El presente artículo intenta bosquejar un paralelo, referido al caso de Chile, entre la forma tradicional de morir y la modalidad moderna de la muerte, a partir de algunos de los planteamientos de nuestro libro “La Muerte: transfiguración de la vida”, perteneciente a la Serie Arte y Sociedad en Chile 1650-1820, próximo a ser publicado por ediciones Universidad Católica.
Hay un rasgo de la modernidad que nos parece decisivo en la configuración del tiempo histórico cuyos umbrales hoy abandonamos, el cual rara vez concreta las consideraciones de la reflexión académica o del debate universitario cuando se trata de los conceptos que ha presidido el devenir de los últimos dos siglos en Occidente: sus actitudes y su noción de la muerte, fenómeno clave para entender las diferencias entre la mentalidad de la época moderna y la de las sociedades tradicionales.
Para el historiador que desarrolla su trabajo en el eje temporal, la comprensión de un cierta época no se logra sólo referida a esa misma época, sino también por comparación, por analogía o contraste, en relación a períodos históricos precedentes o posteriores.
El presente artículo intenta bosquejar un paralelo, referido al caso de Chile, entre la forma tradicional de morir y la modalidad moderna de la muerte, a partir de algunos de los planteamientos de nuestro libro “La Muerte: transfiguración de la vida”, perteneciente a la Serie Arte y Sociedad en Chile 1650-1820, próximo a ser publicado por ediciones Universidad Católica.
La muerte: el gran tema del historiador
La muerte para el historiador es un tema mayor; incluso podría decirse que la muerte es el gran tema del historiador, porque es la irrevocabilidad de la vida la que ha dado lugar a la historia. Al limitar su curso, la muerte impone un sentido a la vida del hombre, que va quedando comprimida y, por tanto, marcada por el pasado, según han observado Georg Simmel, Max Scheler y Martin Heidegger. La temporalidad como transcurso irrevocable de un tiempo finito, sería pues la que crearía la condición de la historicidad.
La filosofía de Heidegger, ha profundizado en la relación entre muerte e historicidad. En El Ser y el Tiempo, el filósofo alemán define al hombre como el “ser-relativamente-a-la-muerte”, y lleva a sus últimas consecuencias -desde el punto de vista estrictamente filosófico, sin recurrir a la teología- esta dimensión temporal del hombre cuya vida, que se desarrolla siendo, es decir haciendo historia, lleva como el sello de su mismo ser la existencia de la muerte.
Desde el punto de vista de la antropología, Edgar Morin en L’homme et la mort, hizo algunas consideraciones esenciales sobre el problema de la muerte como parte del estudio del fenómeno humano. El autor señala que es la conciencia de la muerte la que diferencia específicamente al hombre del animal e introduce entre ambos una ruptura aún más asombrosa que el útil, el cerebro o el lenguaje. La muerte, o más bien, el rechazo de la muerte, los mitos de la sobrevivencia, las ideas de resurrección y de inmortalidad hablan, según este autor, de la cualidad humana y constituyen el rasgo más cultural del antrophos.
Pierre Chaunu, por su parte, ha enfatizado que fue la noción del “se bebe morir”, la que dio origen a la conciencia de la vectorialidad de la duración, es decir, a la conciencia del tiempo. Ésta a su vez hizo al hombre como tal y, por tanto, inició la historia.
Así, la historia, como conciencia de la temporalidad irrevocable, arrancaría del saber sobre la muerte.
Actitudes ante la muerte en la Época Barroca: el asunto primordial de la vida
A partir de la observación de las actuales actitudes y noción de la muerte iniciamos un largo viaje retrospectivo, en el sentido contrario del tiempo, que llevó muy lejos hacia atrás, más allá de los siglos XIX y XVIII, as esos tempranos años del seiscientos cuando la muerte era el asunto primordial de la vida.
Este peregrinaje se inició en las iglesias de Santiago, que recorrimos en busca de tumbas y lápidas. En los umbrales del 1880 comenzaron a dibujarse en la penumbra de los rincones, donde apenas alcanza la luz de las lámparas y de los altos ventanales, lápidas, inscripciones, símbolos, figuras esculpidas. Ellos hablan de una específica actitud ante la muerte.
