El emotivismo impide ver la vida como la "construcción de una historia".
¿En qué sentido puede considerarse el tiempo como “lugar” necesario para construir una verdadera historia de amor? Para atisbar la pertinencia y el alcance de esta extraña pregunta, puede quizás servir de ayuda la referencia al inquietante relato de Franz Kafka titulado El castillo [1]. El comienzo de esta narración sitúa temporalmente a su protagonista en la oscuridad de la noche: «Cuando K llegó era noche cerrada». A medida que se recorren sus páginas, se va generando en el lector una impaciencia no exenta de cierta angustia. El ir y venir del lector por las frías calles de aquel lugar sin nombre caminando junto con el protagonista (un misterioso personaje llamado “K”, del que solo conocemos su oficio) de posada en posada y de casa en casa, genera una inquietud creciente. Los días van pasando, y se suceden los diversos encuentros del anónimo agrimensor con los peculiares habitantes de aquel pueblo del que solo sabemos que es gobernado desde el inaccesible castillo. Aquella impersonal edificación, testigo silencioso de todo lo que en el extraño pueblo va sucediendo a sus habitantes, no parece tener respuestas a tantos interrogantes que, precisamente por su causa, se suscitan.
El relato de Kafka encuentra su fuerza en lo dislocado de su desarrollo, durante el cual los acontecimientos que se suceden parecen ir arrastrando a los personajes sin más opción que vivirlos, aislados de toda conexión tanto con su misterioso pasado como con su incierto porvenir. Nos narra la vida de sus personajes, pero desgarrada del marco de un sentido [2].
En este marco rigurosamente trazado por el autor del relato, la verdadera tragedia surge más en lo profundo por la cuestión de la identidad personal, como puede colegirse de las palabras dirigidas a K por la posadera: «Usted no pertenece al castillo, no es del pueblo, usted es un don nadie. Por desgracia, sin embargo, usted es algo: un forastero, uno que siempre resulta superfluo y siempre está en camino». La crudeza de estas palabras describen bien el absurdo de la existencia del desventurado protagonista: su identidad queda reducida a un “algo superfluo y siempre en camino”, un don nadie cuyo caminar en la vida no está sostenido por la orientación hacia un fin que otorgue un sentido a lo vivido, sino que resulta ser errante. Solo su encuentro con Frieda, de quien se enamora y con quien comienza una relación amorosa, parece abrir un posible horizonte más allá del dislocado presente: « ¿Qué era él sin Frieda? Un don nadie tambaleándose detrás de brillantes fuegos fatuos».
Mas, a pesar de la intensidad con la que viven su primer encuentro, y de su carácter prometedor, aquella posible esperanza que atisban y que parece poder llenar de luz y sentido la vida entera desemboca en un ideal imposible, simbolizado por el sueño de la muerte, que acaba por diluir la vida entera en la nada [3]. Frieda y K son como náufragos en su volátil existencia, ajenos a la realidad de una trama capaz de dar coherencia a su vida y en la que puedan ser integrados la variedad de acontecimientos que van viviendo juntos.
Pienso que a la luz de este relato se desvela una cuestión esencial que abre una vía necesaria para iluminar la reflexión que nos planteamos: se trata de comprender la temporalidad desde la perspectiva narrativa, así como el modo en que la persona está radicalmente implicada en el desarrollo del relato que es la historia de su propia vida. Con este fin se organiza la reflexión en los siguientes pasos: primero, es necesario situarse en el actual contexto cultural, que es el escenario en que nos encontramos. Después, habrá que clarificar en qué consiste la trama, para comprender lo que significa que la vida se configura en una unidad narrativa. Esto llevará a plantear la implicación de la identidad de las personas que la construyen y que son sus protagonistas. Por último, se verá cómo el tiempo es el verdadero “lugar” en el que, mediante el actuar en una tensión dinámica entre la memoria y la promesa, se va configurando una historia común.
El escenario: la narratividad en el actual contexto sociocultural
El título del presente artículo plantea cuestiones que, a primera vista, pueden resultar extrañas. ¿Qué drama hay en ser o no capaces de narrar la propia vida? Esta curiosa expresión, narrar la vida, ¿se refiere simplemente al ejercicio de relatar aquellos acontecimientos de los que somos protagonistas o testigos durante nuestra existencia? ¿O remite a un significado más profundo, en el que el narrador del relato se encuentra radicalmente implicado? Si alguien nos pide que le contemos nuestra vida, es bastante probable que seamos capaces de enumerar una serie de episodios en los que nos hemos visto involucrados desde que tenemos memoria. Sin embargo, ¿se agota en este hecho, consistente en exponer de manera cronológica una serie de eventos, el significado de la expresión “narrar la vida”?
Estos interrogantes adquieren especial importancia en relación con la construcción de una historia de amor y con el significado del matrimonio, en el marco del actual contexto sociocultural. En este sentido, llama la atención una expresión aceptada y empleada hoy en el lenguaje común: “rehacer la propia vida”. Es por todos reconocido el gran número de historias de amor que, así se dice, “fracasan”. La realidad de tantos matrimonios rotos no pasa desapercibida, y ha de conducir a cuestionarse sobre las razones profundas de dicha realidad. Sin embargo, detenerse en las estadísticas puede hacer perder de vista precisamente lo que hace que la situación sea tan seria: las personas implicadas en tales situaciones. La supuesta solución que pasa por la posibilidad de volver a empezar, de reescribir una nueva historia de amor, se suele estimar como la más coherente con la libertad personal, y la única que haría posible restaurar el camino de la felicidad truncado por el naufragio precedente [4]. Desde esta perspectiva, es fácil caer en el equívoco de interpretar la historia de una vida como el conjunto de una sucesión de relatos que tendrían su propia unidad interna. Sin embargo, esto no responde al verdadero significado de las cosas, como se tratará de mostrar.
La reflexión de estas páginas pretende iluminar la comprensión de estas cuestiones disponiendo un marco adecuado a la luz de la narratividad, desde el cual puedan ser iluminadas en el ámbito de la cultura actual. Dar un rodeo por este ámbito no supone ignorar o esquivar el núcleo de las cuestiones en juego, sino más bien abrirse a un horizonte en el que es posible considerarlas en toda su amplitud [5], poniendo de relieve que la propia vida es un relato que nunca se puede comenzar a reescribir a partir de una página en blanco.
