Desde hace ya algunas décadas, las discusiones en torno a los diversos aspectos de la cultura desembocan en un tema de carácter sumamente general, cuya denominación se desprende del llamado “fin de la modernidad”. No es fácil definir qué se entiende por “moderno” o “posmoderno”, sobre todo en el plano histórico, y las ambigüedades terminológicas son en gran medida el objeto de las polémicas. En todo caso, más allá de las mismas subsiste un hecho incontrovertible: la cultura actual ya no parte de certezas ni las ofrece.
El dato incontrovertible
La difundida permanencia de la mentalidad iluminista en la cultura y los hábitos no implica en nuestros días esa especie de profesión de fe en las bases de las tesis iluministas, que dominó la cultura occidental durante alrededor de dos siglos. Sobre todo están en crisis las tres tesis fundamentales de los dogmas laicistas: la posibilidad de racionalizar el mundo y la sociedad mediante la ciencia, el progreso histórico indefinido y la democracia liberal como solución para todos los procesos sociales. Y también ha entrado en crisis el dogma de la revolución concebida como método infalible de liberación para los pueblos y las personas. La crisis de la modernidad proviene en gran medida de la conciencia de que evidentemente ninguno de estos dogmas se ha materializado, de que ninguno de estos presupuestos ha podido impedir que la época moderna y contemporánea haya sido una de las más atormentadas y sangrientas de la historia, a pesar de los numerosos avances en el mejoramiento de la condición humana casi hasta el punto de transformarla.
Crisis de certezas —decíamos— y mejor podríamos decir crisis de modelos. Al parecer, el fracaso del pensamiento moderno no reside en los múltiples desarrollos o aplicaciones derivados del mismo, sino en su planteamiento, de acuerdo con el cual la realidad es enteramente penetrable por la razón. No hay secretos ni misterios de carácter científico que la razón, empleada con un método preciso, no esté en condiciones de revelar y poner mediante la técnica al servicio del hombre, liberándolo de las utopías y servilismos de diversos géneros de la irracionalidad. Si este programa triunfal se confronta con todo aquello que la humanidad ha sufrido con las guerras, grandes y pequeñas, de este siglo y con la pesadilla de la hecatombe nuclear, es imposible creer que la razón haya extendido su dominio. El modelo de origen cartesiano resulta ser puramente intelectual, fallido en su pretensión de transformar el mundo humanizándolo, incapaz de producir certezas concretas [1].
Al parecer, la crisis se ha agudizado en los últimos años. También la literatura de molde iluminista destaca el hecho de que con el fin del bipolarismo político mundial han explotado, en forma caótica y conflictiva, en el Oriente y el Sur del mundo, los particularismos éticos, tribales y fundamentalistas, señales del fin de la idea moderna de universalidad y el comienzo del “extrañamiento posmoderno [2]. La fórmula expresa correctamente el estado de crisis en comparación con la época en que las sociedades no tenían problemas apreciables de identidad, sentido y valor. Así, el período posmoderno se configura como la era del debilitamiento del yo, portador de intencionalidad creadora y sujeto autónomo de racionalidad. Declina y se quiebra la unidad verdad-justicia-ley, voz de la razón pública, surgiendo una serie de racionalidades parciales, no homogéneas entre sí, vinculadas únicamente con su propio campo específico de aplicación. En esta fragmentación, derivada de la pérdida de las antiguas certezas, radica el convencimiento discutible de esa literatura, de acuerdo con el cual la “reaparición de lo sacro” es puramente la reacción de un yo perecedero, racionalmente desprovisto de poder, carente de fines trascendentes en la precaria limitación del acontecimiento episódico, contingente, y por consiguiente ansioso por “basar en valores compartidos el vínculo social; he aquí por tanto el retorno de lo sacro, es decir, algo vinculado con las raíces del existir, algo no comerciable, no consumible, no efímero. Lo sacro reaparece con necesidad de sentido, necesidad de una perfección consistente en la armonía universal, que enlaza el alma y el cosmos en una totalidad acabada” [3].
