¿Qué es el matrimonio? ¿qué es el derecho? son dos preguntas que están íntimamente vinculadas.
La crisis del matrimonio y de la familia en el ámbito occidental es evidente. Es una crisis que afecta a los sistemas jurídicos, pero sobre todo a la misma vida de muchísimas personas. Ante esta situación el jurista, incluido el canonista como jurista de la Iglesia, debe afrontar múltiples desafíos, que comprenden el diagnóstico de la crisis y las propuestas tendentes a superarla [1]. En medio de las urgencias sociales y eclesiales del momento presente, estoy convencido de que no debe abandonarse la reflexión sobre los fundamentos, en cuanto luz para el trabajo teórico y práctico en el campo de la familia. En ese contexto, me ha parecido oportuno volver a plantear la pregunta básica: ¿qué es el matrimonio? Intentaré mostrar que la respuesta adecuada presupone asomarse a otra cuestión íntimamente conectada: ¿qué es el derecho? Y por ese camino procuraré hacer ver que nuestro tema, también en su dimensión jurídica, es de gran trascendencia antropológica, y por tanto interesa a todas las disciplinas científicas que se ocupan del hombre y de la sociedad.
Como es obvio, mi aproximación jurídica y antropológica, entendida como una unidad en la que ambos aspectos son inseparables, está marcada por mi trabajo como canonista. A pesar de las apariencias, creo que no se trata de un límite cultural, sino más bien de un potencial enriquecimiento interdisciplinar. En efecto, el enfoque canónico del matrimonio ha tenido que considerar su realidad natural, en la medida en que el respectivo sacramento está precisamente constituido por la misma unión entre hombre y mujer en cuanto tales. Tanto en la historia como en la actualidad no existe otro ordenamiento jurídico en el que se haya profundizado y afinado tanto en lo que es y en lo que no es la unión conyugal. Por consiguiente estamos ante una disciplina científica que a mi juicio puede contribuir decisivamente en el debate actual acerca de la configuración esencial del matrimonio [2]. También el hecho de que la perspectiva jurídico-eclesial acuda a la revelación cristiana para penetrar más a fondo en la realidad familiar constituye una eficaz contribución cultural, que se refiere ante todo al mismo ámbito que de suyo es accesible a la razón.
Dos modelos insuficientes para captar la esencia del matrimonio: el intercambio de derechos y la integración interpersonal existencial
El tema de la esencia del matrimonio ha estado siempre presente en el derecho matrimonial canónico [3]. En todo el siglo XX han sido dominantes dos modelos de comprensión del matrimonio: el del intercambio de derechos y el de la integración interpersonal existencial. El primero fue claramente acogido y favorecido por la primera codificación canónica en 1917 y fue utilizado generalmente por los canonistas de ese tiempo. El segundo implica una reacción contra el precedente, y se apoya en un determinado modo de interpretar el Concilio Vaticano II y el nuevo Código de 1983.
En la doctrina canónica interesa saber qué es el matrimonio en primer lugar de cara a la determinación del objeto del consentimiento, o sea, para precisar qué conocen y quieren el hombre y la mujer cuando se casan, lo que obviamente comprende el conocimiento y la voluntad sobre el mismo matrimonio. El modelo del intercambio de derechos aparece claramente en el pensamiento del cardenal Pietro Gasparri, principal artífice del primer código canónico, en cuyo canon 1081 § 2 se decía: «El consentimiento matrimonial es el acto de la voluntad mediante el cual ambas partes dan y aceptan el derecho perpetuo y exclusivo sobre el cuerpo [ius in corpus] en orden a los actos que de suyo son idóneos para la generación de la prole». Más allá del relieve que se atribuye a este derecho, según la llamada visión iuscorporalista, a nuestros efectos lo más distintivo es la referencia a un derecho que es recíprocamente dado y aceptado por las partes, por lo que la sustancia de esta perspectiva no cambia si se afirma que, junto con el derecho sobre el cuerpo, deben considerarse otros derechos (como por ejemplo el derecho a la comunidad de vida), de acuerdo con la propuesta de varios canonistas después del Vaticano II.
