Agradecimiento del Grado Académico de Doctor Scientiae et Honoris Causa de la Pontificia Universidad Católica de Chile
Señor Rector, Señores miembros del Honorable Consejo Superior, queridos Académicos de la Facultad de Ciencias Sociales, queridos miembros de otras facultades, queridos miembros de mi familia, queridos amigos, Señoras y Señores.
La única palabra que puede salir de mi boca frente al claustro de esta Universidad es la de un profundo agradecimiento por todos estos más de cincuenta años que me han soportado, por toda la sabiduría que he recibido en herencia, por la posibilidad de transmitírsela a nuevas generaciones y de hacerla fructificar en los nuevos enfoques y paradigmas del saber que se nos han confiado. Quisiera creer que la Dirección Superior y el Honorable Consejo han tenido la bondad de pensar, en este caso, que la semilla esparcida por nuestros fundadores no fue arrojada en vano, sino que logró ser fecunda en el ámbito de esta maravillosa experiencia universitaria de solidaridad intergeneracional para la libertad de la inteligencia y del espíritu, la que es el principal tesoro que guardamos y el mayor aporte que podemos entregar a la cultura de nuestra sociedad y de nuestra época.
Una de las dimensiones más profundas y duraderas del patrimonio universitario es, sin duda, la libertad de la inteligencia y del espíritu. Lo señalaban nuestros fundadores en las actas originarias de esta casa de estudios y así también lo ha entendido la comunidad universitaria en los ciento treinta y un años de historia que se acaban de celebrar. Así lo han pensado también muchísimas generaciones de estudiosos a lo largo de los siglos y en distintas partes del mundo. Por mi parte, tuve la oportunidad de profundizar esta experiencia en Alemania, donde hice mi doctorado, a instancias de mi querido profesor y amigo Luis Scherz García, padre de nuestro actual Vice Gran Canciller, y a quien quiero recordar con emoción en esta ocasión. Él me introdujo en el camino de su maestro, el sociólogo Helmut Schelsky, uno de los mentores de la entonces recientemente creada Universidad de Bielefeld, donde creó la primera Facultad de Sociología que hubo en Alemania junto a un centro de estudios e investigación interdisciplinarios. Esta Universidad aspiraba a constituir un nuevo paradigma después de la célebre Universidad de Humboldt de 1810. Schelsky usaba dos conceptos esenciales para definir la Universidad: “Eisamkeit und Freiheit” [1] soledad y libertad. El fin último de la Universidad es la experiencia de la libertad intelectual, de la búsqueda y del gozo de la verdad, como dirá más tarde la Constitución Apostólica Ex Corde Ecclesiae del recordado Juan Pablo II. Pero para que esa libertad sea auténtica y completa, requiere tomar distancia del ajetreo cotidiano, de la discusión política coyuntural, de los intereses económicos y de cualquier otro tipo, que se encuentran presentes en la vida de toda sociedad. La verdad tiene, sin duda, una dimensión comunional afectuosa y solidaria con quienes se comparte, pero necesita buscar también la soledad, o la “solitud”, como dirá Hannah Arendt [2] y los demás fenomenólogos, la certeza de sí misma, el equilibrio y la ecuanimidad, la “ataraxia” como la llamaban los griegos, su indiferencia frente a las decisiones interesadas. La inteligencia de la verdad es un don, pero también una tarea. Nadie la puede dar por descontada.
Estoy seguro de que todos Ustedes convendrían en ello y en que la vida en los claustros universitarios gira siempre en torno a la posibilidad de recuperar y acrecentar esta libertad del espíritu.
Pues bien, sobre los cimientos de esta experiencia fundante de la vida académica, quisiera recorrer suscintamente las huellas que de ella encontré en las ciencias sociales y los esfuerzos que realicé por acrecentarlas. Hablo siempre de experiencia y no de meras conceptualizaciones o teorías, aunque paradojalmente tuve siempre que enseñar cursos de teoría sociológica. He querido darle a esta aventura intelectual el título de “Sociología de la Cultura como hermenéutica de la Historia” que es una expresión de la que me hago responsable, pero que sigue muy de cerca la huella del sociólogo alemán Alfred Weber [3]. Hermano menor del famoso Max Weber, a diferencia de la orientación más puritana de su hermano mayor, prefirió investigar la historia de las culturas humanas en su contingencia particular, en la riqueza simbólica de su dramaticidad, en su expresión de lo inefable, sin interpretarlas de antemano en su funcionalidad hacia otros ámbitos del saber, como la economía, la política, la ciencia, la ecología y tantos otros. Respetaba la intrínseca dimensión vivencial y expresiva de las culturas que las hace únicas para quienes viven sumergidos en ellas.
