Tema central en el pensamiento de Juan Pablo II
La Revista HUMANITAS ha tenido la excelente idea de organizar este curso cuyo tema es Persona, cultura y sociedad en el Magisterio de Juan Pablo II. Se trata de temas centrales de la enseñanza del Sumo Pontífice que brotan de su preocupación por la evangelización del mundo contemporáneo.
Puesto que el tema será analizado en quince sesiones que abordarán en profundidad aspectos particulares de un magisterio tan rico, a esta Conferencia Inaugural le corresponderá iniciar este curso con algunas reflexiones más generales sobre el pensamiento de Juan Pablo II; tal vez, lo que podríamos llamar las primeras motivaciones de su magisterio y de su acción de pastor.
HUMANITAS presenta este curso como orientado a “dar a conocer, con profundidad y en una perspectiva de conjunto, importantes aspectos del Magisterio de Su Santidad Juan Pablo II en relación a los problemas que aquejan a la humanidad de finales del siglo XX”.
Una enseñanza sobre el hombre
Lo que en verdad hace urgente esta reflexión es que no se trata ya únicamente de problemas, males, limitaciones o amenazas que la humanidad tiene que esforzarse por superar (al hambre, las guerras, alguna peste), sino que el problema es el hombre mismo. Aunque resulte una paradoja, el problema de la humanidad es el hombre. Pareciera que, en ciertos casos, el hombre fuera percibido como una amenaza para la humanidad.
Así parece entenderlo el Cardenal Angelo Sodano, quien, al saludar en nombre del Santo Padre a los organizadores de este curso y participantes, destaca las “enseñanzas antropológicas del Magisterio pontificio”, recordando el lugar que en él ocupa el hombre, “en toda la verdad de su vida, en su conciencia, en su continua inclinación al pecado y, a la vez, en su continua aspiración a la verdad, el bien, a la belleza, a la justicia y al amor”.
Quisiera, dentro de mis posibilidades, referirme a esto. Porque es clarísimo que el centro de toda la reflexión, la enseñanza y la acción pastoral de Juan Pablo II, desde antes de llegar al Sumo Pontificado, es el hombre. Es muy significativo que su primera encíclica fuese la Redemptor hominis. Y eso no fue fruto de una casualidad o una improvisación, sino el resultado de un pensamiento maduro. Los problemas que afectan a la humanidad en la época de la modernidad (y que a él le tocó experimentar en toda su crudeza) tienen su origen y se ensañan en el hombre mismo.
Las primeras palabras de la encíclica Redemptor hominis afirman que el hombre es un ser que necesita se redimido y que su redentor es Jesucristo. Esas palabras dan la tónica pastoral del pontificado de Juan Pablo II. Lo que se manifiesta en sus numerosos viajes es su decisión de encontrarse como Pastor con el hombre, con todos los hombres y en todas las circunstancias que rodean su existencia marcándola positiva y negativamente: en todas sus culturas; en sus diversas edades: como niño, joven, adulto y anciano; en cuanto varón y mujer; como trabajador y hombre de ciencia; en todas las situaciones económicas; con los gobernantes de regímenes diversos; con el hombre privado de libertad y el enfermo; en cuanto obediente a religiones diversas. No hay hombre o mujer que él pueda considerar inabordable por el mensaje de redención y de vida de la Iglesia. Quiso encontrarse como hermano con el mismo que atentó contra su vida.
El problema del hombre está presente en su primera encíclica como el tema principal de una sinfonía que se desarrolla luego en sus numerosas encíclicas, exhortaciones y demás documentos magistrales. Pero no es el tema en sí. No se trata de ningún antropocentrismo. El tema de la primera encíclica es Cristo, (luego vendrían las dedicadas al Espíritu Santo y al Padre). Pero Cristo es el hombre por excelencia, por lo cual el hombre, si quiere conocerse a sí mismo, debe decidirse y debe aprender a mirarlo a Él. Esta es su primera convicción que se mantiene viva y fecunda a lo largo de todo su pontificado. Recordamos su llamado a los jóvenes de Chile en 1987: ¡Mirad a Cristo! Y últimamente, en Cuba, dirigiéndose al mundo de la cultura, en la Universidad de la Habana, afirmaba una vez más: “Cristo es la vía que guía al hombre a la plenitud de sus dimensiones, el camino que conduce hacia una sociedad más justa, más libre, más humana y más solidaria”[1].
En la proximidad del 2° Milenio del nacimiento de Cristo, Juan Pablo II llama a la Iglesia a proclamar que Él es el Hombre de la nueva creación, el principio, el centro y el fin de la historia.
Desde el primer párrafo de su primera encíclica, Juan Pablo II expuso con claridad cual es el centro que ilumina todo su pensamiento: el Hijo-Verbo se hizo hombre y nació de la Virgen María. En ese acto redentor, la historia del hombre ha alcanzado su culminación dentro de un plan divino que obedece a un designio de amor. Dios ha entrado en la historia de la humanidad y, en cuanto hombre, se ha convertido en sujeto suyo. Por la Encarnación, Dios ha dado a la vida humana la dignidad para la que fue creada y se le ha dado de manera definitiva[2].
Un magisterio arraigado en el Concilio
Juan Pablo II comienza su pontificado no muchos años después del Concilio Vaticano II, en el que le cupo una participación importante. Él es un hombre del Concilio, como aquellos que buscan colaborar con él: como el Cardenal Ratzinger, y, ahora, el Cardenal Medina. Juan Pablo II tiene el declarado propósito de hacer que la Iglesia asimile la doctrina auténtica del Concilio Vaticano II y viva de acuerdo con ella. Su magisterio es un desarrollo fiel de los principios establecidos por el Concilio, y, por eso, ha debido corregir teologías y actitudes pastorales que se presentan como si estuviesen sustentadas en el Concilio, pero que, en realidad, se alejan de su letra y de su espíritu. En el n. 3 de Redemptor hominis el Papa se refirió con estas palabras al Concilio: toda la herencia doctrinal de la Iglesia y muy especialmente de los pontífices inmediatamente precedentes “está vigorosamente enraizada en la conciencia de la Iglesia de un modo totalmente nuevo, jamás conocido anteriormente, gracias al Concilio Vaticano II". En el Concilio Vaticano II -ha dicho- encontramos la verdadera preparación para la misión de la Iglesia en el III Milenio; y, en su discurso a un grupo de los obispos polacos, el 2 de febrero último, les decía: “La enseñanza del Concilio, leída de modo correcto a la luz de los actuales signos del tiempo, sigue siendo para todos los fieles y, especialmente para los obispos, los sacerdotes y los consagrados, un punto de referencia indispensable en la obra de la nueva evangelización”; el esfuerzo por preparar “una nueva primavera de vida cristiana” fue iniciado por el Concilio Vaticano II bajo el soplo del Espíritu Santo[3].
