Hay un juicio moral inexorablemente agudo en la poesía y la obra dramática de Paul Claudel.
I
Paul Claudel nació en el pequeño pueblo de Villeneuve-surFère, en la región de Champaña, el 6 de agosto de 1868, siendo el cuarto y último hijo de Louis-Prosper y Louise Cerveaux [1]. Su hermana Camille, escultora que ha gozado de renovado interés en las últimas dos décadas, nació en 1864. Si bien la casa de Villeneuve siguió siendo el lugar de vacaciones de la familia, el trabajo de Louis-Prosper exigía a la familia cambiar frecuentemente de residencia. En 1882, los Claudel hijos se trasladaron con su madre a París para que Camille pudiese estudiar escultura con Auguste Rodin.
Cuando Claudel daba cuenta de su juventud, hablaba orgullosamente de lo que llamaba sus “orígenes campesinos” y se describía a sí mismo desarrollando un amor intenso por la naturaleza. Era además un lector voraz. Indudablemente, las disputas permanentes en su hogar lo animaban a pasar mucho tiempo en soledad, en los bosques oscuros en torno a su pueblo natal o en su habitación, con un libro. La familia Claudel era católica, pero no especialmente devota, y de hecho, al parecer, siguió a Camille, que era bastante obstinada en sus opiniones y se alejó de la fe siendo mayor. Escribía Claudel que su práctica religiosa personal alcanzó la cima y terminó con su primera comunión. Siendo muchacho en el liceo, en París, absorbía el ateísmo general de su medio. El movimiento intelectual dominante en esa época era un naturalismo mundano, si bien compensado, como reacción, por los impetuosos entusiasmos de los simbolistas. Al graduarse Claudel en el liceo, obtuvo un premio que le entregó Renan, el cual supuestamente predijo en su discurso de ese día que uno de los jóvenes presentes podría algún día convertirse en feroz crítico suyo: de hecho, posteriormente en su vida, Claudel solía denunciar con vehemencia el naturalismo de Renan.
Claudel comenzó a escribir a temprana edad. Dice que ya escribía poemas “de cierto tipo” a los cinco o seis años y tuvo claro sentido de ser poeta por vocación teniendo solo trece años; pero su verdadero despertar a la poesía se produjo en el año que sería más significativo en su vida. En 1886, Claudel descubrió a Rimbaud en dos números de la revista La Vogue de literatura: en primer lugar, sus Illuminations, y luego Une Saison en enfer. En esa época, estas obras, escritas en 1872 y 1873 respectivamente, se publicaron en esa revista. En la poesía de Rimbaud, es posible encontrar un amor apasionado por el mundo junto con una sensación de que encima, detrás y dentro del mismo se encuentra de alguna manera un mundo más verdadero, y esto marcó de principio a fin la obra de Claudel.
En la Navidad de ese mismo año, Claudel, en busca de la belleza, asistió por inspiración a las vísperas en Notre Dame, y fue allí donde ocurrió lo que él llamó “el hecho que dominó la totalidad de mi vida”, hecho que a menudo describía (y está rememorado en una placa en el piso de la catedral, donde se encontraba Claudel al experimentar el golpe de gracia: “Ici se convertit Paul Claudel” [Aquí se convirtió Paul Claudel]). Mientras cantaban el Magnificat, “mi corazón se conmovió y creí”. La fe se apoderó de él con una fuerza que no dejaba lugar a dudas y al parecer nunca se debilitó en momento alguno de su vida. Cuando regresó esa noche a su hogar, había sobre una mesa una Biblia regalada a Camille por uno de sus amigos protestantes, lo cual Claudel interpretó como clara señal de la “intervención divina”. La abrió en el relato de Emaús, en Lucas, y encontró una confirmación de la fe que acababa de recibir. La Biblia se convirtió a partir de ese momento en compañera permanente de Claudel, enriqueciendo tanto su vida en la fe como su imaginación literaria. Como veremos, una de las características más distintivas del arte de Claudel es que su poesía pasa con toda naturalidad a la plegaria y nuevamente vuelve de la misma. La fe que aceptó esa noche estableció el horizonte en relación con el cual en lo sucesivo comprendía todos los aspectos de su vida. Para él no existía un límite artificial entre la naturaleza y la gracia, un abismo entre los hechos naturales y su significado divino, que requiriese un puente, el cual a lo más podría ser producto de un acto arbitrario de la imaginación. Sin embargo, esta conexión no fue creada en primer lugar por su conversión; sería, en cambio, más correcto decir que la conversión elevó y llevó a cabo una relación que se encontraba profundamente dentro de él. Mirando retrospectivamente su primera juventud, siendo mayor, Claudel escribió que, en la belleza de la naturaleza, su corazón “se abría a la religión y a la poesía de una vez y al mismo tiempo”. No obstante, a pesar de la fuerza de su convicción, transcurrieron cuatro años hasta que pudiera dar a conocer su conversión a su familia y reiniciase formalmente su práctica de la fe como católico romano. Recibió la comunión en la Navidad de 1890.
