Desde sus orígenes, la fiesta ha estado, pues, ligada indisolublemente a la sensibilidad de lo numinoso y, por ende a la religión, de la cual, a su vez, lo numinoso es la experiencia interior primera.

Desde sus orígenes hasta hoy, la fiesta “festiva por excelencia”, como la llama Josef Pieper, ha estado ligada a lo sagrado. Porque ha sido la dimensión trascendente del hombre la que se ha expresado en ella a lo largo de los siglos, insertándose como un interludio y, a la vez, como un enaltecimiento de lo cotidiano.

En los albores de la historia se configuró la institución festiva como un intervalo de sacralidad en el transcurrir de todos los días; como una mímesis revividora de los gestos de los dioses; como una pausa en los afanes y labores, para dirigir la mirada hacia lo alto; como una manera de medir el tiempo y, a la vez, como un trascender de lo cotidiano; como una transformación creadora del mundo mediante el arte, bajo la inspiración del paradigma sagrado; como una donación, una ofrenda de bienes y pertenencias para entregarlos a los hombres y a la divinidad, y como una catarsis depuradora que llevaba al reencuentro del hombre con Dios, con los demás y consigo mismo, en el olvido de sí.

El Barroco fue la última etapa histórica que dio aliento existencial y estético a la fiesta religiosa. Porque, a partir de la Ilustración, desatados los vínculos sagrados y generalizados el proceso de laicización, la institución festiva inició una larga etapa de crisis.

Sólo un puñado de estas formas festivas tradicionales creadas durante la edad barroca han pervivido en Chile y en Latinoamérica hasta hoy, refugiadas en la llamadas religiosidad y cultura populares. Ellas son testimonio de una época que hizo de lo místico el sentido de toda funcionalidad, que creó el tiempo a partir de la fiesta; que orientó el trabajo y encauzó el uso de los recursos hacia lo trascendente.

En un mundo regido por el trabajo, como es el de nuestros días, que se plantea el tiempo libre como suspensión de las labores habituales -esos son fundamentalmente los feriados y las vacaciones-, que restringe las celebraciones tradicionales o las traslada de fecha para no restar días a la productividad, puede resultar de interés el conocimiento de la institución festiva como experiencia vital orientada por lo sagrado.

Lo numinoso como origen de la fiesta

Según ha expresado Mircea Eliade, historiador de las religiones, lo sagrado y lo profano constituyen dos modalidades de estar en el mundo, dos situaciones existenciales asumidas por el hombre a lo largo de su historia. El hombre de las sociedades tradicionales fue un homo religiosus, y aunque no existe un único comportamiento para expresar lo sagrado, pues éste ha variado de acuerdo a la temporalidad, la experiencia religiosa tiene unos rasgos y unas dimensiones específicas, estrechamente relacionadas con la institución festiva, que ha constituido su más señalada expresión.

La fiesta tuvo, pues, su origen en la vivencia colectiva y social de lo sagrado. Mientras la experiencia religiosa individual deviene generalmente un proceso de interiorización de lo sagrado, la experiencia religiosa colectiva es en esencia exteriorización a través de la dramatización. Así se ha expresado la conciencia sagrada en el comportamiento colectivo durante el curso de los siglos.

El filósofo y teólogo alemán Rudolf Otto (1867-1934), en su libro Lo Santo (Das Heilige, 1917), expone una sugerente teoría para explicar la relación del hombre con lo sagrado. En lugar de estudiar las ideas de Dios y de religión, Otto analizó las modalidades de la experiencia religiosa, descomponiéndola en tres fuerzas fundamentales: lo terrible de la divinidad, es decir, su comprensión como mysterium tremendum que implica una dinámica de atracción-repulsión traducida en actitudes y gestos de humildad, invocación, sobrecogimiento y exaltación; la magestas de Dios, el entendimiento de su inaccesibilidad, frente a la cual el hombre experimenta un sentimiento de dependencia y de aniquilamiento del yo, y, por último, la energía, la movilitas Dei, el Dios vivo, pleno de actividad, cuyo abrasador fuego amoroso invita al hombre a unirse con él, a representarlo, a instaurar un ritual, a configurar un culto.