Por otra parte, esta perspectiva se suele describir como contractualista, es decir, centrada en el matrimonio como contrato, y por tanto en el momento de la celebración. La categoría de contrato, por lo demás todavía incidentalmente mencionada por el Código de 1983 a propósito de su inseparabilidad respecto al sacramento (cfr. canon 1055 §2), es susceptible de varias interpretaciones. Si ella significa simplemente el acto bilateral del consentimiento matrimonial, tal uso, correspondiente a un aspecto verdadero, pone solo el problema terminológico de provocar eventuales equívocos, que han de ser evitados. Tales equívocos se sitúan en la línea de concebir la esencia de la relación conyugal en el plano de las prestaciones debidas entre los esposos, y de los respectivos derechos y obligaciones. Es claro que este punto de vista no penetra en la especificidad personal del matrimonio: el ser cónyuge sobrepasa un conjunto de comportamientos debidos, cuyos contornos específicos se diversifican según las circunstancias. Surge así el llamado contractualismo que, aunque era adoptado por juristas firmemente convencidos de la indisolubilidad del matrimonio, fácilmente abre la puerta a planteamientos divorcistas, en la medida en que se puede pensar que la inobservancia grave de los deberes permite la disolución de la relación, según una lógica de falta de reciprocidad. En todo caso, el planteamiento del intercambio de derechos está demasiado ligado al momento constitutivo inicial de la unión, y no evidencia suficientemente la profundidad del vínculo interpersonal que se instaura.
El modelo de la integración interpersonal existencial invoca frecuentemente la descripción conciliar del objeto del consentimiento («acto humano con el cual los esposos dan y aceptan recíprocamente a sí mismos» [4]), la cual abandona el recurso a los derechos que se intercambian, para colocar en el centro la persona misma de los cónyuges. Esta formulación ha pasado al canon 1057 § 2, con el solo añadido de una cláusula («para constituir el matrimonio»), en sí tautológica, pero muy significativa en cuanto muestra la necesidad de especificar mejor la donación y aceptación mutua de los cónyuges. Precisamente esta ausencia de especificidad conyugal de la unión ha conducido, tanto en la teoría como en la práctica, a múltiples visiones de la esencia del matrimonio que, insistiendo mucho sobre la índole interpersonal de la relación, la conciben en términos más bien existencialistas. El matrimonio sería una unión máximamente vital, de la cual se tiende a presentar una visión idealizada. Los cónyuges deberían donarse de modo total, sin que resulte claro el sentido de esta totalidad. De la referencia tan concreta al derecho al acto conyugal, propio de la óptica del ius in corpus, se termina en una unidad existencial, cuyo paradigma se suele encontrar en la descripción conciliar «íntima comunidad de vida y de amor» [5], interpretada tendencialmente como si la esencia del matrimonio consistiera en la existencia actual de la vida y del amor matrimonial.
Es fácil de ver la intencionalidad práctica que yace tras el enfoque de la integración interpersonal existencial. Si la vida matrimonial fracasa, y hay un proceso de nulidad, resulta simple argumentar en sentido afirmativo a partir de una visión que en la aparente exaltación personalista y existencial de la unión olvida lo que es específicamente el matrimonio y puede considerar que los normales límites en la integración interpersonal conllevan la ausencia de la unión, por motivos de incapacidad o de falta de voluntad. Más aún, esta visión de la esencia del matrimonio tiende a relativizar el momento constitutivo del consentimiento, porque el darse como cónyuges es traducido en términos de integración existencial plena de la persona, dando especial relieve a la afectividad. En esta óptica también la dimensión de justicia inherente a la relación conyugal se oscurece, porque no se capta la existencia del deber, por lo cual el matrimonio tiende a ser visto como una mera unión de hecho. La misma perspectiva deja la indisolubilidad sin explicación, de modo que el término de la integración emotiva debería conducir al reconocimiento de la conclusión del matrimonio y por ello se podría incluso sostener que sería más coherente que las nulidades canónicas fueran planteadas como casos de divorcio.
La esencia del matrimonio: una sola carne
Los dos modelos que hemos examinado fallan en cuanto no logran explicar la realidad matrimonial; es muy elocuente el hecho de que ambos, no obstante ser tan antitéticos entre sí, no consigan fundamentar el “para siempre” que se dicen los esposos. Ante las dificultades inherentes a estos modelos, se necesita encontrar una vía que permita profundizar de veras en la esencia del matrimonio. Fe y razón se unen en tal empeño. La revelación bíblica nos ofrece un punto de partida verdaderamente esencial en su simplicidad: el matrimonio como una sola carne (una caro). La búsqueda de la razón, sostenida por la fe, debe examinar el significado de esta expresión, referente al verdadero matrimonio como realidad experiencial universal.