Es necesario reconocer en primer lugar que la comprensión del amor y sus dimensiones e implicaciones en la historia de las personas está imbuida, en el actual contexto sociocultural, tanto por una concepción de herencia romántica como por un marcado emotivismo, que dificultan la posibilidad de estimar todos los elementos en juego. Ambos modos, incompletos, de interpretar y vivir el amor hacen difícil abrirse a la iluminación que puede aportar la inteligencia narrativa, porque dejan en la sombra algunas de sus dimensiones esenciales. No es posible aquí detenerse a considerar en profundidad el origen y planteamientos de ambas perspectivas; se trata de poner el acento en lo referente a dos cuestiones clave en relación a la verdad del amor que no encuentran una adecuada integración, y cuyo papel en la vida de las personas queda difuminado: el tiempo y el sentido del actuar.
La comprensión romántica del amor se caracteriza por la exaltación de la pasión y del sentimiento, interpretado como un elemento irracional que posee una gran fuerza, y cuya verdad se estima por la intensidad con la que se experimenta. Queda así difuminado el significado de la temporalidad como dimensión esencial de la existencia, en la que es posible construir la propia vida. El tiempo deja de ser un aliado para convertirse en un peligroso enemigo del amor que, definido por la intensidad del instante, queda aislado tanto de la memoria de su origen como de la promesa de una plenitud [6].
Algo parecido sucede con el emotivismo, que añade la pérdida de la implicación personal en un sentido histórico: «El resultado es una vida fragmentada, dividida en una serie de compartimentos estancos a los que vinculamos las distintas emociones que vamos viviendo. En tal caleidoscopio de referencias es imposible hablar de la vida con un significado que supere el hecho del momento vivido. El emotivismo actual es el que ha encerrado la vida en la cárcel del instante y reduce su contenido a la emoción que nos despierta una situación determinada en la que nos vemos implicados. La consecuencia de esto es la imposibilidad de ver la propia vida como la construcción de una historia. Esta pérdida, al agudizarse, ha conducido, en el denominado “pensamiento posmoderno”, al auténtico eclipse de la moral, que no es sino expresión de la pérdida del sentido» [7].
En este contexto, donde el tiempo ha dejado de ser un “lugar” significativo en el que habita la posibilidad del sentido de la vida para convertirse en un simple fondo escénico frente al que transitan instantes diversos, irrumpe con fuerza la luz de la narratividad. Ella muestra que los distintos acontecimientos de la vida de una persona no son elementos aislados, pues forman parte de la lógica de todo un conjunto. Considerar la temporalidad como tiempo histórico, y no como realidad abstracta e inabarcable, sitúa la vida personal y las acciones que la van configurando en un ámbito en el que la existencia es susceptible de entrar en un horizonte de sentido [8]. La unidad de estos elementos apunta hacia el contenido de verdad que late, y debe ser reconocido, en la experiencia amorosa. Solo de este modo será posible que el sentimiento y la emoción encuentren su lugar propio en la dinámica de una verdadera historia de amor en la que el hombre y la mujer estén radicalmente implicados:
El amor no se puede reducir a un sentimiento que va y viene. Tiene que ver ciertamente con nuestra afectividad, pero para abrirla a la persona amada e iniciar un camino, que consiste en salir del aislamiento del propio yo para encaminarse hacia la otra persona, para construir una relación duradera; el amor tiende a la unión con la persona amada. Y así se puede ver en qué sentido el amor tiene necesidad de verdad. Sólo en cuanto está fundado en la verdad, el amor puede perdurar en el tiempo, superar la fugacidad del instante y permanecer firme para dar consistencia a un camino en común. Si el amor no tiene que ver con la verdad, está sujeto al vaivén de los sentimientos y no supera la prueba del tiempo. El amor verdadero, en cambio, unifica todos los elementos de la persona y se convierte en una luz nueva hacia una vida grande y plena. Sin verdad, el amor no puede ofrecer un vínculo sólido, no consigue llevar al “yo” más allá de su aislamiento, ni librarlo de la fugacidad del instante para edificar la vida y dar fruto [9].
Si omitimos el carácter temporal de la existencia, que para la persona se configura como “historia”, dejamos de lado toda la cuestión de la identidad personal que va unida a ella, y en la que se insistirá más adelante. Sin embargo, parece claro que para el hombre y la mujer de nuestro ámbito sociocultural resulta difícil ver la unidad de la propia vida, concebir e interpretar la propia existencia como una unidad narrativa [10]. Es necesario detenerse ahora en este aspecto.
La trama: unidad narrativa de la vida
Cualquiera puede percibir la capacidad que tienen los relatos para captar la atención de los niños. Es llamativa la fuerza con que las narraciones los cautivan, siendo el recurso a la narratividad uno de los mejores cauces pedagógicos en el ámbito educativo. Ya en esta experiencia común puede verse un dato clave: no se trata simplemente de que a los niños les gustan los cuentos, sino de que la capacidad de vivir con sentido implica cierto dominio de la estructura narrativa de la existencia [11]. Es este un hecho previo a cualquier reflexión sobre la cuestión que aquí se trata, y denota la existencia de lo que podría denominarse la inteligencia narrativa de primer grado, fundamento de la relación entre vida y narración [12]. Parece innegable que alguna relación de semejanza existe entre ambas realidades, pero ¿en qué consiste esta mutua implicación? ¿Es la asimilación que la vida hace del relato algo más que un mero artificio estético? Porque las narraciones parecen quedar del lado de la ficción, mientras que la vida, con su irreductible contenido de realidad, no es un simple “cuento de hadas”. De hecho, se ha afirmado, sospechando de la relación entre vida y relato que: “Las historias se narran, no se viven; la vida se vive, no se narra”.