Otto designa todas estas experiencias como numinosas (del latín numen = dios), que constituirían la forma primera y más auténtica de la vivencia religiosa. Así, la relación del hombre con lo sagrado no se habría establecido originariamente, en los niveles racionales ni conscientes, sino se enraizaría aún más profundamente, en su vida anímica y prerreflexiva. En un impulso primordial, el hombre se puso así en contacto con esta categoría primigenia de lo sagrado, lo numinoso, que dio nacimiento al mito y al símbolo, a la utopía y al mesianismo, al arte y a la fiesta.

Desde sus orígenes, la fiesta ha estado, pues, ligada indisolublemente a la sensibilidad de lo numinoso y, por ende a la religión, de la cual, a su vez, lo numinoso es la experiencia interior primera.

El más allá se abrió para el hombre con la experiencia numinosa, inclinándole a ligar a él su propia inmanencia y la del mundo. Así le fue revelada a la humanidad la insuficiencia del orden cotidiano, de la rutina de la vida y la existencia de un mundo sobrenatural. Este sería, en principio, el sentido fundamental de toda religión como tensión hacia lo que Heidegger llama el “el Ser” que lleva a descubrir otro sentido en el mundo.

La fiesta ha sido así, a lo largo de la historia, una forma y una ocasión para comunicarse con Dios a través de los lenguajes sagrados. Una versión, a veces un residuo de la fiesta sagrada, puede ser considerada la fiesta profana, surgida ya en la antigüedad, y la apoteosis y el espectáculo del poder que la han caracterizado son susceptibles de ser interpretados como una derivación del impulso numinoso.

El Barroco, según señalara Werner Weisbach, recobró ese sentido primigenio y emocional de la vivencia religiosa que se ha designado como lo numinoso y puso en comunicación directa al fiel con la divinidad a través del arte y de la fiesta. Elevado a una categoría absoluta de derecho divino, el poder real usufructuó más plenamente que en épocas anteriores de los lenguajes sagrados en su propio beneficio, sirviéndose de las formas originarias de la fiesta religiosa para ponerlas al servicio de la exaltación de la persona del monarca.

La fiesta religiosa como sacralización del tiempo

Desde los inicios de la historia la experiencia festiva hizo del tiempo un transcurrir sacralizado. Por medio de la fiesta del hombre se ubicó en el tiempo, lo midió, y midiéndolo creó tiempo: un tiempo extraordinario, diverso, un tiempo de metamorfosis del tiempo. Es lo que Martín Heidegger en El Ser y el Tiempo ha designado como la “temporación de la temporalidad del ser ahí”.

Así la fiesta aparece a través de la historia como un registro temporal, como un modo simbólico de medir el tiempo; y, a la vez, la fiesta se manifiesta en todas sus fases y modalidades provista de un tiempo propio, que se inserta en la categoría temporal de lo cotidiano como diversidad y regeneración. En las sociedades tradicionales el tiempo se creaba a partir de las fiestas. El tiempo festivo como tiempo extraordinario constituía los hitos entre los que se desarrollaba el tiempo habitual; la cotidianidad no se vivía solamente con fiestas, sino entre fiestas.

Hoy principalmente se mide y se crea el tiempo con relojes, con cronómetros, con computadores, que pueden partir el tiempo hasta aislar centésimas y milésimas de segundo, o resolver ecuaciones en las que el tiempo se amplifica hasta unidades de años luz. Porque actualmente se piensa el tiempo casi exclusivamente desde las concepciones físico-matemáticas o desde la idea metafísica kantiana y postkantiana, para los cuales el tiempo es una noción cuantitativa y abstracta.

Pero antaño, desde los orígenes de la historia hasta el siglo XIX, las nociones de tiempo fueron cualitativas y no abstractas, y siempre estuvieron estrechamente ligadas a la experiencia vital. La trayectoria de los astros en el cielo, los ciclos de la vegetación, las edades de la vida y el deseo de trascendencia, generaban el tiempo y hacían de él una vivencia. Se establecían así parte fundamentales como el día, el mes y el año, aunque quedaban, en la indeterminación, las unidades de tiempo menores como la hora, el minuto y el segundo, o mayores, como la centuria o el milenio. Una celebración de ritos especiales marcaba el tránsito de una etapa a otra e instauraba las fiestas, fijadas en días determinados, que se repetían a lo largo de los meses y de los años. Era una manera de crear el tiempo, afincándose en él. Al repetirse, las fiestas hacían retornar cíclicamente el pasado, y retrotraían al tiempo de los dioses, del cual se hallaba recuerdo en el mito.