Como se puede fácilmente apreciar, tal perspectiva no percibe a la cultura como un objeto analítico propio y particular de estudio, al lado de tantos otros que son del interés de las ciencias sociales, una suerte de subespecialidad temática, sino que la cultura se ofrece también como un vasto horizonte de juicio y de interpretación de la sociabilidad humana en sí misma, enraizada en las específicas circunstancias históricas y geográficas de su acontecer cotidiano. Siguiendo esta línea de reflexión puede decirse, entonces, que la interpretación de la historia humana, la hermenéutica de sus símbolos y sentidos, antes de ser la tarea propia de una disciplina científica, como la sociología, es el aporte intelectivo y afectivo que hace la cultura misma de los pueblos a sus integrantes para sostener y dilatar el horizonte de la experiencia de convivir y cohabitar de sus gentes. Lo que hace la ciencia es, propiamente, una observación de segundo orden, una observación de la observación. Así como el teatro se hace posible por la teatralidad de la propia vida humana, por su dramaticidad intrínseca, así también las ciencias sociales pueden constituirse como estudio analítico de la sociedad porque ella misma las hace posible al haberse ido constituyendo en el decurso de las generaciones que han tejido su trama.
Por ello, ha sido tan significativo para mí el estudio del así llamado desde Aristóteles “sentido común” [4], el cual en algunas culturas, como en las anglosajonas y angloamericanas, por ejemplo, mantiene un carácter normativo e incluso jurídico hasta el presente. En aquellas organizaciones sociales, en cambio, que sobrevaloran la literalidad por encima de la oralidad, como en el caso de nuestro propio ordenamiento jurídico que reivindica la primacía hermenéutica de “atenerse al significado literal de la ley”, el sentido común debilita su normatividad, se disuelve como opinión pública, como opinología, se dice ahora, sin reconocimiento de su capaci-dad constituyente, fundante, como sucedía en las culturas de la oralidad. Las normas del buen vivir se las reservan a las normas éticas y a códigos de conducta que raramente tienen, por lo demás, efectiva vigencia. Como decía nuestro propio Virrey en la época colonial, “la ley se acata pero no se cumple”.
Sin embargo, algunas orientaciones de la sociología, entre las que reconozco una más profunda filiación, han buscado explorar los presupuestos de la vida colectiva anteriores al contrato y a la ley, es decir, anteriores a la literalidad, como lo hizo en su época el célebre Ensayo sobre el Don de Marcel Mauss [5] y que han continuado en este mismo sentido muchos autores posteriores [6]. A esta sociabilidad básica, a esta reciprocidad precontractual, se le ha llamado genéricamente en sociología ethos, para recoger la tradición aristotélica de la razón práctica. Naturalmente, el ethos trata de una hermenéutica de lo social que tiene también un carácter normativo y, por ello, podría decirse que es una moral social en el doble sentido de costumbre y de orientación normativa. Pero no vive del razonamiento discursivo ni de la literatura filosófica y no se angustia con la hipocresía del que predica y no practica, como sucedió tan intensamente en los siglos XVII y XVIII en Europa por influencia del puritanismo. Sabe, desde el comienzo, que la conducta se orienta antes a la reciprocidad circunstancial de los involucrados en ella que a la normatividad de un “deber ser” ideológicamente fundamentado. Pero, por esta misma razón, es capaz de fundar una cultura en la convivencialidad cohabitada. No depende de ideas fuerza o de convicciones ancladas en la legitimidad de una ideología, sino de la experiencia de encuentro entre personas.
A veces se ha interpretado esta experiencia de encuentro como si fuese idealizada, presumiendo que quienes hablan de ella lo hacen como si fuera siempre bondadosa y amical, ocultando las turbulencias de la dominación, del abuso y hasta del crimen. Pero este es un error de óptica. Nunca las tradiciones de la cultura oral han negado la existencia de la opresión, de la injusticia y de la maldad. Sin embargo, la existencia de ellas no ofrece base razonable para afirmar unilateralmente que el hombre es un lobo para el hombre, como afirman los esquemas “hobbesianos” o de que la autodestrucción es el destino del ser humano liberado a su propia convivencia. La sociología dio un paso adelante muy significativo al comprender que la cultura oral, la escrita y, ahora, la audiovisual se comprenden mejor con una mirada evolutiva, en que ninguna de ellas cancela o destruye a sus precedentes, sino que las reinterpreta y las integra en un horizonte más complejo y universal. Y debo reconocer que, en cierto sentido, esta es aún una tarea pendiente en las ciencias sociales, especialmente, cuando se usan conceptos ligados, única o principalmente, a un particular estadio del desarrollo evolutivo. Un caso paradigmático de ello para mi generación fue el uso y el abuso del concepto de ideología para entender las opciones del desarrollo humano y social de nuestros tiempos. En cierto sentido, hasta el día de hoy, muchos continúan concibiendo las alternativas de la sociedad del futuro en términos ideológicos, como si las sociedades operaran en su cotidianidad sobre la base de adoctrinamientos ideológicos y no sobre los modos prácticos y sistemáticos de abordar su complejidad, especialmente cuando la tecnología ha evolucionado conjuntamente en sus saberes y herramientas con la sociedad misma.