Es cierto que si se explica la vida como realidad y el relato como ficción, parece que nos encontramos ante dos ámbitos inconexos. Sin embargo, lo que se trata de poner aquí de relieve no es la relación entre dichos ámbitos, sino mostrar que la historia responde del hombre, pues su existencia le constituye como un ser “enredado en historias”. En la relación entre vida y relato, es la primera la que tiene la primacía sobre el segundo; es decir, no es que se tome ocasión de las narraciones como un símil de la vida, sino que son más bien estas las que imitan la vida [13]. En pocas palabras: narrar la vida no es una mera opción para las personas, sino un proceso secundario anclado en esa dimensión narrativa de primer grado que es constitutiva del hombre, por la que se abre para él la posibilidad tanto de descubrir el sentido de su actuar como de comprenderse a sí mismo y su propia existencia:
Es necesario cuestionar esa falsa evidencia de que la vida se vive y no se cuenta. Con este propósito, quisiera insistir en la capacidad prenarrativa de lo que llamamos una vida. Lo que se debe cuestionar es la ecuación demasiado simple entre la vida y lo vivido. Una vida, hasta que no es interpretada, no pasa de ser más que un fenómeno biológico. […] Requiere la inserción de lo narrativo y quizá expresa su necesidad [14].
Hablar de la vida desde la perspectiva de la narratividad es el modo de mostrar cómo la temporalidad en la que se desarrolla la propia existencia es una verdadera historia en la que está en juego la identidad personal, y no una mera sucesión de acontecimientos. Sin embargo, como afirma MacIntyre, se constata de nuevo que el espíritu de la modernidad ha captado y asumido a la perfección la afirmación de ciertos planteamientos existencialistas, según los cuales: «No hay ni puede haber historias verdaderas. La vida humana se compone de acciones discretas que no llevan a ninguna parte, que no guardan ningún orden. […] Las acciones humanas en tanto que tales son sucesos ininteligibles» [15].
La consecuencia de esta perspectiva implica la imposibilidad de interpretar las acciones como realidades con un significado moral. Lo que la persona actúa no ocuparía lugar alguno en la configuración narrativa de una trama. El actuar personal, de este modo, así como los acontecimientos que alumbra, serían una sucesión de eventos, pero no constituirían una verdadera configuración narrativa. Esta perspectiva es bastante dañina, pues desvincula el actuar del ámbito de sentido simbólico en el que cobra su más profundo significado y desde el cual es posible interpretarlo: «El simbolismo constituye la legibilidad de la acción» [16].
Por tanto, es necesario considerar que ese “acontecimiento” y esa “configuración” están en relación recíproca. No se trata de que suceden o se hacen cosas que después se colocan artificialmente en una estructura simbólica y en el marco de una configuración narrativa, con la intención de darles un significado más rico. Sino de considerar que cada acontecimiento que se pone por obra encuentra su significado más pleno en el marco del horizonte de sentido en el que, de hecho, se desenvuelve la existencia [17]. Esta relación hace posible lo que MacIntyre denomina: “unidad narrativa de una vida”, en la cual tiene lugar, como sucede en todo proceso de composición dramática, una síntesis de lo heterogéneo [18].
Dicho de otro modo, lo que imprime una configuración a una historia no es el hecho de que unos acontecimientos sucedan a otros, sino su integración en una trama. La clave no está en que estos se enlacen con un orden perfecto o según estaban previstos o planificados de antemano. De hecho, la vida está llena de imprevistos, de acontecimientos inesperados y, tantas veces, incluso no deseados; hay que reconocer que solo en la fantasía vivimos la historia tal y como la diseñamos. Pero admitir que nuestra vida está envuelta en limitaciones no implica negar su estructura narrativa. Y el hecho de que no sea tal y como la imaginamos y proyectamos, o que en algunos momentos resulte ininteligible, no significa que sea un sinsentido: «La reunión de todos estos factores en una única historia hace de la trama una totalidad que es a un tiempo concordante y discordante» [19].
Esta dinámica de “discordancia concordante” es el modo en que se suceden los acontecimientos de la vida. Sin embargo, padecemos la dificultad de integrar en el conjunto de una unidad narrativa los diversos acontecimientos de la vida. Y dicha dificultad adquiere un cariz particularmente trágico cuando tiene como consecuencia la ruptura de la propia historia que se estaba construyendo; no solo por no llegar, como ocurre en los relatos de ficción, al anhelado “final feliz”, sino por las consecuencias de esa ruptura en las mismas personas que son protagonistas de sus vidas. En este sentido hay que destacar cómo en el relato de la vida está implicada la propia identidad personal.
Sin embargo, no basta con llegar a la conclusión de que la vida, de la que es reflejo el relato, posee esta estructura narrativa esencial. Ni siquiera sería suficiente con integrar en su dinámica incluso aquellos elementos con los que no se contaba o que resultan ininteligibles. Esto no es más que el escenario en el que la trama se desarrolla, en el que los protagonistas se ponen en juego. De ahí que el verdadero reconocimiento del drama pase por comprender que narrar la vida no significa simplemente relatar una historia, sino también identificar a su narrador. Pues, ¿qué es lo que se relata cuando se narra la propia historia sino a uno mismo?
No basta con llegar a la conclusión de que la vida, de la que es reflejo el relato, posee una estructura narrativa esencial. Tampoco sería suficiente con integrar en su dinámica aquellos elementos con los que no se contaba o que resultan ininteligibles. Esto no es más que el escenario en el que la trama se desarrolla, en el que los protagonistas se ponen en juego. De ahí que el verdadero reconocimiento del drama pasa por comprender que narrar la vida no significa simplemente relatar una historia, sino también identificar a su narrador. Pues, ¿qué es lo que se relata cuando se narra la propia historia sino a uno mismo?
El protagonista: construir la identidad personal
Narrar la propia vida no es solo enumerar acontecimientos, sino “contarme a mí mismo”. La identidad personal está implicada en la narración:
Soy el tema de una historia que es la mía propia y la de nadie más, que tiene su propio y peculiar significado. Cuando algunos se lamentan de que sus vidas carecen de significado, a menudo y quizá típicamente lamentan que la narración de su vida se ha vuelto ininteligible para ellos, que carece de cualquier meta, de cualquier movimiento hacia un clímax o un telos. De ahí que a tales personas les parezca que han perdido la razón para hacer una cosa antes que otra en ocasiones fundamentales de su vida. Ser tema de la narración que discurre desde el propio nacimiento hasta la muerte propia es ser responsable de las acciones y experiencias que componen una vida narrable [20].
