El derecho y la ciencia jurídica nada tienen que temer de este influjo de la doctrina y de la vida de quienes se esfuerzan por ser discípulos de Cristo, sino al contrario mucho que esperar, como lo muestra la historia de los efectos civilizadores del cristianismo sobre las instituciones del derecho.
Son sobradamente conocidas la figura y la doctrina de Hans Kelsen (1881-1973), el artífice de la célebre «Teoría Pura del Derecho», mediante la cual el positivismo jurídico de tipo normativista ha sido desarrollado hasta el límite de sus posibilidades. En efecto, hasta tal punto se han divulgado sus tesis más características en el ámbito de los estudios jurídicos, que apenas se hallará quien al menos no asocie inmediatamente su nombre con la postura positivista –el derecho como equivalente a la norma positiva– y, por ende, con un neto y consustancial rechazo del derecho natural.
Podría casi deducirse a priori el empeño kelseniano por criticar el iusnaturalismo, dado que la afirmación de la mencionada ecuación iuspositivista es el exacto revés del destierro del derecho natural fuera del campo propiamente jurídico. La bibliografía del jurista austríaco confirma plenamente esta hipotética deducción. Son numerosas sus publicaciones monográficas sobre el tema del derecho natural, que abarcan casi todo el extenso arco de la vida científica activa de este hombre que alcanzó a ser un nonagenario infatigable. Su biógrafo Métall confirma esta inseparabilidad entre la tarea positiva de construcción del sistema kelseniano y la labor de crítica de las teorías favorables al derecho natural [1].
No criticaré aquí directa y detenidamente las argumentaciones de Kelsen contra la existencia del derecho natural [2]. Prefiero, en cambio, seleccionar algunas facetas de la postura kelseniana que me parecen especialmente significativas, con el fin de procurar sacar de allí lecciones útiles. Un autor tan lúcido y riguroso como Kelsen resulta muy interesante también para quienes se hallan en las antípodas de sus principios. Estoy convencido de que quienes afirmamos la existencia del derecho natural podemos aprender bastante de su refutación del mismo.
La separación entre el ser y el deber ser como clave del problema de la existencia del derecho natural y del mismo concepto de derecho
Como es perfectamente lógico, el argumento central de la crítica anti iusnaturalista del creador de la Teoría Pura coincide con el principio que constituye la piedra angular de todo su sistema: la separación, mejor dicho incomunicación, entre el ser y el deber ser, o sea, entre las esferas del Sein y del Sollen, o, con otras expresiones que a estos efectos son equivalentes en su pensamiento, entre naturaleza y norma, entre realidad y valor, entre principio de causalidad y principio de imputación.
Veamos cómo en su obra Justicia y Derecho Natural, publicada en 1959, explica lo que constituiría «el error lógico de la teoría iusnaturalista». «Entendiendo por ‘naturaleza’ la realidad empírica de los hechos concretos en general o la naturaleza particular tal como viene dada en el comportamiento concreto –interior o exterior– de los hombres, resultará que una teoría que pretende poder deducir de la naturaleza las normas descansa sobre un error lógico fundamental. Esta naturaleza es, en efecto, un conjunto de hechos conectados entre sí en virtud del principio de causalidad, es decir, como causa y efecto: esa naturaleza es, pues, un ser (Sein). Ahora bien, de un ser no puede deducirse un deber (Sollen), de un hecho no puede deducirse una norma: ningún deber puede ser inmanente al ser, ninguna norma a un hecho, ningún valor a la realidad empírica. Solamente aplicando desde el exterior un deber (Sollen) al ser (Sein), unas normas a los hechos, cabe juzgar a éstos como conformes a la norma, o sea buenos y justos, o como contrarios a ella, o sea malos e injustos; solamente así cabe valorar la realidad y calificarla como algo dotado o carente de valor. Imaginar que cabe descubrir o reconocer las normas en los hechos, los valores en la realidad, significa ser víctimas de una ilusión. Para poder deducir esas normas desde los hechos lo que se hace es proyectar, incluso de manera inconsciente, sobre esa realidad fáctica las normas que se presuponen y que constituyen los valores. La realidad y los valores pertenecen a dos campos distintos» [3].