En la época en que me formé en sociología y en que comencé mi carrera académica, la orientación predominante de la disciplina era la desarrollada por Max Weber, sea en su versión más liberal iluminista, funcionalista, o en su versión alternativa desarrollada por el marxismo y el estructuralismo. La comprensión de la vida social se realizaba desde una óptica que consideraba la evolución de la historia social como si fuese impulsada por un proceso de creciente racionalización de la convivencia humana. Tal proceso fue visto hasta fines del siglo XIX como el resultado de la puesta en práctica de un ideal de progreso y de civilización nacido con la Ilustración europea y que buscaba que la organización de la sociedad pudiese liberar a los individuos de la arbitrariedad y de la dominación injustificada. Pero ya en el siglo XX, el proceso así concebido comenzó a percibir sus contradicciones intrínsecas a partir del surgimiento de regímenes totalitarios, del desarrollo de dos guerras mundiales, del horroroso invento de campos de concentración y de exterminio completamente industrializados, y del creciente uso de la racionalidad científica con fines hegemónicos de dominación y de control. El propio Max Weber llegó a plantear en la madurez de su vida que la burocracia racionalizadora de la modernización había devenido una “Jaula de Hierro” [7] para la vida humana libre, como también para las posibilidades de una sociedad democrática. Sin embargo, toda esta preocupación quedó más honda y paradigmáticamente expresada en el libro de Theodor Adorno y Max Horkheimer Dialéctica de la Ilustración [8] que marcó profundamente a las ciencias sociales de la segunda mitad del siglo XX.
De esta contradicción, aún no resuelta, se fueron haciendo eco las grandes corrientes de pensamiento que han marcado la reflexión sobre la sociedad de nuestra época. Una de estas corrientes fue la teoría de la modernización de la sociedad, deseada o padecida, con agoreros y sepultureros, marcada fuertemente en América Latina por las semejanzas y divergencias entre la escuela de la CEPAL, nacida en la inmediata postguerra, y las enseñanzas neoliberales de Chicago, recogidas en las décadas de los setenta y los ochenta. La otra corriente principal fue representada como una teoría post “Nietzscheana” del nihilismo cultural, [9] tanto con sus tendencias más depresivas, como con aquellas anarquistas y también las libertinas, las que no solo atraviesan la convivencia interpersonal en el ámbito privado, de la familia y de la educación, sino que se proyectan además a la política, la economía y hasta la preocupación ecológica, con el apoyo a veces consciente y a veces inconsciente de los medios de comunicación de masas.
Para describir esta última tendencia Zygmunt Bauman [10] le ha dado más recientemente el nombre de “modernidad líquida”, queriendo llamar la atención sobre la pérdida de solidez de la estructura social tradicional, la desregulación de la mayor parte de las conductas sociales y la percepción dominante de una crisis de los valores en la sociedad, donde ya no queda claro cuál es el límite entre el ámbito público y el privado, entre la autonomía del individuo y su problemática inserción en un orden social crecientemente arbitrario y sin sentido. Como tantas veces repetí en clases, no hay mejor definición del nihilismo que aquella formulada por Nietzsche. Decía que el nihilismo es “aquella situación en que falta la finalidad, falta la respuesta a la pregunta por el por qué” [11]. Tal vez habría que agregar hoy día que falta no solo la respuesta, sino hasta la misma pregunta por el por qué. Mientras en la época de Nietzsche se pensaba más bien en la situación dramática de la revolución industrial y de las revoluciones sociales y políticas que la acompañaron, hoy en día hay que pensar más bien en el “nihilismo libertino”, siguiendo la fórmula que le gustaba usar al filósofo e historiador uruguayo Alberto Methol Ferré [12], siguiendo la huella del filósofo italiano Augusto Del Noce [13], quien definía de modo análogo la emergencia de la sociedad opulenta de la postguerra como la era de un “ateísmo libertino” que, por su misma dinámica interna, terminó sepultando el “ateísmo mesiánico” de los impulsos revolucionarios anteriores.
Pues bien, estas dos tendencias, la desarrollista y la libertina, han acaparado la escena de las discusiones sociológicas, pero también de otras disciplinas de las ciencias sociales y de la opinión pública. Sin embargo, más allá de las diferencias radicales entre estos enfoques y la polémica irresoluble desatada entre ambos, la discusión llama más bien a poner la atención sobre lo que tienen como referencia común que, a mi parecer, solo se comprende observando la trayectoria de un verdadero cambio de paradigma que se produce en la ciencia, en general, con el paso del siglo XIX al XX. El horizonte en que se pensaba la ciencia durante el siglo XIX era predominantemente el de la causalidad mecánica, comenzando por la monocau- salidad y progresando sucesivamente hacia un enfoque de causalidades múltiples. En el siglo XX, en cambio, comienza a imponerse progresivamente, primero en la física, después en la biología y en la economía, hasta alcanzar, aunque todavía en ciernes, a todas las ciencias sociales, la idea de una causalidad contingente, probabilística, estadística, con altos niveles de incertidumbre e indeterminación, donde el concepto de contingencia adquiere un relieve especial. La realidad, toda la realidad, para cualquier disciplina que la estudie, deviene así un fenómeno complejo. Pienso que en las ciencias sociales fue el sociólogo alemán Niklas Luhmann [14] el primero en poner sistemáticamente en el centro de la reflexión disciplinaria los fenómenos de complejidad y retroalimentación que ya venían estudiando las ciencias de la naturaleza y la cibernética, en directa relación con el surgimiento de la aviación y de los proyectiles teledirigidos de un armamento militar de alcance ahora universal.
