¿Seguirá siendo a largo plazo posible la democracia, cuando dejemos de considerar que todo ser humano está hecho a imagen de Dios? ¿Y por consiguiente que todo hombre, más allá de su valor intelectual, económico, posee algo sagrado en la libertad que en él representa esta imagen divina? 

En esta Conferencia de juristas católicos [1], cumplo con una de las dos condiciones que podrían justificar mi presencia aquí. No soy jurista. Más de una vez he tenido ocasión de lamentarlo, más que nunca recientemente, al publicarse un libro que proporciona la base de lo que viene a continuación, si bien no es mi intención aquí repetir ni resumir el libro [2].

Las dos ideas cuya yuxtaposición configura mi título no son las más populares en nuestra época, si puedo permitirme una modesta opinión. Miramos con desconfianza la idea de una ley natural, por no hablar de una ley divina… Ambas tienen en común una característica negativa: ninguna de las dos es humana. Ahora, cualquier idea que no sea estrictamente humana y dicte al hombre su ley ha llegado a ser intolerable para muchos de nuestros contemporáneos.

Tiene poca importancia si esta condición “no humana” está situada arriba o debajo del hombre, si proporciona la base sobre la cual éste se encuentra o si se eleva por encima del mismo. Hemos adquirido el hábito de imaginar la naturaleza situada en alguna parte “debajo”, mientras la esfera divina a menudo parece encontrarse “encima” nuestro. Éstas son puramente imágenes, pero pesan considerablemente en nosotros, y debemos someterlas a una crítica para entrar en la cual aquí no tengo espacio.

Comenzaré con algunas especificaciones sobre la idea de “ley natural”. Dicha ley ha llegado a ser difícil de comprender para nosotros porque nuestra comprensión misma de lo “natural” ha cambiado. Ya no le atribuimos el mismo significado a la idea de naturaleza y por consiguiente al adjetivo que la expresa, que apoyaba a quienes proponían esta noción. Para el hombre contemporáneo, la “ley natural” se refiere grosso modo a tres cosas:

a) las constantes aisladas en el estudio científico de los fenómenos, expresadas matemáticamente, también llamadas “leyes da la naturaleza” o “leyes físicas; o

b) la “ley de la selva”, supuesta condición original del hombre en su lucha por sobrevivir, preocupado más que todo de la autopreservación; o por último

c) las exigencias propias de la biología humana, como la necesidad individual de comer y la necesidad de reproducirse de las especies.

Cuando la idea de ley natural surgió con los filósofos estoicos, la idea de la naturaleza se refería al orden cósmico [3]. Este orden no se diferenciaba radicalmente de lo que los estoicos llamaban Dios. Estaba orientado hacia la obtención del bien: el interés en lo propio conducía sin ruptura de continuidad hacia un interés en lo que es más “propio” del hombre, es decir, su razón. Por consiguiente, la ley natural, la ley racional y la ley divina coincidían en cuanto a su esencia.

En la Edad Media, la doctrina más completa sobre la ley puede encontrarse en Tomás de Aquino, quien formuló una síntesis original de las ideas de los juristas y teólogos que lo precedieron. Ahora, la idea de la naturaleza en la cual se basa esta doctrina no es lo que nosotros entendemos por “naturaleza”, sino más bien lo que está en juego en expresiones como “la naturaleza de” tal o cual cosa. La naturaleza es aquello que se expresa mediante la definición de una realidad. De acuerdo con la lógica más elemental y tradicional, uno llega a la definición de una cosa observando la categoría a la cual pertenece la misma, identificando luego el rasgo distintivo que únicamente ella posee, e idealmente está en condiciones de dar cuenta de todas las otras características específicas de esa cosa. En términos técnicos, se identifica el “género próximo” y la “diferencia específica”. Para definir al hombre, decimos que es un ser vivo, un “animal”, si se quiere. Y decimos que se diferencia de otros seres o “bestias” por cuanto posee una facultad que le es propia. Podemos llamar a esta facultad “razón”, pero con la condición de incluir en la misma, más allá de la capacidad de calcular (ratio), la facultad de reflexionar en lo que debe hacerse y elegirse libremente, con todas las consecuencias de esta capacidad, como es el poder de transformar el mundo mediante la techné y construir su historia futura.