Durante 50 años, hasta 1830, aproximadamente, la familia, el esposo o la esposa conmemoraron la muerte del otro, la muerte del “tú”, del ser querido irremplazable, que se impuso con la sensibilidad romántica. Sobre el blanco mármol se modelaron entonces figuras de la esperanza delicadas, etéreas, con un toque de purismo neoclásico o un soplo emotivo: el ángel con la trompeta, la dulce niña virgen coronada de rosas, Cristo en el momento de la Resurrección, enmarcadas por guirnaldas de adormideras, por coronas de laurel, por arcos góticos, por antorchas con la llama volcada hacia la tierra. Una rica imaginería sobre la muerte florece en estas tumbas, revelando a la posteridad, no sólo el sentir decimonónico sobre el último trance, sino la preocupación, el cariño por los muertos que revistió en aquella época los rasgos de un verdadero culto.
Pero el siglo XIX revelaba, más que la concepción del yo -del moribundo sobre la muerte- el sentir de los otros, del tú, del vosotros, de ellos, sobre la persona muerta. Por lo tanto continuamos nuestra búsqueda hacia atrás.
La revisión de la literatura, de los documentos y la pintura barroca conservados en el país mostró que es en ellos donde aparece verdaderamente la muerte como trance físico y como tránsito espiritual; como ceremonial en memoria y en honro del muerto; como ascenso del alma al cielo, o descenso a los infiernos; como permanencia de los cuerpos en espera de la Resurrección.
Los catecismos, los libros moralizantes, los manuales del buen morir, ofrecen la preparación para lo que era en aquel entonces el máximo suceso de la vida. Y la mentalidad notarial tan característica del mundo hispánico, que registró e inventarió hasta los más mínimos pormenores, permite ahondar en la memoria de la muerte de antaño. Así, ésta sale al encuentro, sin atisbos de evasión, en los testamentos, con sus advocaciones piadosas casi inmutables a través del tiempo, su denominación, ya descarnada, ya metafórica del último trance y la postrera y expresa voluntad del testador: -“encomiendo mi alma a Dios Nuestro Señor que la redimió con su preciosísima sangre… y el cuerpo a la tierra de que fue formado…”, que acoge en armonía la creciente conciencia individual configurada en la edad barroca y la esperanza escatológica.
También la muerte comparece en las largas y superlativas descripciones de lutos y entierros; en las puntillosas disposiciones con que la autoridad religiosa y civil reglamentaba los usos y costumbres funerarias; en la censura y en las sanciones que la monarquía y la Iglesia impusieron a las ceremonias luctuosas.
Y la pintura nos ofrece una imagen visual de la muerte, canalizada a través de las muertes santas y de la muerte divina. Aunque no tocaba en carne viva, la presencia intangible de Thánatos en los cuadros y en la imaginería, era un permanente llamado a meditar sobre la brevedad de la vida y a prepararse para una buena muerte como la de Cristo o los santos. Porque la muerte cotidiana, la muerte del hombre de la época, no está representada en la plástica virreinal en forma mimética, sino simbólica, a través de las muertes ejemplares. Fue la Iglesia católica la que orientó sobre el sentido de la muerte, dictó normas y reglamentó las prácticas por seguir. Para emplear el término usado por Michel Vovelle, “cristianizó” la muerte, usando todos los medios de comunicación y de información de la época -devocionarios, vidas de santos, catecismos, sermones, sacramentos, conversaciones, cuadros e imágenes- para que la muerte se enfrentase con la adecuada preparación y, si no con serenidad, al menos con esperanza. Esta riqueza de medios expresivos empleados para acentuar la presencia de la muerte indica que en Chile ella fue la constante fundamental de la imaginación religiosa.
En estos testimonios se encuentran, pues, contenidos los elementos que configuran el “ars moriendi”, el “arte de morir”, expresión ética y estética de la muerte. Porque el Barroco católico hizo de la vida un vivir para la muerte, pero esta muerte era sólo una apariencia del cuerpo, un tránsito, en el que el alma accedía a un modo de existencia posmortal concebido por la esperanza cristiana como la verdadera vida. Por eso más bien que un “arte de morir” es decir, de vivir, más allá de la vida, en la eternidad.
Dentro de la historia de Occidente, el Barroco hispanoamericano puede ser considerado, pues, como una época de reconocimiento a la dignidad de la muerte. En Chile, los hombres del seiscientos descubrieron la suprema grandeza de la muerte como fenómeno personal, único e intransferible, cobijado bajo el misterio de la inmortalidad.
