Sólo cabe una superación del positivismo jurídico en la medida en que los juristas –y los no juristas: todos– cobremos cada vez más conciencia de que hay que replantearse la cuestión sobre qué es el hombre, cuál es su naturaleza permanente. Lograr una situación jurídica y una cultura donde el hombre se afirme, porque ancla en las exigencias más profundas de su propia naturaleza, es uno de los objetivos para que Europa y el mundo se rehumanicen y se recristianicen.
Dice Maritain, hablando de la educación, que uno de los inconvenientes de la pedagogía contemporánea es que, habiendo cultivado los medios a la perfección, ha olvidado, sin embargo, el cultivo de los fines. Es comprensible que esto ocurra cuando se empieza a perder de vista esas raíces más profundas de las que se ocupa por una parte la Palabra divina revelada y, por otra, la palabra humana, humanística: es decir, la que no se refiere sólo a la elaboración de medios técnicos, sino que se interroga por los fines, por las metas, por los objetivos.
La idolatría de los medios
El positivismo, en general, se desentiende de los objetivos, las metas y los fines. Sólo se interesa por los hechos, adora los hechos. Es la idolatría de los hechos: unos hechos que, al cabo, terminan por quedarse sin sentido. Porque cuando los hechos no se relacionan con objetivos, con fines; cuando los medios no se ponen en referencia a aquello para lo que son medios, pierden su propia razón de ser: de manera que, por perfectos que sean técnicamente, dejan absolutamente vacío al espíritu del hombre.
Y esto es lo que ha ocurrido, como recuerda maravillosamente Edmund Husserl en una espléndida obra, La crisis de las ciencias europeas, donde dice que el espíritu europeo ha renunciado a su verdadera vocación, que era el plantearse esas cuestiones supremas de la razón: las cuestiones humanísticas, las cuestiones metafísicas. Es decir, las cuestiones que no se refieren a medios o expedientes –más o menos útiles–, sino a los fines, para los cuales conviene cultivar –eso sí– los mejores medios posibles, naturalmente.
En el ámbito del derecho, el positivismo jurídico, sin duda ninguna, ha hecho que la técnica jurídica se perfeccione en grados auténticamente superlativos. Pero, en cambio, se ha olvidado –como todo positivismo– de la cultura del hombre, quizá porque ha empezado también por olvidarse de elevar la mirada al ser que es la razón misma de ser del hombre y su última y más cabal explicación.
Lo típico del positivismo
En cualquier caso, el positivismo jurídico no consiste tanto en negar el derecho natural cuanto más bien en desconocerlo, o en negar la posibilidad de que lo conozcamos. Puede que lo haya –viene a decir–, puede que haya un derecho natural, pero… ¿cómo accedemos a él? Esto es lo típico del positivismo: un agnosticismo. Como dicen los agnósticos, puede que Dios exista, pero no tenemos ningún canal de acceso. Desprecian la Revelación por la que Dios mismo tiene una confidencia con nosotros, acerca de lo que nos conviene saber de Él y de nosotros mismos; y desprecian también el esfuerzo que la razón natural puede hacer para enterarse de las cosas divinas.
El positivismo es un agnosticismo. Pero, en último término, es una falta de interés por la naturaleza humana. No se puede tener en cuenta el derecho natural, si no se cree en la posibilidad de tener un conocimiento cierto de la naturaleza humana, y se cree que lo único que podemos conocer con certeza son hechos jurídicos: lo que el gobernante manda, y se acabó.
Lo que mande el gobernante
Otros positivistas jurídicos vienen sencillamente de una fuente que ellos llaman antiservilismo, porque reconocer una naturaleza humana y un derecho vinculado a ella –el derecho natural– sería, en definitiva, tanto como reconocer que existe el Autor de esa naturaleza, que no es el hombre sino Dios. Eso sería servilismo. De manera que el positivismo equivale a un tremendo non serviam frente al lado jurídico de nuestra naturaleza y al responsable último de ella. Una vez más, el positivismo hace que el hombre se abandone a sí mismo.
