Sin fidelidad el amor no alcanza su plenitud ni su auténtica verdad. Pero requiere superar la prueba del tiempo, necesita de esa purificación, pues sin ella el amor no escapa en el presente a la ilusión, ni en el porvenir a la muerte. Intentaré a lo largo de esta exposición mostrar las diversas fases del amor.
Decía el místico español: “En el ocaso del sol se te juzgará en el amor”. Seremos juzgados en el amor y por el Amor. Ése es nuestro peso, nuestra valía, el uso que hemos hecho de nuestra libertad, pues, a nadie se le puede obligar a amar. Sin embargo, el amor no se da pleno y maduro de entrada. Debe superar la prueba del tiempo. Debe despojarse de mucho egoísmo y búsqueda de sí mismo, de muchos factores accidentales que aunque inevitablemente parecen acompañarlo, lo desfiguran y afean. Serán precisamente las pruebas, crisis y contrariedades las que harán que el amor se purifique y arraigue más profundamente. Pareciera que una misteriosa providencia se encargara de triturar y despojar las imitaciones fraudulentas que empañan el verdadero rostro del amor, de modo que, al final, éste logre despojarse de tanta ganga adherida y brille puro y verdadero en su real verdad. Por eso con sabiduría decía San Josemaría que “la fidelidad es la perfección del amor” [1]. Sin fidelidad el amor no alcanza su plenitud ni su auténtica verdad. Pero requiere superar la prueba del tiempo, necesita de esa purificación, pues sin ella el amor no escapa en el presente a la ilusión, ni en el porvenir a la muerte. Intentaré a lo largo de esta exposición mostrar las diversas fases del amor. Cómo esa elección matrimonial, llena de fervor y entusiasmo, que en sus inicios parece tan profunda, sólo puede alcanzar la plenitud del amor a través de una purificación larga y severa. Todo el problema consiste en despojar el amor de su cortejo de ilusiones, librar el oasis del espejismo, lo que es de lo que no es. El amor del hombre y de la mujer es, de todas las cosas humanas, aquella cuya evolución armoniosa requiere las condiciones más difíciles. La pasión sólo es una promesa: únicamente el amor sabe mantenerla. Quisiera por una parte mostrar cómo una verdadera concepción del amor exige la fidelidad y la indisolubilidad del matrimonio, y por otra, que cuando se accede a esa comprensión, amor y derecho no son incompatibles, sino que se reclaman mutuamente, puesto que el matrimonio cabe definirlo como “el amor debido en justicia”.
Antes de explicitar estos dos aspectos, creo pertinente el que nos preguntemos por la causa de este generalizada incomprensión de lo que constituyen las notas esenciales del amor y del matrimonio. Sí, quizás pueda ser una explicación el hecho de estar inmersos en una cultura divorcista impregnada de una concepción individualista de la felicidad y de la libertad. Frente a una tal concepción, poco eco puede encontrar el apelar al bien común de la sociedad o seguir acumulando evidencias empíricas abrumadoras sobre los efectos perniciosos y manifiestos que se derivan de la introducción de la ley de divorcio. La lógica individualista, únicamente atenta a la propia autorrealización, es del todo sorda a tales argumentos, pues trasciende lo que únicamente le interesa y afanosamente se persigue, a saber, la propia felicidad. Sin embargo esa idea de felicidad es precaria y normalmente se entiende sólo a nivel afectivo-sentimental es decir, no como algo que se conquista con lucha y sacrificio, sino como un sentimiento eufórico y exaltante que se recibe y se padece. Este énfasis desmesurado en lo afectivo-sentimental de la felicidad, como experiencia gozosa y pasiva, en desmedro del amor como acto voluntario, como tarea a realizar de modo activo, libre y reflexivo por el amante, se debe a ciertos planteamientos filosóficos que han sobrevalorado la afectividad. Así Max Scheler sostiene que el amor, por ser un sentimiento radical, no puede ser objeto de deberes o de prescripciones morales: a nadie se le puede obligar a amar. Esta tesis es verdadera para el amor en tanto que sentimiento y en el plano de los fenómenos cognoscitivos, pero es falso para el amor en tanto que acción voluntaria. Cuando el amor es asumido por la voluntad y se expresa en el libre y público consentimiento voluntario que constituye el matrimonio, puede ser objeto de prescripciones morales (para los esposos es un deber amarse) y ser materia de promesas y compromisos. A partir del matrimonio ese amor debe enfrentarse el desafío, que no viene dado de suyo y no es fácil, de realizar en el tiempo, en el día a día, el amor que durante el enamoramiento se anticipó imaginativamente por encima del tiempo. Es el amor como tarea y conquista y no sólo como algo espontáneo y gozoso. Es la voluntad siempre renovada de amarse y de luchar por hacer real ese amor.