Así la historia de la muerte en ese período se transforma en una historia de la vida de los hombres del pasado, que hoy ha sido posible de reconstruir, justamente, en la medida en que ellos negaron lo irreversible de la muerte y afirmaron su esperanza en la vida después de la vida.
El concepto de la muerte en la doctrina católica
Esta actitud barroca ante la muerte encontraba su fundamento en la doctrina católica, que puede ser resumida en esta frase de san pablo: “Porque habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la Resurrección de los muertos” (I Cor. 15, 21).
Siendo el hombre, para el catolicismo, una unidad de naturaleza y persona, la muerte se ofrece en su doctrina -según Karl Rahner- con tres rasgos básicos: como una realidad universal, como dotada de un aspecto natural y de otro personal. El primer aspecto está visto por la doctrina de la Iglesia como “todos hemos de morir”; el segundo se percibe como la separación del alma y del cuerpo; y el aspecto personal se expresa al decir que con la muerte termina, definitivamente, el estado de “viador” -de caminante sobre esta tierra- del hombre.
La proposición de la universidad de la muerte tiene en la fe cristiana, un carácter totalmente distinto del que proporciona la experiencia empírica. El hombre muere porque es pecador. Para el catolicismo, el motivo de la muerte es la catástrofe moral de la humanidad en Adán. Esta universalidad tiene, en su razón teológica, la certidumbre que, aun en lo futuro, la muerte seguirá siendo una de las necesidades potencias del existir humano y que las causas naturales de la muerte no se habrían podido realizar en el estado original, paradisíaco, del hombre. Así, la muerte para la doctrina de la Iglesia, tiene su verdadera y última causa en la historia espiritual del hombre –en su caída- si bien su ejecución misma se debe a causas materiales.
La proposición de la muerte como la separación del alma y del cuerpo es la tradicional en la predicación cristiana. Ella se funda en su vertiente primera en el texto del Eclesiastés (12, 7) que dice que el espíritu vuelve a Dios y el cuerpo a la tierra de que fue formado: “… vuelva el polvo a la tierra, a lo que era, y el espíritu vuelva a Dios que es quien lo dio”. El verdadero sentido de esta frase sólo indica expresamente que en la muerte, Dios retira su influjo vivificante y el hombre baja al sepulcro.
La muerte en la doctrina católica no ha de entenderse -recurrimos nuevamente a Karl Rahner- como un mero “sufrir” ateológico del hombre, como una fatalidad destructora que le viene de fuera. La muerte es también la realización del fin a que el hombre aspira positivamente, aunque la muerte concreta realiza ese fin de manera que tiene el carácter de “caída”.
La tercera proposición de la doctrina católica sobre la muerte señala que con ella termina definitivamente para el hombre su estado de “viador”. Así, con la muerte el hombre, aun como persona espiritual y moral, adquiere carácter y consumación completos. La decisión tomada y actuada en su vida corporal hacia Dios o contra Dios pasas a ser totalmente definitiva. Esta doctrina de la fe significa que hay que tomar radicalmente en serio la presente vida y que ésta es realmente histórica, es decir, única e irrepetible, y que la decisión moral fundamental tomada libremente por el hombre durante su vida corporal y terrena se hace absolutamente definitiva con la muerte.
Sin embargo, esta proposición no excluye todo perfeccionamiento del hombre después de su muerte, ni supone una concepción rígida, meramente estática de la vida ultraterrena del hombre. La doctrina del Purgatorio, de la Resurrección venidera del cuerpo y la futura consumación del cosmos entero suponen una ulterior “evolución” del hombre en orden a su perfección en todos los aspectos.
A la muerte sigue inmediatamente, según la doctrina católica, el juicio particular que mostrará la verdad del alma individual ante Dios, decidiendo su suerte. El Juicio Final sucederá al fin de los tiempos e iluminará la totalidad de la historia humana. Toda la vida del hombre debe ser una preparación para el juicio de Dios. Para la Iglesia, el Purgatorio significa, después de la muerte, el castigo a los pecados veniales, con el fin de purificarse para entrar en el cielo.
