Hay un nombre que en el siglo XX deba ser destacado por sus aportaciones a la filosofía de la historia –y particularmente a la filosofía cristiana de la historia– compartiendo indistintamente méritos con algunos otros autores ese es Christopher Dawson.
Poco más de treinta años han transcurrido desde la muerte de Christopher Dawson, quien concluyó su vida a la edad de 81. Sus últimos años de actividad no se desarrollaron en su patria, Inglaterra, sino que tuvieron como escenario la Universidad de Harvard, siendo de notar la proyección que en ese tiempo su persona y su obra llegó a alcanzar en el mundo cultural norteamericano [1].
Nacido en 1889 en las cercanías de la frontera con Gales, educado en colegios británicos clásicos y en la Universidad de Oxford, Dawson se considerará siempre deudor, muy principalmente, del sustrato cultural vivido y recibido en su familia. Heredero, por línea paterna, de un anglicanismo proclive a Roma, encontramos también allí la raíz de su acercamiento al ambiente del Movimiento de Oxford, de su hondo conocimiento de la obra de John Henry Newman y por cierto de su joven conversión al catolicismo [2].
Aunque se podría especular al respecto, resultan en último término desconocidas las verdaderas causas de un cierto silencio recaído sobre su obra, particularmente después de su muerte. Hoy, sin embargo, es claramente posible distinguir signos positivos en cuanto a su revalorización. Habla, por ejemplo, en favor de ello, la traducción de nuevos títulos suyos al español y a otras lenguas europeas. Es indicativo, asimismo, que un auténtico «best seller» en el debate contemporáneo, como Samuel Huntington, dé inicio al más divulgado de sus ensayos [3] citando, entre los autores modernos de grandes morfologías o historias de la civilización, junto con Spengler, Toynbee, Braudel, Weber y Durkheim, a Christopher Dawson.
Tres son las obras fundamentales de nuestro autor: Progress and Religion (concebida originalmente como introducción a un largo proyecto titulado «The Life of Civilizations», que no llegó a realizarse en su integridad); Religion and Culture [4]; y aquella a que debe prestarse mayor atención, The Dynamics of World History («La Dinámica de la Historia Universal» [5] ), su obra más relevante. Esta última está compuesta por diversos trabajos desarrollados por Dawson entre los años veinte y los cincuenta. Fueron ellos reunidos por su discípulo norteamericano John Mulloy –quien los prologa y comenta en extenso epílogo– y revistos y en parte reescritos por el propio Dawson. Su primera parte da cuenta de la perspectiva sociológica en que se apoyan sus análisis, en tanto que la segunda constituye un recorrido analítico a través de las grandes concepciones de la historia, quedando en claro aquí la impronta agustiniana de la suya.
Puestos a la consideración y análisis del conjunto de la obra de Dawson, habrá necesariamente que plantearse la pregunta acerca de cuál es la correcta calificación científica que corresponde darle. ¿Estamos frente a una filosofía de la cultura? ¿Trátase de una filosofía de la religión? ¿O bien de una filosofía de la historia?
Una respuesta ajustada obliga a afirmar, en primer lugar, que una preocupación de esa índole estaría lejos de inquietar al propio Dawson. Se sentiría seguramente incomodado y desde luego dubitativo en cuanto a qué responder.
Quien haya leído su obra verificará, en segundo lugar, que podría perfectamente darse, asimismo, una respuesta afirmativa a las tres preguntas que han sido formuladas, pues hay en efecto en Dawson, al mismo tiempo que una filosofía de la cultura, una filosofía de la religión y, por cierto, también una filosofía de la historia.
Es verdad que en alguna ocasión nuestro autor parece reluctante a que lo consideren primordialmente un filósofo. Asimismo, para algunos conocedores de su obra, el mayor valor suyo radica en la inteligencia y enorme amplitud panorámica de sus percepciones, más que en la estructuración rigurosa de una filosofía o en un estudio filosófico de la historia, como puede verse por ejemplo en su contemporáneo, también británico, Arnold Toynbee.