«¿No han leído ustedes que el Creador, desde el principio, los hizo varón y mujer; y que dijo: Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su mujer, y los dos no serán sino una sola carne? De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Que el hombre no separe lo que Dios ha unido» (Mt 19, 4-6: cfr. Gen 1, 27). Estas breves palabras de Jesús confirman la revelación veterotestamentaria y muestran su profundidad y sus consecuencias. Trataré de evidenciar la dimensión del derecho que está implícita en esta enseñanza evangélica [6].
Los cónyuges se hacen una sola carne mediante el acto conyugal que los une y es de suyo idóneo para la generación de la prole. Este primer significado de la una sola carne, expresamente recordado por el canon 1061 § 1 del Código del 1983, es indudablemente muy iluminante, en cuanto permite identificar inequívocamente la especificidad del matrimonio, ordenado por su naturaleza a ese acto. Cualquier comprensión de la unión matrimonial que oscureciese esta ordenación a ser una sola carne mediante la cópula conyugal, no acogería la esencia del matrimonio. Sin embargo, es muy importante no reducir el ser una sola carne a los actos conyugales. Al presentar Jesús la unidad de los cónyuges como una realidad que Dios ha unido y que el hombre no debe separar, es claro que la noción de la una sola carne no se limita a ciertos actos, sino que se refiere a la unión permanente entre hombre y mujer. Al mismo tiempo, esta ampliación analógica de significado evidencia que marido y mujer al ser uno en el matrimonio se encuentran ligados precisamente en la carne. Para comprender el sentido bíblico de la carne, que a partir del cuerpo designa la entera naturaleza humana, es útil tener presente el misterio de la encarnación del Verbo, que se refiere a la asunción unitaria de aquella naturaleza, tanto en el cuerpo como en el alma. La dimensión corporal es ciertamente esencial en el matrimonio, y solamente a partir de ella se puede comprender la unión conyugal. Pero la dimensión espiritual es igualmente esencial, porque de lo contrario no se acoge la humanidad del matrimonio. Al mismo tiempo, la referencia bíblica a la carne aleja cualquier concepción dualista del hombre, opuesta a la radical unidad espíritu-materia que caracteriza la una sola carne.
¿Cómo es posible que el hombre y la mujer se unan tan profundamente? El modelo del intercambio de los derechos resalta la autonomía de la persona, que no viene negada ni disminuida por el matrimonio. Marido y mujer, en efecto, continúan siendo personas distintas, cada una dotada de dignidad, libertad y responsabilidad personales también en el ámbito de su relación conyugal. En esto aquel modelo tiene razón, pero resulta insuficiente porque coloca la unión en el ámbito de las prestaciones que son objeto de derechos y de deberes conyugales, como si la unión se colocase esencialmente en el plano del actuar común para lograr determinadas finalidades. En cambio, la noción de una caro en sintonía con la percepción del sentido común, sitúa el matrimonio en el plano del ser, que se manifiesta en el actuar pero no se puede reducir a él. Se actúa como cónyuge porque se es cónyuge, y la inversión de este orden contradiría la esencia misma de la unidad entre los esposos. Se introduciría una lógica contractualista de la unión, que no daría razón del ser marido y mujer como identidad personal correlativa.
Ante esta dificultad resulta natural pensar en la solución ofrecida por el modelo de la integración interpersonal existencial. En efecto, parece que ese modelo pone en el centro las personas del hombre y de la mujer, exaltando su unidad precisamente en cuanto personas, hasta el punto de que a veces se imagina una especie de fusión existencial. La lógica de las prestaciones recíprocas cedería a la lógica personalista, de total donación-aceptación. La dificultad de este enfoque deriva del hecho que tiende a moverse en un plano exclusivamente existencial, que en el fondo no aclara en qué consiste la unidad permanente entre hombre y mujer. La integración entre las personas es de por sí vital, dinámica y ciertamente representa una exigencia del matrimonio, pero es bien diverso sostener que ella sea la esencia del matrimonio. Tan pronto como se afirma esto, se advierte el peligro de considerar que la duración de la unión dependería de la perseverancia de las partes en su amor, y con esto desaparece la una caro.