Los períodos moderno y posmoderno
La mera descripción de un proceso cultural tan formidable da a entender que las categorías de “moderno” y “posmoderno” no son conceptualizables en términos claros y precisos, y expresan más bien un ámbito intelectual y no una teoría o una era unívocamente definibles. Esto explica por qué entre ambas categorías no existe, históricamente hablando, contraste o corte, y Niklas Luhmann tiene razón cuando al respecto afirma que “puede decirse a lo más que esas conquistas de la evolución, que diferencian a la sociedad moderna de todas las sociedades anteriores, han alcanzado, a partir de modestos comienzos, dimensiones que ubican a la sociedad moderna en un plano de irreversibilidad. Casi como si estuviera en un callejón sin salida, esta depende hoy en día de sí misma”. Puede llamarse “posmoderna” a la innovación predominante y decisiva incorporada en la autocomprensión del mundo y del hombre accidental, consistente en la “carencia de una descripción unitaria del mundo, de una razón que vincule todas las formas o incluso únicamente un modo por todos considerado justo de plantearse ante el mundo y la sociedad” [4].
La interpretación de Anthony Giddens es sustancialmente similar. Si excluimos el sentido genérico de la idea de vivir en una época muy diferente a la anterior, “posmoderno” puede significar alternativamente descubrir que nada puede conocerse con certeza, por haberse percibido el carácter inalcanzable de los fundamentos de toda epistemología, o la comprensión del hecho de que en la historia no se da la teleología, con lo cual todo discurso sobre el progreso resulta ser problemático, o el nacimiento de programas sociales y políticos que atribuyen especial importancia a las preocupaciones ecológicas y a los movimientos sociales. Todas estas acepciones de lo “posmoderno” contienen tanto una anulación de la concepción providencialista de la historia como una orientación hacia el futuro, en el cual, sin embargo, el progreso está de alguna manera desprovisto de transformaciones permanentes. ¿Tiene lugar un corte con el iluminismo y, desde un punto de vista más general, con el pensamiento moderno? También en relación con Giddens, más que de corte conviene hablar de autoclarificación o automaduración o radicalización de la modernidad, a medida que se va alejando de su propia tradición [5].
El hombre irónico
Mientras la época moderna podría describirse como una cultura de certezas basadas en las llamadas meta-narraciones (y aquí la referencia a Lyotard es obligada [6], el período posmoderno es la cultura de la pluralidad de narraciones relativas, todas ella sujetas a ese devenir que es característica general de la realidad. Así, el hombre posmoderno vive inmerso en una cultura sin certezas [7]. La misma ciencia experimental, al alcanzar con sus triunfos fines nuevos, pero no previstos ni deseados y por tanto casuales, sin relaciones entre sí, como ocurre a menudo, ha demostrado estar en condiciones de dar origen al replanteamiento y reordenamiento de las adquisiciones anteriores, pero no a certezas estables en el plano de los valores.
«El progreso indiscutible de la ciencia le confiere una impresión de superioridad en relación con las otras formas de la actividad interpretativa del hombre. Por este motivo, una vez confrontada con el exterminio de la cultura, que pierde su centro, y con el hombre sin calidad, la ciencia suele limitarse a sonreír irónicamente entre dientes, para usar la expresión de Musil, no encontrándose en condiciones de construir una síntesis de la cultura, que ha perdido su centro de referencia. Así, en la ciencia, consistente en una multiplicidad contradictoria de lenguajes sectoriales, descubrimientos y aplicaciones prácticas, el “producto” es el hombre aséptico y desgarrado entre diversas posibilidades, sin criterio ni modelo alguno para construir el centro de su propia existencia» [8].
Por consiguiente, el hombre posmoderno es un hombre irónico, en el sentido al cual se refirió Richard Rorty.
«Llamo irónicos a los individuos de este tipo, ya que la conciencia de que es posible hacer parecer buena o mala cualquier cosa describiéndola nuevamente, y la renuncia a querer definir los criterios de elección entre vocabularios decisivos los ponen en situación de nunca ser plenamente capaces de tomarse en serio, porque siempre saben que las palabras con las cuales se describen a sí mismos están destinadas a cambiar, y de tener en todo momento conciencia de la contingencia y fragilidad de su vocabulario decisivo y por lo tanto de sí mismos» [9].
Es irónico aquel que reúne tres condiciones:
«1) alimenta permanentemente profundas dudas sobre su vocabulario actual decisivo, ya que ha sido impresionado por otros vocabularios, vocabularios decisivos para personas o libros por él conocidos; 2) tiene conciencia del hecho de que sus dudas no pueden confirmarse ni validarse mediante argumentos formulados en su vocabulario actual; 3) si filosofa sobre su situación, no considera que el vocabulario propio está más cerca de la realidad de los demás, en contacto con una autoridad externa. Los irónicos con inclinación por la filosofía piensan que la elección entre diversos vocabularios no tiene lugar, recurriendo a un metavocabulario neutral y universal, ni mediante la búsqueda de lo real más allá de las apariencias, sino únicamente haciendo un cotejo entre lo antiguo y lo nuevo» [10].