Si esto es efectivamente así, nadie entretanto podrá negar el valor, la hondura y la originalidad de una importante cantidad de intuiciones filosóficas suyas, nacidas de la meditación de la historia, así como la consistencia que se desprende del conjunto de ellas, aun cuando a veces adolezcan de cierta falta de sistematicidad.
En tal sentido, una tarea útil –en orden principalmente a ahondar en el significado y valor de la obra de Dawson– pudiera ser la de confrontar su pensamiento con el de dos eminentes figuras de la filosofía de la historia de su tiempo, de muy diferente estilo al suyo: Oswald Spengler y el ya citado Toynbee. Nuestro autor dedica por lo demás, a cada uno de ellos, un capítulo de «La Dinámica de la Historia Universal», amén de numerosos comentarios esparcidos en sus libros y artículos. Dicho cotejo tendría el beneficio de introducir al lector en el horizonte de Dawson, ubicándole en seguida a distancia y en contraposición con algunas escatologías terrenas o inmanentistas y con filosofías de la historia impregnadas por expresiones de la moderna gnosis idealista.
Queda así entendido que en el estudio de esta obra, si bien puede hacerse un enfoque centrado en el historiador que fue Dawson, también se lo puede hacer en el Dawson filósofo. En el segundo caso se atenderá particularmente a aquellas investigaciones y reflexiones que contribuyen a iluminar el horizonte de sentido de los hechos humanos.
Hay que decir –a propósito de la filosofía de la historia– que Dawson es un decidido defensor de lo que llama «metahistoria» –su propio y más genuino campo de pensamiento–, ámbito en el que cohabitan y se complementan desde la historia hasta la teología, pasando por la sociología, la ciencia política, la antropología, el arte y la filosofía. Sobre la validez criteriológica de este «credo ut intelligam» de raigambre agustiniana, puede inquirirse –encontrando una respuesta claramente positiva– la opinión de autores como Maritain, Gilson, Guitton o Pieper.
Particular relevancia tiene en el conjunto de esta «metahistoria» la concepción de la cultura que desarrolla Dawson. Ella atraviesa y enriquece toda su obra y resulta de una equilibrada ecuación de elementos materiales –«biologismo moderado» podríamos llamarla, que comprende desde el contexto geográfico hasta la conformación de las razas– y elementos espirituales, fórmula que supera con ventaja los desequilibrios producidos por diferentes determinismos. En dicha ecuación prevalece siempre el factor espiritual –garantía última de la libertad humana– pues la síntesis de una cultura se obtiene para Dawson en el plano de la inteligencia, siendo la más alta expresión de ésta la inteligencia de la religión.
Lo que definitivamente marcará el carácter de una cultura y de una civilización y su diferencia con otra será, de esta manera, una determinada visión, un cierto concepto de la realidad. Ni la región, ni la raza, ni siquiera la lengua –resultado de una tradición racional– guarda comparación en sus efectos sobre la cultura, con aquel que tiene el mundo interior propio que la define. Podrá dicha visión ser el resultado de generaciones de pensamiento y acción común o brotar de la repentina inspiración de un espíritu iluminado. Entretanto, prácticamente siempre, su efecto sobre la «materialidad» de la cultura será infinitamente más apreciable que el que dicha «materialidad» pudiera en alguna circunstancia llegar a tener sobre el espíritu de la cultura.
Esta preeminencia de la inteligencia en la concepción de la cultura no implica, como es fácil advertir, que Dawson esté de algún modo comprometido con el punto de vista intelectualista de los filósofos de los siglos XVIII y XIX. Así, en efecto, mientras estos niegan a la religión su influencia vital en el plano del progreso humano –no serían las religiones más que estadios en el paulatino autodesarrollo del Espíritu puro– nuestro autor amplía el concepto de mente humana considerando en él todo el hondo espacio de la conciencia.
Observando de este modo el desarrollo de las más diversas sociedades, desde las primitivas hasta las de nuestro tiempo, indagando en las características de las grandes crisis de la historia y en la reacción que tienen ante ellas las distintas fuerzas vitales que dan soporte a las sociedades, Dawson concluye que, en el curso de los siglos, puede comprobarse de modo reiterativo que la religión es la mayor «fuerza cohesiva» de la cultura y que constituye la «clave de bóveda» de toda gran civilización, ello hasta el punto que cuando una sociedad pierde su religión, tarde o temprano pierde su cultura.