Por eso, la pregunta acerca del pensamiento de Juan Pablo II deberá poner atención al Concilio Vaticano II que comienza su diálogo con el mundo (Constitución Gaudium et spes) buscando responder desde la fe en Jesucristo a las interrogantes de orden social, político, económico y cultural, que hoy se le plantean, preguntándose por el hombre. ¿Quién es el hombre?[4].
De la respuesta que se dé a esta pregunta depende todo lo demás. Comenzando por la dignidad y los derechos humanos, como lo señalaba más recientemente la Pontífice Comisión Teológica Internacional, en una instrucción dedicada a ese tema[5].
Un magisterio en circunstancias difíciles
Al asumir el pontificado Juan Pablo II sabe también que lo hace en circunstancias difíciles. En la Redemptor hominis, alaba la “profunda prudencia y valentía” de su antecesor Pablo VI, así como “su constancia y paciencia en el difícil período posconciliar de su pontificado”, incluso en los momentos más críticos, “Cuando -dice- parecía que ella era sacudida desde dentro…” (n. 3).
Sabemos cuales eran las “orientaciones críticas, que atacaban desde dentro a la Iglesia, a sus instituciones y estructuras, a los hombres de la Iglesia y a su actividad” (n. 4) durante el pontificado de Pablo VI. En su primera encíclica, Juan Pablo II reconoce que las “dificultades y tensiones internas” aún no han desaparecido, pero advierte que hay una reacción que describe de la siguiente manera: “se podría decir que la (Iglesia) es más crítica frente a las diversas críticas desconsideradas, que es más resistente respecto a las variadas ‘novedades’, más madura en el espíritu de discernimiento, más idónea extraer de su perenne tesoro ‘cosas nuevas y cosas viejas´, más centrada en el propio misterio y, gracias a todo esto, más disponible para la misión de la salvación de todos…” (n. 4). Estas palabras resumen las condiciones que se hacen posible -según el Papa- que la Iglesia responda al desafío permanente de evangelizar y de servir al mundo: discernimiento de la realidad a la luz de la fe, referencia a la tradición de la Iglesia y vuelta a lo esencial: la comunión en la Iglesia como misterio de fe y de caridad y no como realidad puramente sociológica. Sólo así advierte el Papa, es posible que la Iglesia se haga verdaderamente “disponible” -para la misión de la salvación de todos”.
Tal vez esta afirmación clara de Juan Pablo II fue la que le valió desde el comienzo la acusación de querer volver a la Iglesia sobre sí misma, de promover una “reacción”, de inaugurar un tiempo de “restauración” eclesial que la debilitaría para su misión en el mundo o la alejaría de él.
En realidad, no hay nada más ajeno a la intención y al mismo “talante” pastoral de Juan Pablo II, como es evidente para quien siga con atención y objetividad su magisterio y sus actividades de Pastor.
La crítica a la Iglesia, a sus instituciones y estructuras, a los hombre de la Iglesia y a su actividad, que provenía de una visión ideológica que la condicionaba, ciertamente está en decadencia con la decadencia de esa misma ideología, pero ha cobrado fuerza entre los católicos otro peligro que el Santo Padre también advertía al comienzo de su primera encíclica: la de los cristianos que, confundidos, “muchas veces (están) dispuestos a dudar en la verdades reveladas por Dios y proclamadas por la Iglesia, (están) propensos al relajamiento de los principios de la moral y a abrir el camino al permisivismo ético”. El tratar de comprender la mentalidad de la época y buscar los elementos de verdad que pueda haber en cualquier sistema de pensamiento no puede significar -dice el Papa- “perder la cabeza de la propia fe, o debilitar los principios de la moral, cuya falta se hará sentir bien pronto en la vida de sociedades enteras, determinando entre otras cosas consecuencias deplorables” (n.6). Si se trata de hablar acerca del hombre y de hablarle al hombre, la Iglesia no puede hacerlo sino desde Jesucristo, mirando a Cristo. Sólo El tiene palabras de vida eterna (Jn 6, 68) porque es el Redentor del hombre y del mundo; porque es el que en definitiva puede llamar al hombre que por su pecado ha perdido la orientación y el sentido de su vida, a reencontrar el camino al Padre.
El hombre según el Vaticano II
El Concilio Vaticano II comenzó su diálogo con el mundo respondiendo a la pregunta sobre el hombre desde la doctrina de la fe. A esa enseñanza vuelve constantemente el Santo Padre. Por eso parece oportuno recordar las afirmaciones fundamentales de una doctrina que la Iglesia conserva como un fruto valiosísimo de su fe en Jesucristo para ofrecerlo a todos los hombres sin distinción de razas y culturas; una doctrina de valor universal, como que procede del Creador, y que demuestra su origen divino en su misma vigencia a lo largo de milenios humanizando las culturas y las civilizaciones que ha informado, pese a que nunca dejó de ser puesta a prueba por una razón que reiteradamente intenta responder a la pregunta ineludible prescindiendo de la luz y la ayuda de Dios.
La Antropología cristiana sostiene (dice la Constitución Gaudium et spes).