Son premiados con el cielo quienes mueren en la gracia de Dios y están purificados. El cielo sobrepasa toda imaginación; consiste en ver a Dios cara a cara tal como Él es: estado supremo de dicha que satisface las aspiraciones más inmensas del corazón humano. Se condenan en el Infierno quienes incurren en pecado mortal, sin arrepentirse ni acoger el amor misericordioso de Dios. El infierno consiste esencialmente en la terrible separación eterna de Dios. Para la Iglesia, esa verdad muestra la seriedad absoluta de la vida humana y constituye una llamada apremiante a la conversión continua.
Al final de los tiempos, Dios resucitará, de un modo indecible y todopoderoso, estos mismos cuerpos mortales que ahora viven para participar con alma y cuerpo en su gloria infinita. Los cuerpos gloriosos de los bienaventurados poseerán en el Paraíso propiedades indescriptibles.
De esta breve exposición acerca del concepto de la muerte en la doctrina católica se desprenden varias ideas principales que van a ser justamente puestas en tela de juicio por la modernidad.
En primer lugar el planteamiento de que la muerte pertenece a la vida. En segundo lugar la idea de que en la muerte se pone en ejercicio por última vez la libertad del hombre; libertad que no guarda relación con la decisión de cuándo y cómo se va a morir -en lo cual el hombre responsablemente no puede tener injerencia.; y que se da aun en las condiciones físicas y síquicas de mayor deterioro.
En tercer lugar, el pensamiento de que es esta libertad, que implica el asumir la propia muerte, la que otorga al acto de morir su verdadera dignidad.
Actitudes ante la muerte hoy: la proscrita, la innombrable
Una reflexión sobre el pasado se realiza siempre desde el presente. No sólo porque el historiador no puede sustraerse a su propio tiempo histórico, sino porque muchas veces son los acontecimientos o los problemas actuales los que llevan a remontarse en el tiempo e impulsan a retroceder hasta los orígenes de un comportamiento, de una idea, de una forma.
Recapitulemos, pues, ciertos comportamientos que hemos podido observar hoy -a los que en ningún caso podemos dar un alcance general- pero que constituyen, a nuestro entender, la forma moderna en que se presenta la muerte actualmente.
En primer lugar, la enfermedad, combatida tenazmente por la ciencia médica y a veces, de modo paradójico, prolongada por ella, en razón del objetivo prioritario de mantener la vida.
Luego la blanca pieza del hospital que, sin duda, tiene por fin aliviar el sufrimiento, pero donde la persona se transforma en ocasiones en un número, en una cifra, en un índice de determinadas mediciones.
Enseguida, la resistencia a aceptar que la muerte está cerca, aunque el enfermo la lleva grabada en su carne y en su espíritu. La muerte deviene entonces la insoportable, la proscrita, la innombrable.
Consecuentemente, ausencia de ritos preparatorios. No se hace testamento; no se expresa ninguna voluntad futura, porque esto puede inquietar al paciente, puede hacerlo sufrir aún más.
Seguidamente, la simulación, porque se muestra que todo va bien, que la ciencia todavía puede luchar aunque, inconfesadamente, se sabe que, salvo un milagro, no hay nada que hacer.
A continuación, la crisis del yo; porque en el momento de la muerte la persona se despersonaliza, se deshumaniza.
Luego, el desenlace, se produce en forma fragmentada, desdibujada, anónima.
Enseguida, el duelo casi no existe, porque las manifestaciones de dolor, parecen de mal gusto. No hay luto, a veces sólo medio luto por un breve tiempo de parte de los parientes más allegados. También está la pobreza de los rituales fúnebres, la ausencia del arte, que no tiene nada que decir en relación con la última hora.
Finalmente, la sepultación se efectúa en forma rápida en un parque. Porque la palabra cementerio, derivada del latín coemeterium y del griego Koimêtêrion, que significa lugar donde se duerme, ahora es expulsada del vocabulario que se usa en la ocasión. Así, la tumba se pierde entre los árboles, se disimula entre la naturaleza, como parte de la perpetua transformación de la materia.
La muerte actual y la historiografía
La muerte es un tema reciente en el horizonte historiográfico. Han sido principalmente los historiadores franceses quienes han puesto en vigencia el tema de las actitudes ante la muerte, desde hace treinta años: André Chastel, Philippe Ariès, Michel Vovelle, Pierre Chaunu, François Lebrun; a los que se han sumado otros como Alberto Tenenti o John Mc Manners. Pero no hay que olvidar el hermoso preludio de Johan Huizinga sobre las visiones de lo macabro y el desengaño de la vida que empañaron el aura luminosa del amor cortés, del ideal caballeresco y de la emoción religiosa, durante el otoño de la Edad Media.