Antes que se impusiera la idea de irrevocabilidad del pasado, que configuró el concepto de historia, se vivió este tiempo cíclico que fundía pasado, presente y futuro. En El Mito del Eterno Retorno, Mircea Eliade sostiene que desde la aurora de los tiempos el hombre ha repetido constantemente el acto de la creación; sus calendarios religiosos han conmemorado en el espacio de una año todas las fases cosmogónicas que tuvieron lugar en el origen.

El cristianismo: síntesis y ritualización de las nociones cíclica y lineal de la temporalidad

El judeo-cristianismo introdujo en el tiempo cíclico arcaico una noción lineal del tiempo fundada en Cristo, comienzo y fin de la historia. Por medio de la liturgia, la comunidad cristiana ha creado otro tiempo que celebra la memoria de Cristo, al proclamar su venida, actualizar su vida y profetiar su retorno a la tierra.

Así se ha desarrollado entre los cristianos una vivencia ritual del tiempo, inscrito en el marco de su liturgia, en una doble tensión hacia el pasado y hacia el futuro. A través de las formas litúrgicas, el cristiano se une con el tiempo de Cristo en su venida a la tierra y se abre hacia el tiempo del nuevo advenimiento de Jesús, que pondrá fin a la historia. Al centrarse en los actos temporales de la vida de Cristo, la cronología cristiana ha adquirido la peculiaridad de desarrollarse en un ciclo ritual anual, en cuyo interior se sitúa un ciclo semanal. Así se ha constituido el calendario cristiano, marcado y caracterizado por los días de fiesta.

Dentro de la temporalidad ritual y lineal del cristianismo, la fiesta religiosa adquirió, pues, una nueva dimensión creadora del tiempo, a la vez conmemorativa y preparatoria.

De este modo, como recalca el historiador A. Y. Gurevithc, la percepción cíclica arcaica, mítica y poética del tiempo no desapareció con el cristianismo, sino que se fusionó con la concepción lineal.

Durante la era cristiana, la fiesta continuó siendo una de las instancias privilegiadas de crear el tiempo; de poner en contacto al hombre con lo sagrado y con la divinidad, y de retornar a un tiempo primero, la estadía de Cristo en la tierra.

El calendario cristiano creó en el transcurso del año un tiempo pasional y emotivo, centrado en la figura de Cristo, reforzado por la Virgen y los santos, el cual fue repetido siglo tras siglo. A la alegría de la Navidad sucedía el desenfreno del Carnaval, la contención de la Cuaresma y la tristeza de la Semana Santa.

Junto a la lúgubre celebración de difuntos estaban las gozosas fiestas de primavera y de verano. Con sus estaciones y sus fases marcadas por el solo y la luna, el año sirvió como unidad básica para fijar este orden de expansiones y jolgorios. Muerte y vida, alegría y tristeza, desolación y esplendor, frío y calidez, todo quedaba ajustado a este tiempo intensamente vivido, cargado de cualidades y se hechos concretos, que se creaba en las experiencias festivas.

El tiempo festivo como reintegración del hombre al universo de lo sagrado

Y dentro de este ritmo cristiano, pasional y emotivo, cada fiesta ha sido a la vez un hito y una regeneración temporal; un reintegro del hombre al universo de lo sagrado. Ello ha supuesto una modificación del tiempo cotidiano y la vivencia de un tiempo peculiar, de exaltación de éxtasis.

Ciertos etnólogos han planteado que el tiempo de la fiesta es un tiempo de paso entre dos planos del tiempo social. Pero el asunto se puede plantear de forma inversa, al menos en relación al tiempo de las sociedades tradicionales; porque es el tiempo cotidiano el que se desarrolla entre dos planos del tiempo festivo y no el tiempo festivo el que se extiende entre dos planos del tiempo social.