Como vemos, el amor tiene sus etapas o períodos. La primera suele llamarse “enamoramiento” y es el amor como sentimiento. Es una pasión, algo que se padece y brota como efecto espontáneo que el amado provoca en el amante. En este matiz del amor el amante queda en-amor-dado (enamorado) espontáneamente, esto es, por el impacto que dentro de él provoca el amado, mas no por una decisión reflexiva originada, en sí y por sí, por el amante. La segunda fase es el amor como acto de la voluntad que lógicamente no excluye el sentimiento, pero está fundada en una decisión voluntaria, libre y reflexiva del amante. Con un término clásico y algo técnico se denomina dilección o amor benevolente a esta modalidad del amor que procura activa y voluntariamente el bien del amado.
El período del enamoramiento o amor pasión, que suele prolongarse hasta los primeros años de la vida conyugal, está caracterizado, según Ortega, por ser una donación por encantamiento. Tiene dos ingredientes: el sentirse encantado por otro ser, que nos produce una ilusión íntegra, y el sentirse absorbido por él hasta la raíz de nuestra persona. Es un sentimiento positivo, intenso, eufórico: la revelación del sentido y de la verdad que se producen por obra del amor, que instala al iniciado en una nueva forma de existir y estar en el mundo. Naturalmente la actitud contemplativa y arrobada de esta etapa no puede mantenerse en el tiempo por mucho que se desee. Sobre todo, porque el enamoramiento es una anticipación imaginativa de una posible plenitud futura, realizada por encima del tiempo, y tiene carácter programático, y, por tanto, es un ideal que exige y requiere ser realizado. La unión postulada y anticipada en el enamoramiento no es todavía real. Para que la unidad pretendida en el enamoramiento fuera total sería preciso instalarse fuera de la temporalidad, es decir, parar el tiempo eternizado el instante. Si el hombre poseyera la totalidad de su vida de una sola vez, entonces podría entregarse a sí mismo y a la propia vida de modo absoluto, de una vez por todas; pero como no posee toda su vida en un solo acto, para entregarla, debe prometerla.
El peligro inherente al amor-pasión radica en el confinamiento en el propio sentimiento gozoso; no te amo a ti, sino a mi propia embriaguez, mi propia exaltación, y tú como condición de posibilidad de la misma. Ya San Agustín había descrito esta experiencia humana: “Todavía no amaba -escribe en Las Confesiones- y amaba el amor, buscando a quien amar” [2]. Asimismo, podemos preguntarnos, ¿se aman realmente Tristán e Isolda? Rougemont ha señalado certeramente que no. Lo que realmente ama Tristán no es a Isolda, sino a su propia pasión por Isolda: “Tristán e Isolda no se aman. Ellos mismos lo han dicho y todo lo confirma. Lo que aman es el amor, el hecho mismo de amar. Y actúan como si hubiesen comprendido de que todo lo que se opone al amor lo preserva y lo consagra en su corazón, para exaltarlo hasta el infinito en el instante del obstáculo máximo que es la muerte. Tristán ama sentirse amar, mucho más de lo que ama a Isolda la Rubia. E Isolda no hace nada para retener a Tristán junto a sí: le es suficiente un sueño apasionado. Se necesitan uno a otro para arder, pero no al otro tal como es” [3]. Esto no está lejos de lo que Rilke llamaba “amor intransitivo”, según lo cual, “el amor es un flujo hacia nada, que redunda únicamente en enriquecimiento del ser que emite tal flujo” [4]. Como dirá Ortega respecto del amor cortés: “es un amor en que todo lo pone el amante y vive de su poder entusiasta”. Así, en el amor-cortés, en el amor-pasión, en el amor trágico y mortal, lo que verdaderamente se ama es el amor, y la persona amada no pasa de ser la ocasión o el motivo del despliegue de una pasión erótica que se desea en sí misma.