En Chile, después de esa visión acentuadamente positivista que ofreció Diego Barros Arana en “El entierro de los muertos durante la época colonial”, fue Mario Góngora el primero en usar las modernas metodologías historiográficas para aplicarlas al estudio de la muerte, en su trabajo sobre la cremación funeraria como manifestación de símbolos y de rasgos de psicología colectiva.
Puede decirse que fueron las actuales actitudes ante la muerte y el silencio existente en torno a ella el que motivó su estudio por parte de los historiadores.
En 1951, Edgar Morin en uno de los capítulos finales de su libro sobre la antropología de la muerte se refirió a la crisis contemporánea del morir, manifiesta en el enfrentamiento, pánico en medio de un clima de angustia, de neurosis, de nihilismo.
El sociólogo inglés Geoffrey Gorer dio a la luz en 1955, su provocativo trabajo The Pornography of Death, donde concluyó que el tema de la muerte era el nuevo tabú de la sociedad de mediados de este siglo, que había venido a ser lo que era el sexo para la época victoriana. Pocos años más tarde, en Death Grief an Mourning in Contemporany Britain, Gorer reafirmó y completó sus planteamientos.
En la década de 1970, Philippe Ariès, amplió y profundizó las ideas de estos predecesores, en sus dos libros La muerte en Occidente y El hombre ante la Muerte. En ellos demostró cómo el hombre contemporáneo evita y evade la muerte. Según el historiador, la antigua y digna manera de morir -que dominó desde el siglo XIII al XIX- ha sido reemplazada por la “muerte invertida”, la “muerte salvaje”, “la muerte excluida”, “la muerte medicalizada”, o por la “evacuación de la muerte”.
Los trabajos de Ariés, corroboraron y radicalizaron las tesis de sus predecesores. En la conclusión de El hombre ante la muerte, Ariès sostiene que la “vergüenza” que produce la muerte hoy es, a la postre, “la consecuencia directa de la retirada definitiva del mal”.
Vastas repercusiones han tenido los libros de Ariès, no sólo en la historiografía contemporánea, sino también en la sociología, suscitando adhesiones -como ocurre con el trabajo de Louis Vincent Thomas Mort et pouvoir- o críticas, como la que hace el ensayo de Norbert Eias La soledad de los moribundos.
El sociólogo alemán considera falsas las imágenes respectivas de serenidad y calma y de salvajismo, que ofrece Ariès sobre la muerte en épocas anteriores a la nuestra y en la actualidad; y reprocha al historiador francés, su espíritu romántico, que lo haría “contemplar con desconfianza el presente en nombre de un pasado mejor”.
Para Elias, la actual “crisis de la muerte” es fundamentalmente un problema de relaciones humanas producido por la estructura social y por cambios psicológicos y de comportamiento.
¿Puede ser la muerte del hombre puramente “natural”?
Pero ¿qué hay detrás de esta crisis contemporánea de la muerte? ¿Cuáles son las ideas que subyacen a esta muerte salvaje, a esta muerte invertida y medicalizada?
Lo sorprendente no son las ideas sino, más precisamente, la falta de ellas; es decir, la impotencia de muchos de los hombres modernos frente a la muerte.
En primer lugar, si se ahonda en la causa de estas actitudes, se aprecia que la muerte deja de pertenecer al hombre como tal, es decir, como unidad de naturaleza y persona, para ser considerada algo que se refiere exclusivamente al orden natural y que, por tanto, es posible de ser aceptado sin grandes aspavientos.
Esta separación entre naturaleza y persona al momento de la muerte constituye uno de los elementos menos conocidos y nuestro juicio, más propios de la modernidad, es decir, de la razón ilustrada. Ésta no sólo luchó por erradicar los horrores y lo hedores de la descomposición y por aumentar el nivel de vida de la población, sino que privó a la muerte de esa importancia sobrecogedora y de esa trascendencia orientada hacia la inmortalidad que dominaron en Occidente hasta fines del siglo XVIII.