La historia de la cultura se diseña a los ojos de Dawson como esos manuscritos antiguos que conservan siempre las huellas de escrituras anteriores, nunca enteramente borradas, y que se conocen con el nombre de «palimpsestos». En estos, en los trazos dejados por las culturas primitivas y también por las más desarrolladas, figura un mundo que yace profundamente bajo la superficie de la conciencia. Es allí que se adentra nuestro autor, acompañado hasta cierto punto por Carl Jung. Fluye también de esta concepción de la cultura el carácter eminentemente conectivo del conocimiento histórico de la historia como memoria, tradición y conocimiento interior.
En esta misma línea de consideraciones, la distancia que separa a lo religioso de lo irreligioso estriba para Dawson, más que en niveles de cultura, en niveles de conciencia. Cuando, por ejemplo, el misterio que se manifiesta en la naturaleza es adorado por sí mismo, se está aún en el estadio del paganismo; cuando las fuerzas que gobiernan la naturaleza permiten entrever al Dios del alma, aunque sea todavía en las profundas oscuridades de la conciencia, están otorgadas las bases para una evolución religiosa tal cual se aprecia en las religiones históricas.
Como ya se percibe, el mundo de la cultura llega a existir por la cooperación entre la psique y la razón y ha sido, afirma Dawson, función histórica de las religiones lograr ese ensamble. De ahí sus expresiones tan definitivas: «Las religiones mundiales han sido las claves de bóveda de las culturas del mundo de suerte que, si se las quita, los arcos caen y el edificio se derrumba». Se hará en consecuencia necesario mirar hacia este ámbito superior de la realidad para alcanzar la comprensión de las formas internas de una sociedad y su cultura. Conviene entretanto precisar, como lo hace nuestro autor, que esta relación entre religión y cultura es tensa y ambigua, ya que su influencia es recíproca u opera en ambas direcciones. Ello se observa de modo muy evidente, por ejemplo, en circunstancias de grandes cambios culturales, pues aunque en general la religión ejerce una influencia como fuerza unificadora en la creación de una síntesis cultural y en el soporte de las tradiciones, ofrece también factores que facilitan o impulsan el dinamismo transformador de las sociedades, pudiendo incluso llegar a operar –el sentimiento religioso– como fuerza desintegradora en momentos de auge revolucionario.
Es bien visible que esta ambigüedad en las relaciones entre religión y cultura ha generado a lo largo de la historia fuertes tensiones. Algunas observaciones a este propósito son dignas de subrayarse. Una tensión de este género puede, por ejemplo, llevar a veces a la identificación de la religión con una «particular síntesis cultural alcanzada en un momento y lugar determinados por acciones de fuerzas históricas». Ello derivará en una situación contraria y perjudicial para la universalidad de la verdad religiosa, pero también en una suerte de idolatría. Esto es, en la divinización de una creación humana que sustituye y toma en el inconsciente el lugar de la eterna realidad trascendente.
Ahora bien –y asoma aquí el talante de nuestra era– si en el pasado fueron numerosos los conflictos culturales que se expresaron, verbi gratia, en forma de cismas o herejías religiosas, hoy, entre tanto, ha sobrevenido un cambio casi absoluto en la materia, que crea una situación completamente nueva: «Han caído las barreras de las culturas-religiones y por primera vez en la historia todo el mundo físico llega a ser uno solo», escribe Dawson ya en 1945, cuando avizora un fenómeno que considera anómalo y exclusivo de esta época –la secularización–, y que a su juicio amenaza la supervivenciade la religión y también de la cultura.
Dicha inclinación de la cultura, originada en Europa e inspirada, aunque no en forma exclusiva, en la filosofía de la Ilustración, navega hoy más que en la fuerza de estructuras ideológicas, «en las técnicas científicas occidentales que proporcionan la estructura común de la existencia humana y la base sobre la cual se está formando una nueva civilización científica universal», expresa nuestro autor.