Antes de condenar prematuramente el enamoramiento del amor conviene advertir hasta qué punto la experiencia agustiniana es una constante de la vida humana. Está claro que , a veces, se ama no tanto a la persona cuanto a la propia pasión amorosa, el “delirio divino” mismo en que ésta consiste; que en muchas ocasiones, lo que se desea ardientemente es el propio frenesí, la turbulencia misma, el éxtasis amoroso, el riesgo o la trepidación. En el fondo, la cuestión consiste en que el amor es en sí mismo amable porque es de suyo un bien. La experiencia universal de la humanidad confirma que enamorarse es lo mejor que puede pasarle a alguien porque el amor despierta lo mejor que hay en el yo, y, en consecuencia, el amor se muestra ante los propios ojos como un bien extraordinario. El mismo San Agustín decía que “quien ama la prójimo ha de amar también, en consecuencia, el amor mismo” [5]. Hay por tanto necesariamente en el amor una dimensión reflexiva y no es posible enamorarse sin amar el propio amor. Pero si se lleva esta reflexividad del amor hasta el extremo, implica el colapso de la realidad misma del amor, puesto que éste deviene en puro narcisismo. Por el contrario, el centro de la atención en el amor verdadero no viene dado por el amor mismo, sino por la persona en su concreción y particularidad absoluta. Por eso amar no es decir “cómo me agrada que existas”, o de modo más pedante, aunque bajo la misma perspectiva, “eres el complemento de mi masculinidad /femineidad que enriquece mi constitutiva pobreza antropológica”, sino en decir, y así lo ha destacado Pieper, “¡es bueno que estés en el mundo!, ¡es maravilloso que existas!”.
Ya San Agustín había afirmado que la obra del amor es la unidad, y Hegel define el amor como la unidad de la identidad y la diferencia, es decir la unidad en la que dos subjetividades alcanzan la identificación de una con la otra sin que esto signifique la anulación de una por la otra, sino al contrario, de modo que la diferencia se mantenga. No hay verdadero amor cuando no se salva la diferencia y se produce una fusión en que una subjetividad fagocita a la otra. Amar es la afirmación gozosa de la existencia de otro, en su carácter de otro, con respecto de esta diferencia. De este modo, el enamoramiento debe ser asumido por el compromiso voluntario; la unidad absoluta que aparece en el enamoramiento requiere irse realizando a lo largo del tiempo para no ser una mera quimera. Sólo así, la palabra siempre, pronunciada con tanta imprudencia en la aurora de todo amor, deja de ser la traducción mentirosa del éxtasis de un instante.
Max Scheler, como decíamos, sostiene que el amor es un sentimiento radical, y por ser tal no puede ser objeto de prescripciones morales: a nadie se le puede obligar a amar. Esta tesis es verdadera para el amor en tanto que sentimiento, en tanto que pertenece al plano de los fenómenos cognoscitivos, pero es falsa para el amor en tanto que acción voluntaria. En la medida en que el amor es asumido por la voluntad puede ser materia de promesas y compromisos y es objeto de prescripciones morales y pasa a ser una tarea que ha de realizarse en el tiempo y a lo largo de toda una vida. Se asume el compromiso de realizar en el tiempo la unidad de dos personas, de hacer realidad aquello que aparece como proyecto en el enamoramiento. Tal compromiso voluntariamente aceptado tiene su expresión en la institución del matrimonio. Por eso, lo que constituye al matrimonio como tal es un acto de la voluntad expresa y públicamente aceptado, el consentimiento. La promesa misma en su forma ritual y confirmada por testigos. Un sentimiento no es algo por lo que la persona quede obligada o comprometida.