Desde este punto de vista, la naturaleza humana no es lo innato en el hombre en oposición con lo adquirido. Y esta “naturaleza” no se opone en absoluto a lo que llamamos “cultura”, en una polarización que ha llegado a ser un pons asinorum para los estudiantes universitarios. Esta idea de la naturaleza como estado en bruto de una cosa es de Epicuro, y fue exhumada en el siglo XVII por los fundadores de la filosofía política moderna, especialmente Thomas Hobbes. Se apoya en la ficción de un “estado de la naturaleza” en el cual el hombre estaba regido únicamente por una preocupación de autopreservación, que debía asegurar potencialmente mediante una guerra permanente entre todos los hombres. Dicho estado debía superarse mediante el artificio de una especie de contrato.

Un filósofo de fines de ese período visualizó claramente lo que estaba implícito en esa redefinición. Fue Leibniz quien escribió lo siguiente: “Según Aristóteles, se denomina natural aquello que se ajusta más estrechamente con la perfección de la naturaleza de la cosa; pero el señor Hobbes aplica la expresión estado natural a aquello que posee menos arte”. Prosigue haciendo una crítica, como es habitual en él, con aniquiladora gentileza: “tal vez sin tomar en cuenta que la naturaleza humana en su perfección trae consigo el arte” [4].

¿Qué ocurre si, por el contrario, concebimos la naturaleza humana de acuerdo con las dos dimensiones incluidas en su definición? La ley natural sería entonces de dos clases, dependiendo de que pongamos énfasis en el género próximo (“animal”) o en la diferencia específica (“racional”): para todo lo animal del hombre, la ley natural significaría ciertamente lo visualizado por Hobbes, es decir, preocupación por la autopreservación, de carácter sumamente legítimo en un ser precario y menesteroso; pero si se pone el énfasis en la racionalidad y sus consecuencias, la ley natural será la ley misma de la razón [5].

Hay algo más, ya que estas dos dimensiones no se encuentran en el mismo nivel. Consideremos nuevamente la definición del hombre. Está claro que la diferencia específica (“racional”) nos enseña mucho más sobre lo que es el hombre que su género próximo (“animal”). Si procuramos distinguir al hombre de lo que no es el hombre, llevaremos nuestra tarea a cabo con mucho mayor rapidez si elegimos como criterio de distinción la racionalidad y no la animalidad. El hecho de otorgar privilegio a la diferencia específica en relación con el género próximo no sólo es propio de la lógica y la adquisición de conocimiento. Da origen a una consecuencia práctica: la “ley natural”, en el sentido de un impulso hacia la preservación del individuo y la especie, no es puramente una yuxtaposición en oposición a la “ley natural” como ley de la razón, sino más bien la primera, por así decirlo, es encomendada a la segunda. Corresponde a la razón buscar los mejores medios para asegurar esta preservación. Corresponde a la razón adoptar a la naturaleza bajo su protección. Es deber de la razón reconciliar la preocupación por la autopreservación con otras consideraciones a las cuales debe subordinarse esta preservación.

De ser posible, la idea de una ley divina es aún más ajena a nuestra mentalidad. Evoca inevitablemente la idea de teocracia, demonio predilecto de nuestras democracias. Comenzaré precisamente con esta idea de teocracia, que la mayoría de nosotros a menudo interpreta como un régimen clerical. Las materializaciones históricas de semejante régimen son sumamente escasas, hasta el punto que podríamos preguntarnos si alguna vez ha existido fuera de las pesadillas de sus enemigos. Tal vez gozamos de la paradojal suerte de tener en nuestra época una aproximación a la teocracia en el régimen de Irán contemporáneo. En ese país, los hombres religiosos tienen efectivamente gran participación en el poder político, ya sea directamente o a través del “Consejo Revolucionario”, cuya tarea es verificar la ortodoxia islámica de los candidatos a la función superior así como la conformidad de sus decisiones con el Islam.