Como todos los textos de Kelsen, a éste podrán dirigírsele toda suerte de reproches, menos el de pecar de falta de claridad o de lógica. Sobre la base de una concepción empírica del ser, Kelsen rechaza categóricamente la posibilidad de que en tal ser se funde un deber ser de cualquier clase, comprendido el jurídico. El derecho natural constituiría esta absurda pretensión de descubrir un derecho fundado en la realidad.
Dejemos de lado en este momento el estudio de la cuestión de la posible deducción del deber ser a partir del ser, en la que, dicho sea de paso, habría que precisar en primer lugar los términos del debate (sobre todo cómo se entiende el mismo ser), así como mostrar que, además de la deducción, existe la evidencia. Me interesa insistir más bien en el concepto de derecho que fluye de este supuesto axioma de separación entre ser y deber ser: el derecho corresponde a un deber ser que se aplica al ser desde el exterior; consiste en una norma que se refiere desde fuera a los hechos. Por tanto, un suceso alcanzará significación específicamente jurídica a través de una norma que diga relación a él, la cual funcionará como un esquema de explicitación normativa de ese hecho [4]. Si se añade que la norma, según nuestro autor, se concibe como el sentido de un acto de voluntad, y se tiene presente que su juridicidad aparece como conectada con la técnica sancionatoria y con la de la jerarquía normativa, se tendrá ya un cuadro elemental –pero suficientemente preciso– del concepto de derecho sobre el que se sustenta toda la Teoría Pura: el derecho como un sistema de normas positivas coactivas y jerarquizadas entre sí.
El punto que quisiera resaltar es que, en definitiva, en la polémica positivismo-iusnaturalismo todo se juega al nivel de la misma noción de derecho. A veces parece como si la cuestión se limitara a tratar de ver si sólo hay derecho positivo o si, además, existe derecho natural. Efectivamente se trata de esto, pero el problema es mucho más hondo. Apenas entra en escena una categoría como la de derecho natural, si se la capta adecuadamente –como, por lo demás, hace Kelsen, al menos en medida suficiente a estos efectos–, se concibe la juridicidad como una dimensión inherente a la misma realidad del hombre y de sus relaciones, y no como el simple resultado de una extrínseca valoración de esa realidad por su conformidad u oposición con ciertos parámetros sociales establecidos positivamente por el mismo hombre mediante su querer. Admitido así el derecho natural –de modo que se perciba como lo justo en sí (lúcidamente negado también por Kelsen con vehemencia [5]) y su contrario como lo injusto en sí–, entonces es el mismo derecho el que ha de ser replanteado a fondo, antes de su división en natural y positivo. No cabe ya concebirlo como un mero ordenamiento extrínseco, que confiere sentido jurídico o antijurídico a los hechos según las convenciones del acuerdo o del poder social, sino como una dimensión intrínseca de la realidad humana, que tradicionalmente se ha conectado con la virtud de dar a cada uno lo suyo, o sea con la justicia y su objeto propio, el derecho [6].
Que haya un deber ser que se asienta en el mismo ser, o que no lo haya: ésta es la verdadera opción, que la argumentación kelseniana presenta en toda su radicalidad. Para captar la importancia de este punto de partida, tal vez ayude considerar un ejemplo, el de la misma vida humana biológica como realidad conectada con el mundo del derecho. Caben dos posibles modos de entender la juridicidad de esa vida. Por un lado, cabe concebir su relieve jurídico como derivado de su inclusión en determinadas normas humanas de conducta que proceden según el esquema de la coactividad; en este caso, por ejemplo, la norma que conecta la acción de matar a un hombre con una determinada pena. Según el positivismo de Kelsen, la ilicitud jurídica de esa acción proviene justamente de su ser condición de un acto coactivo sancionatorio. Mediante esta técnica, se trata naturalmente de proteger jurídicamente el valor de la vida humana. Sin embargo, la misma vida humana no sería en sí un valor jurídico, sencillamente porque cualquier valor jurídico en sí supondría violar la separación entre ser y deber ser.