Obviamente, tal tarea -realizar el proyecto del enamoramiento- presenta fuertes dificultades, requiere el ejercicio de la fortaleza y exige fidelidad. Por eso, ni Amelia ni Calígula pueden amar en realidad, porque son incapaces de superar las dificultades que la unificación real de dos vidas implica. Ahora bien, si esa unidad real se logra, es mucho más profunda, plena, madura, y hasta más sorprendente, que la anticipada en el enamoramiento. Lo que mayormente hay de ilusorio y engañoso en el enamoramiento no proviene normalmente de que no se conozca a la otra persona o se la idealice en exceso, sino en el considerar que esa unificación está ya realizada, o que es absolutamente fácil de realizar, que “va de suyo”, es decir, no darse cuenta de que el amor es una tarea y no sólo gozo. Vivir, convivir, es algo más que ver y mirar. Se ven los paisajes y se miran los monumentos, las fachadas de los edificios, los cuadros, etc., pero no se vive con ellos en el sentido de lo que entendemos por convivencia diaria y por existencia compartida. Eso se hace con el cónyuge. El arte de Eros consiste en mostrar lo “inabarcablemente maravilloso” de esos detalles concretos que integrarán ese conjunto que es la convivencia ordinaria. Durante el primer momento, a cada uno le resulta sumamente placentero hacer lo que le agrada al otro, y omitir lo que le desagrada, incluso aunque se trate de cosas a las que, en otras situaciones anteriores, tenía afición. Eros consigue que cada uno encuentre cierto placer en la propia abnegación. El problema viene dado por la circunstancia de que Eros no es capaz de tener a las personas fuera de sí durante demasiado tiempo, y de que sus intereses y capacidades, sus gustos y preferencias habituales, que se ha mantenido en estado de inhibición y latencia durante el período de encantamiento que es el enamoramiento y la luna de miel, reaparezca luego con todo su peso específico y sus exigencias concretas. El placer que implicaba sacrificarse por la persona amada dará paso cada vez más a una decisión voluntaria y libre, será una real decisión de posponerse a sí mismo para buscar y perseguir el bien de la persona amada. El amor hay que inventarlo todos los días, rehacerlo, cultivarlo, cuidarlo: el que no quiere cada día más a su mujer -y viceversa-, de hecho, la quiere menos. El amor verdadero exige el sacrificio de sí mismo, y si hoy hay muchos que nada saben de él es porque en todo momento intentan rehuir el sacrificio y se dejan engatusar por la vana retórica de la autoafirmación. Un autor como Allendy divide la historia del amor en tres estadios: estadio digestivo, estadio recíproco y estadio oblativo. La esencia del amor se da, más pura, en el último.
En todo caso, se trata de una tarea siempre ardua porque son muchos los factores que se deben unificar: de partida la sexualidad y la afectividad en uno y otro, como asimismo un conjunto de factores psicobiológicos (carácter, temperamento, actitudes, intereses) y una amplia serie de factores socioculturales (usos y costumbres, aspiraciones profesionales, principios morales) y, todo ello, sin anular las diferencias. Identificación de dos personas significa identificación de dos espíritus, comprensión mutua de dos inteligencias y sintonía perfecta de dos voluntades. Ello implica simultaneidad temporal y coexistencia espacial de dos cuerpos, para los cuales siguen teniendo plena vigencia las leyes de la extensión e impenetrabilidad de la materia, y desde los cuales lo natural, lo evidente y lo de sentido común es percibido de modo distinto (véase la distinta concepción del espacio que posee un hombre y una mujer, por ejemplo, en el baño: un miembro de la otra tribu lo llenará de botes, potinges, cremas y lacas; y una simple chaqueta desordenada en el living puede sacarla de sus casillas); entonces, la identificación que se instaura en el enlace es, más que una realidad, un programa, por no decir, un problema.