- Que el hombre es criatura de Dios. No es fruto de la pura evolución; no es pura materia. Pero es una criatura dotada de la capacidad de conocer a Dios y de amarlo, y de entrar en comunión con Dios, y con los hombres, también criaturas suyas. Por estas cualidades, el hombre es, entre todos los seres creados, “imagen y semejanza de Dios”.
- Que el hombre es pecador, y que en el pecado se encuentra la raíz de todos los males que lo afectan en su historia. Especialmente esa inclinación constante a buscar el conocimiento (de sí mismo y del mundo) y el dominio de sí mismo y de las cosas, sin tener que reconocer a Dios y sin tener que someterse a Él. La pérdida del sentido del pecado, fenómeno difundido en nuestros días y que para muchos puede ser un signo de liberación, constituye, sin embargo, un “vacío moral” que puede acarrear grandes males; y, entre otros, el que “la práctica y la reivindicación de los derechos del hombre a menudo queden estériles”[6]. Se corre el riesgo, advierte ese documento, “de orientar todos los esfuerzos hacia el cambio de las ‘estructuras de pecado´ sin ninguna alusión a la necesidad de convertir los corazones; siendo así que es el repliegue egoísta en sí mismo, provocado por el pecado, el que crea las estructuras opresivas hacia los demás”[7].
- Que el hombre -aún pecador- existe en la unidad de cuerpo y alma. De ahí emana la dignidad de su cuerpo; polvo, pero destinado a una vida eterna gloriosa. De ahí también el valor de su “interioridad”, que lo hace superior a cualquier otro ser creado y le confiere una dignidad inviolable frente a cualquier poder humano. En el libro-entrevista, Cruzando el umbral de la esperanza, el Papa responde a la pregunta “¿para qué sirve la fe?”, con estas palabras: “…podemos decir que la esencial utilidad de la fe consiste en el hecho de que, a través de ella, el hombre realiza el bien de su naturaleza racional”[8].
- Que el hombre es un ser hecho para captar y gozar del “resplandor” que surge de la realidad inteligible con el atractivo de la certeza, gracias a la inteligencia que se le ha dado en definitiva para que accede a la contemplación de la verdad eterna; por la fe, en este mundo, y por la visión, después de esta vida, y para que experimente la atracción del verdadero bien.
- Que el hombre es un ser que tiene una conciencia moral que le habla bajo la forma de una ley escrita por Dios en su corazón, para que sea una guía que lo aparte del “ciego capricho” y le muestre el camino del bien y de la vida.
- Que el hombre es un ser creado para ser libre, y su libertad es el “signo eminente de su condición de imagen divina”, según la cual fue creado. Pero esa condición que por su naturaleza lo asemeja ya a su Creador, invita al hombre a alcanzar, por la gracia, su perfección como “imagen de Cristo”, el cual, en la entrega de su vida y en su resurrección gloriosa muestra cuál es la perfección de la libertad, que se le da como un fruto del Espíritu Santo (Ga 5, 1ss).
- Que, finalmente, el hombre es un ser que muere, y que tiene conciencia de su propia muerte. Imposible comprender al hombre, imposible buscarle a un sentido a su existencia, ocultando el hecho del dolor y de la muerte como experiencia humana, como experiencia espiritual, psíquica, que inevitablemente le confiere un sentido trágico a su existencia.
El recorrido de estos puntos de la antropología del Concilio, evoca inmediatamente los temas profundos que Juan Pablo II desarrolla en torno a los debates actuales sobre el hombre y la mujer, el matrimonio y la familia, el trabajo, los salarios justos en la sociedad, la vida humana, el dolor, el sufrimiento, y, por último, sobre la misma verdad en su relación con la libertad y el bien moral del hombre.
El hombre es la gran preocupación de Juan Pablo II. La dura experiencia bajo los regímenes nacistas y marxista, como estudiante y obrero, le hizo comprender que el hombre es el camino de la Iglesia. Frente a la ideología marxista vio claramente que la cuestión del hombre y la ética eran las preguntas centrales a las que era necesario dar respuesta[9]. El hombre y el sentido de su existencia, comprendido el de su acción, e.d. su dimensión moral. El marxismo proponía una “moral”. Una moral que condicionaba la libertad a un fin que no trascendía al hombre mismo. Un fin definido no por Dios, sino que impuesto por quienes se atribuían la cualidad de ser la conciencia alerta de la humanidad. Conocemos los resultados catastróficos de tamaña pretensión.
Karol Wojtyla vio también la gran responsabilidad que tiene el hombre. Responsabilidad ante su Creador por su propia vida (“Adan, ¿dónde estás?”) y también por la de su hermano, (Caín, “¿dónde está tu hermano Abel?”). Responsabilidad también por el mundo, que debe cuidar en una actitud de respeto religioso y de obediencia a su Creador (Gén 2,15). En estas afirmaciones originales ve el Papa Juan Pablo la clave para la comprensión de toda la historia del hombre: la clave que permite comprender el origen y el significado de sus fracasos, pero que también da la certeza de que la voluntad de Dios es que el hombre viva, que de ese propósito Dios no se retracta, y que el pecado no es motivo suficiente para que Dios le retire la condición y la misión de ser su imagen en el mundo creado.
La tentación atea
Hay algo misterioso, sin duda, en la permanente inclinación del hombre a idear y a construir bajo el supuesto de que todo se puede realizar y todos los problemas se pueden resolver sin Dios. Que no necesita de Dios para construir este mundo, y construirlo de tal manera que le permita, según la imagen bíblica, “alcanzar el cielo”, para colocarse en el puesto de Dios. En realidad, detrás de esa pretensión se oculta el “tentador”, el “homicida desde el principio” que, por medio de la mentira, busca el mal y la muerte del hombre (Jn 8, 44).
