Donde hay vida hay pasión, pues la vida es energía pura y la pasión su experiencia subjetiva. Tanto más vital es la vida, tanto más apasionamiento se pone en ella. Encontramos, pues, que nada hay de extraño en que pasión y juego vayan unidos siempre, y no sólo en el mundo del deporte o de la ruleta.
El jugar ha sido considerado desde tiempos antiguos como un cierto símbolo de vivir. El lenguaje está lleno de referencias que lo atestiguan. Así, la fiesta -la vida en su esencia- es un cierto juego; se juega uno la vida en esto o aquello; se pone en juego la fortuna; en diversos idiomas hacer sonar la música -una profunda expresión de la vida- se dice jugarla; no entrar en un negocio o asunto cualquiera es “no entrar en ese juego”; se da el jugo del amor -nuevo término que esencializa la vida-; el juego político; hacer teatro y liturgia es un juego –la vida como representación-; etcétera.
Ahora bien, donde hay vida hay pasión, pues la vida es energía pura y la pasión su experiencia subjetiva. Tanto más vital es la vida, tanto más apasionamiento se pone en ella. Encontramos, pues, que nada hay de extraño en que pasión y juego vayan unidos siempre, y no sólo en el mundo del deporte o de la ruleta.
Pero la pasión del juego puede convertirse en enfermedad. ¿Por qué? Siempre que se da algo que consideramos patológico, enfermizo, había primero una condición, algo que hizo posible el fallo. Esa condición de posibilidad no nos fuerza a “caer”, sino que, por el contrario, nos deja abierta también la libertad de construir. Por eso, todo posible vicio tiene su virtud correspondiente, mediante la cual conseguimos ejercitar algo bueno y bello y que nos llena, pues vivir es también sensación de construir.
La ludopatía, la enfermedad de la adicción al juego, es posible precisamente porque jugar es bello y necesario. Es natural al ser humano. Y se puede hacer bien o mal. Hay muchas auténticas ludopatías que no son catalogadas como tales. La mayor parte de los vicios del vivir cotidiano son formas ludopáticas.
Hay que vivir, hay que jugar y, además, con pasión. No hacerlo es un menosprecio a la maravilla de la existencia humana. El problema no está, pues, en el juego, ni en la pasión, sino -como intentaré mostrar- en la pérdida del sentido del uno y la otra, y, en resumen, en el empequeñecimiento y la deformación de ambos. Y examinar este punto o carece de relevancia práctica, dado que un conocimiento más claro y más profundo de cualquier realidad nos permite operar mejor sobre ella. En materia psíquica y moral, el descubrir dónde está y cómo es la herida resulta ser muchas veces ya más de la mitad de la curación.
Para iniciar ese examen, podemos recurrir a la comparación con lo que se suele considerar más contrario al juego: el trabajo. Lo primero que salta a la vista es que hay quien convierte su trabajo en juego y quien, por el contrario, convierte su juego en trabajo. A revés de lo que puede parecer, es más grave este segundo caso que el primero. Cuando hablamos de alguien que juega con un pretendido espíritu “puramente profesional”, entendemos que ha manchado el auténtico sentido de lo que hace, ha olvidado su gracia y su grandeza, al trocar la acción en un puro medio para otros fines, que conseguirá con el dinero obtenido. Existe la conciencia de que -como actividad- todo juego tiene un valor por sí mismo, y que realizarlo sin un ápice de espíritu lúdico y deportivo constituye una especie de sacrilegio.
El que emplea ese, a mi entender, falso espíritu profesional, convierte lo jocoso en serio, pero la seriedad que aplica no es la que sería necesaria. Como va seriamente por el dinero, en verdad ya no juega en serio, el juego ha dejado de serlo. Ha existido siempre una moral del jugador, cuya primera regla de oro es, precisamente, que hay que jugar en serio. Lo cual no consiste sólo, como algunos piensan, en respetar las reglas del juego, sino, más aún, en respetar que lo que se está haciendo es jugar.
Se puede dar el caso -como hoy es común en ciertos deportes- de que algunos tengan la suerte de poder ganar bastante dinero gracias al duro entrenamiento y a la existencia de un público que paga. La vida deportiva se convierte para esta clase de jugador en verdadera profesión: profesan, se dedican. Pero la dedicación nada dice en contra del espíritu lúdico. No es que ambos sean compatibles, sino que incluso se exigen mutuamente. La seriedad con que se toma una actividad hace dedicarse, en la medida de lo posible, a ella. La cuestión no está, por tanto, en la profesionalización, sino en el espíritu con que se vive.
En lo dicho hasta ahora, se dejan ver ya indicios del error típico de algunos ludópatas. En realidad no son buenos jugadores, pues juegan con el fin principal de conseguir algo que el juego les dé, es decir, pierden el auténtico sentido del juego.
Pero volvamos un instante a la otra posibilidad señalada. Se puede también convertir el trabajo en juego. Solemos juzgar con dureza a los que se comportan de esa manera. Los tachamos de irresponsables. Su pecado estriba también en una falta de seriedad: no se toman en serio el trabajo, y eso es, sin duda, grave.
