En el campo cultural y espiritual de «la ideología laicista», pensada y practicada como si Dios no existiera y a espaldas de la concepción cristiana del hombre, difícilmente se sobrepasa el listón formalista de un esteticismo vacío de referencias y experiencias de lo objetivamente bello comunicables y compartibles.
I. El Status quaestionis
Relacionar «belleza» e «ideología laicista» no parece a primera vista un empeño intelectualmente fácil. Es más, un primer acercamiento al significado semántico, y no digamos histórico, de ambas categorías confirma esa impresión.
El orden de realidades a las que se refieren uno y otro concepto –«el objeto material» de ambos, dicho en clave de pensamiento escolástico– es cualitativamente distinto. La belleza dice regencia a una dimensión o propiedad objetiva del ser que lo trasciende, en unión íntima –«conversión»– con su unidad, su verdad y su bondad. El significado de la categoría belleza hay que buscarlo en último término en la realidad metafísica; mejor aún: en el Misterio de Dios, Creador y Redentor.
La «ideología laicista», en cambio, se mueve en el plano de las realidades sociológicas de carácter primariamente empírico, a las que pretende modelar con eficacia histórica según unos fines prácticos determinados.
La perspectiva –o, lo que es lo mismo, «el objeto formal»-, subyacente al conocimiento y a la comprensión respectivamente de lo que significan belleza e ideología laicista, resulta igualmente de distinta cualidad epistemológica. La perspectiva con la que se capta la categoría «belleza» es primeramente filosófica y teológica, y aquella con la que se aprende a definir la de «ideología laicista» es básicamente la de la sociología positivista. ¿Pueden, una y otra, ser relacionadas desde el punto de vista de la reflexión intelectual, fructuosamente, en orden a la evangelización planteada y configurada a la luz de una metodología existencial del diálogo? Más concretamente, ¿cómo puede la via puchritudinis ayudar a la acción evangelizadota, concebida y realizada dialogalmente en un contexto de vida –en un Sitz in Leben– influido masivamente por «la ideología laicista»?
Para contestar lúcidamente a esta pregunta es imprescindible un conocimiento sólido de lo que significa teóricamente «la ideología laicista»; en sí misma y en su devenir histórico.
II. El concepto de «Ideología Laicista» [1]
«La ideología laicista» se presenta hoy –y lo es realmente– como una doctrina, o mejor, como una teoría concebida y formulada en orden a conseguir por la vía del poder una praxis social determinada y con una finalidad histórica: la de conservarlo y perpetuarlo a ser posible. Poder, en último término, de naturaleza eminentemente política.
1. «La ideología laicista» implica, en primer lugar, una «teoría política que se caracteriza por propiciar una forma de Estado, estrictamente sociológica, sin conexión alguna ni con la fe y la experiencia religiosa, ni con una ética fundada en la trascendencia; y configurada como la comunidad humana superior, por lo tanto, en todos sus elementos estructurales, al margen de toda presencia e influencia no sólo institucional, sino, incluso fáctica, de cualquier creencia religiosa y/o de cualquier influjo proveniente de una mínima aceptación racional de la idea de Dios.
2. «La ideología laicista» contiene consecuentemente, también, una teoría jurídica que propugna una total separación entre la Iglesia –y/o Religión– y el Estado –y/o comunidad política–. El ejercicio del derecho a la libertad religiosa queda relegado al ámbito de lo privado. En realidad, en esta hipótesis laicista de regulación jurídica de la relación Iglesia-Estado no se puede hablar de una forma positiva de ejercer el derecho a la libertad religiosa y, menos aún, de una forma social. A lo más, se trata de una actividad privada, permitida por el derecho civil.
3. «La ideología laicista responde, finalmente, a una filosofía del Estado y del derecho puramente inmanente: bien de corte rigurosamente materialista, bien agnóstico. El origen y fundamento del orden político y del derecho obedecen a puros factores humanos de distinta naturaleza y signo que se han manifestado históricamente de formas diversas. El rechazo al derecho natural por parte de los ideólogos del laicismo es frontal y la concepción de los fundamentos de los derechos fundamentales de la persona humana y de su dignidad, relativista y pragmática. En la ideología laicista no hay lugar alguno para la teología del derecho y del orden político.