¿Qué desafío advierte, en el fondo, en este contexto –«unificado, organizado y controlado por el conocimiento y las técnicas científicas»– para la religión, y en particular para las grandes religiones universales? «Todas ellas (las religiones) sobreviven y continúan influyendo en la vida humana, pero todas ellas han perdido relación orgánica con la sociedad que se expresaba en la síntesis tradicional de la religión y de la cultura, tanto en Oriente como en Occidente», afirma. La que tenemos ante nuestros ojos es así la secularización más completa, intensa y amplia que el mundo haya conocido. De lo que concluye que«una cultura de esta clase no es de ningún modo una cultura en el sentido tradicional, es decir, no es un orden que reúna todos los aspectos de la vida humana en una comunidad espiritual viva».
Particular riqueza y hondura muestra la obra de Christopher Dawson cuando, adentrándose en lo que se podrían llamar «elementos para una Filosofía de la Religión», siempre desde la perspectiva de lo eterno, ilumina y dirime, con reflexiones en torno a distintos aspectos de la cultura y religiosidad tanto occidental como oriental, estas complejas relaciones entre religión y cultura.
Su concepción de la cultura y la esencial presencia en ella del factor religioso, enriquece en nuestro autor el concepto de civilización, el cual es comprendido en un sentido positivo y comunicador de valores. Se ubica así, a este respecto, en clara contraposición con la idea de Spengler, para quien la civilización representa la etapa de muerte de una cultura, inserta en el proceso del fin de los ciclos que eternamente retornan.
Lo anterior nos lleva al núcleo de la metahistoria en Dawson. Según explica Mircea Eliade en su libro «El mito del eterno retorno» [6], la religiosidad de los pueblos primitivos, e incluso la de antiguas culturas, no lograba superar el «terror de la historia», generado por un fin ignoto, dando así origen a un proceso de infinitos ciclos que se repiten. Como lo han tratado tantos autores, incluido Dawson –y de modo especialmente lúcido Nicolai Berdiaev [7]– la historia con sentido de inicio y de fin es un aporte de la revelación y de la cultura judeo-cristiana que, a vista de la eternidad y fruto de su encuentro con ella, cambia la percepción del tiempo. Desde San Agustín –que puede considerarse el fundador de la filosofía cristiana de la historia– el tiempo es percibido así como un resultado de la distensión del alma (distensio animae) entre un antes y un después, entre un comienzo y un fin de la historia, frente a la cual y dentro de la cual el hombre se mueve con libertad.
Hay sin embargo en todo esto, como ya se puede intuir, infinitamente más. Pues en último término la luz aportada por el judeo-cristianismo a la intelección de la historia encuentra su natural culminación en la propia presencia de lo divino en la historia: Dios se ha revelado primero al hombre y más tarde se ha hecho hombre por la encarnación de la segunda Persona de la Trinidad. Encarnación y Trinidad constituyen así el eje de la «metahistoria». Queda puesta así ante nuestros ojos la historia sub specie aeternitatis.
Paradójicamente, esta perspectiva teológica y trinitaria de la historia estará en el origen también de la gran controversia gnóstica de la modernidad. Pues en efecto –como lo expone con claridad Eric Voegelin [8]– encontramos en una idea engendrada por Joaquín de Fiore en el siglo XII sobre el propio molde de la Trinidad, la génesis de las más diversas concepciones gnósticas de la historia, que suponen que ésta alcanza su conclusión y su coronamiento en el propio ámbito de lo intramundano. La fuerte presencia de estas concepciones alcanza hasta nuestro tiempo, abrazando con su sombra distintas expresiones ideológicas que, como la idea de progreso nacida con la Ilustración, operarán como sucedáneos de la religión.
Ya en el Prólogo de su primera obra publicada, The Age of Gods (1928), podemos verificar que Dawson manifiesta tempranamente preocupación por el tema del progreso de las culturas. Establece entonces que en lugar de una ley uniforme capaz de dar cuenta del mismo, es necesario distinguir lo que ha de apreciarse como «tipos principales de evolución social», materia en la que subraya la importancia de factores como el entorno geográfico y el mestizaje cultural. En varias otras ocasiones y lugares volverá también a ocuparse de este problema desde similar perspectiva.