Lo paradójico del caso es que, pretendiendo huir del servicio a Dios, terminan en el servicio al gobernante, sea o no sea éste un tirano. Porque, en definitiva, el positivismo jurídico dice que lo único que tiene valor jurídico es lo que está mandado por el gobernante, y que no existen límites al poder del gobernante por razones de carácter natural y moral: el gobernante puede hacer lo que quiera.
Dirán ustedes: bueno, eso será el positivismo jurídico que admite las tiranías. No, es igual: también puede ocurrir que una democracia sea, como decía Kant, la tiranía de la mayoría. Pues si la mayoría determina algo que está en contra del derecho natural, y el gobernante representa a la mayoría, éste no será un tirano –puesto que respeta la voluntad de la mayoría–, pero la mayoría misma es tiránica. Tirano es todo aquel –sea una persona o sean 50.000 personas– que atenta contra valores humanos absolutos, que son de derecho natural.
El positivismo jurídico es un servilismo al gobernante, o un servilismo a una masa o a una clientela, que –por lo demás– opina como le hacen opinar unos cuantos. En definitiva, se trata de una oligarquía con poderes mejor o peor –a veces, correctamente– utilizados. Pero el problema se plantea cuando se choca con valores humanos, cuando están en juego instancias de la propia naturaleza humana, como ocurre, por ejemplo, en el caso del derecho a la vida. Afirmar que sólo tiene valor jurídico lo que manda el gobernante es un acto de servilismo, un servilismo inadmisible, precisamente por tratar de huir del servicio a Dios.
Valores humanos permanentes
El derecho natural no es tan natural –dicen algunos–, porque se va descubriendo históricamente, al menos en algunas de sus determinaciones. Es verdad que algunas cosas del derecho natural han tardado en conocerse, por ejemplo la función subsidiaria del Estado. Pero eso no significa que el derecho natural deba ser negado y sustituido por un historicismo y un positivismo. En absoluto: lo que acontece es que el descubrimiento de ciertos principios de derecho natural es histórico, se da en un determinado momento de la historia. Pero la validez objetiva, no la aplicación (la aplicación sólo es posible a partir del descubrimiento, claro está), la validez objetiva en sí de ese principio es ahistórica, es suprahistórica: de la misma manera que la ley de la gravedad no empezó a ser tal cuando la descubrió Newton, sino que mucho antes –siempre– hubo cuerpos sometidos a ella. De ahí que, a veces, el historicismo haga causa común con el positivismo jurídico, en su intento de rechazar que existan valores humanos con un sentido absoluto, valores que no se deben discutir.
Derecho positivo, en cambio, significa la aplicación a circunstancias concretas, de tiempo y de lugar, de principios morales permanentes, que están por encima de los lugares y de los tiempos. Los principios de derecho natural son abstractos, y hay que aplicarlos. La manera de aplicarlos varía según las concretas circunstancias de lugar y de tiempo. Esta aplicación es necesaria porque el derecho natural no dice en ninguna parte cómo se debe defender el derecho a la vida en tal país, en tal determinada situación, en tal época, etc.
Conviene advertir que se trata siempre de la aplicación, a circunstancias de lugar y de tiempo variables, de unos principios que son invariables. Y ¿de dónde les viene la invariabilidad a esos principios? Les viene de que están anclados en la naturaleza humana, a la cual se refiere todo lo jurídico. ¿Cómo podrían tener un valor absoluto, si no estuviesen anclados en algo permanente que es la propia naturaleza humana? Ya no se trata sólo de que cada uno tenga, individualmente, su genio y figura hasta la sepultura, como dice el famoso refrán. Es que en la especie humana, el modo peculiar de ser es algo permanente, y las exigencias jurídicas que anclan en ella son por consiguiente permanentes.
Humanismo y Dios
Claro que podría decirse: pero un ser como es el hombre, que tiene una limitación, una relatividad, ¿va a ser fuente de un cierto valor absoluto? Evidentemente, en último término, no. En último término, si eso tiene un valor absoluto, es porque hay un Absoluto infinito, sin restricción: el Absoluto sin condicionamientos, al cual llamamos Dios. Y, por ser voluntad de Él la existencia de esa naturaleza humana, las exigencias que de ella resultan y que en ella anclan participan de ese Absoluto.