Durante la celebración festiva el tiempo se transforma y se renueva, surge un tiempo a la vez de retorno y de promesa; un tiempo de intensificación del tiempo.

Así las fiestas no son solamente una conmemoración; ni significan únicamente una ruptura o una anulación del tiempo, sino constituyen un fenómeno muchísimo más perentorio: crean tiempo al postular a la unidad absoluta de las dimensiones temporales por la fusión de pasado, presente y porvenir.

El ritmo de la temporalidad cristiana en Chile

La España barroca trasplantó a Chile el calendario festivo cristiano, forma de crear el tiempo en años, estaciones y meses, que no conocían sus pueblos indígenas.

Ese tiempo era la cadencia, acompasada, del orden emotivo de la vida de Cristo y el puente hacia la transcendencia; era el eco invertido de los ritmos del sol en el cielo y de la transformación de las estaciones sobre la faz de la tierra. Porque si bien las fiestas religiosas proyectaban el tiempo, lo actualizaban y lo hacían simultáneo al de la madrea patria, la inversión estacional que experimentaban las celebraciones cristianas e hispánicas en el hemisferio sur modificaban su acontecer e hispánicas en el hemisferio sur modificaban su acontecer y su ámbito espacial.

Junto al tic-tac del reloj que en el siglo XVII marcó por primera vez, instante a instante, el paso implacable de Chronos, la campana esparció sus tañidos en el aire cristiano, fijando los ritmos horarios y los ritos, el transcurso del tiempo habitual y su detención para el culto, el jolgorio y el reposo. Sus sones encerraron a lo largo de todo el año un significado simbólico y mágico, anunciando la buena nueva o el eterno descanso, celebrando la fiesta o conjurando al demonio.

A lo largo de todo el año la campana recordaba al fiel el cumplimiento del calendario litúrgico. Y con el fin de recalcar el sentido devoto de estas fiestas, escribió el jesuita chileno Ignacio García un pequeño libro titulado Respiración de el alma en efectos píos que han de ejercitarse en cada uno de los meses y fiestas del año…, que se publicó en Lima en 1775.

La fiesta religiosa recogió así el simbolismo de la liturgia, el imaginario colectivo, el fervor popular y la nueva hagiografía hispanoamericana, que estableció jerarquías e incorporó devociones mestizas en la que el culto a los santos patronos y la intensa devoción a María fueron rasgos peculiares.

Los misterios centrales del catolicismo expresados en los ciclos cristológicos -los primeros del calendario litúrgico cristiano fueron los de Navidad y Pascua de Resurrección-; la remembranza de las virtudes, heroísmos y milagros de los mártires y santos; las series hagiográficas; la dignidad de María, Virgen y Madre elevada a la divinidad en Cristo su Hijo, celebrada en las fiestas marianas, las últimas en incorporarse a la liturgia anual; todo este apretado cúmulo de dogmas y misterios, de verdades y tradiciones, se revivía año a año en las fiestas religiosas chilenas, sucediéndose en fechas fijas o en fechas variables, dentro de un determinado lapso.

A través de las fiestas religiosas se vivió en Chile la concepción cristiana del tiempo. Por eso estas celebraciones en el Reino no pueden tratarse como fenómenos puntuales, aislados, sino como manifestaciones de esa totalidad que era el año litúrgico, el cual, a su vez, como un sistema simbólico provisto de sentido, remitía a la dimensión trascendente, sobrenatural.

La semana y el mes quedaban sellados por las fiestas de Cristo, María y los santos y las estaciones del año por los grandes ciclos litúrgicos que culminaban en festividades: Adviento, Navidad, Epifanía, Cuaresma, Pascua, Pentecostés. Estos ciclos se singularizaban no sólo por el tono de los ritos dentro de las iglesias, sino por la atmósfera peculiar que creaban en la vida ciudadana, alegre y luminosa para Pascual y Navidad, triste y lóbrega para la de Cuaresma. Los colores de los ornamentos sacerdotales y de los paño litúrgicos revestían un significado simbólico, y comunicaban a los fieles, a primera vista, el mensaje transcendente y estético del ceremonial sacro: morado para el Adviento y la Cuaresma como expresión de la ascesis que debe preparar la venida del Niño y la Pasión, respectivamente; verde esperanza en Navidad y Epifanía; blanco resplandeciente para Pascua de Resurrección y rojo fuego para Pentecostés.