Me disculpo de entrar en detalle, en esta ocasión, en el tema del cambio de paradigma y de sus consecuencias, pues exigiría una disertación específica sobre él, dada la importancia y profundidad que tuvo, tiene y tendrá en el futuro. Como es lógico suponer, existen variadas interpretaciones sobre este cambio de paradigma, pero también una falta de claridad, por no decir una gran confusión, que no está siempre a la altura del pensamiento sereno y meditado que exige. Con todo, me resultaba imprescindible mencionar, al menos, esta transformación en la orientación intelectual de las ciencias para explicar, más modestamente a Uds., el itinerario de mi propio camino intelectual en mi disciplina y en la Universidad.
En efecto, la conciencia de la contingencia humana en la naturaleza y en la vida personal y social de los individuos no es ninguna novedad. Es tan antigua como las religiones y la filosofía. Baste recordarle a los católicos las palabras del rito del miércoles de ceniza que se le dirige a cada uno de los asistentes: “Recuerda que polvo eres y en polvo te habrás de convertir”. Lo sabían también los ritos funerarios de la mayoría de los pueblos de la tierra que veneraban a sus difuntos para mantener vivo su patrimonio cultural y predisponer favorablemente los espíritus que a ellos los habían habitado. Todas las culturas conservan a través de sus rituales y su mitología la conciencia de la precariedad de la vida y de la dificultad de predisponer favorablemente su decurso. En el ámbito de la cultura escrita, la gran reflexión sobre el alma y su inmortalidad inaugurada por Platón, y continuada con sus propios acentos por Aristóteles, San Agustín o Tomás de Aquino ha llegado hasta el presente a través de la mediación de grandes teólogos y pensadores metafísicos. Martín Heiddegger, por ejemplo, ha señalado en la época contemporánea que la pregunta fundamental que debe responder la metafísica es la siguiente: “¿Por qué existe algo y no más bien nada?” [15], lo que evidentemente puede extenderse antropológicamente a cada uno de nosotros con la misma fórmula: ¿Por qué más bien existo en lugar de no existir? Sabemos por la biología de la reproducción que nuestra existencia es altamente improbable, como lo es también que nuestros progenitores se hayan encontrado y conocido, y finalmente se haya producido ese cigoto que fue cada uno de nosotros en su origen. Estamos también muy conscientes, y yo el que más en los últimos tres años, que cualquier enfermedad, accidente u otro tipo de vicisitud, puede cambiar radicalmente el curso predecible de la existencia o terminar definitivamente con ella.
Toda la formulación de la antropología filosófica en el siglo XX ha desplegado de muchas maneras esta verdad de la contingencia del ser humano, considerándolo como alguien inacabado, una intencionalidad en vías de desarrollo, que deviene un problema para sí mismo, que busca su propia identidad y aspira a la realización de sí a través de las circunstancias particulares que le ha tocado vivir. Me atrevería a afirmar sin sombra de duda que se ha producido una convergencia muy honda entre lo que antes se diferenciaba radicalmente como “ciencias de la naturaleza” y “ciencias del espíritu” [16], las que han dejado de ser ahora saberes artificialmente sobrepuestos o contrapuestos para revelar cada vez más, con los estilos y lenguajes propios de cada una, ciertamente, el rostro de la libertad de la inteligencia en busca de la verdad que la satisface y que se proyecta creativamente a todos los ámbitos de la existencia.
En este contexto, el gran descubrimiento personal que hice, en el ámbito más restringido de mi competencia, es que las preocupaciones de la antropología filosófica y de la sociología, como también de las restantes disciplinas de las ciencias sociales, lejos de separarse, se iluminaban recíprocamente en el desarrollo evolutivo de su respectivo pensamiento. Mientras nos regía un paradigma de la causalidad mecánica, las inquietudes humanistas y las preguntas por el sentido quedaban desterradas u olvidadas ante un rígido concepto de causalidad estructural que, o bien reducía las preguntas culturales al ámbito de la subjetividad individual, lo que hoy día suele llamarse subjetivismo, egocentrismo o individualismo, o bien las consideraba una “superestructura”, como las llamó Marx, que ocultaban la mala o falsa conciencia de los intereses materiales objetivamente en juego.