Un segundo modo de entender la dimensión jurídica de la vida es aquel que la concibe como un aspecto intrínsecamente inherente a la misma vida, supuesta la realidad de la sociedad humana. Por un lado, la vida pertenece como algo suyo a cada persona humana –es lo suyo primario y básico de cada uno sobre esta tierra–; por otro lado, la vida de cada persona entra en relación con los demás hombres, como una realidad que puede ser respetada y promovida o, por el contrario, atacada, debilitada e incluso suprimida por ellos. Así, se dan los presupuestos para que la vida constituya, en el sentido más clásico, un derecho –un ius– de la persona humana, es decir una realidad que, siendo propia de una persona y precisamente porque lo es, le es debida por los demás. De ahí que respetar la vida ajena sea justo, y atentar contra ella sea injusto: la justicia o injusticia de estas acciones deriva ante todo de la existencia de un derecho de la persona, que no le es atribuido por ninguna norma humana, sino que proviene de su mismo ser persona, teniendo en cuenta el dato –también inherente a la realidad misma del hombre– de su socialidad. En esta perspectiva, la juridicidad fundamental de la norma que tipifica el delito de homicidio y lo sanciona penalmente proviene de su referencia –como medio de protección– a la misma vida humana, sea de la víctima actual que de los demás miembros de la sociedad como posibles víctimas de tal delito. No es esta norma positiva penal la que confiere juridicidad a la acción de matar –como en el esquema de nuestro autor–, sino que tal norma participa de la juridicidad como mecanismo humano de tutela de las relaciones de justicia entre los hombres.
El monismo iuspositivista, el dualismo del iusnaturalismo racionalista y la concepción unitaria del derecho como realidad compleja, en parte natural y en parte positiva
Una segunda objeción contra el derecho natural que Kelsen desarrolla con detalle e insistencia es la basada en el dualismo derecho natural-derecho positivo que todo iusnaturalismo comporta. Concebido el derecho natural como un conjunto de normas distintas y paralelas a las del derecho positivo, «se llega así, por tanto, a un dualismo característico: por una parte, un orden ideal trascendente no creado por los hombres y superior a cualquier otro; por otra, un orden real creado por los hombres, es decir positivo (...). La teoría idealista del derecho, contrariamente a la teoría realista, posee un carácter dualista. Esta es monista en cuanto que, a diferencia de la primera, ignora la coexistencia de un derecho ideal no creado por los hombres, sino derivado de una autoridad trascendente, y un derecho real, creado por los hombres; la teoría realista reconoce sólo un derecho: el derecho positivo creado por los hombres» [7].
Kelsen critica de varios modos este dualismo de la postura iusnaturalista. Por una parte, sostiene que: «De la idea del Derecho natural como orden del comportamiento humano, orden inmanente a la naturaleza y deducible de ella, cabría concluir que el derecho positivo, creado artificialmente por los hombres, es algo completamente superfluo y que el intento de crear un derecho de este tipo es algo siempre pernicioso en cuanto que puede llevar a un apartamiento con respecto al Derecho natural que es el único justo» [8]. Esta sería la lógica interna del iusnaturalismo, aunque sus teóricos –precisa Kelsen a renglón seguido– no se atengan a ella. Por otra parte, el dualismo de órdenes normativos sería intrínsecamente contradictorio. En efecto, refiriéndose a lo que supondría la posibilidad de aceptar que las mismas normas positivas humanas sean juzgadas y valoradas jurídicamente en virtud de su adecuación con una norma de justicia –como sería por antonomasia el derecho natural–, escribe: «Supone esto que ambas, la norma de justicia y la norma de derecho positivo, son consideradas simultáneamente como válidas, cosa que resulta imposible cuando las normas son contradictorias. En este supuesto, sólo una de las dos puede ser considerada válida. Así tenemos: frente a una norma de justicia que se supone válida, una norma de derecho positivo que la contradiga no puede ser considerada válida; o en caso contrario: frente a una norma de derecho positivo que se supone válida, una norma de justicia que la contradiga no puede ser considerada válida» [9].