Ahora bien, nuestra admiración es grande cuando contemplamos el espectáculo de alguien que realiza su trabajo con tal facilidad, con tal seguridad, ilusión, gozo, que os parece haber convertido en juego lo que para otros era pesada carga.
Mozart, Balzac, Velázquez, fueron trabajadores incansable, pero los resultados que obtuvieron nos parecen de una facilidad sorprendentes. Y así sus obras son un recreo para cualquier espíritu, pues se percibe inmediatamente que trascienden el mero valor instrumental; son un juego.
Es decir, apreciamos mucho el trabajo, en el sentido de esfuerzo e interés, que se pone en una obra, pero lo que más admiramos es que la actividad a ella dedicada parezca no ser costosa; que el interés del artista sea desinteresado, o sea, que esté hecho por gusto, por el gusto –en primer lugar- de realizarlo, aunque también conceda beneficios; y que en la obra transparezca esa grandeza.
Según el pensamiento clásico, los principales beneficios del juego son el placer y el descanso que nos reporta. De lo que se deduce que es una actividad próxima -si no la misma- a la que también ellos llamaron contemplación. En la contemplación de la belleza hallamos el reposo y el gozo que llenan nuestra vida y que, en el fondo, nunca dejamos de buscar. Pero el mero reposo es incompatible con la vida. Ella pide también apertura al otro -ahí el gozo- y, con ello, el diálogo, la aventura.
Unir la emoción del trabajo, del esfuerzo, de la aventura y del camino hacia lo nuevo, con el gozo y el descanso; ser libres y estar seguros; arriesgar y ganar; aventurarse y estar en casa -tener un hogar-: aquel que sea capaz de realizar esa síntesis, se puede decir que, en verdad, vive. O, si se quiere, que, en verdad, juega. ¿No es precisamente eso el juego? Un esfuerzo, una aventura, una sensación de libertad, en la que, sin embargo, se está seguro, no hay peligro último, se goza y se descansa.
El juego es símbolo, representación y la realidad de la vida, en su misma esencia y más alto grado, porque sintetiza de manera asombrosa los elementos fundamentales de ella. Todo juego -igual que la vida humana- es la unidad, en el ejercicio del diálogo, de la aventura y la paz.
Si a alguien le falta absolutamente uno de estos elementos, deja de vivir o se quita la vida. Necesitamos tener una esperanza mínima de novedad (aventura) y una mínima seguridad (paz) y un mínimo diálogo. El vivir cotidiano puede ser -y de hecho es- a veces muy duro, porque nos puede el aburrimiento (por falta de novedad), el miedo (por falta de seguridad) o la soledad (por falta de diálogo). Y precisamente, por ello, con frecuencia, cuanto más dura es nuestra vida real, más tendencia tenemos a construirnos una ficticia que sea placentera. Buscamos olvidarnos del duro juego de la vida -mejor, del juego de la vida que se nos ha hecho duro al no saber vivirla- y nos dedicamos a los juegos, del tipo que sean. Ellos son, en el fondo, una simulación de la vida eterna, aquella en la que, según la concepción tradicional, ya o habrá tedio, ni miedo, ni soledad.
Queremos gozar de la vida. El tiempo de ella es idéntico con la esperanza que se tiene. El que no posee ninguna, termina con su vida. Si tenemos tiempo para esto o aquello, es porque ponemos alguna esperanza en ello. Dedicamos nuestro tiempo a lo que amamos, es decir, a aquello también en lo que esperamos, mientras que no tenemos ninguno para lo que aborrecemos. Y aquí está la paradoja platónica: al amar, el tiempo es rescatado, se hace eterno y, por eso, en la vida feliz no hay sensación alguna del paso y, sobre todo, del peso del tiempo. Se experimenta, de ese modo, una paz y una seguridad radicales. La vida es juego.
Por el contrario, en una vida sin esperanza, el tiempo aparece en su forma pura, como puro pasar vacío, en la experiencia del aburrimiento, que en su forma aguda se presenta ya como angustia. Es, en cualquier caso, desesperación encubierta. Es entonces cuando acudimos a los juegos, buenos o malos, con la intención de que nos quiten el aburrimiento.
Al final, la vida humana sólo tiene dos posibilidades radicales: o “cometes” la ingenuidad de jugar -y eres como un niño confiado- o te dedicas a juegos, muchas veces serios y aparentemente importantes -y te infantilizas-.
En el juego hay dos elementos: los lances externos y el espíritu con que se realiza. El que, al perder quizá en demasiadas ocasiones, ensombrece su espíritu, se ve tentado por el deseo de abandonar. Ya no le queda esperanza, ya no quiere dedicar más tiempo, no tiene tiempo para ese juego. Es decir, acepta su derrota, dice que no puede: lo dice, pero, en realidad, no lo sabe, pues podía seguir jugando.