No son los acontecimientos en sí mismos los que conforman un relato, sino los personajes en ellos implicados, sus protagonistas, que actúan y hacen que tales sucesos sean significativos. Son las personas quienes posibilitan que el orden episódico de la sucesión de acontecimientos entre en el orden lógico de la “configuración”. Interesa insistir en que son las personas quienes rescatan lo sucedido del anonimato, haciendo posible que las acciones se integren en el marco de una vida. Es la implicación de la persona en su actuar lo que explica que lo que sucede deje de ser impersonal: «Al entrar en el movimiento de un relato que une un personaje a una trama, el acontecimiento pierde su neutralidad impersonal. Al mismo tiempo, el estatuto narrativo conferido al acontecimiento previene la desviación de la noción de acontecimiento, que haría difícil, si no imposible, tener en cuenta al agente en la descripción de la acción» [21].
El núcleo del drama no se encuentra solo en la capacidad de contar una historia con una unidad, de ser capaces de ordenar temporalmente una serie de acontecimientos, sino que implica reconocer la dimensión moral por la que se aprecia que en juego está la propia identidad. La “mise en intrige”, es decir, la capacidad de construir una trama con sentido en el horizonte de una historia, excede la mera colocación de los acontecimientos en un orden: tiene un carácter cualitativo. Porque, en el ámbito de la vida, no basta con ser buenos narradores, sino que es necesario “escribir” grandes historias, ya que la persona de quien depende la acción no solo tiene una historia, sino que es su propia historia. Sin la asunción narrativa de la historia de la propia vida se pierde el espesor moral de las acciones y de la identidad personal [22].
Es aquí, por tanto, donde se reconoce el núcleo del drama al que hacemos referencia: resulta que, queramos o no, en la historia que se construye mediante el actuar personal se está configurando la propia identidad. Narrar la vida supone responder a la pregunta: ¿quién soy yo? Es en el ahora del actuar concreto donde se va construyendo nuestra historia, el cual no es un “ahora” anónimo y a-histórico, sino personal, inseparable de un rostro preciso. Nuestra historia no es una especie de contenedor que cada uno debe ir llenando a lo largo del tiempo, sino una realidad en la que nos vamos construyendo con nuestras acciones.
Es necesario también señalar otro aspecto que permite comprender por qué narrar la propia vida es una tarea compleja: «Las historias vividas de unos se imbrican en las historias de los demás» [23]. La propia identidad, también en su dimensión narrativa, no se construye solo en referencia al sujeto mismo, sino que incluye a los agentes de una historia común. Existe una interconexión de relatos que nos constituye, de la que el nuestro forma parte [24]. La visión actual sobre este aspecto es bastante reductora, pues parte de una clave individualista desde la que se interpretan las relaciones interpersonales en clave de convivencia. En cambio, considerando el valor de la interpersonalidad desde la perspectiva narrativa, se aprecia que en juego hay algo más que tratar de mantener un “vivir junto a otro”: se trata de ir generando una verdadera comunión de personas en el tiempo de una historia común, que es el “lugar” en el que se va gestando la propia identidad [25]. ¿Cómo es posible ir realizando esto en la precariedad del tiempo de la vida y lo concreto y contingente de la existencia?
El actuar común: entre la memoria y la promesa
Toda narración inteligible tiene un carácter teleológico. Es cierto que en el transcurso de un relato no se sabe lo que sucederá después, dado que el porvenir no es aún conocido en el presente narrado. Pero esto no significa que tal momento concreto esté desvinculado del resto de la historia que se relata. Lo que llamamos “presente” tiene un espesor mucho más profundo del que se encuentra en el “instante”: «El presente está grávido de este futuro inminente y de este pasado reciente, y no se deja representar por un punto sin espesor sobre una línea. No ocurre lo mismo con el instante, que marca el carácter de incidencia del ahora» [26]. En la vida, ambas dimensiones del tiempo se aúnan en la realidad de la existencia personal. Esto implica que no puede considerarse como el conjunto de una sucesión de episodios inconexos, como un mero proceso de ir añadiendo acciones a acciones. Más bien se trata, como se ha apuntado ya, del drama de configurar una historia, de construir una totalidad significativa en cada momento presente. Lo impredecible del instante, que asalta y sorprende, y lo teleológico del presente, que introduce en la cronología el carácter narrativo del tiempo, se dan como síntesis en la realidad de la vida personal:
No hay presente que no esté informado por alguna imagen de futuro, y esta siempre se presenta en forma de telos —o de una multiplicidad de fines o metas— hacia el que avanzamos o fracasamos en avanzar durante el presente. Por tanto, la impredecibilidad y la teleología coexisten como parte de nuestras vidas; como los personajes de un relato de ficción, no sabemos lo que va a ocurrir a continuación, pero no obstante nuestras vidas tienen cierta forma que se autoproyecta hacia nuestro futuro. Así, las narraciones que vivimos tienen un carácter a la vez impredecible y en parte teleológico [27].
Es decir, aunque la vida siempre tiene lugar en el momento presente, no por ello está desvinculada del tiempo pretérito ni de la apertura al futuro. Parafraseando a San Agustín, podría afirmarse que, a pesar de que experimentamos una cierta inestabilidad en el tiempo a causa de la incesante disociación entre los momentos vividos, se da sin embargo una concordancia, que subyace a dicha experiencia y que late en el deseo de sentido y plenitud que habita el corazón humano, entre la memoria del pasado, la atención al presente y la expectativa del futuro [28]. También la historia de una vida personal, en la que se integra la construcción de toda historia de amor verdadero, posee este carácter teleológico que se va realizando en lo impredecible y en la inquietud del momento presente. Se intuye así de nuevo el valor simbólico que el tiempo posee como “lugar” en el que la propia vida, y por tanto la propia identidad, van madurando. Y de nuevo se reconoce el drama que supone la incapacidad para integrar las acciones concretas que se realizan en cada instante en este horizonte de significado simbólico que es capaz de orientarlo y de llenarlo de sentido en el conjunto de la vida [29].