Aunque esta formulación no se avenga con el último Kelsen, el de su obra póstuma Teoría general de las normas [10], según el cual no es posible aplicar los principios lógicos tradicionales –comprendido el de no contradicción– a las normas, ni siquiera de manera indirecta – por lo que podrían darse normas simultáneamente válidas en conflicto entre sí–, me parece que el núcleo de la argumentación sigue en pie. Es más, en cierto modo este ajuste postrero de la Teoría Pura no hace sino subrayar que la validez como existencia de la norma no tiene en Kelsen ninguna referencia a otra realidad distinta de la norma positiva misma. Pretender armonizar las normas positivas – eliminando las supuestas contradicciones– ha sido una ambición característica de la Teoría Pura. Pero en verdad –lo confiesa su mismo creador al término de su carrera– ha sido una pasión inútil, porque las normas como actos de voluntad no responden a la lógica de la razón, sino a la de la fuerza: dos normas en conflicto no son contradictorias, sino que han de verse simplemente como dos fuerzas en colisión.
A mi juicio, la unificación racional de las normas en un sistema lógico implica una cierta presencia velada del ser –y de sus exigencias lógicas de no contradicción– en el deber ser de las normas. Me parece que allí quedaba un rastro no purificado de derecho natural, aunque estuviera mediatizado por una concepción inmanente –neokantiana– de la razón. Ese rastro –que es una suerte de trasposición idealista de la armonía del ser– ha sido detectado por Kelsen al final de sus días y eliminado con absoluta coherencia, aun a costa de introducir la última y tal vez más profunda fisura en todo su sistema. Hasta ese extremo llegaba la honestidad intelectual de nuestro autor. Ha sido un triunfo de su vertiente voluntarista y empirista por encima de su idealismo de cuño neokantiano, un triunfo cuyas consecuencias para la propia Teoría Pura como sistema racional Kelsen no tuvo tiempo de medir.
Retomando el hilo principal de nuestra argumentación, en la crítica a lo que llama el dualismo del iusnaturalismo, Kelsen se opone a la introducción de cualquier valoración jurídica del derecho positivo que sea distinta de la misma existencia de este derecho como tal. Kelsen es perfectamente consciente de «la diferencia esencial entre la teoría del derecho natural y el positivismo jurídico»: la afirmación –propia de este último– de que «la validez del derecho positivo es independiente de su relación con una norma de justicia» [11]. Así, él opta decididamente por el monismo positivista, calificándolo de realista, por asentarse sobre una base empírica.
Esta línea de argumentación pone de relieve que, como es bien sabido, para Kelsen la cuestión de la validez del derecho –concebida como la existencia de la misma norma– es decisiva. No es que Kelsen no considere el tema de los valores en el derecho: lo que hace es considerar a las mismas normas positivas como fundamentos de juicios de valor –siendo estos valores arbitrarios y relativos– y negar valor jurídico a aquellos valores –que también serían relativos– no acogidos por las normas positivas. Prescindo en este momento de los problemas que encuentra Kelsen para explicar en qué consiste esa validez normativa positiva, tarea en la que, no obstante los varios recursos de la Teoría Pura (especialmente la doctrina sobre la norma fundamental, la célebre Grundnorm), le acecha constantemente el peligro de la reducción del derecho a puro hecho, de la validez a pura eficacia. En cambio, deseo poner de relieve que la afirmación del derecho natural como orden jurídico dotado de validez es considerada por él como una amenaza radical a la validez propia del orden jurídico positivo. No caben dos fuentes de validez normativa. No es posible afirmar que haya dos órdenes jurídicos paralelos dotados de validez. Se terminará o bien afirmando un monismo iusnaturalista –que subordina la validez del derecho positivo a su adecuación al derecho natural– o bien un monismo iuspositivista al modo de la doctrina pura del derecho.