Mientras Claudel seguía escribiendo poesía —y de hecho empezó a participar de manera permanente en un grupo de poesía organizado por Mallarmé, en el cual estuvieron en algún momento Valéry y Gide—, también comenzó a escribir obras de teatro, aun cuando estas también eran de estilo más lírico que prosaico. En 1894 ya había publicado dos obras, Tête d’Or (1990) y La Ville (1893), habiendo escrito varias más (L’Endormie, 1887; La Jeune Fille Violaine, 1892, y L’Echange, 1894).
Claudel tenía éxito en todas estas actividades. Llegó a ser bien conocido por su literatura en todo el mundo, siendo al mismo tiempo nombrado para cargos diplomáticos de alto rango en un lugar importante tras otro. Cuando llegó a los Estados Unidos en calidad de Embajador de Francia en 1926 (donde permaneció hasta 1933), sus obras fueron representadas con gran aclamación. En 1927, apareció en la portada de la revista Time (que se refería a él como “el grande, el inexplicable Paul Claudel”). Cuando pudo dedicarse nuevamente a escribir con jornada más o menos completa, durante los últimos veinte años de su vida después de jubilar en 1935, hacía principalmente comentarios sobre las Escrituras o descripciones de relatos bíblicos, si bien seguían representándose producciones incluso de sus primeras obras de teatro.
Hubo un momento, sin embargo, en el cual Claudel estuvo a punto de abandonar tanto su carrera diplomática como su poesía, momento que al parecer constituyó una preocupación central de su obra artística. Este fue indudablemente el tercero de los cuatro hechos más significativos de su vida. Mientras realizaba sus tareas consulares en China, entre 1895 y 1900, Claudel dedicaba mucho tiempo a reflexionar sobre el significado de su vida y se esmeraba por discernir la voluntad de Dios con respecto a él. Al cabo de un período de intensa lucha interior, decidió ingresar a los benedictinos y hacer un retiro en Solesmes al regresar a Francia. Su obra poética estaba floreciendo, pero decidió dejarla de lado para servir a Dios en el anonimato de la vida monástica. Sin embargo, por algún motivo desconocido, dejó Solesmes y pasó a otro monasterio, Ligugé, donde sólo permaneció dos semanas hasta ser rechazado:
Y después de ser recibido como “oblato” en el monasterio de Ligugé, mis superiores, probablemente para probarme más, consideraron que debía regresar a China. Fue devastador para mí, porque un sacrificio como el que había hecho (a saber, la resolución de renunciar a su poesía) no ocurre dos veces en la vida de una persona. Recuerdo que en ese momento fui a la capilla de los novicios en Ligugé y permanecí ahí en medio de gran confusión en cuanto a lo que debía hacer. Y luego recibí una respuesta muy clara, totalmente categórica y bastante simple: NO. Ningún otro comentario, nada más que la respuesta, una negación pura y simple, que no podía ser más clara y directa. Por otra parte, no se indicaba alternativa alguna, simplemente eso: NO. No me permitían ingresar, el camino estaba vedado para mí [2].
Como veremos, la consagración total del mundo a Dios, que no pudo concretar en su vida mediante los votos, encontró expresión en su literatura, no solo en el contenido, que a menudo trataba de lo místico y lo milagroso, revelando un sentido plenamente religioso de renuncia y separación, sino también en la forma misma de su poesía. En todo caso, esta aspiración siguió configurando su vida. Cuando respondió el famoso y de alguna manera irónico cuestionario “Marcel Proust” al final de su vida, a la pregunta “¿Qué le habría gustado ser?”, contestó simplemente: “Un prêtre” (sacerdote) [3].
