Son numerosos los efectos culturales introducidos por el psicoanálisis, cuyos latidos pueden auscultarse con facilidad en ciertos sectores de la actual sociedad: desde la revolución sexual, que ha trivializado este comportamiento humano, a la negación radical de la trascendencia, que sin un fundamento racional ha oscurecido la razón humana más allá de lo razonable.

Se cumplen ahora 150 años del nacimiento de Freud. Un siglo y medio ha transcurrido desde su nacimiento el 6 de mayo de 1856. Coincidiendo con estas efemérides, parece pertinente que nos detengamos a reflexionar en la consideración de algunas de sus aportaciones más relevantes a la actual cultura. Este es el propósito que persigue esta colaboración.

Se trata pues, de entregar algunas de las huellas vestigiales del pensamiento freudiano que más han contribuido al moldeamiento y configuración del actual acervo sociocultural. Es posible que la reflexión acerca de esas ‘claves’ históricas ayuden a comprender mejor ciertos estilos de vida, que de forma más o menos generalizada están moldeando en algún modo el entourage, habitat y oukía de la vida personal.

Casi siempre resulta provechoso detenerse a pensar sobre el mundo actual. Un modo éste de cuestionarse e indagar acerca de la cotidianidad y el origen de los usos y costumbres que impregnan el vivir humano. Sin este esfuerzo, eso que vivimos lo experimentaríamos como algo que nos acontece, como algo sobrevenido y hasta impuesto, sin que entendamos prácticamente nada acerca de su sentido y razón de ser.

En esta indagación, que forzosamente ha de ser breve, se atenderá a sólo algunas de las ‘claves’ del pensamiento freudiano. En opinión de quien esto escribe, esas claves han sido elegidas en función del mayor alcance explicativo de ciertos derroteros por donde transita nuestra actual cultura.

De aquí que su actual vigencia -que es tanto como afirmar la pervivencia en el mundo de hoy de algunas hipótesis freudianas- venga legitimada por el actual comportamiento humano, manifestación de que aquellas hipótesis e ideas se han transformado en vida.

Son, pues, elementos que han sobrevivido al psicoanálisis, y que anidando en el ‘imaginario colectivo’ se adentran en la intimidad de muchas personas y motivan su comportamiento.

Para este propósito es necesario atender a la presencia de la entera obra freudiana. Entre otras cosas, porque muchos de los conceptos a los que aquí se hace referencia están imbricados –casi de forma aleatoria y con excesivas ambigüedades semánticas- en la intrincada y compleja exposición del pensamiento de su autor en su dilatada obra. En cualquier caso, la consideración de lo que Freud entendió por cultura es algo que aquí resulta imprescindible. Por eso, se ha optado por la obra de Freud que más en concreto se ocupa de ello: El malestar en la cultura, obra publicada en 1930, cuando el autor contaba 74 años de edad.

Obviamente, quien esto escribe se ha visto obligado a omitir en esta breve colaboración otras muchas fuentes bibliográficas del autor. Entre otras, las que más atañen al quehacer clínico, es decir, a la vigencia actual del psicoanálisis en la clínica como procedimiento de intervención terapéutica. De ello se informará en la segunda parte de este artículo.

Freud y el concepto de cultura

El concepto de ‘cultura’ en Freud tiene una acepción más bien limitada y restringida (las citas que aparecen a continuación están tomadas del libro El malestar en la cultura. Alianza Editorial, Madrid, 1984).

Con la voz cultura no se refiere el autor al cultivo del hombre ni a la formación intelectual de las personas, como tampoco al acervo acumulado de saber, conocimientos, técnicas y progresos científicos cosechados, que resultan del esfuerzo realizado por el sucederse de las generaciones.

Estos vastos contenidos –en que de forma tan significativa y exponencial hemos crecido, especialmente en el último siglo- no constituyen el contenido de lo que el autor entiende por cultura. Freud se desentiende de todo ello para centrarse en apenas un aspecto: el conjunto de normas restrictivas que limitan el comportamiento humano y frustran, en especial, el comportamiento instintivo.

El autor llega a esta conclusión, tras considerar el enfrentamiento entre el individuo y la naturaleza –el medio en que el ser humano ha de sobrevivir- y el antagonismo entre el individuo y la sociedad –el otro medio, el medio más personal e íntimo que, en su opinión, también está erizado de dificultades y genera malestar.