Las palabras del Génesis citadas por Jesús, en su simplicidad, nos indican una vía segura para profundizar el sentido de la una sola carne. Ellas hablan en efecto del ser creados desde el principio varón y mujer. El dejar el hombre al padre y a la madre y unirse a su mujer aparecen como consecuencias del ser varón y mujer. Esto es ciertamente obvio, pero corresponde a una verdad antropológica que está en la raíz de la comprensión esencial del matrimonio. El hombre y la mujer se casan precisamente en cuanto hombre y mujer, según la mutua relación inherente a tal identidad. La unión entre ellos es natural en el sentido de que se refiere a la dimensión natural de la respectiva masculinidad y feminidad. Esta índole natural, remarcada por el magisterio pontificio reciente [7], debe ser entendida según la comprensión metafísica que el mismo magisterio da al concepto de naturaleza, es decir esencia como principio de operaciones. Esta comprensión supera cualquier visión reductiva de lo natural, como si se contrapusiera a lo humano: hay una naturaleza humana, propia de la persona humana, de modo que ser hombre o mujer son modalidades inherentes al ser natural de la persona humana. De este modo es reconocido y valorizado el sentido propiamente humano y personal de la sexualidad y su intrínseca unión con la libertad y la razón de la persona, así como con su capacidad de amar y de comprometerse. Al mismo tiempo, la concepción auténticamente personalista del matrimonio presupone su radicación en la dimensión natural del ser hombre y mujer, fuera de la cual es imposible aferrar en qué consiste lo que es matrimonial [8].
La índole natural de la distinción sexual se ilumina ulteriormente cuando se considera la intrínseca relacionalidad de esa realidad [9]. Ser hombre y ser mujer constituyen modalidades diversas y complementarias de la misma naturaleza humana, y su unión es fruto de una inclinación natural, libre y responsablemente seguida. El matrimonio actualiza lo que en la naturaleza del hombre y de la mujer está en potencia, lo cual constituye una realidad vocacional para la gran mayoría de la humanidad. Esto no significa que el casarse constituya la única vía a través de la cual vivir el ser hombre y mujer, porque la relacionalidad inherente a estas dimensiones admite otras realizaciones, entre las cuales posee un valor único en el orden salvífico el celibato por el reino de los cielos. Pero es indudable que en la unión matrimonial la complementariedad relacional hombre-mujer muestra su primordial sentido natural. Por otra parte, tal sentido es de carácter dinámico, como es propio de la misma idea de naturaleza, por lo cual la consideración de los fines del matrimonio, tanto el bien de los mismos cónyuges como la procreación y la educación de los hijos, resulta fundamental para comprender su esencia, la cual se encuentra constitutivamente ordenada a esos fines naturales.
La auténtica relacionalidad del ser hombre o mujer, que se manifiesta de tantos modos enriquecedores en todas las esferas de la vida humana, encuentra su actualización específica en la una sola carne. La inclinación o tendencia hacia la persona del otro sexo, lleva consigo, mediante el evento del pacto conyugal, a una relación concreta, entre un hombre y una mujer, en la cual se unen plenamente las potencialidades naturales inherentes a estas identidades personales. Esto es posible gracias al hecho de que la condición masculina y la condición femenina, de por sí relacionales, existen en la realidad de la naturaleza de las personas humanas, pero se necesita también el acto libre y conjunto del hombre y de la mujer que se dan y se aceptan en cuanto cónyuges. La unión es fruto de su libertad, pero su configuración esencial no es modelada por tal libertad, y no subsiste en virtud de una perseverancia del libre consentimiento. La una caro supera las posibilidades inventivas y operativas de los contrayentes, porque se basa en lo profundo de la natura relacional hombre-mujer. Ellos ciertamente dan vida a su unión, pero esta no se funda esencialmente sobre ningún factor escogido y preferido por ellos. El matrimonio no es unidad en ninguna cualidad de los cónyuges, por más noble y determinante que sea de la decisión de casarse. La unidad del matrimonio se refiere a la masculinidad y la feminidad en cuanto dimensiones naturales, diversas y complementarias, del ser persona humana.