Me parece que la alternativa propuesta por Kelsen es correcta. A mi juicio, representa una eficaz crítica de la visión dualista propia del iusnaturalismo de la escuela racionalista, la cual considera el derecho natural como un sistema normativo completo y autosuficiente que, desplegado deductivamente a partir de ciertos principios racionales, permitiría regular de una manera ideal y permanente –con independencia de contingencias históricas– todas las cuestiones jurídicas. Kelsen muestra que la concepción dualista que concibe el derecho natural y el derecho positivo como dos órdenes jurídicos distintos y paralelos no es congruente con la radical exigencia de unidad de criterio que comporta la solución de los problemas jurídicos concretos. Aunque el Kelsen de su obra póstuma conciba normas contradictorias simultáneamente válidas, su anterior postura en favor de las exigencias unitarias lógico-operativas de lo jurídico me sigue pareciendo más convincente. Desechada de esta manera la posibilidad de sostener que ambos derechos –el natural y el positivo– sean simultáneamente válidos, se nos presenta el siguiente dilema: o bien se da la preferencia al derecho natural –como único derecho auténtico–, o bien se opta por el derecho positivo –como único derecho real–.
Traídos a este punto por la férrea lógica de Kelsen, sólo cabe escapar de tal dilema tratando de hacer ver que es posible plantear el problema de otra manera. Concuerdo con Kelsen en que la afirmación del derecho natural comporta una radical subordinación del derecho positivo respecto al natural. Comparto su idea de que debe darse un solo orden normativo, un monismo jurídico: una sola solución válida hic et nunc es la aspiración de todo orden jurídico. En cambio, pienso que entre el monismo iusnaturalista del racionalismo y el monismo iuspositivista existe un tertium quid, que responde a la realidad del derecho: existe un solo derecho, un único orden jurídico, compuesto por elementos o aspectos naturales y elementos o aspectos positivos, indisolublemente compenetrados.
¿De dónde deriva esta necesidad de unidad del orden jurídico? Pienso que se trata sencillamente de una consecuencia de la unidad misma de la realidad social regulada por las normas. Una vez más, me parece que toda la cuestión se ilumina considerablemente si la atención se desplaza desde la norma a la realidad misma, entendida ésta en toda la hondura de su ser –propio de la persona humana y de sus relaciones interpersonales–, es decir trascendiendo el plano del mero «realismo» empírico propio del positivismo. En cualquier orden jurídico real –concebido como una estática y una dinámica de relaciones de justicia entre los hombres– hay siempre aspectos que derivan del ser mismo de la persona humana y del ser de todas las realidades que entran en contacto con el mundo humano, y aspectos que proceden en cambio de la libre ordenación que el hombre –individual o colectivamente– plasma en su existencia social. Con otras palabras, el orden de justicia interhumano es un compuesto de elementos naturales y elementos culturales, en el que ambos se reclaman recíprocamente. El derecho positivo dotado de verdadera validez jurídica –con todas sus variadas facetas: atribución convencional de cosas a determinados sujetos, articulación de instituciones jurídicas, organización de sistemas procesales y sancionatorios, etc.– exige un fundamento en la realidad del derecho como aspecto natural del hombre, como ser capaz de poseer cosas que son suyas y que como tales le son debidas por los demás. En la raíz opera aquí la misma naturaleza personal del hombre, como ser dotado de dominio racional y libre sobre sí, sobre sus propios actos y sobre las cosas que entran en relación con él. Sin este fundamento natural se vuelve problemática la misma juridicidad del derecho positivo, que terminará concibiéndose en la óptica de la simple distribución del poder social.