«La vida humana en común sólo se torna posible [respecto de la naturaleza] cuando llega a reunirse una mayoría más poderosa que cada uno de los individuos y que se mantenga unida frente a cualquiera de éstos» (pág. 39). Dada la «primordial hostilidad entre los hombres, la sociedad civilizada se ve constantemente al borde de la desintegración. […] La cultura se ve obligada a realizar múltiples esfuerzos para poner barreras a las tendencias agresivas del hombre, para dominar sus manifestaciones mediante formaciones reactivas psíquicas. De ahí, pues, ese despliegue de métodos destinados a que los hombres se identifiquen y entablen vínculos amorosos coartados en su fin» (págs. 53-54).

En esta perspectiva, los fines de la cultura no son otros que el de tratar de proteger al hombre de la naturaleza y el de regular o controlar sus relaciones sociales, mediante la necesaria normativa, a fin de que la agresividad y hostilidad de la naturaleza contra los hombres y entre los hombres no acabe con ellos.

La cultura tiene una importante función que cumplir y, por eso, se transmite principalmente a través de la familia, las alianzas fraternales, los grupos de pertenencia y referencia, las tribus, los pueblos, las naciones y cualquier otro tipo de relaciones e instituciones, con tal de que estén sometidas al orden social establecido –donde reside el núcleo principal de lo que Freud entiende por cultura- y acepten las restricciones que se derivan de su normativa.

¿En qué medida estas hipótesis interpelan al Yo personal? Freud volverá sobre otros conceptos antropológicos y psicológicos expuestos a todo lo ancho de sus publicaciones. Es particularmente pertinente, a este respecto, su obra Más allá del principio del placer, publicada en 1920, una década antes de la otra obra citada.

En efecto, el fin de la persona –en su opinión- es la búsqueda del placer y la evitación del sufrimiento (Eros). Pero abandonada la persona a esa búsqueda emergerían forzosamente numerosas hostilidades y se generarían muchos conflictos (Tanatos). Es aquí donde la cultura comparece, según Freud, regulando las relaciones entre Eros y Tanatos. Aunque para esa regulación la cultura haya de tornarse inevitablemente represiva y controladora de los impulsos eróticos.

Ese control es precisamente el que está en el origen del super-yo o conciencia moral, una especie de control interno útil a la sujeción del individuo a las normas culturales de referencia.

«La tensión creada –continúa Freud- entre el severo super-yo y el yo subordinado al mismo la calificamos de sentimiento de culpabilidad; se manifiesta bajo la forma de necesidad de castigo. Por consiguiente, la cultura domina la peligrosa inclinación agresiva del individuo debilitando a éste, desarmándolo y haciéndolo vigilar por una instancia alojada en su interior, como una guarnición militar en la ciudad conquistada» (págs. 64-65).

El super-yo se vale del sentimiento de culpabilidad para controlar al yo respecto del instinto sexual que puja por ser satisfecho. El sentimiento de culpabilidad demanda la necesidad de un castigo, que está vinculado a la autoridad.

«Sólo se produce un cambio fundamental cuando la autoridad es internalizada al establecerse un super-yo. Con ello, los fenómenos de la conciencia moral son elevados a un nuevo nivel, y en puridad sólo entonces se tiene derecho a hablar de conciencia moral» (pág. 67).

De este modo, se reprime la sexualidad y se renuncia al placer por miedo a la autoridad y a la culpabilidad emanadas del super-yo. He aquí el origen del malestar que origina la cultura, en opinión de Freud.

La energía sobrante de esta represión, consecuencia de las normas culturales que se han interiorizado, y el modo de evitar en el futuro el sufrimiento causado por la represión consiste en reorientar y desplazar la libido –es decir, reorientar los fines instintivos- hacia trabajos psíquicos o físicos (sublimación) que contribuyan a acrecentar el acervo cultural.

«La sublimación de los instintos contribuye a ello [eludir la frustración], y su resultado será óptimo si se sabe acrecentar el placer del trabajo psíquico e intelectual. Las satisfacciones de esta clase […] nos parecen más ‘nobles’ y más ‘elevadas’, pero su intensidad comparada con la de los impulsos instintivos groseros y primarios, es muy atenuada y de ningún modo llega a conmovernos físicamente» (págs. 23-24).