No es éste, sin embargo, el horizonte en que se considera el tema del progreso en su obra capital, «Progreso y Religión». Dice él aquí relación con la perspectiva ideológica que este concepto asume en la cultura moderna, principalmente a partir de la Ilustración, y sus consecuencias en orden a la filosofía de la historia.
En coincidencia con otros autores que se ocupan del análisis de este período en la historia del pensamiento –Jean Guitton [9] y el ya citado Berdiaev, por ejemplo– nuestro autor observa que en el siglo XVIII, por obra de los filósofos ilustrados, se produce una suerte de suplantación del sentimiento religioso de forma tal que, conservándose una fe en un Creador benefactor y providente y la aceptación de los principales preceptos de la moral cristiana, estos conceptos son «despojados de su dimensión sobrenatural y adaptados al esquema utilitario racional de la filosofía contemporánea. Así, la ley moral es privada de los elementos ascéticos y espirituales y equiparada a una filantropía práctica, y el orden providencial es transformado en una ley natural mecanicista. Sobre todo, fue este el caso de la idea del progreso», concluye, en consecuencia de lo cual «la creencia en la perfectibilidad moral y en el progreso indefinido de la raza humana tomó el sitio de la fe cristiana en la vida futura, como el fin último del esfuerzo humano».
Diversos sucesos a lo largo del siglo XIX y, sobre todo, las circunstancias catastróficas que acompañaron el comienzo del siglo XX, conmovieron entre tanto, y muy profundamente, la estabilidad del credo del progreso. No resta ello sin embargo actualidad y proyección al problema aquí abordado. Pues si bien es cierto que hoy no se aceptaría esa fe en el progreso en los términos formulados por los filósofos de la Ilustración, ella permanece todavía como una atmósfera de fondo, impregnando en buena medida «la problemática de nuestro tiempo, que se encuentra como a medio camino en el dilema entre irracionalidad milenarista y racionalidad positivista sin esperanza», según observa de modo muy certero Ratzinger. Lo cual coincide admirablemente con la temprana previsión de Dawson, expresada ya en 1927, en el sentido de que estaba por nacer una nueva cultura que no reconocería jerarquía de valores y se abandonaría al caos de las sensaciones, permitiendo que «la más asombrosa perfección de la técnica científica esté dedicada a fines puramente efímeros».
Siguiendo la línea central del pensamiento de Dawson, tendremos que serán las implicancias antropológicas de este proceso cultural las que concentrarán principalmente su atención, pues, como explica, es el hombre y su ubicación en el universo lo que en consecuencia de lo anterior viene a ser alterado:
¡«Si bien la nueva síntesis –dice Dawson en «Progress and Religion»– fue superior en lo relativo al mundo físico a la del siglo XIII, con todo, fue inferior a ésta, ya que no abarcó la realidad como una totalidad. El hombre no sólo perdió su lugar central en el universo como el eslabón entre la realidad superior del espíritu y la realidad inferior de la materia, sino que quedó en peligro de ser echado totalmente fuera del orden inteligible, pues si el universo es concebido como un orden mecánico cerrado y gobernado por leyes matemáticas, ya no hay lugar en él para los valores espirituales y morales que anteriormente habían sido considerados como la realidad suprema. De esto se seguiría que el mundo de la conciencia humana es subjetivo e irreal, y que el hombre mismo no sería otra cosa que un subproducto del vasto orden mecánico que ha revelado la nueva ciencia».
Se hace presente, como es dable percibir, la gran tentación de la cultura contemporánea, pues esta dislocación reductiva del hombre en aras de un orden mecánico, según lo explica Dawson, no es de modo alguno inocua.
Con la guía de Von Balthasar [10] y Voegelin [11], podemos ver aquí lo que verdaderamente se esboza como filosofía «moderna» de la historia. Si quien emprende la consideración de lo histórico quiere evitar el mito gnóstico, debe tener siempre a la vista, afirma el primero, un sujeto que obre y se manifieste en lo histórico, siendo éste a la vez una esencia universal normativa. Y dicho sujeto sólo puede ser Dios o bien el hombre.