El Santo Padre y otros pensadores modernos han advertido que en esa voluntad de autonomía moral está la raíz del totalitarismo ateo[10]. El hecho de que se hayan derrumbado los dos grandes estados totalitarios de este siglo no significa que la mentalidad “totalitarista” haya desaparecido. Ella tiene raíces más profundas. Viene de una filosofía que ha desconectado la búsqueda de la verdad de la sumisión de la inteligencia, por una parte, a lo real, a lo objetivo, y, por otra, a la Revelación divina. Hoy se profesa el relativismo moral, según el cual cada uno puede vivir de acuerdo con su propio concepto de bien y de mal mientras no interfiera con los derechos que la comunidad garantiza a sus miembros a través del consenso social. No se emplean ya medios violentos para imponer valores éticos, pero más sutilmente se impone el relativismo moral como condición para ser admitido en la convivencia “democrática”, falsamente asimilada a esa filosofía moral. Esto no acontece sin una forma de violencia que no es menos dura, si se considera lo que se oculta bajo la práctica del divorcio, del aborto y la eutanasia, aprobados en regímenes democráticos a través del sistema de consensos que prescinden de los principios y valores objetivos, naturales y absolutos. Y esta misma filosofía relativista y subjetivista tiene su origen en la mala respuesta -la del pecado- a la invitación que Dios dirige a cada hombre en lo más íntimo de su conciencia para que se respete a sí mismo, respete a su prójimo y use la naturaleza como creación y don de Dios.
¿Vuelta a la naturaleza?
Esta permanencia de la tentación atea surge hoy en la forma de nuevas ideologías que, en sus formas extremas, llegan a rechazar la vida humana como una amenaza. Se vuelven a la naturaleza como a un ídolo capaz de asegurar vida cómoda y agradable pero que obliga a controlar drásticamente la vida humana, comenzando por la que aparece más débil y pobre, según el criterio de que la calidad de vida se mide por la salud física y síquica, es decir, por su autonomía y su fuerza (como sucede en la naturaleza).
Cuando Juan Pablo II habla de ecología lo hace en referencia al hombre. La naturaleza es un don de Dios para el hombre y es una tarea que éste debe cumplir. Lleva el sello de Dios. Es, si se la sabe escuchar, una palabra de Dios que habla de su omnipotencia, su sabiduría, su belleza y su bondad (cfr. Rom 1, 20). En la Revelación bíblica, la naturaleza está ligada a la misión que Dios le asigna al hombre de “crecer y multiplicarse” sin exclusiones arbitrarias. La naturaleza le ofrece al hombre una posibilidad de vida creada por Dios (no “divina”) puesta a su disposición para que la administre con sabiduría. Ahí está la razón de por qué los bienes de la naturaleza deben ser cuidados con responsabilidad. De su racional conservación depende la vida de las generaciones, y la medida de la racionalidad en el uso y la conservación de la naturaleza es el hombre.
Hoy, cuando se difunde un ecologismo que subordina al hombre a la naturaleza, es bueno tomar conciencia de que en un clima de “culto a la naturaleza” (que puede revestir diversos niveles y grados de conciencia) la democracia verdadera se hace imposible. La democracia como la conocemos es el resultado de una concepción del hombre arraigada en la Revelación Bíblica que se cumple en Jesucristo. Las religiones de la naturaleza sólo produjeron civilizaciones tal vez brillantes, pero cuyo centro y medida no era el hombre en cuanto tal. La inspiración y la imitación de la naturaleza no puede infundir el respeto por el pobre, el enfermo, el huérfano, la viuda, o el desarraigado, simplemente porque la naturaleza no tiene compasión de los débiles.
El bien para el hombre es el amor
El Papa tiene la certeza de que en definitiva lo que interesa es el hombre, el único ser que Dios ama por sí mismo. Un ser hecho para alcanzar la verdad y vivir en ella, comprendiéndose en primer lugar a sí mismo como criatura de Dios, invitado a decidirse íntegramente por el bien que corresponde a su propia naturaleza, que Dios quiere elevar a una dimensión divina.
El Papa sabe también que ese bien no puede venirle al hombre sino de Jesucristo. Y esto, por la razón que el Papa expone una y otra vez en su magisterio.
Lo que se ha revelado en Cristo y en su obra redentora es el amor de Dios por el hombre. Cristo es la revelación del Padre, que es amor. Por eso, el hombre, que ha sido creado para el amor y no puede vivir sin él, se sentirá siempre atraído por la figura de Jesucristo. De alguna manera, frente a Jesús, cada ser humano siente que ahí está la respuesta definitiva. Que frente a ese “hombre” todas las respuestas de la filosofía, de las religiones o de las ideologías, no son sino tanteos, aproximaciones cuando no son errores (“Jamás un hombre ha hablado como ese hombre” Jn 7, 46). “La persona -dice Juan Pablo II- es un ser para el que la única dimensión adecuada es el amor”[11] Dy la medida de ese amor es dada al hombre por Dios mismo que se le acerca para hacerlo objeto de su amor y para pedirle su amor.
Esa manifestación del amor de Dios por nosotros es la verdadera base de la antropología cristiana. Cristo no desarrolló un tratado de antropología, pero reveló a los creyentes lo que somos para Dios. En Cruzando el umbral de la esperanza se le pregunta al Papa qué es en realidad para él la dignidad del hombre, y él responde que la verdad del hombre queda confirmada por la misma Encarnación. “¿Quién es el hombre, si el hijo asume la naturaleza humana? ¿Quién debe ser este hombre, si el Hijo de Dios paga máximo precio por su dignidad?”[12]. De este “estupor” parte la reflexión de la antropología cristiana. Más aún, “ese profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del hombre se llama Evangelio… Se llama también cristianismo. Este estupor justifica la misión de la Iglesia en el mundo, incluso, y quizá aún más, en el mundo contemporáneo’”[13].
Comprensión del hombre desde el amor
Partiendo de la misma afirmación, que “el hombre no puede vivir sin amor”, el Papa explica la Redención como el camino escogido por Dios para hacer que el hombre deje de ser para sí mismo un “ser incomprensible”. Es en el misterio de la Redención, en Jesucristo, donde el hombre “vuelve a encontrar la grandeza, la dignidad y el valor propio de su humanidad”. Una humanidad que es, en cierto modo, creada de nuevo en Cristo, en el que se superan todas las formas de división y de discriminación, porque “todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gál 3, 28). Quien quiera “comprenderse hasta el fondo de sí mismo debe… acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en El con todo su ser, debe “apropiarse” y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo”. De esa experiencia surge -concluye el Santo Padre- la adoración a Dios y también la “profunda maravilla de sí mismo”. “¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha “merecido tener tan grande Redentor”, si “Dios ha dado a su Hijo”, a fin de que él, el hombre, “no muera sino que tenga la vida eterna”.