El tiempo de la vida en el que tiene lugar la propia historia se sucede entre la memoria de un origen y la promesa de plenitud, y es en esta dinámica narrativa donde la identidad personal está implicada y en tensión [30]. La memoria de nuestro origen y de la historia pasada es necesaria para comprender la propia identidad. No debe olvidarse que nuestro pasado forma parte de lo que hacemos y de quiénes somos, lo cual queda iluminado precisamente gracias a la función narrativa, y no remite a realidades que solo van pasando y quedando atrás. En el contexto de la construcción de una historia de amor, el origen contiene algo más que un puro sentimiento: en él se reconoce el encuentro con una persona que reclama la propia libertad en orden a hacer personal el amor [31]. En la memoria del origen de la propia historia de amor resuena la respuesta a la persona amada, y no solo la reacción ante un sentimiento. Esto explica que en la narración de la propia vida la persona no sea prisionera del pasado, porque dicha identidad también se va construyendo personalmente en la responsabilidad del propio actuar [32]. La promesa es signo de esta realidad, pues cuando se promete no se contrae un mero compromiso temporal, sino que uno se implica a sí mismo:
Quien promete debe reconocer una alianza primordial a la que pertenece, que le mantiene en pie, que le regala un tiempo unitario y le permite poseer su futuro, tocarlo con la punta de los dedos. […] El fundamento se halla en el amor mismo que brota en el encuentro. Aquí no se trata solo del “yo” y del “tú”, sino del “nosotros”, creatura nueva, unidad superior a la suma de los miembros. […] Mi tiempo y tu tiempo se transforman en un tiempo unitario, que ya no gira sobre sí mismo, sino que se abre más allá de la pareja, en perspectiva de eternidad. Se puede ahora prometer no fiado en las propias fuerzas ni en las de la persona amada, sino en algo más grande: el “para siempre” que el amor nos desvela, la promesa que el amor contiene. […] No promete el sujeto aislado, incapaz de poseer su tiempo. Promete la persona relacional, que pertenece a otros y a otros se entrega y, en estas relaciones, trenza un tejido sólido que anuda pasado, presente y futuro. […] Se promete siempre gracias a otro y a partir de otro; se promete ante otro y para otro [33].
Poder implicarse de verdad a sí mismo en la promesa supone ser capaz de aprehender narrativamente la vida y las acciones que la van configurando en un horizonte de plenitud: «Solo un ser capaz de reunir su vida bajo la forma de un relato y, por tanto, de reconocerse una identidad narrativa, es susceptible de acceder a esta otra identidad, superior, que es la identidad de la promesa mantenida. […] En la medida en la que pueda unificarme narrativamente, me mostraré capaz de encontrarme, y de mantenerme, éticamente» [34].
La promesa de sí mismo abre un intervalo de sentido que hay que colmar, y en el que está también implicado aquel a quien se hace la promesa de uno mismo. En la acción de prometer está siempre presente aquel a quien se promete, porque tiene carácter dialógico. Romper la promesa, en este sentido, supone algo más que desdecirse o que abrirse a la posibilidad de generar un nuevo comienzo: es una verdadera traición a sí mismo y al otro, así como a la identidad personal en el contexto de la unidad narrativa de la propia vida. Es decir, la promesa ayuda a entender que el futuro no es una realidad oscura que aparece en el horizonte y frente a la cual la persona queda paralizada, sino más bien un tiempo preñado de sentido.
Conclusión: el tiempo como “lugar histórico”
Se abría al comienzo de estas páginas la pregunta sobre la pertinencia de considerar el tiempo como “lugar” necesario para la construcción de una verdadera historia de amor. Tras el recorrido realizado puede afirmarse que, para el hombre y la mujer que se implican en la promesa de una vida, el tiempo no es un mero escenario en cuyo fondo se fueran proyectando los diversos episodios en los que intervienen, sino que es de algún modo sinónimo de la historia que construyen juntos, y en la que juntos se construyen a sí mismos. Es algo más que una especie de lugar en el que pudieran irse agregando relatos a relatos, que darían como resultado una única historia, como sucede con la unión de los distintos eslabones que conforman una cadena. Pues lo que se denomina historia de una vida desde la perspectiva narrativa hace referencia a dicha historia como un todo, al relato global que se configura a través de las distintas etapas de la vida.
Dicho de otro modo: la inteligencia narrativa ayuda a mostrar que una recta comprensión de lo que significa la “unidad narrativa de una vida” no ha de confundirse con una mera sucesión de relatos ordenados cronológicamente uno tras otro, en la que cada uno de los cuales constituiría una nueva y completa historia de amor. Lo que asegura y posibilita dicha unidad, con todo lo que implica para las personas, está en relación con el conjunto de la vida en su globalidad, y no puede reducirse simplemente a una lograda coherencia interna dentro de cada uno de esos posibles relatos. En el contexto de la situación actual, planteada al inicio de estas páginas, esto permite comprender que las “nuevas historias” inauguradas tras los precedentes fracasos no pueden configurarse narrativamente de manera unitaria, pues lo que nutre y hace posible que tal unidad exista es la relación entre la persona que actúa y el conjunto de su historia, y no solo el hecho de que pueda verse involucrada en sucesivas “historias”.
La persona relata su propia vida, se narra a sí misma, entre la memoria del don recibido en el origen y la plenitud inscrita en la promesa de sí. Sin embargo, una interpretación fragmentaria de la existencia, propia de nuestra época, hace difícil comprender en su amplitud el alcance de esta realidad. Además, no puede olvidarse que este relato encuentra su referente último en Dios [35]. Por eso es necesario comprender que la clave de la posibilidad de narrar la propia vida con un sentido pleno se encuentra en irla escribiendo en el camino de una historia de cuya intriga no somos los autores, pero que nos implica radicalmente. Esa intriga se reconoce en la memoria de un encuentro en el que se desvela la promesa de una plenitud, y es en la esperanza que se abre en dicha promesa donde se integra el proyecto de la propia “historia potencial” [36]. O, empleando otra sugerente expresión de Paul Ricoeur, se podría decir que se trata de aprender: «A ser el narrador de nuestra propia historia sin convertirnos totalmente en el autor de nuestra vida» [37].