El cuarto hecho más importante tuvo lugar inmediatamente después de su estadía en el monasterio. En el buque de regreso a China, conoció a una mujer joven casada y se enamoró de ella profundamente. Esto lo sumió nuevamente en un estado de confusión, que evoca con gran patetismo en una de sus obras de teatro más conocidas, Partage du Midi, de carácter impresionantemente autobiográfico. Cuando llegaron a China, la mujer dejó a su familia por Claudel y fueron amantes durante cuatro años. El título de su obra de teatro refleja al parecer, entre otras cosas, el drama de la crisis y la decisión. Mesa, el protagonista de la obra, está en la mitad de su vida, sacudido por una vocación rechazada y de regreso a China desesperadamente. Y se ocasiona un vuelco en su vida. Conocerla no le trae felicidad, pero provoca no obstante una transformación profunda y ciertamente necesaria. El desarrollo de la trama alcanza un punto casi insoportablemente paradojal: Mesa había “hecho cuidadosos planes para retirarse de la humanidad, sí, de toda la humanidad”, manifiestamente para servir a Dios; pero el amor imposible, que llega con una violencia para la cual no estaba preparado, le enseña a ocuparse de alguien más que de sí mismo, es decir, le enseña el significado del amor: “Los demás —los demás— los demás. Los demás, para bien o para mal, existen, y no únicamente tú. ¿Has aprendido eso en definitiva?”. Pero la transformación no constituye en sentido alguno una resolución fácil o armónica, ya que en todo eso el amor resulta ser un pecado que no se puede afirmar.
La experiencia marcó la vida y el trabajo de Claudel: en todos sus escritos revela un agudo sentido de lo trágico (tampoco es accidental que haya experimentado un amor profundo, no solo por Shakespeare, sino también por Esquilo, aprendiendo por sí mismo griego para traducir su obra). Su monumental obra El zapato de raso, indudablemente su magnum opus, escrita entre 1919 y 1924, que también trata de un amor imposible que llega a abarcar la totalidad del mundo en transparencia con Dios, tiene como epígrafe un proverbio portugués: “Dios escribe derecho con líneas torcidas”, al cual Claudel agrega las palabras de San Agustín “Etiam peccata”: y también con pecados. Esto no significa, en todo caso, que Claudel justificase cínicamente el pecado señalando lo bueno que este producía; más bien insistía únicamente en que Dios puede valerse de lo injustificable en sí mismo para generar algo bueno a pesar del mal del pecado, y esto solo puede verse desde la esfera trascendente de la divina providencia, lo cual, sin embargo, el artista, en la “trascendencia” de su propia obra, puede en cierto sentido imitar. La complejidad de la visión de Claudel del pecado en el arte y la vida resalta en una carta que escribió al autor de un ensayo sobre él:
Hay una exageración que supongo se debe puramente a un descuido de edición. Está donde usted dice que para mí el único y gran pecado es no permanecer en el propio destino. Para mí, al igual que todos los cristianos, los pecados son infracciones a los Diez Mandamientos, y su gravedad depende absolutamente del asunto y la intención; pero, siendo artista, estoy en libertad de considerar el pecado desde otros puntos de vista, como símbolo, de la misma manera que Nuestro Salvador lo hace en la parábola en que elogia al mayordomo injusto, o como aplicación del texto de San Pablo: Omnia cooperantur in bonum: “Todas las cosas se dan conjuntamente para bien”, agregando la glosa de San Agustín, etiam peccata, “también los pecados”. Por ejemplo, el adulterio de David, tan severamente castigado, nos dio una de esas madres de las cuales descendió Jesucristo, como se señala específicamente en su genealogía [4].
Como veremos, la ventaja artística, que permite una amplia aquiescencia, no opaca con todo la aversión cristiana al pecado como tal.