En efecto, reflexiona el Santo Padre, el Señor que nos amó hasta el fin, nos mandó amarnos como Él nos amó, y rezó al Padre para que “seamos una sola cosa” como el Padre y Él son una sola cosa. De esta manera, dice el Papa, Jesús nos pone ante horizontes inaccesibles a la razón humana, ya que establece “una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad”. “La persona es un ser para el que la única dimensión adecuada es el amor”[14], y un amor que se define según un modelo divino. De ahí resulta todo lo demás. Y en primer lugar lo que se refiere a esa cualidad suya que es la manifestación de su dignidad: su libertad.
La libertad del hombre
El pensamiento del Papa sobre la libertad está marcado, sin duda, por su experiencia en Polonia, pero también por la reflexión del Concilio Vaticano II. La Constitución Gaudium est spes define la libertad como la propiedad que le permite al hombre orientarse hacia su bien. Reconoce como signo positivo de los tiempos el valor que los contemporáneos le conceden a la libertad, pero añade que con frecuencia “se fomenta la libertad de forma depravada como si fuera pura licencia para hacer cualquier cosa, con tal que deleite, aunque sea mala”[15]. “La dignidad humana requiere… que el hombre actúe según su conciencia y libre elección”, pero también es cierto que la libertad humana está como todo el hombre herido por el pecado y necesita ser sanada para ser íntegramente libre. Este es un aspecto muy presente en el Magisterio de Juan Pablo II. “Cristo es la vía que conduce al hombre a la plenitud de sus dimensiones”[16], y, entre ellas la de su libertad. Pero la libertad del hombre está herida, y la causa de las deformaciones que sufre hoy día la libertad se encuentra en que se la desconecta de la verdad.
Repetidas veces el Papa recurre al conocido texto de San Juan. “Si permanecéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (8,31s). Jesús habla de la verdad contenida en su Palabra, que se refiere especialmente al hombre: su origen y su destino, sus derechos y sus deberes, su grandeza y sus límites. “La relación honesta con respecto a la verdad” (dice Juan Pablo II) es la “condición de una auténtica libertad”[17]. Por eso, decía en Cuba, “la libertad que no se funda en la verdad condiciona de tal forma al hombre que algunas veces lo hace objeto y no sujeto de su entorno social, cultural, económico y político, dejándolo casi sin ninguna iniciativa para su desarrollo personal. Otras veces esa libertad es de talante individualista y, al no tener en cuenta la libertad de los demás, encierra al hombre en su egoísmo. La conquista de la libertad en la responsabilidad es una tarea imprescindible para toda persona”[18].
Libertad y verdad
Juan Pablo II desarrolla su pensamiento a partir de estas afirmaciones fundamentales tomadas del Evangelio: la libertad es condición de la verdadera dignidad del hombre, creado como imagen y semejanza de Dios. Pero la verdadera libertad no es posible sino a partir de una recta comprensión del hombre y también del mundo creado por él. Es decir, la libertad se funda en la verdad. Pero la verdad es que el hombre no se realiza si no es por el amor. Tanto el amor como la libertad, que están íntimamente relacionados, suponen la responsabilidad respecto a la verdad. Y esto, en todos los niveles de la existencia del hombre. En su relación con la naturaleza material y con su misma condición corporal; en su dimensión social: reconocer el significado verdadero, objetivo de las personas y sus derechos. Es la verdad que descubre el significado del matrimonio y de la familia, del trabajo humano, de la sociedad civil, del Estado, de las sociedades intermedias (principio de la subsidiariedad), etc.
Libertad para obrar bien
La gran preocupación del Papa es ¿qué debe hacer el hombre para actuar bien? ¿Cuál es la condición de la actuación moralmente buena? Sus primeras publicaciones, recuerda él, querían responder a esas preguntas: “Amor y responsabilidad” y “Acción y persona”. Su preocupación era, en ese tiempo, ofrecer a la juventud polaca una orientación que le permitiera superar el egoísmo que acecha al materialismo. Ayudarlos a evitar la esclavitud respecto a las cosas, a los sistemas económicos, a la producción y a sus propios productos, que acecha a una civilización de perfil materialista. Es verdad que la filosofía moderna se ha ocupado de la dignidad de la persona humana. Kant -recuerda el Papa-, hace del respeto de las personas un imperativo moral. Pero es en el Evangelio donde del Papa encuentra la respuesta más honda y satisfactoria a esa preocupación. Es cierto que el hombre no puede ser tratado como objeto de goce y de provecho, pero con eso no se responde a sus aspiraciones más hondas. La persona necesita ser reconocida, afirmada, valorada por sí misma. Es decir, amada. A esa necesidad responde Dios al querer a su criatura “por sí misma”, y al promulgar el mandamiento del amor. Esto significa que Dios, ofreciéndose como la fuente primera que puede llenar las aspiraciones más hondas de su criatura, la invita a convertir su vida en un amor de entrega como el del mismo Dios. Esa es, recuerda Juan Pablo II, la interpretación que la Constitución Gaudium et spes de a la oración de Jesús, “que sean uno como nosotros también somos uno” (Jn 17, 21s). Jesús coloca la meta del hombre por encima de horizontes puramente humanos. Insinúa “que hay una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad”. Y esta semejanza manifiesta no sólo que el hombre necesita ser amado por sí mismo, sino que él “no puede encontrarse plenamente a sí mismo si no es a través de un sincero don de sí” (G.sp. 24)[19].