4. «La ideología laicista» se traduce y condensa en una cultura ambiental que impregna todos los ámbitos de la experiencia social y de la vida pública –escuela, arte, medios de comunicación, servicios sociales, etc.– de modo agobiante, cuando no hostil a las expresiones públicas y a la realidad misma de la vida personal y comunitaria, proyectada y edificada según los principios de la fe y de la moral cristianas.
5. «La ideología laicista» en su fase actual tiene unos precedentes históricos que conviene no olvidar en el contexto de abrir vías nuevas de evangelización y de un diálogo que la posibilite y favorezca por «la vía pulchritudinis». «El sitio original en la vida» del laicismo ideológico radical –su marco inicial de comprensión– es la III República francesa. Las fórmulas político-jurídicas de su realización más extremosa, las de la Unión Soviética y del Nacionalsocialismo que condujeron inexorablemente a la persecución religiosa. La ideología laicista se suaviza pronto en la Francia posterior a la Primera Guerra Mundial y parece quedar superada después de la Segunda con la Declaración Universal de los Derechos Humanos y el éxito histórico de lo que se conoce como la teoría del Estado social y democrático de derecho, apoyada doctrinalmente en un verdadero renacimiento filosófico y teológico del derecho natural.
Lentamente, sin embargo, a partir de la década de «los sesenta», con el impulso cultural decisivo del Neo-marxismo y de la Revolución estudiantil del «68», vuelve de nuevo el laicismo ideológico con un crecido vigor histórico y con una presentación sociológica y cultural extraordinariamente sutil y pedagógicamente muy eficaz. La caída del «Muro de Berlín» y del Comunismo, en contra de lo esperado por muchos, no logra interceptar el nuevo y creciente auge social, teórico y práctico, de «la ideología laicista», ni en Europa ni en América. Benedicto XVI calificará su novísima versión cultural y política de «dictadura del relativismo» en su homilía como Cardenal Decano en la celebración eucarística de la apertura del Cónclave en el que fue elegido Sucesor de Pedro. Juan Pablo II había ya alertado sobre su negativa influencia sobre Europa en el discurso del Acto Europeísta en la Catedral de Santiago de Compostela de 9 de noviembre del año 1982, con el que culminaba su primer y largo viaje apostólico a España: «Europa está, además, dividida en el aspecto religioso –decía–. No tanto ni principalmente por razón de las divisiones sucedidas a través de los siglos cuanto por la defección de bautizados y creyentes de las razones profundas de su fe y del vigor doctrinal y moral de esa visión cristiana de la vida, que garantiza equilibrio a las personas y comunidades» [2]. La extensión posible del laicismo ideológico a otros espacios culturales de Asia y África ha quedado puesta dramáticamente en cuestión por el fenómeno del fundamentalismo islámico.
III. La via pulchritudinis como camino para un diálogo evangelizador en el ambiente ideológico del laicismo
6. El primer paso dialéctico en «la vía de la belleza» podría ser negativo, mostrando la esterilidad estética del laicismo a través de la historia del arte contemporáneo... ¿quizá hasta el punto de poder mostrar su incapacidad antropológica para alcanzar y albergar la experiencia de lo bello?