La vida humana es un juego que sólo se puede ganar si se admite seguir jugando hasta el final; si se mantiene la esperanza de que, más allá del entramado de los vaivenes externos de ella -a menudo amargos o difíciles- merece ser amada. Al aceptar así ese don maravilloso, esperando contra toda la evidencia de la finitud, vencemos a la muerte.
Quizá por eso en la tradición cristiana se dice que sólo el que acoge la providencia -o sea, el juego de Dios con cada ser humano- hace la voluntad de Dios y se salva precisamente porque sigue jugando.
Así, pues, como queda dicho, el juego supone riesgo, aventura y, por tanto, victoria sobre el peligro, sobre la negación amenazante, con la sensación del poder que ello concede. El poder es triunfo sobre la negatividad. Y por eso la virtud esencial del jugador es la afición.
Todo gran jugador sabe que ganará gracias a su amor por lo que hace. Pues el amor es el mayor poder, es decir, la forma más profunda de la vida. Sólo él vence, incluso a la muerte. Y, por eso mismo, el jugar supone siempre un cierto esfuerzo, pero deportivo, gustoso. Además encierra de continuo algo esencial a la vida, que es la aparición de la novedad: en el juego siempre pasan cosas nuevas. Pero -y ello es de igual importancia- en el fondo, como en la vida, todo es, al mismo tiempo, esencialmente igual, repetición y mímesis.
Se trata de una imitación repetida y siempre novedosa.
Vivimos así en la permanente esperanza de topar con algo nuevo que nos entusiasme y nos destaque, nos dé éxito, en suma. Y, con todo, sabemos muy bien que lo que se nos da son premios maravillosos, sí, pero en el fondo son pequeños premios añadidos, porque el fundamental ya lo tenemos: es el gusto mismo de seguir jugando, de sentir que no hay ningún peligro fundamental, que estamos descansando, en paz, placenteramente y en casa.
Hemos visto, pues, algunos aspectos relativos a la novedad y a la paz. Pero había quedado también dicho que todo verdadero juego es un diálogo: el juego es constitutivamente dialógico. Ahora bien, esa es la esencia del espíritu humano: el diálogo. Justo, porque aquí se concentra la última clave, se halla también la posibilidad del problema más grave.
Las ludopatías, las enfermedades del juego, dependen principalmente de un defecto dialógico previo: no está instaurado el diálogo de modo adecuado, y a la persona se resiente. Por ello, la terapia básica tiene que consistir en introducirlo, o bien, en restaurarlo, si perdió, pero dándole un sentido nuevo.
Si la vida es juego y nos va mal, nuestra respuesta es “evadirnos”, y ponernos de nuevo a jugar, pero ahora juegos que no satisfagan. Mas la insatisfacción de fondo acaba triunfando, y nos enviciamos con el juego. No tenemos fuerza para evitarlo.
Nos encontramos en el terreno de las astenias o debilidades: falta fuerza, y entonces se busca una vía más fácil o asequible. Esta debe ser la explicación básica de la mayoría de los vicios y enfermedades del espíritu y, en concreto, de todas las llamadas ludopatías. También las de origen orgánico son eso. La diferencia con ludopatías sin origen orgánico está en que en aquéllas faltaba fuerza, porque faltaba algún amor, mientras que en éstas hay deficiencia material.
¿Qué nos concede una máquina de juego, una ruleta, un bingo? Sensación de peligro, éxito, diversión y placer, un cierto descanso, un interés, la esperanza de algo nuevo, una cierta conversación que me mantiene. La máquina me da todo lo que debería haber alcanzado por los medios normales en el juego de la vida, pero la diferencia, como es claro, está en que me lo da de forma pobre, mecánica y engañosa.
Precisamente, porque del juego de la vida bien llevada esperamos la felicidad, la plenitud, y de los juegos honestos -imitación del juego de una vida feliz- el entretenimiento y el descanso, del pseudos del juego, de un juego engañoso, fútil, vano, falaz, sacamos lo contrario: la frustración, la desesperación, el vacío, la infelicidad, en suma. Así, pues, la terapia ha de ser, a mi juicio, muy matizada, muy rica, muy cuidada. ¿Dónde y de qué manera ha fallado el diálogo? El fracaso puede estar en la vida familiar, en la profesional, en la esperanza última.
El jugar mucho y mal es -como afirma la filosofía desde antiguo- una especie de gula. Al glotón, lo que come no sólo no le alimenta bien, sino que le daña, amenaza su salud. Pero lo que le mueve es la pasión por algo que, sabe, le concede la vida.
Hace falta, pues, aprender a jugar, es decir, aprender a vivir. A la virtud del buen jugar se la llama, con término de origen griego, eutrapelia. Un significado posible que los filósofos asignan a esta palabra es: saber dirigirse bien a los diferentes lugares. Ese es el secreto: saber orientar bien nuestro diálogo con la naturaleza, con los hombres y con Dios. Y no esperar sólo que ellos nos lo otorguen. Ir a dialogar con ellos llenos de esperanza y de infinita paciencia.