La vida como don de sí mismo
Este es un pensamiento predilecto del Santo Padre: el hombre no crece ni se perfecciona teniendo más cosas, sino siendo más. Pero ese “ser más” es la línea del amor que se entrega a sí mismo. “La vida se nos ha dado para entregarla a los demás”, repite el Papa incansablemente; lo que no es sino la paradojal afirmación de Jesucristo: “el que quiera salvar su vida, la perderá”, en cambio, el que “pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 16,25). Así, la exhortación de la Ley Antigua a “buscar la vida”, adquiere la forma de una proposición concreta y personal. Allá, el camino propuesto era la obediencia a los mandamientos de Dios. En la Nueva Alianza, el camino se personaliza. La vida se busca siguiendo a Jesús, manteniendo los ojos puestos en Él, reconociendo con gratitud y no sin confusión cuánto ha hecho por nosotros y cuánto nos ha perdonado. Se trata, como dice el Evangelio, de seguir a Jesús en actitud de niño, lo que implica reconocer, en primer lugar, nuestra ignorancia acerca de lo que es verdaderamente la vida y del camino que lleva a ella. Sólo se nos pide seguir a Jesús y tratar de imitarlo. Y, como lo vemos cargar con la cruz, tratar también nosotros de tomar cada día la nuestra por amor a Él. Tratar, porque luego Él nos sostendrá y hará que nos parezca liviana. Para eso nos entrega su Espíritu.
En resumen, “mirar a Cristo”, como exclamó el Papa con tanta energía en nuestro Estadio Nacional, dirigiéndose a los jóvenes, que son precisamente los que sienten más vivamente el llamado natural a buscar la vida. Esa me parece ser también la razón de su voluntad de proponer a los cristianos y a todo el mundo, el modelo de los santos, es decir de aquellos que aceptaron el llamado del Maestro a seguirlo, comprendieron la sabiduría de la cruz y encontraron la vida entregándola al servicio de sus hermanos. Desde que Jesús, siendo el Señor, se hizo servidor, es más el que sirve.
La misión de enseñar la verdad
Esta es la verdad sobre el hombre que la Iglesia tiene la misión de enseñar. Es la verdad que Cristo transmitió al mundo no como palabra suya sino del Padre que lo envió (Jn 14, 24). De esa palabra, decía Juan Pablo II en el mismo comienzo de su pontificado e inspirado en el Concilio Vaticano II, la Iglesia es responsable como “sujeto social”[20]. Y argumenta, si Cristo sintió la necesidad de subrayar que actuaba en fidelidad plena a la fuente divina de donde procedía su palabra “la misma fidelidad debe ser una cualidad constitutiva de la fe de la Iglesia, ya sea cuando enseña, ya sea cuando la profesa”.
En esta relación con la verdad radica el ministerio profético de la Iglesia. Se es profeta desde la fe y en comunión con la fe de la Iglesia, lo que está en contraposición con una actitud que fue frecuente en estos tiempos: la de justificar en un pretendido y autoatribuido “profetismo” la crítica sistemáticamente al Magisterio. Una cierta forma de hacer teología que quería justificarse como “profética” fue ya denunciada en la primera Encíclica de Juan Pablo II. Los teólogos, dice ahí, son “servidores de la verdad divina”, pero de una verdad de la que la Iglesia es responsable como sujeto social. En esta responsabilidad orgánica, el teólogo cumple un papel muy importante, pero como “servicio al Magisterio”, confiado en la Iglesia a los Obispos, unidos con el vínculo de la comunión jerárquica con el sucesor de Pedro”. Por eso, reconociendo el Papa toda la complejidad del trabajo teológico, afirma que éste “no puede alejarse de la unidad fundamental en la enseñanza de la Fe y de la Moral, como fin que le es propio”. El trabajo del teólogo deberá entenderse siempre en estrecha colaboración con el Magisterio, “en estrecha unión con esta misión de enseñar la verdad, de la que es responsable la Iglesia”[21].
Diversas situaciones relacionadas con la enseñanza de la teología, especialmente en el campo de la moral, que el Papa ya señalaba explícitamente en la R.H., están en el origen de su decisión de publicar dos Encíclicas de la mayor trascendencia. La Veritatis splendor y la Evangelium vitae. Los temas son por sí mismos elocuentes. Asistimos a una crisis que tiene diversas manifestaciones, pero que fundamentalmente es una crisis de la verdad. Y la expresión más clara de la gravedad que reviste la pérdida del sentido de la verdad, es lo que está sucediendo con la vida humana.
La crisis de la enseñanza de la moral
La Encíclica Veritatis splendor se justifica, dice Juan Pablo II, por la necesidad de responder, no ya a determinadas cuestiones relativas a la moral, sino por la de afrontar lo que el llama “una verdadera crisis” que afecta a “los fundamentos mismos de la teología moral”[22], en cuanto se “erradica la libertad del hombre de su relación esencial y constitutiva con la verdad”[23]. Se rechaza la doctrina común de la Iglesia acerca de la ley natural y acerca de la universidad y permanente validez de sus preceptos, y, por otra parte, se descalifica a la autoridad de la Iglesia para intervenir en cuestiones morales con autoridad propiamente magisterial. De esta manera la decisión moral es concebida como el acto de una libertad absolutamente autónoma, que no está sujeta a ninguna verdad objetiva de valor universal alcanzable por la inteligencia humana o revelada por Dios. Por el contrario, la conciencia individual debiera ser la instancia suprema del juicio moral, sometido no a la verdad, sino al criterio de la “sinceridad” y la “autenticidad”[24]. La pregunta “¿qué tengo que hacer para alcanzar la vida?” e.d. ¿Qué es lo bueno?, no debería entenderse como dirigida a ningún ser exterior al hombre mismo: ni a Dios, ni a la Iglesia. Con esto se niega que Dios sea la fuente de la rectitud moral porque El es bueno (como se lo recordó Jesús al joven “rico”) y, porque lo es, entrega al hombre sus mandamientos; se niega que Jesucristo merezca verdaderamente el título de “Maestro bueno”, y que haya dado a la Iglesia una misión de enseñar con la certeza de que quien la escucha lo escucha a El mismo. Estas afirmaciones, inseparables de la auténtica fe cristiana, serían para algunos teólogos la negación de la verdadera libertad del hombre. Esta exigiría, en cambio, que se le reconozca al hombre la capacidad de establecer con su propia inteligencia, de manera autónoma, los criterios del bien y el mal.