En Chile, las fiestas religiosas se inscribían, pues, en un ciclo anual, en el que había ritmos estacionales bien marcados, ya que, originalmente, subyació a muchas de estas fiestas cristianas una anterior celebración pagana que no pudo ser extinguida, sino sólo modificaba en sus signos y en su sentido.

La Resurrección de Jesús, por ejemplo, se celebra el domingo siguiente del equinoccio de marzo, para que no se identifique con la Pascua hebrea y para señalar el cambio de tono del Antiguo Testamento -que está dado de la ley- al tono del Nuevo Testamento -que proviene de la gracia-. Por otra parte, el 25 de diciembre, Pascua de Navidad, se celebraba en Roma antes de la venida de Cristo el solsticio de invierno. El cristianismo opuso al mito pagano del nacimiento del sol, la realidad de Cristo Dios llegado al mundo como sol que nunca se ocultará.

Pero en este Reino el sentido estacional de la fiesta se invertía por el cambio de hemisferio, lo que llevó en ciertas ocasiones, sobre todo en las fiestas que caían en pleno invierno, a la incoherencia entre el clima y el ritual, que redundó en modificaciones, en rechazos y, finalmente, en cierta desarticulación del ceremonial festivo. Así la Navidad invernal originaria se transformó aquí en una calurosa celebración; la primaveral semana santa, en una melancólica y otoñal conmemoración, quizá más ajustada a su significado primigenio; y el vistoso ceremonial al aire libre de la fiesta de Santiago hubo de llevarse a cabo, en ciertas oportunidades, en medio de lluvias torrenciales.

“La fiesta incesante”

En 1696 el número total de todas las fiestas religiosas en el Reino de Chile sumaban 94 más los 52 domingos, lo que daba un total de 146 días, pero no todos ellos eran feriados, ni de precepto.

En 1760 el número de días festivos había aumentado a 101, incluyendo los días de vigilia. Puede decirse, entonces que casi una tercera parte del año, incluyendo los 52 domingos, se dedicaban a actividades “no funcionales”, cifra a la que habría que agregar las efemérides cívicas y religiosas ocasionales, derivadas del acontecer histórico.

Desde el punto de vista filosófico y teológico, el calendario litúrgico del Reino de Chile era, pues, la secuencia de una fiesta tras otras, la “fiesta incesante”, como la ha llamado el filósofo Josef Pieper; la “fiesta eterna”, como la denominara Orígenes ya en los albores de la era cristiana, que constituye, de hecho, la liturgia de la Iglesia y cuyo sentido más profundo está es la aceptación del mundo y en la permanente alabanza cultural a Dios por todo lo creado.

A los ojos del historiador actual, esta abundancia de fiestas es uno de los más claros índices de la religiosidad, el tradicionalismo y del carácter premoderno de la sociedad chilena del período estudiado. En el ámbito de la cultura, la modernidad empezó justamente con la restricción de la fiesta a comienzos del siglo XIX, que, no por casualidad, coincidió con la Independencia. Esta restricción implicó la imposición de una nueva racionalidad que reorientó el sentido del trabajo y el uso de los excedentes.

Sin duda, la importancia cuantitativa y simbólica que la fiesta alcanzó en Chile durante el período en estudio, fue una herencia hispana premoderna reforzada por el legado aborigen. Porque los rituales y ceremonias constituyen hasta hoy piedras angulares del mundo cultural indígena. Si América fue el crisol donde se amalgamaron razas y sangres, mentalidades y costumbres, también fue del gran adoratorio, donde confluyeron imágenes y cultos, celebraciones y rituales; el telúrico escenario donde se desplegaron fusionados los afanes festivos y la capacidad lúdica de conquistadores y conquistados.