Después de regresar Claudel a París en 1908, su vida finalmente adquirió la estabilidad que hasta ese momento lo había eludido. En su trigésimo séptimo año de vida, se casó con Reine Sainte-Marie-Perrin, hija de un arquitecto, que lo acompañó en su tercera misión a China, tres días después de la boda. Fue un matrimonio feliz en el cual nacieron cinco hijos. Siguió escribiendo poesía y obras de teatro, así como pequeños tratados de teología y filosofía, mientras proseguía en su carrera diplomática. En 1928, se pidió a Claudel escribir un prefacio para una nueva edición en francés del Libro del Apocalipsis. Su lectura y relectura de este libro, así como sobre el universo en el resto del Nuevo y del Antiguo Testamento, a raíz de lo solicitado, lo llevaron finalmente a escribir, en vez del prefacio deseado, un extenso comentario sobre el Apocalipsis titulado Au milieu des vitraux de l’Apocalypse (En medio de los vitrales del Apocalipsis). Esto fue el comienzo de una serie de comentarios sobre las Escrituras, que constituyeron la ocupación principal en su actividad poética durante los últimos años de su vida. Si bien Claudel nunca fue especialmente conocido por su contribución a la exégesis bíblica —de hecho jamás se consideró a sí mismo un “exégeta” en sentido estricto, y ciertamente tenía algunas sospechas respecto de quienes convertían la lectura de las Escrituras principalmente en una disciplina académica “científica”—, en definitiva sus comentarios representaron alrededor de un tercio de la totalidad de su producción literaria: diez de treinta volúmenes en las obras completas.
Además de sus escritos literarios, Claudel mantenía correspondencia con varios escritores en Francia, de la cual destaca principalmente la serie de cartas intercambiadas con Jacques Rivière y André Gide. Estos dos intercambios fueron publicados —y traducidos al inglés— estando Claudel vivo [5]. Los intercambios son notables, sobre todo por el fervor con que Claudel se expresa sobre la fe. Las cartas están llenas de disculpas: Claudel ruega en ambos casos a su corresponsal simplemente abrir los ojos ante la verdad evidente de la existencia de Dios y la necesidad de la Iglesia. Rivière se convirtió al catolicismo inmediatamente antes de su temprana muerte; Gide se volvió bastante hostil a Claudel y persistió aún más firmemente en su rechazo. Sin embargo, a pesar de su frustración con Claudel, Gide nunca dejó de admirar su genio literario. En esta correspondencia, vemos expresado el destino general de Claudel en la literatura francesa. Fue considerado uno de los escritores franceses más importantes del siglo XX, y sin embargo algunas de sus obras más grandes fueron inicialmente recibidas en silencio al aparecer por primera vez. Esto puede ser producto de la extraordinaria exigencia que a veces implican para el lector; pero, como mencionábamos al comienzo, también parece ser que los temas explícitamente religiosos, y ciertamente la tendencia al triunfalismo, provocaron cierta incomodidad. Pocos poetas del siglo XX de la estatura reconocida en general a Paul Claudel abordaron su fe con tanta disposición y de manera tan explícita. T. S. Eliot tal vez está cerca. Solo en 1946 fue invitado Claudel a ser miembro de la Académie Française. Murió en 1955, habiendo vivido con su familia desde que jubiló, en 1935, en la finca que adquirió en Bragues. Está enterrado en esa propiedad.
II
Aquello que tal vez faltaba en el tomismo del siglo XIX, en el cual se formó Claudel, encuentra su respuesta en esta decisiva realidad cristiana, que se halla en lo esencial de la fe de Claudel: la Encarnación, el convertirse en carne, de Dios mismo. La necesidad que tiene el alma del cuerpo tiene su fundamento más profundo en el hecho de que el significado espiritual mediante el cual el alma posee su destino final no reside en la pureza de una divinidad que se ha separado del peso de la materia, sino más bien en una divinidad que ha transformado ella misma la materia asumiéndola de una vez para siempre [6]. Como señala Claudel, Dios no se hizo carne por un momento ni únicamente para algunas personas, sino eternamente y para todos, y esto significa que el Dios al cual contemplará el redimido es encarnado [7]. En lo sucesivo, las alturas más sublimes del espíritu se encuentran en las profundidades de la carne. Existe, ciertamente, una conexión lógica entre la doctrina de la Encarnación y la doctrina de la Resurrección del Cuerpo, y esta conexión ya revela ahora en sí misma el significado genuinamente eterno de la vida de los sentidos. Una vez más, la cristiandad resulta ser naturalmente poética.