Evidentemente, semejante hombre irónico es “nominalista e historicista” [11].
Otras reacciones de adaptación
Giddens estudió las posibles reacciones de adaptación a este tipo de cultura [12]. Si se aceptan sus conclusiones, la teoría del hombre irónico de Rorty vendría a ser una especie de género en el cual se ubican nuevamente, como casos particulares, las situaciones humanas previstas por Giddens. Estas situaciones son cuatro. La aceptación pragmática, en la cual puede existir una actitud de fondo de pesimismo o esperanza, concentra la atención en los problemas cotidianos y en las ventajas que la vida puede proporcionar. El optimismo es propio de quienes se esfuerzan por permanecer fieles a la ilusión iluminista, a la fe de la razón. Según Giddens, esta es la reacción tanto de los expertos que confían en el desarme nuclear y en la solución social y tecnológica de los problemas mundiales como de la gente común que todavía confía en los recursos de seguridad ofrecidos por la ciencia. Con otras motivaciones, también reaccionan con optimismo quienes se apoyan en un sólido ideal religioso. También existe la reacción del pesimismo cínico. Cuando no se convierte en auténtica indiferencia, el cinismo puede ser indicador del ansia, aun cuando para expresarse recurra al humorismo o al tedio. El pesimismo puede no ser cínico y proviene de la convicción catastrofista de acuerdo con la cual las cosas humanas siempre están mal de alguna manera. Aun cuando en el mejor de los casos es una dolorosa nostalgia de lo desaparecido, siempre representa una actitud opuesta a aquella inspirada por el iluminismo.
Hay por último la reacción del compromiso radical, que se expresa habitualmente en los movimientos sociales, demostrando mayor confianza en la movilización que en los análisis y discusiones racionales.
Estas reacciones de adaptación revelan, por su parte, el carácter dramático de la situación del hombre en el mundo actual: un hombre desarraigado, que ha perdido la posibilidad de relación con un discurso determinado sobre el mundo en términos de una verdad única y absoluta, a merced de las múltiples verdades proclamadas sin certeza en los diversos contextos del saber. Y además de la ausencia de relación con una única verdad posible, carece de sentido de la verdad [13]. Por consiguiente, naufraga en el mar de los significados neutrales, es decir, en el escepticismo, “donde las certezas desaparecen” [14]. Ciertamente, no por casualidad el relativismo es considerado hoy en día por muchos la base filosófica de la democracia, siendo adoptado explícitamente, incluso en el plano teológico y ético, hasta el punto de constituir “el problema fundamental de la fe de nuestros días” [15].
Posmodernidad y tardomodernidad
Jesús Ballesteros y Robert Spaemann introdujeron una distinción, recientemente adoptada por Alejandro Llano [16]. Una cosa es la posmodernidad y otra la tardomodernidad. La primera se refiere tanto a la toma de conciencia de la crisis de la modernidad como a la elaboración de nuevos modelos culturales.
La segunda nos remite a la tentativa, que jamás ha desaparecido en ciertos centros de poder político y cultural, de retardar la muerte del iluminismo, prolongándolo por inercia y refugiándose entretanto en el relativismo lúdico del llamado pensamiento débil. Existe una tardomodernidad que genera el hombre irónico, del cual habla Rorty (pero Llano cita aquí a los deconstruccionistas y a los post-estructuralistas, desde Derrida a Deleuze, Foucault y, en el terreno literario, Borges); pero también hay una tardomodernidad progresista, que considera a la modernidad un proyecto no realizado y espera un impulso hacia la radicalización. Sostienen esta opinión Habermas y Apel. Desde el punto de vista de ellos, la no realización de ese proyecto es producto de un tejido en el cual se entrelazan residuos tradicionales y planteamientos auténticamente modernos, que requeriría la llamada modernización salvaje, impulsada por algunos movimientos posmarxistas, cuyo programa ideológico incluye una violenta campaña anticristiana y antirreligiosa.
Sin embargo, también existe una posmodernidad buena, cuyo objetivo es rescatar a la modernidad de su propia interpretación modernizante. Llano la describe así:
«Se trata del siguiente “experimento conceptual”: ¿qué sucede si tomamos las grandes adquisiciones positivas de la modernidad —la ciencia positiva, las nuevas tecnologías, la democracia política— y las desconectamos del “paradigma de la certeza” para ver si pueden conectarse con el “paradigma de la verdad”? Ocurren muchas cosas sumamente interesantes. Ante todo, el “proyecto moderno” pierde su carácter unívoco y monológico. Surge un verdadero pluralismo de inspiraciones, tradiciones históricas, posibilidades de orientación y analogías. Es lo que en otra parte he llamado “la nueva sensibilidad”» [17].