Hans Sedlmayr, uno de los más lúcidos historiadores del arte del siglo pasado, publicaba en diciembre de 1948 una obra de interpretación crítica del arte contemporáneo cuya tesis central quedaba muy bien reflejada en el título de su libro: Pérdida del centro –o de ‘lo central’– en el arte plástico de los siglos 19 y 20 visto y analizado como síntoma y símbolo de su tiempo. Con una metodología original, más cercana al análisis filosófico-teológico de la historia del arte que al de la pura historiografía descriptiva y comparativa de los fenómenos artísticos, el catedrático muniqués quiere hacer patente cómo en la época contemporánea la historia del arte plástico elige un camino que le aleja cada vez más del hombre –«foro vom Menschen»– y que lo sume en lo que él califica de pérdida del estilo, de la disgregación fraccionadora de las artes, del ataque a la arquitectura y del caos desencadenado en la pintura y escultura [3]. Los epígrafes son extraordinariamente significativos: revolución en la pintura, los demonios, el hombre abandonado, el hombre desfigurado, lo absurdo del mundo, etc.. Desde el querer iniciar un proceso de «la liberación del arte» se habría caminado a «su negación». El diagnóstico del estado estético del arte de nuestro tiempo apunta, según Sedlmayr, a una grave enfermedad : El autor precisará su diagnóstico en la cuarta edición de su libro en 1951 con mayor insistencia teológica. Desde el estudio de los hechos del arte, con los que se enhebra la historia de la época artística que se inicia en torno a 1760 –la cuarta, según él, de la historia del arte occidental– piensa que es obligado extraer una conclusión: el núcleo de su profunda perturbación estética se halla en una perturbada y alterada relación con Dios. A una época de un humanismo sin Dios o, lo que es lo tiempo artístico estéticamente descentrado, confuso y de un extremo subjetivismo, profundamente perturbador.y perturbación históricas que tienen un claro origen: la pérdida del hombre, del hombre visto en su verdad más honda y más plena: no del «hombre autónomo», unidimensional, sino del hombre criatura e imagen de Dios. Sólo habrá futuro artístico si se logra colocar en «ese centro» antropológicamente vacío del arte contemporáneo, de nuevo, al hombre en toda su plenitud; o, al menos, si se consigue mantener viva la conciencia de que en «el lugar central perdido» del arte contemporáneo espera y está «el trono que ha quedado vacío para el hombre perfecto, el Dios-hombre [4] El autor precisará su diagnóstico en la cuarta edición de su libro en 1951 con mayor insistencia teológica. Desde el estudio de los hechos del arte, con los que se enhebra la historia de la época artística que se inicia en torno a 1760 –la cuarta, según él, de la historia del arte occidental– piensa que es obligado extraer una conclusión: el núcleo de su profunda perturbación estética se halla en una perturbada y alterada relación con Dios. [5] A una época de un humanismo sin Dios o, lo que es lo tiempo artístico estéticamente descentrado, confuso y de un extremo subjetivismo, profundamente perturbador.
En el campo cultural y espiritual de «la ideología laicista», pensada y practicada como si Dios no existiera y a espaldas de la concepción cristiana del hombre, difícilmente se sobrepasa el listón formalista de un esteticismo vacío de referencias y experiencias de lo objetivamente bello comunicables y compartibles. Lo que se constata de hecho, a través de la valoración histórica del arte planteado al margen o en contra del hombre imagen de Dios en forma radicalmente laicista, es decir, su profunda perturbación estética... ¿ha obedecido a factores históricos puramente fácticos y contingentes o a causas que tienen que ver con el mismo ser del hombre y, por lo tanto, necesariamente conducentes a la pérdida existencial de la experiencia y goce de la belleza?
7. El segundo paso dialéctico podría perfilarse positivamente a través del análisis filosófico-teológico de la estructura y modo de ser del hombre –¡de lo humano!–.
La filosofía personalista, y la antropología teológica que la sume desde la perspectiva de la Gloria de Dios a la que tiende el hombre desde la experiencia más profunda de su ser, pueden ciertamente, con «el tacto espiritual» adecuado, prestar ese servicio. La experiencia vivida por la persona humana de saberse «creada para dar gloria a Dios y salvar su ánima» –en la expresión ignaciana del Libro de los Ejercicios-, experiencia perturbada por el pecado pero sanada por la gracia pascual del Redentor, anhelante de la plenitud de vida y santidad que viene del Espíritu Santo, aparece al final como la verdadera «vía pulchritudinis»: la que empuja y mueve al hombre al sí de la fe viva en el Evangelio de Jesucristo [6].