Pero el “carácter exhaustivo” que implica el conocimiento claudeliano no es producto únicamente de su insistencia en la unión del cuerpo y el alma, sino incluso más directamente de la amplitud de su visión de las cosas. Difícilmente hay una palabra más querida para Claudel que “universo” y sus homólogos. Ciertamente, el poeta tiene una responsabilidad con la realidad, una vocación para ser el medio a través del cual las cosas encuentran su realización en el significado, y también sucede que el significado de cualquier cosa en particular nace en y con el significado de todas las demás cosas, de manera que se requiere nada menos que la totalidad del universo para que el poeta exprese su inspiración. Hablando en calidad de “hombre” universal, Claudel exclama: “Estoy presente en el mundo, en cada parte ejerzo mi connaissance (conocimiento). / Conozco todas las cosas y todas las cosas se conocen a sí mismas en mí. / Traigo liberación a todas las cosas. / A través mío / ninguna cosa se queda sola nunca más, sino que yo la conecto con otra en mi corazón”. Luego, después de una pausa de una línea en blanco, agrega: “¡Esto aún no es suficiente!” [8]. Se ve arrastrado a la Fuente original tanto del mundo como de su propio corazón, en el cual el mundo encuentra expresión, y en este Dios, el único capaz de liberarlo de sus limitaciones, puede abarcar de inmediato la totalidad del universo, en una aquiescencia incondicional en la cual se puede decir con propiedad que culmina su visión poética: “¡Salve a ti, entonces, Oh mundo nuevo para mis ojos, Oh mundo ahora total! ¡Oh credo de las cosas visible e invisible, te acepto con un corazón católico!” [9].
Tal vez aún más originaria que la trágica afirmación del pecado redimido es la paradoja que surge de la suma transparencia del mundo para su Creador. El amor de Claudel por el mundo es ardiente. Es inexorablemente humano, con el ardor del dolor y la pasión que existe cuando el amor es corporal; está enteramente libre de las trabas de la lógica a veces sutil, pero no menos real, del resentimiento y el desprecio de sí mismo, inevitables en el moralismo. Es sencillamente sin límites; pero, precisamente por no tener límites, trasciende el mundo. En esto surge una tensión dramática que nunca se resolverá fácilmente: para amar totalmente el mundo, uno debe amar algo más que el mundo; el deseo mismo que uno deposita en el mundo es un deseo en último término dirigido a Dios. Como señaló Claudel en esta famosa frase, “la mujer es una promesa que no se puede conservar”. La posesión de la promesa requiere una renuncia, y por ese mismo motivo la renuncia no es rechazo ni negación, sino una instancia suprema de afirmación. En El zapato de raso, los amantes son mantenidos despiadadamente separados durante todo el curso de la obra de teatro, y a una distancia que literalmente abarca el globo terráqueo, precisamente por cuanto su consumación reside (ya para siempre) en el cielo. Lo representado en la sorprendente integración de Claudel de eros y agape —que tal vez pueda decirse que une a ambos de manera aún más paradojal que Dante, por así decir—, en relación con el amor sexual entre el hombre y la mujer, es un paradigma que arroja luz sobre la relación del poeta con todo cuanto convierte en tema de sus cantos. Como vimos antes, el poeta se une con las cosas precisamente en el principio de las mismas, y esta unión es por consiguiente de inmediato de la máxima intimidad imaginable, unión que toma una respetuosa y a veces incluso anhelante distancia. Mientras más uno ama el mundo, más ama a Dios, y lo contrario ocurre al mismo tiempo a causa del amor mismo de Dios al mundo: el círculo es de carácter eterno y en sí mismo genera la energía dramática que anima toda gran tragedia, incluso ante las hermosas y dolorosas complejidades introducidas por el pecado.
Llegamos aquí a la característica final de la obra poética de Claudel, que deseamos destacar en este contexto: su carácter inexorablemente dramático. Si bien intentó escribir poemas en su primera juventud, no por accidente las primeras producciones artísticas serias de Claudel fueron dramas. Lo dramático era ciertamente la inclinación natural de su mente. Claudel nunca tuvo interés, por ejemplo, en escribir novelas o cuentos cortos. En sus poemas, no se puede evitar advertir una tendencia permanente hacia lo dramático, que ocasionalmente llega a ser explícita —por ejemplo, en las Odas a las Musas, que parecen convertirse, como movidas por una necesidad interior, en diálogos con las Musas. Hay que decir que asimismo sus dramas revelan invariablemente un carácter poético, exhibiendo siempre un estilo lírico— pero esto ocurre simplemente porque lo poético y lo dramático brotan para Claudel de la misma fuente. “¡Ah! Una sola voz no era suficiente para el poeta. …” [10]. Una sola voz solo manifestaría una visión del mundo, pero un concierto de voces da lugar a un conjunto mayor que la suma de sus partes, y únicamente semejante conjunto es adecuado —o en todo caso menos inadecuado— para la totalidad de la aspiración del poeta. En otras palabras, el poeta adquirirá naturalmente carácter dramático si procura ayudar al mundo como un conjunto que da fruto en el significado. De nuevo, si conocimiento significa “nacer con”, entonces semejante evento es necesariamente dialógico. “No nacemos solos…”.