Esta crisis de la verdad que afecta a la cultura moderna, también está presente entre nosotros. Algunos defensores del proyecto de ley sobre la familia, que admite el divorcio vincular, rechazan los argumentos a partir de la ley natural, es decir, de lo que conviene o no a la naturaleza humana. Según ellos, sostener (como lo hace el Papa) la existencia de verdades objetivas de valor universal, como única salvaguardia verdadera de la dignidad humana, sería atentatorio contra la libertad del hombre y haría imposible la convivencia democrática en una sociedad pluralista. Hablar de verdades objetivas universales acusaría ya una mentalidad totalitaria.
Libertad y Ley moral
La cuestión fundamental es, por lo tanto, como lo advierte el Papa, la de la relación entre la libertad y la ley divina[25]. La pretensión de una autonomía total de la conciencia humana respecto al “recto ordenamiento de la vida en este mundo”, es, en el fondo, una pretensión atea[26], según la cual las cosas no dependen de un Dios y, por lo tanto, el hombre puede utilizarlas sin alguna referencia a un Creador[27]. Por eso, ninguna teología moral podría justificar la “autonomía completa de la razón el ámbito de las normas morales”. O bien sería incapaz de satisfacer lo que realmente se esconde en la pretensión de autonomía (negar a Dios) o dejaría de ser verdadera “teología”. Que es lo que sucede, según el Papa, cuando algunos teólogos olvidan que Jesús no abolió los mandamientos que dan prescripciones de valor universal (mandamientos negativos). Cristo revela cuál es el sentido profundo de los mandamientos de Dios (Mt 5). Ellos marcan el camino del amor a Dios y al prójimo, y custodian la libertad. Cristo afirma, por cierto, que sin la humildad y la misericordia el cumplimiento de los mandamientos no nos salva, pero al mismo tiempo afirma la necesaria relación que existe entre la libertad y la ley divina: “Si quieres entrar en la vida, cumple los mandamientos” (Mt 19,17). Los mandamientos están al servicio del amor, al que se ordena en definitiva la libertad. Por eso es, recuerda el Papa, que en los escritos apostólicos hay “una enseñanza ética con precisas normas de comportamiento”[28]. En realidad, los Apóstoles aparecen muy vigilantes respecto a la conducta de los cristianos; porque enseñan que las faltas contra las obligaciones morales precisas de la ley de Dios destruyen la unidad de la Iglesia (1 Cor 5, 9-13), impiden la entrada en el Reino de Dios (Gál 5,21) y, aún más, los que así viven ofuscados en vanos razonamientos y habiendo cambiado la verdad por la mentira ni siquiera llevan una vida humana digna (Rom 1). La inobservancia de los preceptos morales es signo evidente, para San Pablo, de la ausencia del Espíritu de Dios, cuya presencia, por otra parte, se reconoce en comportamientos muy concretos (Gál 5,16-22).
La opción fundamental
Al leer estos textos apostólicos queda claro que la actitud moral de la persona no se define únicamente en función de su “opción fundamental”, como dicen algunos moralistas. Por una opción fundamental -dice la Encíclica Veritatis splendor- el hombre “es capaz de orientar su vida y, con la ayuda de la gracia, de tender a su fin, (pero) esa capacidad se ejerce de hecho en las elecciones particulares de los actos determinados”[29]. En realidad, toda elección implica una referencia de la voluntad deliberada a los bienes y a los males indicados por la ley natural y por la ley divina. Y si esta elección se dirige conscientemente a un objeto gravemente malo, esa elección está contradiciendo cualquier opción fundamental que pueda haber hecho la persona. Las opciones no son irrevocables. La exhortación del Deuteronomio: “pongo hoy ante ti vida y bien, muerte y mal… escoge la vida” (Dt 30,15-20), es un llamado a actualizar la opción fundamental por la Alianza en cada uno de los actos de cada día, optando por el bien indicado en los mandamientos. La pregunta “¿qué he de hacer para conseguir la vida eterna?” lleva implícito que hay actos que son conformes con el verdadero bien del hombre y hay otros que no, y la pregunta del joven del Evangelio expresa la importancia que tiene elegir bien esos actos. No basta, por lo tanto, la buena intención para dar valor moral a un acto. El objeto mismo del acto debe ser “ordenable a Dios”. Esta “ordenabilidad” al bien del hombre y a Dios -sostiene la doctrina católica- es reconocible por la razón, que de esa manera discierne qué actos son “intrínsecamente malos”. Esos actos son los que se oponen a la vida, a la integridad de las personas, a la dignidad humana. En sí hacen mal y no es lícito pretender alcanzar un bien (individual, familiar o social) a través de ellos queriéndolos directamente.
Esto pertenece a la doctrina bien conocida, acerca de la moralidad de los actos humanos, incluída la recta comprensión del principio del mal menor. Lo que se juega en esto -dice el Papa- es la cuestión misma del hombre. En el conocido episodio de Pilato, el Evangelio nos muestra a dónde lleva en relación con la suerte del hombre, desentenderse de la cuestión de la verdad. Por eso ante las exigencias morales concretas del Evangelio, en materia grave, el testimonio debe ser como el de Cristo: Se trata de la verdadera dignidad del hombre que hay que defender aún a costa de la propia vida. Esto, recuerda la encíclica Veritatis splendor, ya lo habían comprendido filósofos como Sócrates, los estoicos o el poeta Juvenal[30]. Un acto moralmente malo, aunque con él ganemos el mundo entero, no puede tener algún “significado humano”. Es, en sí, una violación de la humanidad.