Es conveniente, en todo caso, recordar que la palabra “teocracia” no siempre ha sido peyorativa. Por el contrario, fue acuñada con fines laudables. El inventor del término fue Flavio Josefo, historiador judío, quien, en el primer siglo de nuestra era, tuvo la oportunidad de hacer una apología del judaísmo. Elogió las instituciones fundadas por Moisés, afirmando que el pueblo judío no vive bajo una monarquía ni una democracia ni otra forma política reconocida en ese momento, sino directamente bajo la autoridad de Dios, constituyendo lo que él no vaciló en llamar una “teocracia” (theokratia) [6]. Advertimos que la figura de lo divino que aquí es operativa es la de un legislador. Hay una teocracia porque existe una ley divina. ¿Pero no hemos vinculado más estrechamente que nunca la idea de ley divina con la de teocracia al recordar el origen del mundo? ¿No sería bien acogido este sentido del mundo por los regímenes islámicos ya existentes y por aquellos que sueñan con aplicar dicha ley divina, la sharia?

En respuesta a estas interrogantes, sería conveniente dar un paso atrás por un momento y proponer una visión panorámica del pensamiento occidental en relación con la ley. Advertiremos entonces que la idea de una ley divina está lejos de ser posesión exclusiva de un Oriente en mayor o menor grado distante y complejo. Esta idea está presente en las fuentes de nuestra civilización occidental, e incluso en sus dos fuentes: no sólo en “Jerusalén”, sino también en “Atenas”, no sólo en la Biblia, sino también en Sófocles, Platón, Cicerón, etc. [7]. Grecia, cuna de la democracia, es también el lugar de nacimiento de la idea de ley divina. Esta última a su vez acompañó el desarrollo del pensamiento europeo a lo largo de su trayectoria hasta una época relativamente reciente, ya que el último autor importante que incluyó una “ley divina” entre los distintos tipos de ley por él distinguidos fue John Austin, discípulo de Jeremy Bentham, en sus conferencias sobre jurisprudencia de 1832 [8]. Si bien esta idea forma parte de nuestro bagaje intelectual, se desarrolló no obstante de distinta manera en Europa que en la tradición islámica. Sería deseable una comparación completa de ambas tradiciones, pero me contentaré aquí con una rápida visión general de la síntesis formulada por Tomás de Aquino.

El Tratado sobre la ley, de Tomás de Aquino, contiene la conocida distinción de cuatro tipos de ley: eterna, natural, divina y humana [9]. El primer tipo, que este filósofo fue el primero en distinguir, es simplemente la ley mediante la cual Dios mismo vive y a la cual, en cierto sentido, Él mismo está sujeto, y es la caridad. La ley natural, que es la siguiente, es la forma en que la criatura racional participa en esta ley eterna (participatio legis aeternae in rationali creatura). La criatura participa como ser racional, haciendo suya mediante la razón, que es su “naturaleza”, la ley eterna de Dios. La noción de “ley divina”, que viene en tercer lugar, es enriquecida por ésta. El término normalmente alude al contenido de los dos Testamentos, especialmente a los pasajes legislativos de los mismos. En lo sucesivo, debemos entender que la ley natural, como reflejo de la ley eterna, es también divina [10], y que la función de las instrucciones de los libros de la Biblia es recordarnos esta ley natural. La divinidad de la ley no depende de la forma en que se comunica -por ejemplo, mediante la revelación-, sino de la forma en que refleja indirectamente la naturaleza de Dios Creador. La ley humana, cuarta ley distinguida por Tomás, incluye las tentativas más o menos conscientes y exitosas de los seres humanos de adaptar la comunidad en la cual viven a las exigencias de la ley natural.