Pero ¿en qué consiste la unión natural entre el hombre y la mujer en cuanto tales? ¿Cómo los dos logran ser uno? Ciertamente no se trata de una fusión ontológica, porque las dos personas no pueden perder la incomunicabilidad propia de su ser personal, y por tanto la intransferible dignidad, libertad y responsabilidad de cada una también en su relación como cónyuge. La cuestión se refiere precisamente a la determinación del modo de comunicarse, y por tanto de poner en común el ser masculino y el ser femenino. Ante todo, debe tenerse presente que la masculinidad y la feminidad son relacionales, por lo que, presupuesta la vocación y la decisión matrimonial, están de por sí orientados a entrar en comunión, tanto en el cuerpo como en el alma. Como modo de comunicar la masculinidad y la feminidad, es fácil pensar en el amor que une a los esposos, aquel amor tan ligado al matrimonio que se llama conyugal o matrimonial. San Pablo expresa el nexo entre el amor y la una caro con gran eficacia: «Del mismo modo, los maridos deben amar a su mujer como a su propio cuerpo. El que ama a su esposa se ama a sí mismo» (Ef 5, 28). Dice que «deben amar», y que el fundamento de tal deber reside en la profunda unidad que se ha establecido entre marido y mujer. A esta unidad, que abarca tanto el cuerpo como el alma, se refiere el mismo Pablo a propósito del acto conyugal: «Que el marido cumpla los deberes conyugales con su esposa; de la misma manera, la esposa con su marido. La mujer no es dueña de su cuerpo, sino el marido; tampoco el marido es dueño de su cuerpo, sino la mujer» (1 Cor 7, 3-4). Estos textos evidencian que el vínculo conyugal tiene una esencial dimensión de justicia, en virtud de la cual el hombre y la mujer se pertenecen mutuamente y son de verdad el uno para el otro “mi mujer” y “mi marido”, de una manera permanente que sobrepasa el ámbito del actuar juntos. Dado que la relación se refiere a un aspecto tan personal como el ser hombre o mujer, ella solamente puede ser vivida mediante el amor mutuo interpersonal. Pero este amor es debido, no ya en el sentido por el cual se debe amar a toda persona humana en cuanto prójimo, sino según las exigencias específicas del vínculo conyugal. Y tales exigencias entran en el ámbito de la justicia, porque presuponen una unión peculiar entre el hombre y la mujer, en virtud de la cual cada uno de ellos es del otro.
Para comprender mejor este vínculo de justicia, se necesita determinar el derecho que lo funda. Si entendemos por derecho el bien de una persona en cuanto le es debido por otro [10], es fundamental determinar cuál es ese bien en el matrimonio. Se podría pensar que la misma persona humana de los esposos, en la totalidad de su ser relacional, constituye el bien conyugal, es decir, que los cónyuges son derecho el uno para el otro según una plenitud de vida que debe ser compartida. Este planteamiento presenta al menos dos problemas: la misma persona no puede constituir un derecho, un bien jurídico perteneciente a otro, ya que esto contradiría su incomunicabilidad; y el supuesto bien jurídico tendría una extensión amplia e indeterminada como la vida de las personas en su relacionalidad. Por otra parte, el bien matrimonial no puede reducirse a un conjunto de prestaciones mutuas, las cuales no explicarían la permanencia de la unión y darían lugar también a problemas sobre su determinación concreta, en la medida en que tales prestaciones dependen de las circunstancias de cada situación. Descartadas estas dos respuestas, se comprende mejor el sentido de la afirmación según la cual el bien en la unión conyugal consiste en la misma masculinidad y feminidad de las personas casadas. Esta tesis, que podría parecer tautológica, encierra en cambio a mi juicio una comprensión realista y profunda del matrimonio, muy en línea con la noción de la una sola carne. Trataré de analizarla brevemente y de mostrar su congruencia con la indisolubilidad matrimonial.
En cuanto derecho, la masculinidad es ante todo un bien del mismo hombre, así como la feminidad pertenece a la misma mujer. Se trata de bienes naturales inherentes a las mismas personas humanas, cuya juridicidad depende de la existencia de deberes de justicia por parte de los demás y de la misma sociedad, ante todo el respeto socialmente debido a la condición masculina y femenina. Para comprender la índole esencial de tales deberes de justicia, se debe recordar que la masculinidad y la feminidad son bienes relacionales, en cuanto sitúan de suyo a la persona en una determinada relación con los demás. Esta relación conlleva sobre todo la inclinación natural a la unión con una persona del otro sexo. Cuando se da la unión como fruto del concurso de la naturaleza y de la libertad, se verifica algo único en el mundo humano: bienes naturales inherentes a dos personas, la masculinidad y la feminidad, pasan a constituir verdaderos derechos del otro. La masculinidad del hombre se hace un bien de la mujer, en cuanto le pertenece y le es debida en justicia por parte de su marido. Al mismo tiempo, como aspecto inseparable de una única unión, la feminidad de la mujer pasa a ser un derecho del hombre, un bien suyo que le es debido por parte de la mujer. De este modo hay una verdadera comunicación y mutua participación entre marido y mujer, la cual en su esencia es jurídica, porque implica los dos presupuestos esenciales del derecho: la configuración de un bien como propio de una persona y la dependencia de la efectividad de tal pertenencia del actuar de los otros. El matrimonio y la familia en él fundada, resultan así naturalmente determinados, con una determinación esencial que es garantía de auténtica vitalidad.