Esta es, según Freud, la verdadera causa del malestar de la cultura, un malestar interiorizado, inconsciente y generalizado, en el que pueden desvelarse las latentes conexiones existentes entre neurosis y civilización. Cuanto más progresa una cultura, tanto más enérgica ha de ser la represión y tanto más se acrece el malestar. La prolongación de esta hipótesis freudiana fue defendida hace medio siglo por Marcuse en Eros y civilización, sin que al parecer contribuyera a solucionar el malestar de la cultura de entonces. Antes bien, parece que contribuyó a aumentarlo, como ideólogo de la revolución de mayo del 68.

Según esto, ¿cómo explicar la presencia generalizada de tantas frustraciones y el agigantado malestar de muchas personas en la actual cultura, una vez que ha comenzado a extenderse de forma generalizada la así llamada ‘liberación sexual’? Si la libido ya no se reprime, entonces ¿cuál es el origen, dónde asienta el actual malestar generalizado de la cultura? ¿No será que las hipótesis freudianas al respecto han sido socialmente falsadas?

De otra parte, si la sublimación de la libido es lo que hace progresar a la cultura y su presencia ha disminuido en la actualidad, ¿a qué se puede apelar para explicar el progresivo crecimiento exponencial de los conocimientos humanos? Es posible que no sean coincidentes las personas que no reprimen la sexualidad con las que sí la reprimen y que, al fin, el progreso social se deba más a éstas que a aquéllas. Pero tampoco esta hipótesis puede ser confirmada, puesto que son muchas las personas que objetivamente hacen progresar la actual cultura, sin que hayan optado para ello por reprimir su sexualidad.

A lo que parece, es preciso indagar en otros supuestos antropológicos diferentes y de mayor alcance que los freudianos o tal vez regresar de la mano del autor a lo que éste entiende por amor incondicionado, un elemento sustantivo cuya presencia resulta imprescindible para abatir el malestar cultural.

El amor al prójimo y la cultura

En el origen del ensayo freudiano acerca del malestar en la cultura el autor manifiesta una cierta perplejidad ante la experiencia humana universal de ese generalizado sentimiento oceánico de infinitud, eternidad, amor y unidad con los otros y la naturaleza. En realidad, se trata de ese ideal universal, de ese principio vertebrador de toda cultura que fue formulado como «amarás a tu prójimo como a ti mismo».

Ante el amor al prójimo, Freud sólo puede experimentar una vivencia de terror, tal y como manifiesta en el capítulo V de la publicación aludida. Freud no encuentra ninguna validez racional a este principio, que tanto le horroriza, de amar al prójimo. El amor es algo demasiado valioso, en su opinión, como para desperdiciarlo de forma indiscriminada.

En consecuencia, no hay nadie merecedor del amor incondicionado. El otro es siempre un extraño para Freud y, por eso, incapaz de merecer su amor. Sólo sería merecedor de ese amor si el yo pudiera amarse a sí mismo en él, si el otro y el propio yo coincidiesen o si el otro se manifestase como el ideal del propio yo.

Pero dejemos hablar a Freud a través del texto de ese famoso capítulo V. «No es sólo –afirma- que ese extraño [el otro] es, en general, indigno de amor sino que se hace acreedor a mi hostilidad, y aún a mi odio. […] El ser humano no es un ser manso, amable, a lo sumo capaz de defenderse si lo atacan, sino que es lícito atribuir a su dotación pulsional una buena cuota de agresividad. En consecuencia, el prójimo no es simplemente un posible auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la agresión, explotar su fuerza de trabajo sin resarcirlo, usarlo sexualmente sin su consentimiento, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, infligirle dolores, martirizarlo y asesinarlo. […] A raíz de esta hostilidad primaria y recíproca de los seres humanos, la sociedad culta se encuentra bajo una permanente amenaza de disolución…Las pasiones que vienen de lo pulsional son más fuertes que unos intereses racionales. La cultura tiene que movilizarlo todo para poner límites a las pulsiones agresivas de los seres humanos, para sofrenar mediante formaciones psíquicas reactivas sus exteriorizaciones. De ahí el recurso a métodos destinados a impulsarlos hacia identificaciones y vínculos amorosos de meta inhibida; de ahí la limitación de la vida sexual y de ahí, también, el mandamiento ideal de amar al prójimo como a sí mismo».