Ciertamente, nosotros ya no nos basamos en la idea de una ley divina al intentar que nuestras leyes sean justas. Preferimos, en cambio, utilizar la conciencia moral como fundamento de este propósito. Este cambio es producto de una larga y tortuosa historia, que muchos ya han intentado relatar [11]. ¿Hemos dejado por consiguiente atrás la idea de teocracia, considerada en su auténtico sentido de poder únicamente proveniente de Dios? Aquí podríamos recordar que la idea de conciencia se consideró durante mucho tiempo una huella en el hombre de algo más que humano y -dicho muy precisamente-, de algo divino. Todos hemos leído el famoso pasaje en el cual Rousseau hace exclamar a su vicario saboyano: “¡Conciencia, instinto divino, voz inmortal y celestial!” [12]. Sin embargo, nada nuevo hay al calificar la conciencia como divina, y especialmente esto no es propio de la modernidad. Encontramos semejante vínculo entre la conciencia y lo divino en la antigüedad y la Edad Media, tanto en los autores paganos como en los Padres de la Iglesia o los escolásticos.

Quien por primera vez vinculó explícitamente estos dos dominios fue probablemente Séneca, un estoico, filósofo pagano, que escribió: “Dios (o: un dios) está cerca de ti, contigo, en tu interior… Un espíritu sagrado mora en nosotros, que observa y advierte lo bueno y malo que hacemos” (prope est a te deus, tecum est, intus est… sacer intra nos spiritus sedet, malorum bonorumque nostrorum observator et custos) [13]. Las primeras palabras se parecen de modo impresionante a un famoso pasaje del Pentateuco, según el cual la Ley está “cerca de ti, en tu boca y en tu corazón” (Dt 30:14).

El paso del paganismo a la cristiandad no afectó la idea. Por el contrario, Pablo hizo suya la idea de conciencia (suneidèsis) de los estoicos y visualizó en la misma el equivalente para los paganos de lo que era la ley mosaica para los judíos (Rm 2:15). Por cuanto esta última proviene de Dios, se puede suponer por analogía que la conciencia también tiene un origen divino. San Agustín identifica explícitamente la voz de la conciencia con la voz de Dios: “No existe un alma, por perversa que sea, en cuya conciencia Dios no hable si aún ella está en alguna medida en condiciones de razonar. ¿Porque quién sino Dios escribió la ley natural en los corazones de los hombres?” (nulla esse animam, quamvis perversam, quae tamen ullo modo ratiocinari potest, in cujus conscientia non loquatur Deus… Quis enim scripsit in cordibus hominum naturalem legem, nisi Deus?) [14]. Ciertamente, la idea de la divinidad subyacente en estas distintas teorías sobre la conciencia es sumamente variada, desde el Fuego divino de los estoicos hasta el Dios Bíblico que interviene en la historia; pero es posible distinguir el punto esencial, el vínculo con la conciencia, detrás de todas estas variaciones. Así, ya sea que la ley o la conciencia constituyan la idea fundamental, ambas tienen bases teológicas. Por consiguiente, aun cuando situemos el origen último de la justicia de las disposiciones jurídicas en la conciencia y no en la idea de una ley divina, no escapamos por eso de la necesidad de un fundamento divino. Ahora bien, si se quiere, no nos libramos tan fácilmente de la teocracia.