Clases de fiestas religiosas

El sistema de las fiestas religiosas en el Reino de Chile era complicado. Existían las fiestas fijas, en fechas determinadas, y las fiestas movibles, cuyas fechas variaban en el curso de los años; las fiestas religiosas de precepto, que eran todas aquéllas en que era obligatorio oír misa y abstenerse de trabajar; las fiestas de tabla y las fiestas votivas, en algunas de las cuales la celebración era obligatoria; los días de vísperas de tablas y los día de punto o períodos entre fiestas; por otra parte, estaban todas las fiestas religiosas ocasionales, en las cuales se llamaba a la celebración por medio de bandos.

Una carta del gobernador de Chile Tomás Marín de Poveda al Rey con fecha 2 de junio de 1696, pone en conocimiento de la abultada lista de fiestas religiosas existentes en Chile a fines del siglo XVII y de sus distintas clases, la de tabla, las de precepto, las que guarda la Audiencia y las que se habían guardado hasta entonces.

El año 1760 el Cabildo de Santiago recogió y sistematizó toda la normativa referente a las fiestas religiosas que se realizaban en la ciudad a lo largo de todo el año y la puso por escrito, en la “Tabla de la Ceremonia y Etiqueta que observará el Ilustre Cabildo en todas sus fiestas”, mencionada, reglamento cuyo conocimiento es indispensable para la reconstitución del ritual festivo chileno.

Fiestas fijas

Por medio de las fiestas fijas, el año quedaba enmarcado y compartimentado por una red sagrada que se iniciaba en enero con la Circuncisión del Señor y concluía en diciembre con las fiestas de Navidad.

Cada semana, además, el domingo reiteraba la importancia de la celebración festiva.

El domingo era la expresión semanal de la fiesta, la interrupción del tiempo corto por la sacralidad y el jolgorio.

Desde los primeros siglos cristianos el domingo -dominicum = día del Señor- había estado vinculado a la misa y aun se identificó con ella. En el imperio romano. Novaciano reprendía a aquellos cristianos que después de haber asistido a misa y llevado consigo el pan consagrado, se apresuraban a frecuentar las diversiones lúbricas del circo. Pero, como demostró la historia, triunfó el afán lúdico del hombre.

Fiestas movibles, ciclos festivos religiosos y celebraciones extraordinarias

La tupida red de fiestas religiosas fijas, se intercalaba con celebraciones movibles y ciclos festivos de dos o más días, que se sucedían a lo largo del año para celebrar los misterios cristianos.

Al conjunto de todas las celebraciones fijas y movibles que integraban el ciclo religioso anual se agregaban las celebraciones extraordinarias, organizadas en razón de algún motivo especial, ya fuera trágico o alegre. Innumerables fueron, por ejemplo, las procesiones de rogativa que organizó a lo largo de todo el período el Cabildo santiaguino para alejar los acontecimientos aciagos. En su carácter de vocero de los vecinos y de sus preocupaciones, a este organismo le correspondía tomar la medidas oportunas cuando una calamidad pública, terremoto, sequia o epidemia, amenazaba a la ciudad, porque en aquella época, para enfrentarse a los rigores de la naturaleza, no cabía otro recurso que encomendarse a la misericordia de Dios, e implorar su perdón. Esta idea fue, en efecto, la que impregnó todos los acuerdos consignados en las actas, en las cuales se tenía siempre buen cuidado de dejar constancia de que cualquier azote o desgracia no podía tener otro origen que los pecados de la comunidad y, por tanto, su remedio pasaba por la penitencia y las rogativas públicas, con las cuales se podía intentar aplacar la ira divina. Estas celebraciones pueden ser consideradas como fiestas debido al espíritu que las animaba.

Así, en una sociedad precapitalista, premoderna y antipragmática, como era la chilena de esa época, no era el ritmo del trabajo -como hoy- lo que determinaba el tiempo, sin justamente el ritmo de las celebraciones. La fiesta en Chile era la que creaba el tiempo y no el trabajo; porque era el tiempo festivo el que daba la pauta de la creación de temporalidad y el tiempo de labor era un tiempo “entre fiestas”. Lo interesante era entonces que lo extraordinario daba la pauta de lo ordinario. Y ésta es una de las granes diferencias entre la sociedad premoderna y la moderna. En Chile, casi un tercio del año estaba ocupado entonces por lo “no funcional”, es decir, dedicado a lo que da sentido a toda funcionalidad: lo sagrado.


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