Afirmar que existe un proyecto para la vida que contiene una verdad que nos implica no supone anular la propia libertad ni la posibilidad de realización personal. Conlleva más bien lo contrario: la apertura de una vía hacia la tan anhelada plenitud. Para comprender esto es paradigmático el caso de la interpretación de una obra musical: los músicos se encuentran con una partitura ya escrita que, sin embargo, precisa de ser interpretada para poder hacerse realidad en plenitud. La obra existe, pero de algún modo necesita “ser puesta por obra”, ser actualizada en la ejecución, para ser significativa. Aunque el músico sale al escenario con una partitura, igual que el actor lo hace sostenido por un guion, sus interpretaciones son siempre originales y creativas. No son autores de la obra, pero sí los narradores de una versión única e irrepetible.
De este modo, aunque la estructura narrativa de la vida perfila un marco para la construcción de la propia historia, no la da ya realizada. Esto permite reconocer en último término el drama que implica narrar la vida: existe ante la persona un curso de acción que aún no ha sido actualizado, que debe escribirse para poder ser relatado, y en cuyo devenir está implicada su identidad. Toda historia de una vida es única y original. Es una obra que requiere también de creatividad e innovación, ya que se va inscribiendo en el tiempo y precisa de la integración de imprevistos y circunstancias cambiantes [38]. Es por ello que la inteligencia narrativa está más cerca de la racionalidad práctica que de un conocimiento y una habilidad teóricos sobre las cosas.
Así sucede también cuando la vida se configura como la construcción de una verdadera historia de amor. En ella, sus protagonistas no inventan lo que es el amor, sino que lo reconocen, lo reciben como un don y se disponen a actualizarlo en el sentido que abre en su propia historia lo que este significa. La verdad del amor que nos es donada genera una esperanza que permite integrar el proyecto de la propia vida en una unidad narrativa:
Un amor no es verdadero porque se experimenta intensamente, o porque su grandeza nos fascina, sino porque promete una vida más grande y ofrece un camino y un sustento para poderla realizar. […] Partiendo de la promesa, el tiempo no es contrario al amor, sino una de sus dimensiones positivas, ya que le descubre sus raíces verdaderas y los elementos clave que han de seguirse para su maduración [39].
La novela de Franz Kafka con la que se abrían estas páginas tiene una característica que la asemeja mucho a la realidad de la existencia personal: está inacabada. Fue publicada tras la muerte de su autor, e incluye una serie de variantes posibles en su desarrollo. Tampoco la vida está escrita de principio a fin, y esto hace que posea un carácter especialmente dramático. Porque el sentido de la vida no se agota en el hecho de vivir.
Así, la clave del drama no está en la cantidad de dificultades que se encuentran por el camino, sino en la capacidad de integrar lo vivido en la construcción de la propia historia común, que posee una estructura narrativa. Saltar de narración en narración, como les acaba sucediendo a K y a Frieda, los atormentados protagonistas de El castillo, no conduce simplemente a una desorganización temporal, sino a la no comprensión de sí mismo. La desintegración narrativa de la propia historia no solo disloca el tiempo que se vive, sino también a las mismas personas, cuya identidad está esencialmente implicada en la construcción de su vida. El tiempo, pues, es más que una sucesión cronológica: es un lugar moral por excelencia. Por eso, no significa solo ser capaces de relatar acontecimientos pretéritos de manera ordenada, sino más bien ir actualizando en cada presente el horizonte último que da sentido a todo lo vivido, integrando incluso aquello que, en un instante concreto, podría interpretarse como un sinsentido. Porque: «El que vive es persona en todas las fases de su vida, suponiendo que esta vida se viva conforme a su sentido, de modo auténtico y pleno. No se camina solo para llegar, sino para vivir caminando» [40].
Notas:
[1] Cfr. F. KAFKA, El castillo, Alianza Editorial, Madrid 2006.
[2] Sin embargo, tras lo dislocado del universo en el que se mueven los personajes y del aparente absurdo al que este relato nos conduce, late sin duda la intención de la búsqueda de dicho sentido, cuestión clave para nuestro estudio: «El sinsentido de la existencia surge por la imposibilidad de llevar una vida creadora. […] La “literatura del absurdo” intenta plasmar en imágenes la orientación antropológica del absurdo, con una evidente intención catártica, purificadora. No se trata en modo alguno de una literatura absurda, sino de una orientación literaria que, con plena lucidez y alta perfección técnica, quiere plasmar el desmoronamiento del mundo humano, el derrumbamiento que sigue, como la sombra al cuerpo, a la quiebra casi total de la capacidad creadora. […] Kafka no tergiversa la realidad; intuye los acontecimientos que tienen lugar tras las apariencias sensibles, y los traduce en imágenes» (A. LÓPEZ QUINTÁS, Cómo formarse en ética a través de la literatura, Rialp, Madrid 2008 3, 59. 69).
[3] Así lo expresa ella la única vez que dialogan con seriedad sobre su posible futuro juntos: «Eso es —dijo Frieda—, de eso es precisamente de lo que hablo, eso es lo que me hace infeliz, lo que me separa de ti, aunque no conozco mayor felicidad para mí que estar contigo, continuamente, sin interrupción, sin fin; sueño que en la tierra no hay ningún lugar tranquilo para nuestro amor, ni en el pueblo ni en ningún otro sitio, y por eso me imagino una tumba, profunda y estrecha, en la que nos mantenemos abrazados como oprimidos por unas tenazas, yo oculto mi rostro en ti, tú el tuyo en mí y nadie nos ve más».
[4] Visto de este modo, parece lógico que la postura del Magisterio eclesial sobre la admisión a los sacramentos de las personas que viven estas situaciones se considere como una especie de castigo, de actitud marginadora y poco misericordiosa precisamente hacia aquellos que se han visto involucrados en la tragedia de una ruptura. Así, surge la siguiente pregunta: ¿por qué el no reconocer el supuesto derecho a “rehacer la propia vida” en el contexto de una nueva historia de amor se interpreta como una postura intransigente y lejana de lo que en realidad debería plantear el corazón maternal de la Iglesia?
[5] Este rodeo se llamaría, en perspectiva hermenéutica, la “vía larga”, mediante la cual se llega a conocer mejor lo que se quiere afrontar; Cfr. P. RICOEUR, Le conflit des interprétations. Essais d’herméneutique, Seuil, Paris 1969, 20: «El ensanchamiento de la propia comprensión de sí mismo se persigue a través de la comprensión de lo otro. Así, toda hermenéutica es, explícita o implícitamente, comprensión de sí por el rodeo de la comprensión de lo otro» (Las traducciones son mías).