Así ocurre en nuestras democracias. En éstas se supone que la ley proviene de la voluntad popular. El pueblo está constituido por seres humanos libres, que supuestamente saben lo que van a hacer por cuanto perciben la voz de su conciencia. Su voluntad, tras la debida reflexión, se expresa en sus decisiones y por excelencia en su voto, de tal manera que debemos considerar seriamente el conocido proverbio que todavía citamos en latín, según el cual “la voz del pueblo es la voz de Dios” [15]. Eso no es sólo una manera de hablar. En el siglo XV, el Cardenal Nicolás de Cusa destacó los Concilios como principio de infalibilidad eclesiástica, basándose en el argumento según el cual el criterio para determinar el carácter divino de una decisión es el hecho de que el pueblo se encuentre en condiciones de estar de acuerdo con la misma. Escribe lo siguiente: “Hay en el pueblo una semilla divina en virtud del nacimiento común de todos los hombres y de su derecho, que es igual por naturaleza y de tal clase que toda autoridad… se reconoce como divina cuando procede del acuerdo común de los sujetos” [16].

¿Seguirá siendo a largo plazo posible la democracia, cuando dejemos de considerar que todo ser humano está hecho a imagen de Dios? ¿Y por consiguiente que todo hombre, más allá de su valor intelectual, económico, etc., posee algo sagrado en la libertad que en él representa esta imagen divina? Una tremenda pregunta…

Demos un breve vistazo a la idea islámica de la ley divina. De acuerdo con el Islam, legislar significa atribuir a las acciones humanas un valor (hukm) inseparablemente jurídico y moral, que nos permitiría determinar si una acción es obligatoria, loable, indiferente, censurable o prohibida. La única instancia en condiciones de atribuir este tipo de carácter a las acciones humanas no es otra que Dios mismo. El único legislador que puede existir es Dios. Esto lo dice, por ejemplo, Al-Ghazali en su tratado sobre los principios de la ley islámica [17]. Al hacer esta afirmación, expresa puramente una opinión común. En ciertos casos aislados y poco numerosos, Dios legisló directamente en el Corán. En la gran mayoría de los casos, uno también debe deducir normas de las narraciones de las acciones y hazañas de Mahoma -el Hadith- y de otras fuentes, cuyo carácter y recopilación difieren según las diversas escuelas de Leyes. El sistema de normas basado en último término en estos fundamentos divinos y humanos constituye la sharia.

En todo caso, la conciencia humana sin ayuda jamás sería debidamente suficiente para determinar lo que es el bien y el mal [18]. Esto es así porque en el Islam está ausente la idea de naturaleza, y por consiguiente también la idea de ley natural que podría basarse en la anterior. En realidad, el Islam opone la idea de naturaleza a la idea de historia, conservando de la naturaleza sólo lo suficiente como para que la historia sea superflua: el Islam es supuestamente algo así como una religión “natural” (fitra) de la humanidad. Por lo tanto, Dios no es necesario en la historia ni como el liberador de Israel ni como la Palabra encarnada; Dios se contenta con dejar caer su Ley en paracaídas en la historia. A la inversa, de la historia el Islam conserva sólo lo suficiente como para que la naturaleza sea superflua: el mundo es producto de una serie sin interrupción de instantes durante los cuales Dios está permanentemente creándolo de nuevo, habiendo desarrollado el hábito de otorgar las mismas propiedades a las mismas cosas durante la mayor parte del tiempo. No es necesario entonces atribuir a las cosas una naturaleza estable que proporcionaría la base para sus acciones y reacciones.

Es importante distinguir cuidadosamente en qué puntos concuerdan la Cristiandad Occidental y el Islam y dónde discrepan. No están en desacuerdo en cuanto al origen último de la legislación. Ambos lo basan, al menos en sentido final, en lo divino. Para ambos, la ley es en último análisis la Ley de Dios. Por otra parte, sus representaciones subyacentes de lo que es una ley y del rol de Dios son bastante distintas. Es igualmente distinto el modo en que ambas religiones conciben la palabra de Dios. Para la cristiandad, Dios habla en la historia por medio de la voz de la conciencia, y a través de la vida de Jesús la Palabra de Dios se hizo hombre (1 Jn 1:14); en el Islam, Dios habla a través de las palabras escritas en el Corán. Insisto en un punto: estas concepciones de la Palabra de Dios, y por consiguiente de la Ley divina, eran distintas desde el comienzo. La cristiandad y el Islam nunca estuvieron de acuerdo en este punto fundamental, ni siquiera durante la Edad Media. Podríamos atrevernos a pensar que ciertos aspectos de las teorías políticas modernas están en mayor medida en armonía con el ideal islámico que las teorías políticas de Occidente en la Edad Media [19]. Debemos descartar la descabellada idea, compartida por gran parte de los medios de difusión, de que el Islam se quedó en la Edad Media y es simplemente una civilización “medieval” que no tuvo en el camino el vuelco que condujo a Occidente hacia la modernidad.