No cabe defender un auténtico derecho natural si hay vergüenza de apelar a Dios. Una cultura del hombre, como tiene que ser la jurídica también (y eso nos interesa a todos, no sólo a los juristas), no puede ser un puro y simple humanismo. Más aún: no hay auténticos humanismos puros y simples, porque cuando el hombre pretende encerrarse en sí propio, se traiciona incluso a sí mismo, pues el hombre está abierto a algo que le desborda.
Lo privado y lo público
El positivismo jurídico se gesta en la aventura del protestantismo, especialmente en lo que tiene que ver con la moral. El protestantismo establecerá aquel famoso principio: la religión es cosa privada, no pública. De ahí se pasará luego a decir: la moral es cosa privada, no pública. En el terreno de lo público, por tanto, el derecho (el derecho se refiere a lo público) no tendría por qué tener en cuenta una dimensión privada, como sería la de la moralidad.
Todo eso arranca de ahí: de un protestantismo que va a dejar la moral en el hombre de la pura conciencia; pero de una conciencia que no está abierta a valores absolutos, y que por tanto no necesita formarse para adquirir una buena conciencia de esos valores. Una moral autónoma, una conciencia autónoma, autosuficiente, donde –naturalmente– naturalmente– cada cual, como dice Kierkegaard que le pasaba a Sancho Panza con los azotes, está siempre diciendo: bueno, yo me daré los azotes cuando yo diga, y uno no lo dice nunca. Nunca encuentra el momento oportuno para darse los azotes. Esa moral autónoma, y no heterónoma, termina siendo una absoluta inmoralidad.
Cultura del hombre, sí; pero una cultura del hombre sólo es auténticamente una cultura humana y humanística si está abierta a los valores absolutos, los cuales no tienen en el hombre su más radical fundamento. Yo me explico, sin embargo, que haya que insistir mucho en esta cultura del hombre, porque en definitiva el hombre es el que sale peor parado cuando nos dedicamos a la práctica exclusiva, monopolística –digámoslo así– de lo mesológico, de lo medial, de los recursos técnicos, de lo que no tiene un sabor de ultimidad, de radicalidad y de profundidad.
Una auténtica cultura humana
Sólo cabe una superación del positivismo jurídico en la medida en que los juristas –y los no juristas: todos– cobremos cada vez más conciencia de que hay que replantearse la cuestión sobre qué es el hombre, cuál es su naturaleza permanente. Lograr una situación jurídica y una cultura donde el hombre se afirme, porque ancla en las exigencias más profundas de su propia naturaleza, es uno de los objetivos para que Europa y el mundo se rehumanicen y se recristianicen.
Si no tenemos esa clara conciencia de que existen valores humanos absolutos, apoyados en el Absoluto sin restricción, no lograremos nada. Hay que tener claridad de ideas acerca de la necesidad de una auténtica cultura del hombre, si queremos superar el positivismo jurídico y toda clase de positivismos: ese simple adorar los hechos y dejarse llevar sólo por lo que está de moda, como la veleta, que cree que es libre porque puede moverse en cualquier dirección, siendo así que sólo se mueve en la que le marca el viento que más sopla. Eso no es libertad, sino veleidad, lo propio de las veletas; eso no es auténtico arraigo: eso es falta de categoría humana.
La auténtica categoría humana exige en el intelectual y en todo hombre saber penetrar profundamente en las raíces más hondas de su propia naturaleza, siendo capaz de llegar hasta la última palabra que responde a esas raíces, y luego siendo capaz de aplicarla con todas las técnicas –también el derecho positivo, cultivado como un valor tecnológico– a las más diversas circunstancias y lugares, con la seguridad de que nunca serán idénticas las aplicaciones en los diversos países o en los diversos tiempos. No se trata de enfeudar a Dios ni a la naturaleza humana en ninguna parcela histórica o geográfica, porque todo lo absoluto trasciende indefinidamente a lo relativo, y es capaz de infinitas versiones de valor relativo a lo largo del espacio y del tiempo.