Pero con la aparición de la filosofía del lenguaje y de la fenomenología, que ponen la intencionalidad de la conciencia en el centro de la exigencia de sentido, ya no podemos pensar causalidad alguna que se exima de las preguntas que el espíritu humano pone a la realidad en la que está inserto, incluida la propia pregunta acerca de la causalidad. Es cierto, como pensaba Max Planck, el fundador de la física cuántica, que solo tiene realidad aquello que tiene magnitud. Pero el concepto de magnitud no puede ser reducido a algún tipo de altgoritmo numérico convencional, como creen ingenuamente algunos cuantitativistas, incluidos los que apuestan en estos días ingenuamente por el control del big data, sino que se relaciona con el conjunto de las propiedades de los fenómenos que intencionalmente investigamos y que tenemos la capacidad de observar y de evaluar para comunicarlo, de este modo, a nuestros pares y a la sociedad en general.
Las distinciones que podemos incorporar para mejorar nuestra actividad de observación son tantas y tan variadas, que resulta de ello una creciente complejidad de nuestros objetos de estudio. Sin embargo, tal complejidad sería incomprensible si no la relacionáramos con nuestra propia manera de observar. Los antiguos, por ejemplo, decían que el alma humana es lo más simple de todo lo que existe, en razón de su indescomponible unidad per se nota. Hoy en día cualquier psiquiatra o psicólogo clínico se sonrojaría de buscar dicha simplicidad en la prácticamente irreductible complejidad de la psique humana. Pero unidad y complejidad no se contraponen y estamos ahora en mejores condiciones para comprenderlo, como lo hacemos, de hecho, cada vez que nos sumergimos en el sentido del lenguaje, oral o escrito, poético o forense, simbólico o analógico, todo ello potenciado en el presente por los medios de comunicación electrónica a disposición de todos.
Otro tanto se debería señalar respecto a la contraposición entre sociedad y cultura, vigente hasta hace pocas décadas. Ya no se puede entender a la cultura como una complejidad mental expresada simbólicamente, tal vez innecesaria, sobrepuesta a la sencillez causal de los procesos sociales conducidos desde la dominación y las estructuras de poder de grupos interesados en su propio beneficio. La dominación ha devenido también un fenómeno complejo en los términos antes descritos, donde resultan inseparables las decisiones y acciones con poder de coerción de su más íntimo significado cultural, como lo saben muy bien todos los que ejercen o han ejercido cargos de autoridad, sea en el ámbito político, como económico, educacional y, particularmente, universitario. Cultura y sociedad han pasado a ser términos mutuamente implicados, a menos que los reduzcamos a priori a un ámbito reducido de significaciones convencionales que ya no son capaces de comprender la complejidad de lo real. El proceso de globalización y la interdependencia ecológica y social entre todos los pueblos de la tierra hace cada día más evidente a nuestros ojos la necesidad de comprender la unidad en la diversidad, no con una mirada reductiva que busca someter todo a lo que ya sabemos o creemos saber, sino con aquella amplitud de horizonte que es capaz de aceptar que la realidad es un gran misterio, sea a nivel de la naturaleza, de la sociedad global, de los grupos más pequeños, de la familia y, en última instancia, de la persona humana misma.
Con lo dicho hasta ahora, espero poder explicar más claramente qué significa para mí que la sociología de la cultura sea una hermenéutica de la historia. La contingencia de la vida humana solo podemos comprenderla en la inmediatez que tiene el espacio y el tiempo en nuestra conciencia, es decir, en su historicidad. Sin embargo, desde el aquí y ahora de cada circunstancia buscamos situarnos como observadores en un horizonte más amplio de espacio y tiempo, que incluya también el horizonte de las otras personas que nos observan, a través de cuyas imágenes, palabras y símbolos podemos, como en un espejo, observarnos a nosotros mismos. La familia ha sido y sigue siendo una fuente profunda del conocimiento de nuestra realidad. Pero con la tecnología actual podemos también incorporar la observación de quienes no son personas, como las cámaras repartidas por doquier, las fotografías y videos que toman, la combinación de registros escritos y audiovisuales de distinto tipo. En suma, necesitamos de una interpretación que sobrepase el análisis lexicológico y lexicográfico, es decir, la ideología en el mejor sentido del término, para abrirse a los datos más amplios de la arqueología y de la arquitectura, del teatro y todas sus representaciones escénicas, de los procesos biológicos y psicológicos asociados al desarrollo de la inteligencia y a la evolución y movilidad de las poblaciones, de la economía real y de la monetaria, de la ecología y de todos los diferentes componentes de esta realidad cada vez más compleja que es la vida humana y social. Este es el sentido de ampliar el horizonte de la interpretación histórica al ámbito de la cultura de los pueblos. Las culturas representan el trabajo hermenéutico que las propias personas que participan de ellas realizan en torno al vivir inmersos en su espacio y en su tiempo, dejando testimonio de esta experiencia en todos los lenguajes de comunicación que encuentran a su mano.