Quisiera terminar con una provocación: ¿puede existir a largo plazo otro tipo de régimen fuera de la teocracia? Semejante pregunta es algo escandalosa para nuestras democracias, que miran hacia abajo y desde gran altura el oscurantismo de los regímenes que califican con esta palabra. Entiéndase que al decir “teocracia” no quiero aludir a un régimen político ni mucho menos al caso específico de un régimen clerical. Podríamos también preguntarnos si semejante régimen ha existido alguna vez fuera de la imaginación retrospectiva o prospectiva de quienes lo desean o temen. Aun de acuerdo con la historiografía islámica, la situación en la cual Mahoma fue en Medina simultáneamente caudillo guerrero, líder de un Estado rudimentario y transmisor directo de los mandamientos de Dios sólo duró alrededor de diez años.

La interrogante es todavía más delicada si enfocamos la “teocracia” en el sentido auténtico de la palabra, es decir, como un régimen en el cual se considera que las normas de la acción humana se establecen sobre una base divina. Esta base puede ser, en el estilo islámico, la Ley deducida de los mandamientos dictados por Allah, y en el estilo cristiano la conciencia entendida como la voz de Dios en el hombre. En este nivel, difícilmente esto tiene importancia. En otras palabras, ¿es la ley natural algo más que un caso particular entre las leyes de otro origen? ¿Es un caso límite, encaminado a desaparecer definitivamente? ¿O es algo así como una ley divina, la base o condición necesaria en último término de todo sistema de normas?

La tendencia moderna es situar la fuente última de legitimidad política en el contrato implícito entre los ciudadanos; pero ciertos autores contemporáneos, a los cuales podríamos llamar “ultramodernos”, dan en forma implícita o de otro modo un paso más: un contrato de este tipo sería la fuente de todo tipo de normas, incluyendo las normas morales. Sobre esta base, muy probablemente es posible construir un sistema de normas que permita a los hombres vivir en paz unos con otros. Es suficiente para ellos pensar inteligentemente en lo adecuado para sus intereses. Por consiguiente, como ya escribiera Kant, el problema político en principio tiene solución, incluso para una sociedad de demonios, es decir, seres absolutamente malvados, pero inteligentemente egoístas [20]. Para los seres humanos, el interés que debe defenderse es el de los individuos actualmente presentes. Por estar presentes, pueden olvidar que nacieron y van a morir. Existen en una analogía con esa temporalidad propia de los demonios (ángeles caídos, pero ángeles en todo caso), es decir, el estado intermedio entre el tiempo y la eternidad, que los escolásticos llaman el aevum. La mejor aproximación de este tipo de temporalidad libre de las preocupaciones de la existencia mortal y “natal” es el tiempo de juego. De ahí surge la reiteración en Hobbes, quien tal vez haya inventado esto, de la comparación de la sociedad política con un grupo de jugadores sentados en torno a una mesa de bridge, aceptando seguir las reglas [21].