[6] Cfr. J.J. PÉREZ-SOBA, “El amor humano, respuesta al don divino”, en J.D. LARRÚ (ed.), La grandeza del amor humano, BAC, Madrid 2013, 31-33: «El romanticismo mira el amor como un todo en relación al hecho de sentirlo con una intensidad que fascina a la conciencia. […] El amor romántico, centrado en el momento del solo sentir, produce solo un abandono a un impulso y no vive el amor como respuesta a una llamada. Se evidencia esto en la medida que busca repetir la emoción y se centra en el sentimiento que el otro le despierta, olvidando la verdad de aquel que le llama. […] El error ha consistido en buscar en la emoción lo que es incapaz de dar: una vida llena».
[7] J.J. PÉREZ-SOBA, “El encuentro con Cristo. Inicio de una vida”, en L. MELINA - J.J. PÉREZ-SOBA - J. NORIEGA, Una luz para el obrar, Palabra, Madrid 2006, 307.
[8] Esta relación entre “tiempo” e “historia personal” ha sido puesta de relieve por Paul Ricoeur en su trilogía: Temps et récit, sobre todo en: P. RICOEUR, Temps et récit. Tome III. Le temps raconté, Seuil, Paris 1985, 147-183. Cfr. I. Serrada, “Tiempo, historia y acción”, en Id., Acción y sexualidad. Hermenéutica simbólica a partir de Paul Ricoeur, Cantagalli, Siena 2011, 281-308.
[9] FRANCISCO, Carta encíclica Lumen fidei, 27.
[10] Es lo que ha destacado claramente: A. MACINTYRE, Tras la virtud, Crítica, Barcelona 20042, 252: «La modernidad fragmenta cada vida humana en multiplicidad de segmentos, cada uno de ellos sometido a sus propias normas y modos de conducta. […] Con todas estas separaciones se ha conseguido que lo distintivo de cada una, y no la unidad de la vida del individuo que por ellas pasa, sea lo que se nos ha enseñado a pensar y sentir. […] Que las acciones individuales derivan su carácter en tanto que partes de conjuntos más amplios, es un punto de vista ajeno a nuestra manera habitual de pensar y, sin embargo, es al menos necesario considerarlo para empezar a entender cómo una vida puede ser algo más que una secuencia de acciones y episodios individuales».
[11] Cfr. Ibíd., 267: «Prívese a los niños de las narraciones y se les dejará sin guión, tartamudos angustiados en sus acciones y en sus palabras. No hay modo de entender ninguna sociedad, incluyendo la nuestra, que no pase por el cúmulo de narraciones que constituyen sus recursos dramáticos básicos. […] El contar historias es parte clave para educarnos en las virtudes».
[12] Sigo en este punto algunos planteamientos de: P. RICOEUR, “La vida: un relato en busca de narrador”, en ID., Escritos y conferencias 1. En torno al psicoanálisis, Trotta, Madrid 2013, 181-193.
[13] Cfr. MACINTYRE, Tras la virtud, cit., 261: «La narrativa no es la obra de los poetas, dramaturgos y novelistas, que refleja acontecimientos que no tienen orden narrativo anterior al que les es impuesto por el vate o el escritor; la forma narrativa no es un disfraz ni una decoración. […] Porque vivimos narrativamente nuestras vidas y porque entendemos nuestras vidas en términos narrativos, la forma narrativa es la apropiada para entender las acciones de los demás». No en vano Aristóteles denominaba mimesis praxeos (“imitación de la acción”) a la composición de los relatos.
[14] RICOEUR, “La vida: un relato en busca de narrador”, cit., 188. Así lo decía Sócrates: «Una vida no examinada no es digna de ser vivida» (PLATÓN, Apología de Sócrates, 38a7).
[15] MACINTYRE, Tras la virtud, cit., 264.
[16] RICOEUR, “La structure symbolique de l’action”, en Actes 14ème Conférence Internationale de sociologie des religions (Strasbourg 1977), CISR, Lille 1977, 41. Cfr. MACINTYRE, Tras la virtud, cit., 265: «El acto se hace inteligible porque encuentra su lugar en una narración. […] La supuesta caracterización de las acciones antes de que venga a superponérseles una forma narrativa cualquiera, siempre resulta ser una exposición de lo que evidentemente no pueden ser sino fragmentos inconexos de alguna narración posible».
[17] Cfr. P. RICOEUR, “La fonction narrative et l’expérience humaine du temps”, en Archivio di filosofia 50, n.1 (1980) 353-354: «La actividad de narrar no consiste simplemente en añadir los episodios unos a otros, sino en construir totalidades significativas a partir de eventos dispersos. […] En consecuencia, el arte de narrar requiere que seamos capaces de sacar una configuración de una sucesión. […] La disposición configurativa hace de la sucesión de eventos una totalidad significativa correlativa al “tomar conjuntamente ».
[18] Cfr. id., Sí mismo como otro, Siglo XXI, Madrid-México D.F. 1996, 159-160: «Lo que MACINTYRE llama “unidad narrativa de vida” no resulta sólo de la suma de las prácticas en una forma englobadora, sino que es regido, con igual razón, por un proyecto de vida, con todo lo incierto y móvil que sea, y por prácticas fragmentarias, que poseen su propia unidad, de forma que los planes de vida constituyen la zona media de intercambio entre la indeterminación de los ideales rectores y la determinación de las prácticas. […] Nada es más propicio para la configuración narrativa como este juego de doble determinación».
[19] ID., “La vida: un relato en busca de narrador”, cit., 182.
[20] MACINTYRE, Tras la virtud, cit., 268. Cfr. H. haker, “Racconto e identità morale nell’opera di Paul Ricoeur”, en Concilium 36 (2000) 278-290.
[21] RICOEUR, Sí mismo como otro, cit., 140 (en nota).
[22] Cfr. Ibíd., 147: «La identidad del personaje se construye en unión con la de la trama. […] La persona, entendida como personaje de relato, no es una identidad distinta de sus experiencias. Muy al contrario: comparte el régimen de la identidad dinámica propia de la historia narrada. El relato construye la identidad del personaje, que podemos llamar su identidad narrativa, al construir la de la historia narrada. Es la identidad de la historia la que hace la identidad del personaje».