La sociología de la cultura no se propone ser una especie de supraciencia que abarque toda la realidad existente. Ninguna persona individual ni ninguna ciencia particular podría hacerlo. Tampoco fue nunca mi pretensión. Solo quiere colaborar en el ámbito de las ciencias sociales a ampliar continuamente los horizontes de sentido que alcanzan las realidades presentes en cada circunstancia para intentar conseguir una “fusión de horizontes”, para usar la tan bella, profunda y significativa expresión de Hans-Georg Gadamer [17]. Así como Heidegger definió el significado del pensar como “descubrir en lo ya pensado lo que aún queda por pensar” [18], así también en la mirada hermenéutica podría decirse, con Gadamer, que se busca ampliar el horizonte de sentido desde lo ya interpretado a lo que aún queda por interpretar.
Esta fue exactamente la actitud que quise asumir al escribir el libro Cultura y Modernización en América Latina. En la época de mi formación, ambos conceptos, el de cultura y el de modernización eran vistos como antagónicos. Quienes apostaban por la modernización, que eran la mayoría, pensaban que la cultura tradicional era un obstáculo al desarrollo. Con ello, introducían inadvertidamente una descripción negativa de la tradición cultural, la que quedaba mayormente definida por lo que no era o lo que no había logrado ser, más que por lo que efectivamente era. Hasta el día de hoy se escucha con frecuencia ante la discusión de cualquier política pública que se quiera llevar adelante, que es necesario hacer un profundo cambio cultural, como por ejemplo, para preferir el transporte público al particular o para reducir la evasión tributaria o la del pago del transporte público, o para convivir en paz y en forma segura peatones, ciclistas y automovilistas y tantos otros ejemplos que sería largo enumerar. Quienes, en el otro bando, definían la tradición cultural como más valiosa que la modernización, desarrollaban visiones apocalípticas sobre el influjo destructivo del materialismo, del individualismo y del mercantilismo, llegándose a hablar durante todo el siglo XX, desde sus comienzos, de la decadencia de Occidente [19]. Ambos argumentos se paralizaban recíprocamente, sin poder avanzar desde el horizonte del corto plazo o desde la época de la revolución industrial a una visión evolutiva de más largo aliento acerca del desarrollo social y humano.
Al mirar la reflexión de las ciencias sociales sobre América Latina era inevitable llegar a la conclusión que quienes eran completamente invisibilizados e ignorados en esta confrontación académica eran la cultura oral de nuestros pueblos, su profunda religiosidad cúltico-ritual y el mestizo como sujeto portador de la síntesis social latinoamericana. Para algunas destacadas figuras intelectuales de nuestro medio, las sociedades de América Latina eran el producto de la formación de sus respectivos Estados Nacionales [20]. La comprensión de la sociedad quedaba atrapada, así, en el ámbito de la escritura, en la literalidad de los discursos políticos que confrontaban civilización y barbarie, en las novelas afrancesadas de nuestros escritores criollos y, sobre todo, en una cultura jurídica impuesta desde los procesos de independencia de los nacientes Estados. A ello se sumó más tarde, en el siglo XX, la planificación del desarrollo con registros numéricos, con cifras y estadísticas oficiales, con controles de precios, de transportes, de viviendas, con controles sanitarios y educacionales. Esta benemérita Universidad es fruto de la resistencia cultural de los católicos, a fines del siglo XIX, a la pretensión de establecer un monopolio del “Estado Docente”.
Detrás de toda esta burocracia hipertrofiada que llegaba al paroxismo de solicitarle al ciudadano presentar personalmente un certificado de sobrevivencia ante la misma oficina que lo otorgaba o a las mujeres solteras que probaran su condición de tales con el correspondiente certificado de estado civil y tantos otros casos que sería cómico enumerar, se escondía sin embargo como un fantasma la picaresca criolla, tan abundante en los países de América Latina y que tantos y tan buenos programas de humor nos han ofrecido a quienes estamos actualmente vivos. Mi educación, desde la cuna, en la tan profunda religiosidad popular católica de este continente, como también la lectura entre otros sobresalientes autores del incomparable Gabriel García Márquez, quien dijo al recibir el Premio Nobel de literatura que no eran los escritores latinoamericanos quienes habían inventado el realismo mágico, sino que a ellos les faltaban las palabras para describir “la realidad”, fueron ambos dos impulsos indispensables y moralmente obligatorios para orientarme al estudio del ethos cultural latinoamericano.