Un contrato de este tipo debe permanecer dentro de los límites humanos, y sirve también para excluir toda instancia que pueda requerir una autoridad extrahumana. Podríamos divertirnos formulando su lema haciendo una parodia de Terencio: omne non humanum a me alienum puto. El hastío del hombre contemporáneo con la idea de una ley divina, que observo con cierta frecuencia, es por lo tanto más bien una cuestión de sensibilidad. Es el resultado de una decisión fundamental. Ahora, esta exclusión de todo lo no humano tiene una consecuencia de importancia capital, que a largo plazo puede ser fatal. Sin un punto de referencia exterior, sin alguien en condiciones de afirmar, como lo hace Dios en el primer relato sobre la creación, que el mundo está “muy bien” (Gn 1:31), no podemos saber si la existencia en esta tierra de la especie homo sapiens es o no una buena cosa.


Notas 

[1] Este texto reproduce una disertación pronunciada en la 21ª conferencia nacional de la Confédération des Juristes Catholiques de France (París, 2005).
[2] R. Brague, La Loi de Dieu. Histoire philosophique d’une alliance (París: Gallimard, 2005).
[3] Ver mi obra La sagesse du monde. Histoire de l’expérience humaine de l’univers (París: Hachette [Livre de poche], 2002).
[4] Leibniz, Theodicy, traducción de E. M. Haggard (New Haven: Yale University Press, 1952), 265.
[5] Ver Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Ética a Nicómaco, V, lect. 12, § 1019.
[6] Flavius Joseph, Contra Apión, II, 16, § 165.
[7] Para ver diversos matices de este trillado tema de “Atenas y Jerusalén”, y en respuesta a la pregunta rara vez planteada sobre por qué hay dos fuentes de la cultura europea y no una, ver mi obra Europe, la voie romaine (París: Gallimard, 1999), 208-09.
[8] Ver J. Austin, The Province of Jurisprudence Determined, ed. H. L. A. Hart (Indianapolis: Hackett, 1998).
[9] Tomás de Aquino, Summa theologiae I-II, c. 90-97.
[10] Op. cit. c. 91, a, 2, c; a. 1, ad 1 m; a. 4, comienzo.
[11] Ver P. Prodi, Una storia della giustizia. Dal pluralismo dei fiori al moderno dualismo tra coscienza e diritto (Bologna: Il Mulino, 2000).
[12] Rousseau, Émile, IV, en Oeuvres complètes, ed. B. Gagnebin y M. Raymond, vol. 4 (Paris: Gallimard, 1969), 600.
[13] Séneca, Ad Lucilium epistolae, 41, 1-2; ed. L.C. Reynolds, vol. 1 (Oxford), 108.
[14] San Agustín, De Sermone Domini in monte, II, ix, 32; PL, 34; 1283 [c]; ver también Sermo XII, iv, 4; PL, 38, 102.
[15] Señalado por primera vez en Alcuino de York, Epistolae, 166, 9; PL, 101, 438.
[16] Nicolás de Cusa, De concordantia catholica, III, 4 § 331 (Opera Omnia, vol. 14, 348).
[17] Al-Ghâzali, Al-Mustasfa min ‘ilm al-usûl, vol. 1, ed. I. M. Ramadân (Beirut: Dar al-Arqam, n. d.), 222f.
[18] Ver, por ejemplo, M. ‘Abduh, Risâla al-Tawhîd [1897] (Beirut: Dâr Ihyâ’ al-‘ulûm, 1986), 85, 95.
[19] Ver, por ejemplo, el elogio de Mahoma que hace Rousseau en su Contrato Social, IV, 8.
[20] Kant, Zum ewigen Frieden, 1, “Zusatz, Von der Garantie des ewigen Friedens”, en Werke, vol. 6, ed. Weischedel (Darmstadt ; Wissenshaftliche Buchgesellshaft, 1983), 224.
[21] Ver Hobbes, Leviathan, II, 30, ed. M. Oakeshott (Oxford: Blackwell, 1960), 227; ver también Adam Smith, A Theory of Moral Sentiments, VI, ii, 2, 17, ed. D. D. Raphael y A. L. Macfie (Oxford: Clarendon Press, 1976), 234.

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