y en la sociedad de las personas divinas. Toda persona es amor. Una sociedad sin personas se convertiría en una mera suma de individuos en una masa.
El espacio del diálogo interpersonal del amor, al cual da vida la palabra de Dios, es el espacio de la Iglesia en el sentido más amplio del término. La Iglesia no propone opiniones o hipótesis ideológicas o doctrinales; ella solo es el darse de aquel cuya presencia entre los hombres constituye una Iglesia, es decir, la amistad divino-humana en la cual llegamos a ser mejores. La Iglesia muestra a la persona humana, la persona de Dios. Por eso la Iglesia, aun cuando existe en este mundo, es distinta al mismo. A pesar de las graves carencias morales, ella es autoridad para el mundo y no al revés.
Si la sociedad no puede prescindir de las personas y las personas no pueden prescindir de la Iglesia, nada, en la vida de la sociedad, puede sustituir a la Iglesia. No solo el hombre es camino de la Iglesia, también lo es la sociedad. Por eso es necesaria la doctrina social de la Iglesia, es decir, encíclicas como “Centesimus annus”.
La Iglesia —dice Juan Pablo II— no debe crear civilización ni servir hoy a un sistema y mañana a otro. La Iglesia, en realidad, no viene de ahí ni a eso se dirige. Adviene en la especial vigilia del pueblo en la presencia del don de Dios.
La Iglesia, que debe mostrar a la persona humana la persona de Cristo Dios, no puede evitar el sufrimiento ni la muerte. Si lo hiciera, dejaría de velar y en el mundo ya no existiría el acto de adoración con el cual se realiza en la Iglesia el advenimiento. Los hombres ya no vivirían en el espíritu y la verdad.
La ausencia del sufrimiento y la muerte no puede sino ser una tragedia cósmica, tragedia de la persona y el pueblo. Cristo reprendió con severidad a Pedro cuando este procuró disuadirlo para que no entrara a Jerusalén, donde debía sufrir y morir. Lo llamó abiertamente Satán, porque sentía según los hombres y por consiguiente contra los hombres.
El pensamiento de Juan Pablo II sobre el hombre es un pensamiento difícil, porque con Cristo vela sobre la piedra humana que surge en la vida. Es el pensamiento que los amigos de Job no logran comprender. Para salvarlos existe, no obstante, la oración, con la cual Job tomó conciencia de sí mismo y actuó en armonía con su propia naturaleza; confió en Dios. “Ningún hombre es una isla”.
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