Por otra parte, es el mismo derecho como dimensión natural de un ser que es verdaderamente libre el que exige que haya derecho positivo, porque deja amplísimos márgenes a la libertad del hombre en la organización y desarrollo de su actividad social y de su vertiente jurídica. El papel de la misma cultura jurídica es también decisivo, porque al tratarse de un orden práctico de conocimiento, la misma conceptualización de las realidades jurídicas influye en gran medida en su realización.
Estimo que esta idea de la unidad natural-cultural del mundo jurídico, en su sencillez, está cargada de consecuencias para el saber y el quehacer jurídico. En realidad, tanto en la ciencia jurídica como en el operar jurídico se infiltra a menudo un cierto positivismo de facto, compatible con un reconocimiento en teoría del derecho natural, que parece verse sobre todo en su función de límite del derecho positivo. De este modo, es habitual plantearse los problemas conectados con las situaciones extremas en que la injusticia de una ley humana plantea serios problemas de conciencia al juez o a los ciudadanos en general. No negaré la relevancia de este rol del derecho natural como límite infranqueable del derecho positivo. Sólo quisiera subrayar que el derecho natural es límite precisamente porque es fundamento constante, y que, por consiguiente, su operatividad no puede limitarse a casos excepcionales de conflicto manifiesto, sino que ha de inspirar el entero obrar y el entero conocer jurídico, que han de estar siempre volcados ante todo a las mismas realidades humanas que los problemas jurídicos plantean, para captar las exigencias de justicia en ellas presentes.
Esto no significa introducir en el mundo jurídico una actitud de desprecio hacia las normas y actos jurídicos positivos, o una suerte de mentalidad hipercrítica, que olvide las exigencias prudenciales de la obediencia a la autoridad y de la observancia de los pactos, que –dentro de las limitaciones de la condición humana– son cauces imprescindibles para prever y aplicar soluciones justas a los problemas jurídicos, cauces que para su misma operatividad han de estar amparados por una sabia presunción de adecuación al derecho natural. Tampoco implica propiciar una desconfianza frente a los logros laboriosamente atesorados por la tradición jurídica de la humanidad, pretendiendo un cuestionamiento permanente de esos resultados, como si la experiencia y el esfuerzo racional y civilizador del hombre a lo largo de los siglos no ofreciera ya una plataforma adecuada para seguir adelante en el esfuerzo de afinar la realización de la justicia en este mundo. No se trata de despreciar o minusvalorar la técnica jurídica, en la cual por lo demás está mucho más reflejada la misma naturaleza del hombre –con sus grandezas y sus límites– de lo que se podría pensar (basta considerar en esta óptica, por ejemplo, esa gran conquista de civilización que es el proceso judicial). Por último, en esta eliminación de posibles equívocos, conviene aclarar que tampoco se aspira a forzar las finalidades propias del derecho, como si la solución de todos los problemas humanos dependiera de él. Vivir y hacer respetar la justicia es una dimensión capital de la existencia social del hombre, tanto en los ámbitos públicos como en los privados, pero no es ni mucho menos la panacea de todas las necesidades y angustias de la humanidad, que requieren el ejercicio del conjunto de las virtudes por parte de todos, y en particular por parte de quienes detentan los poderes sociales.