El pesimismo freudiano que se trasluce en el texto citado está varado en una extraña antropología: la del homo necessitudinis, la del hombre necesitado de un placer que por naturaleza le es imposible alcanzar. Freud identifica placer y felicidad y reduce la segunda al primero.

Acaso por eso, la malvada naturaleza humana precisa de la cultura, instancia que a su vez desmiente y contradice a la misma naturaleza humana. En el modelo antropológico de Freud no hay espacio para gozar, porque todo goce implica ‘el mal del prójimo’.

Asistimos así a un choque frontal entre dos antropologías irreconciliables entre sí: la freudiana y la cristiana. En la antropología freudiana «Dios está muerto», el bien es inalcanzable y, en consecuencia, cualquier goce es un mal que comporta forzosamente el mal del prójimo. En la segunda, en cambio, se nos propone que Dios está vivo, y vivo de forma misteriosa en cada persona por ser su ‘imagen y semejanza’, por lo que el otro es siempre digno de amor y se le puede y debe amar. Amar al otro es donarse a la imagen que representa, a la vez que gozarse en ella y dejar que eclosione, de forma más auténtica y clara, la imagen de Dios en la persona que ama.

En la intrincada antropología freudiana, el dramatismo de la persona singular roza lo trágico. Si la persona es concebida como un ‘ser-para-sí’, cerrada a los otros y negada a la trascendencia, la vida humana no tiene razón de ser, sencillamente, porque no tiene sentido alguno.

En esta perspectiva resulta imposible la experiencia festiva del encuentro con el otro, una necesidad –se nos dirá- que es sólo un artefacto culturalmente construido. El gozo que demanda la intimidad personal es un imposible, un epifenómeno apenas de la culpabilidad que anida en la soledad de la singularidad. Los otros, a quienes no se puede amar por su indignidad siempre están ahí presentes. Su misma presencia suscita un yo cautivo, que es rehén de esa imposibilidad para abrirse y donarse a ellos.

En la antropología freudiana la única posibilidad de amar al otro es concebirlo como una imagen clónica del propio yo. Pero en ese caso no es posible hablar propiamente de amor, porque ese mismo concepto se ha desnaturalizado.

En la perspectiva cristiana, por el contrario, la persona es concebida como un ‘ser-de’ que tiene un origen y es por eso de él dependiente, y un ‘ser-para-los-otros’, es decir, radical apertura a la donación. Un ser que se hace más auténticamente sí mismo en la medida que ama y se da a los otros, pues en esa misma medida realiza y optimiza en sí la dependencia autoconstitutiva que le remite a su origen y le autentiza.

Algunas de las actitudes que hunden sus raíces en el psicoanálisis, sin duda alguna, han penetrado aunque de forma no consciente en algunos sectores de la actual sociedad, con independencia de que esas personas hayan leído o no a Freud y/o tengan conocimiento o no de su existencia.

En este sentido, ha de admitirse una poderosa influencia sociocultural del psicoanálisis, cuya vigencia todavía hoy persiste, al menos como una antropología implícita, sumergida, ignota y oscura que, no obstante, dirige el comportamiento de algunas personas únicamente en función del placer.

Son numerosos los efectos culturales introducidos por el psicoanálisis, cuyos latidos pueden auscultarse con facilidad en ciertos sectores de la actual sociedad: desde la revolución sexual, que ha trivializado este comportamiento humano, a la negación radical de la trascendencia, que sin un fundamento racional ha oscurecido la razón humana más allá de lo razonable.

Pero sería un craso e injusto error mencionar aquí sólo algunos de sus efectos negativos. Son también aportaciones positivas del psicoanálisis a la actual cultura el haber tratado de introducir la relevancia de la historia psicobiográfica de la persona, la psicohistoria, en la comprensión y explicación de algunos trastornos psicopatológicos; la recuperación del discurso narrativo en el sujeto doliente; el hecho de enfatizar su singularidad e irrepetibilidad; la posible articulación entre identidad y sexualidad; la restauración enfática de los deseos y su posible hermenéutica; la reposición de la emotividad en un contexto, entonces, excesivamente racionalista; etc.

No parece que pueda sintetizarse en pocos renglones el balance resultante de las aportaciones psicoanalíticas a la actual cultura. En este punto sería conveniente confrontar por ejemplo lo escrito por Paul Ricoeur en Freud, una interpretación de la cultura (Siglo XXI. México, 1970).


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