«De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Que el hombre no separe lo que Dios ha unido» (Mt 19, 6). La primera consecuencia que Jesús saca de la verdad del principio sobre la una sola carne, se refiere a la indisolubilidad. Esto se explica obviamente en el contexto del diálogo con los fariseos, cuyo tema era precisamente la posibilidad del repudio. Pero pienso que para la misma comprensión de la una sola carne, la propiedad esencial de la indisolubilidad es completamente decisiva. La unión entre el hombre y la mujer no alcanza su plenitud si no compromete la totalidad también temporal de su masculinidad y feminidad. La comunicación y la coparticipación del ser masculino y femenino es inauténtica si está amenazada por la caducidad mientras los cónyuges viven. Una donación parcial de estas dimensiones no solo es injusta, de una injusticia que no desaparece en virtud del recíproco consentimiento, sino que en realidad no puede ser matrimonial, en cuanto contradice el hecho de que el hombre y la mujer casados, en cuanto tales, no son ya dos.
Es fácil admitir, sobre la base de la fenomenología del amor humano, que la indisolubilidad es un ideal bello. La dificultad nace cuando por causas voluntarias o involuntarias, la vida matrimonial ya no existe. Es entonces cuando el vínculo puede aparecer como una realidad vacía, que existiría únicamente en un registro y en la aplicación de una ley positiva. No obstante, es justamente en tales circunstancias cuando resuenan con toda su fuerza las palabras de Jesús: «Que el hombre no separe lo que Dios ha unido», con su llamada a la reconciliación de los cónyuges y por lo tanto al mutuo respeto de su identidad relacional, teniendo en cuenta toda su relevancia para ellos mismos, para los hijos y para la sociedad. La una caro no ha sido el mero producto de la voluntad humana: es Dios mismo, creador del hombre y de la mujer, de su relacionalidad natural, quien ha unido su ser masculino y femenino en matrimonio. Y el para siempre pertenece a la configuración natural de tal unión, a su estructura jurídica esencial. Se permanece marido y mujer también cuando parece haber muy buenas razones para disolver tal enlace, cuando por motivos justificados o no se ha instaurado una separación, o cuando se ha buscado establecer una nueva unión. Es innegable que en este vínculo de justicia que resta intacto en cualquier circunstancia se descubre un misterio, que se ilumina en el contexto del plano salvífico de Dios para la humanidad en Cristo (cfr. especialmente Ef. 5, 21-33), pero no ha de olvidarse que la iluminación mediante la fe presupone el diseño natural, creacional, del principio. En el acoger la indisolubilidad de la una sola carne, se toma con absoluta seriedad el ser relacional según justicia de la unión entre hombre y mujer.
Volver a vivir y a percibir el matrimonio en toda su riqueza natural es tarea particularmente importante en nuestra época, precisamente porque la tentación de banalizar la sexualidad humana es muy fuerte. Es un camino fecundo para el diálogo cultural que requiere nuestra sociedad para dar fundamento a la ciencia del derecho de la familia, y para remarcar que la realidad matrimonial, con su intrínseca componente jurídica, debe ser objeto de diversas disciplinas y de muchas acciones prácticas a todos los niveles. Cualesquiera que sean las dificultades y las deformaciones que puedan socialmente prevalecer, mi objetivo fundamental ha sido recordar que las palabras de Jesús, proclamando aquella que es la verdad desde el principio, están todavía plenamente vigentes y operativas por medio de su gracia: «¿No han leído ustedes que el Creador, desde el principio, los hizo varón y mujer; y que dijo: Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su mujer, y los dos no serán sino una sola carne? De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Que el hombre no separe lo que Dios ha unido». (Mt 19,4-6).