[23] Ibíd., 163.
[24] Cfr. MACINTYRE, Tras la virtud, cit., 269: «El relato de la vida de cualquiera es parte de un conjunto de relatos interconectados. […] La relación es presuposición mutua. Se sigue que todo intento de elucidar la noción de identidad personal con independencia y aisladamente de las nociones de narración, inteligibilidad y responsabilidad está destinado al fracaso».
[25] Cfr. L. MELINA, “¿Límites para la libertad? El conflicto de deberes”, en MELINA - PÉREZ-SOBA - NORIEGA, Una luz para el obrar, cit., 104: «La identidad de mi “yo” depende, por tanto, de la fidelidad al pacto originario con el “tú, que vincula la libertad y la orienta a la realización del “nosotros”: en esto consiste precisamente el fundamento de la dimensión ética del actuar humano».
[26] P. RICOEUR, “La iniciativa”, en Id., Del texto a la acción. Ensayos de hermenéutica II, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2000, 243.
[27] MACINTYRE, Tras la virtud, cit., 266.
[28] Cfr. SAN AGUSTÍN, Confesiones, XI.
[29] Cfr. MACINTYRE, Tras la virtud, cit., 252: «Que las acciones individuales derivan su carácter en tanto que partes de conjuntos más amplios, es un punto de vista ajeno a nuestra manera habitual de pensar y, sin embargo, es al menos necesario considerarlo para empezar a entender cómo una vida puede ser algo más que una secuencia de acciones y episodios individuales».
[30] Cfr. P. RICOEUR, Parcours de la reconnaissance. Trois études, Gallimard, Paris 2005, 179-180: «La problématique de la reconnaissance de soi atteint simultanément deux sommets avec la mémoire et la promesse. L’une se tourne vers le passé, l’autre vers l’avenir. Mais elles sont à penser ensemble dans le présent vif de la reconnaissance de soi. […] La mémoire et la promesse se placent différemment dans la dialectique entre la mêmeté et l’ipséité, ces deux valeurs constitutives de l’identité personnelle: avec la mémoire, l’accent principal tombe sur la mêmeté, sans que la caractéristique de l’identité par l’ipséité soit totalement absente; avec la promesse, la prévalence de l’ipséité est si massive que la promesse est volontiers évoquée comme paradigme de l’ipséité». Cfr. I. SERRADA, “La dimensión narrativa de la identidad: una luz para comprender la naturaleza personal”, en J.J. PÉREZ-SOBA - P. GALUSZKA (a cura di), Persona e natura nell’agire morale, Cantagalli, Siena 2013, 363-375.
[31] Cfr. J.J. PÉREZ-SOBA, “Dar un nombre al amor”, en id., El corazón de la familia, Publicaciones de la Facultad de Teología «San Dámaso», Madrid 2006, 213-235.
[32] Cfr. RICOEUR, Parcours de la reconnaissance, cit., 456: «Nous faisons l’histoire et nous faisons de l’histoire parce que nous sommes historiques. Ce “parce que” est celui de la conditionnalité existentiel».
[33] J. GRANADOS, Teología del tiempo, Sígueme, Salamanca 2012, 189-192.
[34] P. RICOEUR, “Entretien”, en J. AESCHLIMANN (ed.), Éthique et responsabilité, La Baconnière, Neuchâtel 1994, 26 [Citado por: M. GILBERT, “Pour une critique psychanalytique de l’identité narrative”, en Revue de théologie et de philosophie 138 (2006) 334 (en nota)]. Cfr. RICOEUR, Sí mismo como otro, cit., 119-120: «El cumplimiento de la promesa parece constituir un desafío al tiempo, una negación del cambio: aunque cambie mi deseo, aunque yo cambie de opinión, de inclinación, “me mantendré”. […] Este mantenimiento de sí mismo en la promesa abre un intervalo de sentido que hay que llenar». Hay que señalar de nuevo que esta realidad se encuentra en crisis en nuestro marco cultural, como señala: GRANADOS, Teología del tiempo, cit., 183: «La institución de la promesa ha entrado hoy en crisis. Imperan las “relaciones puras” descritas por el sociólogo Anthony Giddens, las cuales, por quererse libres de todo vínculo, son antipromesa. El modelo de sociedad democrática que Giddens quiere aplicar a la vida de familia se expresa periódicamente con un voto soberano (la decisión de seguir o no juntos), desligado de historia que lo preceda».
[35] Cfr. R. GUARDINI, La aceptación de sí mismo. Las edades de la vida, Cristiandad, Madrid 1977, 21: «La auténtica valentía significa saber que se está puesto en un lugar no por el pequeño o gran jefe de cada caso, sino por el Señor de la Vida: Dios, y por eso no cabe apartarse hasta que El mismo le llame a uno a retirarse. Esto es lo que empieza a dar su seriedad a toda acción y riesgo».
[36] Creo que esta expresión, aunque resulte paradójica, ayuda a percibir la dinámica del ir conformando la propia identidad personal en un marco narrativo. Así lo plantea: RICOEUR, “La vida: un relato en busca de narrador”, cit., 190: «No ignoro la incongruencia de la expresión “historia aún no contada”. Una vez más, ¿no es la historia, por definición, algo narrado? Ciertamente, si hablamos de historias efectivas. Pero, ¿es inaceptable la noción de historia potencial? […] La búsqueda de la identidad personal garantiza la continuidad entre la historia potencial o virtual y la historia expresa cuya responsabilidad asumimos».
[37] Ibíd., 192-193.
[38] Cfr. GRANADOS, Teología del tiempo, cit., 190: «Cambiarán las circunstancias, se sucederán las edades vitales, mudará el clima, el futuro seguirá escondiendo incógnitas imprevisibles. Pero hay en el ahora algo fijo: no cambiará mi pertenencia a la otra persona; la historia se torna a partir de ahora un relato compartido; nuestras sendas se han aunado y seguirán una misma ruta entre el mismo origen y plenitud».
[39] J.J. PÉREZ-SOBA, La pastorale familiare. Tra programmazioni pastorali e generazione di una vita, Cantagalli, Siena 2013, 117.
[40] R. GUARDINI, La aceptación de sí mismo. Las edades de la vida, Cristiandad, Madrid 1977, 66.
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