Tuve la oportunidad de conocer en 1976 a un grupo importante de intelectuales católicos latinoamericanos, entre ellos, al ya mencionado Alberto Methol Ferré, al teólogo argentino Lucio Gera, maestros ambos de nuestro actual pontífice, y a muchos otros latinoamericanos, a los que reunía el desarrollo de una teología del “pueblo de Dios” según los lineamientos de la Constitución Lumen gentium del Vaticano II, y el rescate de la religiosidad popular tan duramente cuestionada por la iconoclastia iluminista, tanto tradicional como progresista. Este grupo jugó un papel intelectual decisivo en la Conferencia Episcopal de Puebla de 1979 pues puso ambos temas en el centro de la reflexión eclesial de las décadas posteriores. Al mismo tiempo, en 1978 en Roma, asumía el filósofo polaco Karol Wojtyla como nuevo Sumo Pontífice, quien no solo era muy sensible a estos temas en razón de su nacionalidad y de su trágica experiencia histórica, sino que como poeta, dramaturgo, actor de teatro y filósofo formado en la fenomenología, tenía una extraordinaria sensibilidad cultural, al punto de llegar a proclamar solemnemente ante la UNESCO en París que la cultura pertenece al ser del hombre, a su condición ontológica, que el hombre es hombre gracias a su cultura [21].
Esta convergencia entre mis ya mencionadas reflexiones sociológicas, la imponente estatura intelectual del entonces nuevo pontífice y la calidad de mis amigos intelectuales latinoamericanos, me encaminaron decisivamente en mi trabajo de interpretación de las culturas latinoamericanas. Para entender el ethos latinoamericano debía explicar coherentemente dos situaciones de hecho, sobre las que hay bastante información y literatura científica. Por una parte, el surgimiento de una población mestiza, que no era ni europea ni nativa, sino nacida del encuentro entre ambas y que al cabo de muy pocos años se convirtió en la mayoría de la población. Por otra, la llegada de los europeos en 1492, el mismo año en que el padre Antonio de Nebrija publicaba la primera gramática de la lengua española, monumento de la cultura escrita, a un territorio de pueblos ágrafos que comenzaban a desarrollar en algunos lugares un sistema de registro numérico para la astronomía, el culto y la recaudación del tributo, pero que no conocían propiamente la escritura.
Esta tensión entre oralidad y escritura era bastante conocida en Europa. Fue magistralmente desarrollada por Cervantes con las figuras de don Quijote y Sancho Panza; con la imagen de “El gran teatro del mundo” de Calderón de la Barca, como también con la profunda ironía de Baltazar Gracián y la pintura de Velázquez, en resumen, con la difundida picaresca de todo el siglo XVII. Esta tensión mostraba que no era fácil vivir con ella, pero sobre todo, volvía los ojos de la observación hacia la sociedad misma, a sus contradicciones internas, al simulacro y la hipocresía de los distintos grupos sociales que querían distinguirse como refinados letrados cuando recién llegaban al conocimiento de las letras, en suma, al vestido del rey que ya no era capaz de ocultar su humanidad ante un niño. Al producto de esta tensión le he dado el calificativo de “barroca”, para diferenciarla de la solución que se dio a esta misma contradicción poco después con la Ilustración, la que representó una sobrevaloración de la escritura por encima de la oralidad. El pensamiento de esta última fue motejado de bárbaro, mítico o tradicional, en todo caso, prerracional. Por ello, cuando hablo del barroco y específicamente del ethos barroco esta expresión abarca mucho más que los estilos artísticos de la pintura, de la literatura, de la música, de la arquitectura o del culto divino. Todo ello queda, ciertamente incluido. Pero como sociólogo, debo afirmar que el aporte más notable del barroco fue el permitirnos darnos cuenta de que la sociedad comenzaba a observarse a sí misma, no desde la cosmología o la naturaleza, como había sido en la Antigüedad y en el Medievo, sino desde sí misma. La literalidad comenzaba a observar a la oralidad como esta a aquella, debiendo resolver el conflicto de las interpretaciones que nacen de la una y de la otra. A los sociólogos nos hacía posible transformarnos en observadores de esta observación, en observadores de segundo orden y así fundar propiamente la sociología como disciplina científica.
América Latina se forma como espacio cultural en medio de esta polémica. Conocido de todos es la representación del encuentro de Atahualpa con Francisco Pizarro en Cajamarca. Este último le ofrece al Inca el libro (tal vez la Biblia o el Misal) para su veneración. El Inca se lo lleva al oído y no escucha nada. No sabe leer. Para superar la incomprensión ofrece oro en abundancia, que para él era signo de nobleza y de veneración a los difuntos. Para los españoles que contaban ya con el registro numérico propio de la escritura, aunque fuese todavía de modo incipiente, el oro era en esa óptica dinero, medio de pago, registro contable. Los relatos recogidos por los antropólogos sobre la mitología de Inca Ri (o Inca Rey) hablan del retorno del Inca cuando su cabeza decapitada se encuentre con su cuerpo. Pero añaden: el Inca es el único que sabía lo que es el oro (no cuánto tenía, sino lo que era), pero murió porque no sabía leer. Cuando retorne, sí sabrá leer [22].