¿Qué ocurrió a raíz de los comentarios a las Escrituras que ocuparon los últimos veinte años de su vida, durante los cuales no dejó en absoluto de componer nuevos poemas y dramas en sentido estricto? ¿Podemos pensar que el sentido de lo dramático se opacó por ese motivo en sus últimos años? La carta a Le Temps sugiere otra interpretación. Podríamos especular en el sentido de que la conversión de Claudel lo impregnó de manera tan total en su juventud precisamente porque sentía que su ser coincidía con su vocación poética (de hecho dramática) y porque a raíz de la revelación de Cristo y del significado del mundo a la luz del mismo se realizó en su vocación. En este sentido, la cristiandad representa la verdad misma de lo que impulsó la obra literaria de Claudel, de lo que buscaba en su arte; es la realidad misma de la cual el arte poético del drama constituye la bella imagen.
Cuando Claudel pasa explícitamente a sus reflexiones sobre los misterios cristianos enunciados en la Biblia, ahí, más que cambiar de dirección en sus escritos, se está ocupando más directamente del tipo de meditación que siempre alimentó su poesía. Debemos recordar que desde el comienzo era lector de las Escrituras, y que sus comentarios son fruto de una actividad que lo ocupó desde su conversión a los dieciocho años. También debemos recordar que Claudel afirmaba una analogía entre la oración y la inspiración poética. Es interesante advertir que, si bien había en general una tendencia autobiográfica en su poesía y sus dramas, eran no obstante producciones artísticas, es decir, ficciones; en sus comentarios, en cambio, habla directamente como Paul Claudel, y de hecho ya da a conocer esto en los títulos de algunas de estas obras: está el libro publicado como Paul Claudel Interroge le Cantique des Cantiques (Paul Claudel interroga al Cantar de los Cantares), y Paul Claudel Interroge l’Apocalypse (Paul Claudel interroga al Apocalipsis), por no mencionar el libro titulado simplemente J’aime la Bible (Amo la Biblia), así como la obra titulada A Poet Before the Cross (N.T. Original: “Un poète regarde la croix” [Un poeta mira la cruz]), que escribió refiriéndose a sí mismo. Al mismo tiempo, sin embargo, su presencia más directa en estas obras no las hace ser en absoluto más “subjetivas” y por consiguiente menos “católicas”. Curiosamente, su ficción refiere más a menudo hechos personales de su vida y el Paul Claudel de los comentarios tiende a ser alguien totalmente impregnado de la objetividad de los misterios y su significado universal; el poeta de pie ante la Cruz se encuentra ahí simplemente como un cristiano que él mismo no produce (poesis) el misterio, sino que lo recibe con gratitud. En suma, el poeta dramático Claudel adquiere en estas obras un carácter transparente al verdadero drama de la vida cristiana [11].
III
En 1969, Henri de Lubac escribió que, si bien al parecer Claudel estaba siendo eclipsado en Francia, “(eso) constituye un fenómeno inevitable, pero pasajero, al cual estamos resignados, con la certeza de que su genio sigue siendo un capital inalienable para la alegría de las generaciones futuras” [12]. Podría resultar que Claudel nunca encuentre un sitio seguro ante la corriente principal del público literario: como hemos sugerido, no solo la relativa dificultad de sus escritos, con las exigencias que normalmente, sin disculparse, impone a los lectores, sería suficiente obstáculo, sino, tal vez aún más, lo que podríamos llamar la presencia “sin disculpas” de su fe católica en sus escritos al parecer lo haría accesible únicamente para los católicos. En respuesta a esta objeción, Claudel mismo insistía:
Sólo puedo decir que para asimilar mis obras de teatro no se necesita precisamente ser cristiano; sencillamente, lo único que se necesita es ser, por así decir, un claudeliano, así como para asimilar a Homero no habría que creer en los distintos dioses, en los diversos poderes sobrenaturales que moviliza en el escenario; pero es necesario tener al menos cierto sentido de lo sobrenatural, cierto sentido de las grandezas morales, de las grandezas providenciales que continuamente forman parte de los asuntos humanos [13].