Esta ruptura se divulgó con el espíritu de la Ilustración en su doble vertiente científico-positivista y de “descristianización”, para usar el término empleado por Michel Vovelle. Pero en realidad se remonta al anonadamiento epicúreo frente a la muerte.
En efecto, para Epicuro, el cuerpo y el alma se sumergen con la muerte en el abismo de la nada. Como el miedo a la muerte constituye el mayor obstáculo en el camino hacia una vida humana serena, es preciso superarlo; demostrar que la muerte no afecta al hombre en modo alguno. Hay que acostumbrarse a la idea de que la muerte no nos afecta para nada. Porque todo lo bueno y lo malo se basan en la percepción. Por eso la recta inteligencia de que la muerte no nos afecta nos haría -según Epicuro- gozosa la mortalidad de la vida, no dándonos como complemento un tiempo ilimitado, sino quitándonos el deseo de inmortalidad. Porque en la vida no hay nada terrible para quien ha comprendido de verdad que el no vivir no encierra nada espantoso. El mal más horrible, la muerte, no nos afecta para nada porque mientras vivimos la muerte no está presente todavía y cuando la muerte está presente ya hemos dejado de existir. Por tanto, la muerte no afecta a los vivos ni a los muertos, porque a los primeros no les afecta y los segundos han dejado de existir.
La argumentación de Epicuro constituye el soporte de la noción llamada “muerte natural”, sostenida prolongadamente hasta la actualidad desde Montaigne hasta Améry y Marcuse, pasando por D’Alembert, Holbach, Condorcet, Hume y Fuerbach.
A partir del siglo XVIII, al actitud positivista, muy extendida y marcada por la impronta de las ciencias naturales, ha venido señalando que la muerte del hombre no es sino el fin natural de la curva biológica de su vida.
Un análisis más detenido revela que la noción de la muerte natural expulsa a la muerte de la vida y propugna que ésta, en lo posible, debe mantenerse alejada de ella, de sus horrores y presagios. Ello significa que, si la muerte no se halla dentro, sino fuera de la vida, no tiene por qué ensombrecerla, pues de suyo no tiene fijado un plazo.
Entonces la muerte, para quienes comparten esta noción, no resulta ningún problema; y se señala que sólo un interés teológico esencialmente conservador puede afirmar que la muerte objeta radicalmente la vida, pretendiendo que aquélla desacredite la búsqueda humana de autonomía y felicidad en este mundo. La noción de la muerte natural constituye, pues, el principal supuesto para afirmar la vida presente, como señalara Marcuse.
La noción de la muerte natural ha intentado erigirse en un programa de crítica social. Sus defensores plantean que ante todo es necesario hacerla posible, ya que hoy todavía la mayor parte de las personas no muere de muerte natural, sino prematuramente, es decir, antes de agotar su energía biológica y sus posibilidades de vida humana; sostienen que es tarea de la política y de la ciencia crear los presupuestos que permitan gozar plenamente de la vida y vivirla de forma verdaderamente “humana”, es decir, sin sufrimientos, enfermedades ni achaques de la vejez, sin violencia ni trabajos degradantes. En otros términos, la ciencia y la política deben crear las condiciones para que cada cual experimente su muerte. Esta última veta de la noción expuesta va unida, en ocasiones, a la reivindicación del derecho a morir cuando cada uno elija, mediante el suicidio o la eutanasia.
En síntesis, a partir de la Ilustración surgió en Occidente, junto a la concepción cristiana de la muerte, una noción que no es la de muerte sino la de cesación, pues remite exclusivamente a la naturaleza, es decir, a la descomposición y transformación de la materia. Ésta se ha visto reactivada últimamente por el desarrollo científico, el ecologismo y ciertas ideologías; a ellas se ligan, en buena medida, las nociones marxistas de la muerte y la de muerte como absurdo postulada por Sartre.
El estudio del pasado muestra que el análisis historiográfico de la muerte en un cierto período no remite sólo a la muerte sino también a la vida; a la vida que la muerte delimita como ruptura o como apertura. Así la muerte puede ser considerada un reflejo en clave de la existencia humana.
Las actitudes y la noción de la muerte de la modernidad nos ayudan entonces a comprender su concepto de la vida.
Vida delimitada por la cesación.
Un concepto que en sus dimensiones y en sus consecuencias, no ha sido suficientemente pensado por la historiografía contemporánea.