Este hermoso episodio representado popularmente en el teatro callejero se expresa de mil maneras hasta el día de hoy. No es solo asunto del pasado. En todos nuestros países convive la economía formal, registrada por los fiscalizadores tributarios con la economía informal, la regla jurídica y la pillería, la realización de acciones ilícitas por parte de quienes están llamados a administrar justicia, la comisión de actos inmorales por quienes se han consagrado a defender y enseñar la moralidad fundada en la dignidad del ser humano, la compraventa de certificados educacionales para acreditar estudios que no se tienen o blanquear los de mala calidad. No se trata de mencionar distintas situaciones de hipocresía social que existen por doquier, sino de analizar hasta qué punto se dificulta el tránsito de la cultura oral a la escrita, cuando la segunda quiere eliminar a la primera o reducirla solamente al espacio informal de las relaciones interpersonales sin efectos para el orden social en su conjunto, el que queda regulado por el saber leer y escribir, la educación formal, el magisterio y soberanía de la ley.
Esta tensión entre las culturas oral y escrita en América Latina no se ha resuelto con la irrupción de la cultura audiovisual. En algunos casos más bien se ha acrecentado: rostros televisivos que creen sin mala fe estar por encima de la ley, jugadores de fútbol que desplazan a los héroes nacionales y que motivan arengas patrióticas en los campos deportivos que simulan ahora los antiguos campos de batalla, presuntos autores de delitos económicos que reciben como sanción asistir a un curso universitario de ética. Tengo la impresión de que la picaresca barroca latinoamericana está más viva y activa que nunca y se difunde ahora por las redes sociales. Es la “chispeza” de la que habla un popular deportista. Sobre todo esto hay material documental como para hablar interminablemente. En síntesis, la fuerza del mestizaje y de la oralidad, que se ha intentado vanamente ocultar o “blanquear”, según las tendencias intelectuales de moda, sigue plenamente vigente y le abre el camino a la sociología para observar lo que la cultura observa, para descubrir los puntos ciegos que no permiten ver lo que no se ve. No es ciertamente convertirse en una hermenéutica de la historia el único camino para la sociología. Pero, en mi caso particular, puedo dar testimonio que recorriéndolo, es posible romper la jaula de hierro sobre la libertad del espíritu que la discusión ideológica impuso a mi generación.
Debo ahora concluir. La libertad del espíritu es el fruto más excelso de la verdad de la inteligencia y esta libertad es posible experimentarla cuando nos reconocemos inmersos en las culturas de nuestros pueblos y, muy particularmente, en sus instituciones educacionales, como es el caso de esta querida Universidad. Con cuanta mayor razón puede gozarse esta verdad si creemos, como nosotros, que la sabiduría de Dios tomó carne humana y se encuentra presente en medio nuestro hasta la consumación de los tiempos. Hay una frase de Juan Pablo II, que considero una de las más hermosas de su magisterio y que escribió preparando la celebración del jubileo del año 2000. Señala entonces meditando el texto de San Pablo en Gálatas (4,4), que sitúa el misterio de la encarnación en la ‘plenitud de los tiempos’: “En realidad el tiempo se ha cumplido por el hecho mismo de que Dios, con la Encarnación, se ha introducido en la historia del hombre. La eternidad ha entrado en el tiempo: ¿qué ‘cumplimiento’ es mayor que este? ¿qué otro ‘cumplimiento’ sería posible?” [23]
Solo tengo palabras para agradecer a Dios por este don inconmensurable de la libertad del espíritu, de la verdad de la inteligencia y a todos quienes me han ayudado y acompañado en este camino por descubrirla, aceptarla y cultivarla con pasión: a toda mi familia de origen que tuvo que esforzarse en comprender qué diablos era la sociología; a mi querida esposa, también compañera de curso y colega, con quien hicimos juntos este camino y fue siempre un faro de luz para descubrir todos sus recodos; a mis hijas que tuvieron que soportar las penurias de vivir en el extranjero y hablar otro idioma y se dejaran formar después en esta misma alma mater; a todos mis profesores y colegas de mi facultad y de otras facultades, pues tuve la suerte de colaborar académicamente en docencia e investigación con varios de ellos e integrar equipos interdisciplinarios; a mis alumnos y ayudantes, especialmente a aquellos que se han convertido en editores y comentaristas de mi trabajo o que le han dedicado prólogos y presentaciones, entre ellos el actual decano de mi facultad; a las autoridades superiores de la Universidad y a sus equipos de trabajo, pues tuve el honor de colaborar muy de cerca con cuatro rectores y muchos decanos a lo largo de mi vida académica. Quisiera recordarle a los más jóvenes, algunos ya convertidos en profesores y directivos, que la libertad del pensamiento exige un espíritu siempre abierto, inquisitivo, atento a descubrir los propios puntos ciegos de visión para ensanchar el horizonte de nuestra comprensión de lo real. Que el intelecto no se de por satisfecho con nada menos que la búsqueda de la verdad, porque como escribió Heidegger y me escucharon tantas veces repetirlo en clases “preguntar es la devoción del pensar” [24].