En todo caso, antes de proponer qué debemos aprender de él, tal vez valga la pena mencionar un aspecto de su obra que parece más limitado temporalmente. Es difícil pasar por alto la tendencia al triunfalismo de algunas de sus expresiones de fe, que si bien pueden haber sido mucho más comunes a mediados del siglo XX, el lector contemporáneo indudablemente las encontrará algo desagradables. Por el hecho de haber experimentado una conversión radical, Claudel tenía una inclinación espontánea al proselitismo, que vemos en su famosa correspondencia con Gide, al cual le explicaba afirmaciones básicas de la Summa de Tomás de Aquino y le exigía adoptar una posición.
La tendencia de Claudel al triunfalismo se manifiesta, como señala Fowlie en la introducción de Un poeta mira la cruz, en el sarcasmo que a veces dirige a los protestantes, de quienes se queja por convertir nuevamente el vino en agua, o en su ocasional nota de enojo con los judíos que rechazaron a Cristo. Es preciso señalar, sin embargo, que ese texto fue escrito antes de la Segunda Guerra Mundial y que las notas ocasionales de ese tipo forman parte de un coro más amplio que canta elogiando a Israel por haber sido elegido por Dios. La obra de Claudel en general revela un carácter casi dionisíaco en la intensidad de su pasión, y si dicho carácter adopta en distintas partes una forma en cierto modo ofensiva para sensibilidades contemporáneas, nuestra impresión puede suavizarse en alguna medida si visualizamos estos estallidos, con todo imperdonables, como producto del deseo que tenía Claudel de celebrar la redención del mundo como totalidad, y la hostilidad que por consiguiente sentía con todo cuanto le parecía que impediría esta redención.
Este último comentario nos lleva a la primera de dos observaciones que haremos respecto a la especial importancia de Claudel para nuestra época. Ambas observaciones tienen relación con la “catolicidad” o “universalidad” de su visión. Ha existido una decidida inclinación, ciertamente desde el siglo XIX —pero especialmente común hoy en día— de reducir la religión a la moralidad. En esta reducción, lo que esencialmente es un misterio —a saber, una forma envolvente en la cual uno participa con la totalidad del propio ser, una forma que realiza el significado que expresa: el término latino sacramentum es una posible traducción del griego μυστήριο— se convierte en mero mensaje que se “vive” aisladamente como individuo, de manera más o menos exitosa. Semejante reducción nos deja de inmediato en el pragmatismo, el moralismo y un esteticismo vacío. En contraste con esta fragmentación, Claudel ofrece una visión integral, cuya totalidad proviene de la alabanza y la celebración, de la glorificación de Dios y la elevación agradecida del mundo, que se encuentra en su centro. Esta totalidad en su arte refleja la totalidad de la verdad cristiana y hace justicia a la totalidad de la existencia humana: hay un juicio moral inexorablemente agudo en su poesía y su obra dramática, que algunos lectores pueden encontrar desmoralizador, y sin embargo sería imposible descalificar su obra por tener carácter didáctico. En cambio, la última palabra invariablemente corresponde a la compasión y la piedad —o tal vez la misericordia— que según Iris Murdoch necesariamente va unida a la justicia en el arte más grande [14]. Nietzsche, como muy bien se sabe, lamentaba el moralismo que veía en la cristiandad, e insistía en que no puede haber una auténtica tragedia cristiana, ya que para un cristiano el juicio moral, que debe simplificar excesivamente para poder distinguir, siempre vencerá al juicio estético, que reconoce y celebra la profunda complejidad propia del ser en la historia [15]. Claudel muestra de manera convincente que ambos pueden converger, y que una visión profundamente moral puede coincidir con el “sentido trágico” que dice “¡Sí y Amén!”. Ciertamente, para él, la visión moral eleva el carácter trágico, como se puede ver muy claramente en El zapato de raso, que podría considerarse una de las más grandes tragedias explícitamente cristianas. Al respecto, Claudel representa un sorprendente ejemplo contrario a lo sostenido por Nietzsche, y ciertamente un paradigma del artista cristiano.