La fórmula de los dos paradigmas está tomada de Alasdair McIntyre. La cultura moderna de las certezas y las meta-narraciones procedía de la simple y rígida aplicación del método racional, que otorgaba privilegio a la objetividad. La cultura posmoderna está llamada a otorgar privilegio a la realidad, constituida por la traducción del pensamiento, la historia, la educación, la investigación, la ética y la política. “El paradigma de la certeza” era una gran abstracción racionalizante y ahora, nuevamente ante la dura realidad, debemos apartar el “paradigma de la verdad”, que nos invita a relativizar nuestras representaciones intelectuales y volvernos hacia la compleja y misteriosa profundidad de las cosas y las personas; cosas y personas cuya condición de criaturas no puede simplemente ponerse entre paréntesis. La sabiduría no tiene en el hombre su sede más alta y definitiva. Si prescindimos programáticamente de una metafísica abierta a Dios, la ciencia misma se vuelve trivial y se detiene su avance de fondo.
¿Una prueba al menos indirecta?
«Afortunadamente, la ciencia real y efectiva, la ciencia practicada por los doctos, no siempre se ha atenido al “paradigma de la certeza”, siguiendo en cambio empeñada en la búsqueda de la verdad, por lo cual se ha anclado de hecho en el paradigma alternativo, en esa actitud epistemológica que, según Wittgenstein, es lo más difícil de la filosofía: el realismo sin empirismo. Las mismas teorías de la ciencia popperianas y postpopperianas —Kuhn, Lakatos, Feyerabend— han superado hace un tiempo la concepción iluminista de la búsqueda científica y ya no hablan de progreso indefinido, sino de crisis epistemológicas, revoluciones científicas, programas de investigación o actitudes antimetódicas» [18].
¿Y la cultura cristiana?
La cultura cristiana se enfrenta actualmente con una cultura totalmente desintegrada y deconstruida por sus críticos, que han puesto en duda los dogmas monolíticos de la modernidad materialista y agnóstica creada por el iluminismo. El hombre posmoderno está corroído, abatido, vacío. La Iglesia ha sido en cierto sentido marginada de este debate que hemos delineado someramente. Los grandes autores del período posmoderno no viven en la Iglesia, y si no la han elogiado, tampoco la han criticado. Para ellos, la totalidad del cristianismo es una víctima de la modernidad y ha sido excluido de la influencia de la cultura que domina a la sociedad secularizada, siendo considerado por lo tanto un fenómeno dotado de inercia, sin importancia para el futuro del discurso sobre la posmodernidad. Esta actitud bastante difundida ha otorgado a la Iglesia la ventaja de no ceder ante la tentación de participar en ese discurso oponiéndose hoy en día a las premisas culturales y filosóficas de la modernidad, y reabriendo antiguas plagas [19]. La función de espectadora impuesta a la Iglesia permite tal vez ahora a la cultura cristiana desplegar con más serenidad su tarea de orientación de las inteligencias [20].
También Llano destaca el hecho de que los debates sobre modernidad y posmodernidad se han enmarcado hasta ahora excesivamente en el contexto sociológico, marcado por el efecto del cambio de los parámetros económicos y los modos de producción en la sociedad postindustrial. Se ha procurado a veces relacionar esos debates con la evolución cultural y artística actual, subrayándose la emergencia de valores humanos en un contexto ampliamente deshumanizado. Se espera ahora la intervención de la cultura cristiana, en sus diversas ramificaciones, teniendo en consideración el hecho de que el supuesto racionalismo de la edad moderna ha sido o está en camino de ser superado por la cultura posmoderna, en la cual no existen ciertos impedimentos dogmáticos del pasado, existiendo así una posible apertura probable a la visión cristiana del hombre. ¿Están la cultura cristiana y la teología intentando dialogar con la cultura posmoderna realmente existente o con una imagen del mundo y la cultura irreal, anacrónica o distorsionada? [21].