Así como la filosofía nace del amor al ser y del afán por reconocerlo y conformarse con él, el gnosticismo quiere enseñorearse del ser. Para ello operará la reducción a una forma intramundana de aquello que es por naturaleza trascendente, y finita de aquello que es infinito. Construirá un sistema. «El sistema es una forma gnóstica y no filosófica de pensar», subraya Voegelin.
En su libro «Hacia la comprensión de Europa» [12], Dawson dedicará el Capítulo X a explicar el «tour de force» que provoca en la cultura occidental Hegel con su filosofía, cuya dinámica arranca precisamente de una «filosofía de la historia». Trátese en este caso, apunta Dawson, de subyugar la realidad «con el enhiesto vigor del pensamiento e incorporarla con todas sus contradicciones en la totalidad de una síntesis absoluta», equivalente, en este caso, al reino definitivo del progreso.
Para Guitton, Ratzinger y Maritain se está aquí frente al paradigma de la gnosis moderna. «En último análisis, la metafísica hegeliana y la filosofía hegeliana de la historia son el gnosticismo moderno: son puro gnosticismo», dirá Maritain [13]. Esta misma idolización gnóstica, coinciden estos autores, será la que encontraremos en Marx, y al mismo tiempo, en circunstancias distintas, es la que incluso acompañará –explica Dawson en «La Dinámica de la Historia Universal» – el propio proceso contemporáneo de «occidentalización» del mundo.
Trátase, en definitiva de una inmanentización del «escatón» cristiano, o en otras palabras, de la secularización radical del planteamiento trinitario iniciado por Joaquín de Fiore.
Según ya lo esbozamos, la teoría del tiempo originada en San Agustín, y asumida por Dawson, implica una concepción de la historia en la que el pasado no muere, sino que se incorpora a la vida de la humanidad, la cual posee así una continuidad y es dueña de una capacidad de progreso personal y social. El hombre no es, a esta luz, hechura del tiempo, sino que su amo y creador.
A diferencia de la perspectiva que arranca de la visión gnóstica de la historia, nos encontramos en el caso de la posición defendida por Dawson, frente a una armónica compenetración de las nociones de tiempo y eternidad, apoyada en una firme conciencia humana de la mortalidad y del fin.
No hay meta más liberadora de la historia, subrayará Dawson, que aquella que muestra en su horizonte la escatología cristiana y la metahistoria. La hipótesis de una plenitud intrahistórica es reflejo, por el contrario, de una comprensión reducida del ser humano, que necesariamente acarreará un sacrificio de la libertad.
La actual situación que se observa en el plano de la cultura –no parangonable con otros períodos de civilización– más que antirreligiosa, subreligiosa, marginando a la gran fuerza dinámica de la historia que es la religión, implicará como consecuencia, opina Dawson, una radical desvitalización espiritual de la sociedad. En ello coincide con varios otros autores.
Conviene en todo caso decir que este relieve crítico de la cultura contemporánea iluminado por la obra de Dawson, no supone –situada a resguardo la libertad– un proceso irreversible ni predeterminado. Como todo lo que discurre en el plano de lo humano, su persistencia o superación está en dependencia de la voluntad amorosa del hombre, piedra de toque en la dirección que adopte la cultura. Tampoco supone, por cierto, una regresión en el terreno de los adelantos científicos y técnicos, sino por el contrario: asumiéndolos como frutos positivos de la civilización en que nacen, son estos, en su perspectiva, otros tantos elementos a reintegrar en un esfuerzo de unidad espiritual de la cultura.
En definitiva, en el marco general de una cultura que vive el desafío consistente en el tránsito de visiones ideológicamente clausuradas al desvanecimiento de sus fundamentos en la renuncia a cualquier sentido, la filosofía y el estudio de la historia realizado por Dawson adquieren un muy singular relieve. Y es justo incluso decir que si hay un nombre que en el siglo XX deba ser destacado por sus aportaciones a la filosofía de la historia –y particularmente a la filosofía cristiana de la historia– compartiendo indistintamente méritos con algunos otros autores citados en este artículo, ese es Christopher Dawson.