Por último, Claudel es importante para nosotros por su rescate de la imaginación. Y terminamos con una referencia a la crisis que mencionábamos al comienzo. Si bien el siglo XIX padeció de hambre de la imaginación, como lamentaba Claudel [16], lo mismo podría decirse del siglo XXI, a pesar del hecho que, con la explosión mediática, estamos inundados de imágenes provenientes de todos lados. En sí mismo, el estímulo sensorial inmediato no activa ni alimenta la imaginación. Cuando hay carencia de integración, esto se siente en primer lugar en la imaginación, ya que esta constituye precisamente el lugar donde se produce la integración: es ahí donde los conceptos se encarnan y por consiguiente donde los sentidos y el significado espiritual se unen; es donde uno recibe al mundo y también donde uno da forma a ese mundo; es donde uno se extiende en lo que recibe en paciente ánimo de contemplación, y al mismo tiempo donde las propias emociones se avivan y uno siente en primer lugar el impulso para actuar. En suma, es el lugar de encuentro del cuerpo y el alma. Decir que la imaginación tiene hambre no es entonces observar simplemente que se carece de cierto goce estético o que se han debilitado las facultades de la creatividad. Es en cambio indicar una crisis fundamental en el ser humano. Claudel tenía dolorosa conciencia de lo que aquí estaba en juego, y si lamentaba la pérdida de imágenes del cielo del hombre contemporáneo en su presentación de la importancia de Dante, es debido a su convicción de que sin esas imágenes no se puede decir que uno tenga esperanza en el verdadero sentido. La esperanza es al fin y al cabo un anhelo de la totalidad de la persona. La pérdida de imaginación es por consiguiente una crisis de desesperación.
Pero no solo la esperanza se ve afectada si la imaginación tiene hambre; la fe misma comienza a perder su substancia. Para Claudel, sin una imaginación transformada no se puede decir a ciencia cierta que uno tenga fe. La reducción de la religión a la moralidad que acabamos de mencionar tiende a ser la causa o el efecto de la degeneración de la fe en una aceptación aparentemente arbitraria de un mero mensaje o idea; pero la fe no es puramente una aquiescencia intelectual o un acto de la voluntad, sino más bien un acto de la totalidad del hombre elevado a un orden amplio. Si bien aquí no emplea el término explícitamente, Claudel está claramente considerando la imaginación, la “parte formativa de nosotros anterior a nuestras facultades”, cuando describe la acción de la gracia en un hombre al ocurrir un milagro en Un poeta mira la cruz:
La característica de un milagro es ir directamente de Dios al hombre. Es dirigido al corazón por un poder inmediatamente creativo. El rayo de la Gracia nos ataca, siguiendo las disposiciones latentes de la necesidad, el deseo y el fruto, que sólo ella distingue, en esa parte formativa fundamental de nosotros anterior a nuestras facultades. La inteligencia, el aparato de análisis y gusto en nosotros, tiene otros medios para alcanzar la verdad. El milagro pasa por la zona de elaboración dialéctica. Es el Ser asiendo directamente al ser [17].
Volvemos aquí a un punto antes señalado: la verdad cristiana es dramática en cuanto no es simplemente un mensaje del cual uno se apropia, sino un “objeto exterior y real”; es esencialmente una persona dentro de la cual uno es apropiado. La imaginación es donde la vida espiritual se vuelve corporal, donde el cuerpo adquiere la redención del significado espiritual. Si la fe se comunica sin incorporar la imaginación, se transmite algo menos —peligrosamente menos— que la verdad cristiana, y algo menos que la totalidad de la persona está respondiendo a la misma.
Al respecto, la exégesis poética de Claudel es especialmente significativa. Su meditación sobre las escrituras no es un estudio de erudito, una investigación histórica o crítica. Es más bien un saborear el misterio de la Cruz que potencia ampliamente la imaginación y así procura permitir al misterio arraigarse en el ser del lector. Las reflexiones constituyen en sí mismas una especie de oración, pero una oración que afirma algo sobre quien reza y así inicia el drama al servicio del cual Claudel quería situar la totalidad de su arte: el drama de la salvación [18].