También desde este punto de vista es posible hablar con justicia de “un desafío enérgico lanzado al método mismo de la teología, que seguiría siendo demasiado abstracta y ajena a la dinámica viva y existencial de la fe cristiana. Se pide a la teología radicarse en la experiencia cristiana vivida y no dejarse aprisionar por la también indispensable consecuencialidad lógica y por el rigor tradicional” [22]. La preocupación y la atención de la Iglesia en relación con el destino del hombre posmoderno deben llevar a la cultura cristiana y a la teología, cada una dentro de su propio ámbito, a hacerse cargo de un nuevo discurso para el hombre contemporáneo con el fin de que este recupere la estima y asigne un papel y una legitimidad a la fe cristiana en la nueva imagen del hombre y del mundo que se está construyendo. “Para quien no cree en Dios, semejante discurso podría, por ejemplo, basarse en el descubrimiento de acuerdo con el cual el lenguaje científico no constituye el único medio para describir la realidad, y junto a los hechos están también los valores, las ideas y la esperanza, o las fuerzas que dan al hombre el valor para vivir y sobrepasar las metas ya alcanzadas” [23].
Ciertamente, la obra evangelizadora se enfrenta en este momento con la enorme tarea consistente en informar sobre sí misma no solo a las conciencias individuales, sino también a toda una cultura universal en sus contextos sociopolíticos y en sus variadas materializaciones locales, por lo cual requiere de una mediación cultural, inspirada por ella, cuyos instrumentos complejos aún esperan ser rediseñados con lenguajes y estrategias adecuados.
Notas
[1] Cfr. A . Llano, “Claves filosóficas del actual debate cultural”, Humanitas 4 (1996), pp. 532-544.
[2] A. Sgalla, “Crisi della societá contemporanea. La realitá del postmoderno”, Tempo Presente (noviembre de 1994), p. 23.
[3] Ibídem, p. 24. Letra en cursiva del autor.
[4] N. Luhmann, Osservazioni sul moderno, Armando, Roma, 1995, p. 27.
[5] Cfr. A. Giddens, Le conseguenze della modernitá. Fiducia e rischio, sicurezza e pericolo, Il Mulino, Bolonia, 1994, pp. 53-57.
[6] Cfr. G. Mucci, “Considerazioni sul moderno e il postmoderno. Koslowski, Lyotard e il cristianesimo”, La Civiltà Cattolica II (1991), pp. 232-233.
[7] Cfr. G. P. Prandstraller, L’uomo senza certezze e le sue qualità, Laterza, Roma-Bari, 1991; Id., Relativismo e fondamentalismo, Laterza, Roma-Bari, 1996.
[8] T. Sierotowicz, “L’uomo postmoderno e la sua cultura”, Il Nuovo Areopago 15 (1996), p. 13.
[9] R. Rorty, La filosofia dopo la filosofia. Contingenza, ironia e solidarietà, Laterza, Roma-Bari, 1994, p. 90. El “vocabulario decisivo” es el número determinado de palabras utilizadas por cada uno para justificar sus propias acciones y convicciones, y su propia vida.
[10] Ibídem, p. 89 ss.
[11] Ibídem, p. 91.
[12] Cfr. A. Giddens, Le conseguenze della modernitá, cit., pp. 134-136.
[13] Cfr. T. Sierotowicz, “L’uomo postmoderno e la sua cultura”, cit., p. 15.
[14] Ibídem, p. 17.
[15] J. Ratzinger, “La fede e la teología ai giorni nostri”, La Civiltà Cattolica IV
(1996), p. 478.
[16] Cfr. A. Llano, “Claves filosóficas del actual debate cultural”, cit.
[17] Ibídem.
[18] Ibídem.
[19] Cfr. A. Anderson, “Il futuro del cristianesimo nell’epoca postmoderna”, Il Nuovo Areopago.
[20] Cfr. G. M. Zanghi, “La filosofia ha oggi ancora un destino?”, Nuova Umanità 18.
[21] Cfr. F. Ognibene, “Il bello del postmoderno”, en Avvenire, 2 de febrero de 1996, p. 17.
[22] P. Selvadigi, “La critica moderna e contemporanea della religione e la teologia”,
Lateranum 62 (1996), p. 161.
[23] T. Sierotowicz, “L’uomo postmoderno e la sua cultura”, cit., p. 18.
Sobre el autor
Teólogo italiano. Profesor de Eclesiología y Espiritualidad de las universidades de Nápoles y Roma. Antiguo redactor de La Civiltà Cattolica, ocupándose de temas relacionados con el vínculo entre la Iglesia y la cultura contemporánea, e historia de la espiritualidad católica. Ha publicado diversos estudios, artículos y libros, entre ellos: I Cattolici nella temperie del Relativismo. El texto del autor publicado en Humanitas 9 fue traducido con la autorización de La Civiltà Cattolica, revista en la que fue publicado originalmente.
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