Ya es un tópico hablar de las ilusiones del amor naciente. Sin embargo, como hemos visto no todo es mentira en esa llama efímera que promete eternidad. El problema consistirá en liberar el amor de su ganta de ilusiones y aspectos accidentales. Cuando la pasión se despierta en nosotros, el amado permanece en gran parte imaginario. Es nuestro sueño proyectado más allá el que nosotros estrechamos en él. Ahora todos los sueños tienen en común el despertar. No sé quién decía, se ama a una muchacha, se casa con una mujer: ya no es la misma persona. Las quimeras se desploman al contacto de la vida cotidiana y el ser adorado como único se convierte poco a poco en un hombre o una mujer “como los otros”. Entonces para salvar el amor es necesario pasar de lo falso a lo verdadero. El matrimonio, por su exigencia de compromiso total y perenne, constituye la prueba del amor, y como toda prueba, implica esfuerzo y dolor. Pero para dos seres que verdaderamente aspiran a la unidad, lo esencial no es gozar, sino compartir. Y los sufrimientos comunes crean vínculos más profundos que los que otorgan las alegrías. Sin esta purificación, decíamos, el amor no escapa en el presente a la ilusión, ni el porvenir a la muerte. La pasión sólo es una promesa; únicamente el amor sabe mantenerla y hacerla realidad.
Gustave Thibon formula con acierto el siguiente criterio: “La impureza del amor se mide por el número de aliados que necesita para subsistir y su pureza por el número de enemigos que es capaz de afrontar sin morir (…) Es decir que cuanto más débil e impura es la unión entre dos seres, más necesita, para subsistir, de una alianza con factores extraños al amor propiamente dicho: apetito carnal, comunidad de hábitos e intereses, presiones legales y sociales, etc. Sobre este manojo de alianzas reposa por ejemplo, en la inmensa mayoría de los casos, la estabilidad del matrimonio. Estoy hablando de alianzas, aunque en muchos casos sería más adecuado hablar de complicidades: egoísmo de dos o de varios, reciprocidad en el placer o en la vanidad, sumisión a idénticos conformismos, etc. Cuando con ocasión de una prueba (enfermedad, pobreza, divergencia de intereses o de pasiones) tales alianzas se desatan o se derrumban, la caída de las ilusiones revela la verdadera naturaleza del amor, como una nube pasajera que al marcharse deja al descubierto el cielo… o el vacío” [6]. En este sentido y parafraseando el aforismo de Nietzsche, se puede decir: todo lo que no me hace morir (pruebas y contradicciones), me hace más fuerte.
“En último término -afirma Nédoncelle- ser fiel es prometer” [7]. Alejandro Llano añade perspicacia psicológica a su acostumbrada lucidez cuando escribe: “La fidelidad es incremento persistente de una libertad que -al insistir en su propia radicación- se expande hacia empeños que estén a la altura de la dignidad humana. Por el contrario, una libertad infiel se astilla en comienzos equívocos, pierde la memoria de sí misma, se reduce a su propia ensoñación. La libertad como inmediata espontaneidad es una sucesión de proyectos inconexos y truncados: pierde la unidad global de la vida, su capacidad de ser narrada con sentido, que constituye un bien especial de la persona” [8]. El infiel a toda costa intenta intenta borrar su pasado: fue un error, una ilusión, un engaño, caminé por caminos falsos e irreales; “sólo ahora me doy cuenta” se dice a sí mismo. El que es fiel, en cambio, quiere ser leal a su pasado y a su propia historia.
La fidelidad es la libertad mantenida y acrecentada, y como tal debe ser defendida, especialmente en una sociedad en la que impera una concepción afectivo-sentimental de la felicidad y del amor, y en la que el esquema divorcista se está haciendo cultura y penetrando cada vez más en las mentalidades.