Hechas estas precisiones, queda sin embargo en pie que la función del derecho –y, por tanto, la del jurista– sólo se compr ende adecuadamente a la luz de una captación realista –en el sentido fuerte, metafísico de la palabra– del mismo derecho. Pienso que, contrariamente a lo que tantas veces se cree, el positivismo jurídico no favorece la técnica jurídica, sino que más bien tiende a sofocarla y empobrecerla. Reconozco que históricamente la ciencia jurídica de matriz positivista ha hecho muy significativas aportaciones al saber jurídico, favoreciendo incluso la misma percepción de que existe un nivel científico-técnico dentro del conocimiento jurídico. Sin embargo, me parece que esos juristas imbuidos de positivismo han podido avanzar en el desarrollo y afinamiento de los instrumentos técnico-jurídicos en la medida en que no han sido completamente fieles a los postulados del positivismo. En efecto, el positivismo formalista a ultranza comporta la proclamación de una absoluta autosuficiencia de la ciencia jurídica y, por tanto, termina desligándose de la materia regulada, de los fines del ordenamiento, y de una relación fructífera con la práctica jurídica. Su dinámica interna le lleva, por tanto, a una pérdida de horizontes que desemboca en un «descriptivismo» falto de sentido crítico. La técnica jurídica ha de servir a determinadas finalidades prácticas. El desinterés por los fines del Derecho –en los cuales se hace presente el derecho natural, comprendido como verdadero derecho vigente, tan vigente como las personas humanas cuyas relaciones han de ajustarse– comporta el riesgo de anquilosar el mismo instrumental técnico. En mi opinión, un ejemplo evidente de este peligro se encuentra en la teoría de la interpretación jurídica elaborada por Kelsen [12]. Según él, no habría ningún criterio jurídico que permita resolver cuál de los posibles sentidos de una norma es el correcto. Esta conclusión, tan desilusionante, es en realidad perfectamente congruente con la lógica interna del positivismo normativista: si lo jurídico está en las normas y sólo en ellas –comprendidas las que Kelsen llama normas individuales–, entonces nada no jurídico puede servir para integrar esas normas en su proceso de aplicación: sólo los actos de voluntad de quien emana la norma inferior podrán desempeñar tal papel, pero lo harán siempre sobre la base de criterios extrajurídicos. En esta construcción me parece evidente que el derecho natural «brilla por su ausencia», en el sentido de que precisamente su negación permite percatarse de hasta qué punto la interpretación jurídica –para ser verdaderamente jurídica– necesita del derecho natural.
El fundamento teológico del derecho natural
Para terminar estas reflexiones a propósito de la crítica kelseniana del derecho natural, quisiera referirme brevemente a la cuestión del último porqué de su rechazo de ese derecho. ¿Dónde reside la raíz de su positivismo? A nivel de axioma fundante, ya hemos visto que debe recurrirse al principio empirista de la separación entre el ser y el deber ser. Pero cabe preguntarse todavía cuál es la razón por la que Kelsen acoge este principio. De nuevo aquí lo mejor es ir a las fuentes, en las que, como de costumbre, el autor es sumamente explícito. Kelsen pone de relieve el origen metafísico y religioso de la doctrina del derecho natural: «como fundamento suyo se encuentra la idea de que la realidad de la naturaleza es creada por una autoridad trascendente que encarna el valor moral absoluto y que dirige los hechos concretos de esa realidad; la naturaleza está sometida a leyes y estas leyes son mandatos, normas, de la autoridad trascendente: ésta es la idea que especialmente sirve de base a la teología cristiana. Solamente si se piensa que la naturaleza es creada o gobernada por Dios cabe admitir que las leyes de esta naturaleza son normas: solamente entonces cabe encontrar en esta naturaleza el derecho justo, solamente entonces puede deducirse éste de aquélla» [13]. La última publicación kelseniana sobre el derecho natural lleva el significativo título de «La base de la teoría del derecho natural» [14]. En 1962 fue invitado a un coloquio en Salzburgo en el que participaban destacados iusnaturalistas. Su ponencia se centró en la tesis de que un auténtico derecho natural descansa necesariamente sobre el presupuesto de la existencia de Dios. «Al aceptar la invitación para hablar del Derecho natural en este círculo de partidarios de la Teoría del Derecho Natural –decía Kelsen en aquella ocasión–, no lo he hecho, naturalmente, con la intención de convertir a ustedes a mi idea de que, desde un punto de vista científico racional, no se puede admitir la validez de un Derecho Natural, pues tengo por imposible tal conversión. Y ello por una razón, que brota precisamente del tema sobre el que quiero hablarles: la base de la Teoría del Derecho Natural. Pues se trata de la respuesta que hay que dar a la pregunta de bajo qué presupuesto se puede únicamente aceptar la validez de un Derecho eterno, inmutable, inmanente a la naturaleza; de tal manera que quien, como yo, cree no poder aceptar ese presupuesto, tampoco puede aceptar su consecuencia. Dicho presupuesto es –como intentaré mostrar– la creencia en una Divinidad justa (...). Aparezco así aquí no –como ustedes quizá me suponen– cual un advocatus diaboli, sino, como todo lo contrario, como un advocatus Dei» [15].