Esta verdad que ha informado la cultura cristiana (y que no ha sido sólo de ella) tiende hoy a oscurecerse. La conciencia que sostuvo a tiernas niñas cristianas para preferir la muerte antes que sacrificar a los ídolos (Sta. Inés) o antes que consentir en un acto degradante (Sta. María Goretti), o para ofrecer su vida por el arreglo de la situación matrimonial de su Madre (la beata Laura Vicuña), es hoy día, para muchos, incluso cristianos, difícil de comprender. Lo verán, más bien, como ejemplos de intransigencia de la Iglesia, que carece de piedad con las personas. Pero el mero sentimiento de compasión no basta para salvar la vida humana. El prefecto que presidía el martirio de Santa Inés no era insensible a la crueldad que significaba ejecutar a esa niña de 12 años. Pero, en definitiva, lo hizo porque estaba al servicio de un Estado que se constituía árbitro de la verdad y del bien. La repugnancia que experimentaba ante esa crueldad era para él un sentimiento, tal vez, pero no la entendía como el rechazo de la conciencia a algo que iba contra la naturaleza humana. En cualquier caso, parodiando a Pilato se habría preguntado “¿Qué es la naturaleza humana?”. Para algunos hoy día, recuerda el Santo Padre, la naturaleza humana es sólo material biológico o social disponible, se encuentra fuera del ámbito de la libertad. Esta se define por sí misma. Crea sus valores. En el fondo el hombre se define sólo por su libertad, no tiene naturaleza, no es más que su libertad[31].
Pero una cultura que se construye sobre la capacidad del hombre de crear sus propios valores va directamente al despotismo inhumano. Era una cultura la que condenaba a una niña de 12 años por no reconocer el poder absoluto, divino, del emperador. Una cultura que había perdido el verdadero sentido moral, porque -recuerda Juan Pablo II- éste se fundamenta y se realiza en el sentido religioso auténtico[32]. Es Solzhenitsyn, el que dice, en un artículo de reciente publicación (donde cita a Juan Pablo II): el antropocentrismo, “oculto bajo el nombre más halagador de humanismo”, que “se hizo casi total en el siglo XX”, “ha alterado toda la jerarquía de valores, toda comprensión de la esencia del ser humano y de los fines de su existencia “y eso -dice- porque “se elimina del sistema de representaciones y motivaciones humanas… el componente religioso”.
La verdadera misericordia hacia la debilidad humana no puede llevar a falsificar la medida del bien y del mal. Llamar bien al mal y viceversa nunca ayudará a las personas. Según el profeta Isaías, es el mayor mal que le puede acontecer a un pueblo (5,20). Irá, como ciego, a su destrucción. Ni los profetas ni Jesucristo (al que no podemos tachar de falto de misericordia por los débiles y pecadores) hicieron de la debilidad humana del criterio del bien moral. A la mujer adúltera no la condenó, la acogió con misericordia, pero la animó a no volver a hacer lo que era malo; que era seguramente lo que ella misma quería oír (Jn 8,1-11). El publicano de la parábola no está esperando que alguien le diga que no se preocupe, que sus actos injustos se explican por la “cultura de los recaudadores de impuestos” y por las estructuras imperantes. Está avergonzado por su conducta, reconoce que robar es malo y sale justificado porque pide perdón; naturalmente con el propósito de no volver a hacerlo (Lc 18, 9-14). La pretensión de acomodar la norma moral a la propia capacidad y a los propios intereses, dice el Papa, es propio de la actitud farisaica[33].
El peligro del relativismo moral
El peligro que el Santo Padre advierte hoy día después de la caída del totalitarismo socialista es el de una “alianza entre democracia y relativismo ético”. Con eso se elimina cualquier punto seguro de referencia moral en la vida personal, familiar, social y política.
Hoy día, debilitada la confianza en la verdad en cuanto fundada en la verdad divina y alcanzable por la razón en la naturaleza de las cosas, toda la confianza se funda en razones estadísticas y culturales. La obtención de consensos en cualquier materia concede mayorías que legitiman cualquier cosa. Pero esto, hace notar el Papa, no es así para Jesucristo. Esto es claro en el caso del divorcio. Se puede decir que, en su tiempo, la “normalidad empírica estadística” estaba en favor del divorcio. Lo hace notar la reacción de los mismos Apóstoles. Pero toda “normalidad” estadística lleva en sí, en este mundo, la marca del pecado. Ella no puede asegurar que eso sea lo bueno, es decir, lo que realmente le conviene al hombre. Mayorías abrumadoras pueden ir en dirección al desastre. Los ejemplos sobran. Creo que se puede afirmar que las grandes catástrofes históricas sobrevienen apoyadas por las mayorías. Solo quien dice la verdad es capaz de referir la conducta de los hombres, de pueblos enteros, del mundo entero, al “origen”, como dice el Papa, refiriéndose al pasaje bíblico[34]. A ese origen en el que Dios creó al hombre y estableció en el mismo acto la norma que corresponde a una conducta propiamente humana. En el pueblo judío podía ser corriente divorciarse, pero en “el comienzo” no fue así. En el pueblo romano podía reconocerse como atribución del pater familiae deshacerse de criaturas en determinadas circunstancias, pero eso no era humano y así se entendió en el mundo occidental mientras fue cristiano. “Sólo la fe cristiana, dice el Santo Padre, enseña el camino del retorno al principio”.
Volver al Padre por Jesús
Ese “principio” es el del reencuentro con el Padre, reconociéndonos nuevamente hijos suyos. En el amor filial se resuelven todas las contradicciones que la soberbia introduce en la vida de los hombres. Si el pecado tiende a abolir la paternidad, Jesucristo nos muestra nuevamente el rostro misericordioso del Padre y nos libra de todo miedo abriéndonos con confianza a la vida, a la verdad y al amor. Abriéndonos con confianza a la vida, a la verdad y al amor. Abriéndonos a la esperanza. Con estos pensamientos concluyó el Papa su libro Cruzando el umbral de la esperanza. Él lo cruzó. Pidamos a Dios la gracia y el valor de hacerlo nosotros mismos, “fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe… que soportó la cruz sin miedo a la ignominia y está sentado a la diestra del trono de Dios” (Heb 12, 2).