Dejando aparte ahora la cuestión de las relaciones entre razón y fe – en la que Kelsen profesa un claro fideísmo, lógico por lo demás en quien abraza un radical agnosticismo metafísico, que niega la capacidad de la razón de abrirse a la trascendencia–, me parece importante poner en evidencia que la razón última del positivismo kelseniano es este mismo agnosticismo. Es el poner entre paréntesis la existencia de Dios lo que, en último término, le impide reconocer el derecho natural como verdadero derecho.
También aquí Kelsen es muy lúcido y sincero en sus planteamientos. También en esto cabe aprender mucho de la Teoría Pura, por la vía del contraste. No es posible afrontar la cuestión sobre la relevancia científica y práctica del derecho natural como si fuera una cuestión sectorial, que pudiera resolverse de una manera neutra, esto es con independencia de las propias convicciones de fondo. Naturalmente este tipo de posturas pueden darse y de hecho se dan: hay quien estima perfectamente compatible un positivismo metodológico en el terreno de la ciencia jurídica con una aceptación del derecho natural en el plano de las personales convicciones axiológicas con un fundamento más o menos explícitamente religioso. Lo que Kelsen hace ver es que tales posturas no son coherentes: quien sostiene que hay derecho natural no puede proceder en su ciencia o en su actuar jurídico como si no lo hubiera.
Para quienes tenemos la dicha de haber recibido la fe cristiana, fuerza cognoscitiva que en su autenticidad se caracteriza por reafirmar la capacidad de la misma razón humana, como potencia capaz de trascender los datos sensibles y de llegar a conocer las verdades decisivas para el existir humano, incluyendo la existencia de Dios, el testimonio de la coherencia de Kelsen es muy elocuente: no cabe sustraerse a las exigencias de la propia fe en el terreno jurídico. El respeto a la persona y a sus legítimas libertades –con toda la riqueza y el estupendo pluralismo de lo auténticamente humano–, la comprensión de toda autoridad como servicio, el universalismo característico del derecho –que se opone a toda injusta discriminación–, el empeño por aplicar todas las energías de la razón y de la voluntad a la solución justa de los problemas: he aquí algunos de esos aspectos en los que la visión cristiana de la vida aplicada al terreno jurídico no hace sino manifestar la profunda armonía constitutiva de lo humano y lo cristiano. El derecho y la ciencia jurídica nada tienen que temer de este influjo de la doctrina y de la vida de quienes se esfuerzan por ser discípulos de Cristo, sino al contrario mucho que esperar, como lo muestra la historia de los efectos civilizadores del cristianismo sobre las instituciones del derecho. También la historia del derecho americano tiene ejemplos admirables de este influjo –pienso ahora sobre todo en las Leyes de Indias–, compatibles con las inevitables limitaciones y defectos de toda experiencia humana. Ninguna de esas limitaciones y defectos autoriza a empequeñecer la gratitud –también en el mundo del derecho– por la llegada de la fe cristiana al continente americano hace ya más de quinientos años.