¿Cómo responder, en realidad, a esas hondas angustias del hombre respecto a su identidad y destino? ¿Dónde encontrar huellas de humanidad verdadera que despierten el asombro que el orante del salmo 8 expresaba ante la pregunta por el hombre? Una de las respuestas más concretas y a la que la Iglesia mira con especial atención hasta considerarle un “don precioso y necesario”, “parte de su vida y elemento decisivo de su servicio al hombre”, es la Vida Consagrada.
En la reflexión antropológica a menudo se advierte la ausencia de concretos modelos que testimonien esa plenitud de humanidad que nace del encuentro con Cristo y que puedan contribuir a realizar una verdadera “terapia espiritual” hacia la antropología decadente que vivimos.
Que el tema antropológico sea determinante en este preciso momento es sin duda evidente, puesto que del actual déficit de humanidad se origina una visión del hombre simplemente funcional al poder o a la cultura dominante y que lo reduce a la dimensión de los objetos que ya no se preguntan ¿Quién soy?, sino siempre y sólo ¿Cómo funciono? (S, Grygiel).
Es esta una de las más vistosas debilidades de nuestra civilización actual y que el Papa Juan Pablo II denunció como inadecuada visión del hombre: “La nuestra es sin duda la época en que más se ha escrito y hablado sobre el hombre, la época de los humanismos y antropocentrismos. Sin embargo, paradójicamente, es también la época de las más hondas angustias del hombre respecto a su identidad y destino, del rebajamiento del hombre a niveles antes insospechados, época de valores humanos conculcados como jamás lo fueron antes” [1].
¿Cómo responder, en realidad, a esas hondas angustias del hombre respecto a su identidad y destino? ¿Dónde encontrar huellas de humanidad verdadera que despierten el asombro que el orante del salmo 8 expresaba ante la pregunta por el hombre?
Una de las respuestas más concretas y a la que la Iglesia mira con especial atención hasta considerarle un “don precioso y necesario”, “parte de su vida y elemento decisivo de su servicio al hombre”, es la Vida Consagrada [2].
Precisamente a los religiosos y miembros de Institutos seculares, Juan Pablo II se ha dirigido con la Exhortación Apostólica “Vita consecrata”, fruto del Sínodo expresamente dedicado a ellos, para que, desde el origen Trinitario de su experiencia (Confessio trinitatis), su dimensión comunitaria (Signum fraternitatis), testimonien proféticamente el profundo significado antropológico de su forma de vida casta, pobre y obediente, como “terapia espiritual” para la humanidad [3].
A las respuestas de carácter exclusivamente sociológico y marcadamente economicistas que se utilizan a la hora de la definición del hombre y que se oponen al análisis d los múltiples males que nos aquejan: injusticia social, violencia, drogas, sexualismo, desintegración familiar, idolatría del poder, el Papa, con acierto pastoral indica en la Vida Consagrada una “antropología vivida” que encarna e ilustra gráficamente lo que Dios piensa del hombre y en la Profesión de los Consejos evangélicos la adhesión a los ideales en que la Iglesia ha identificado tradicionalmente la realización de la verdadera humanidad que ha sido engendrada por la muerte y resurrección de Cristo y que continuamente se renueva mediante el Bautismo.
Recogiendo esas sugerencias contenidas en la espléndida y poco conocida Exhortación “Vita consecrata”, quisiera profundizar las coordenadas existentes entre esa epifanía de plena humanidad que es la Vida Consagrada y su significado antropológico en vista de una “terapia” para los males de nuestro tiempo.
La verdad del hombre es pertenecer
Tomamos como punto de partida para ir a la raíz de la reducción antropológica el icono evangélico de la triple tentación de Cristo que nos relatan los sinópticos [4], signo evidente que representa uno de esos “Misterios “ esclarecedores de todo el significado de la persona y de la obra de Cristo. En su humanidad Jesús vence el proyecto diabólico de conducirlo a considerarse dueño de sí mismo, en una autonomía en la que las tres expresiones más profundas de la vida del individuo y de la comunidad israelita, las áreas que realizan al hombre en su imagen-relación divina: el amor (afectividad), la relación con las cosas (tener) y la libertad (poder), sean afirmadas en su autorreferencia al hombre mismo. El demonio quiere volver a editar en Cristo el engaño antiguo, el mismo que el pecado original desfiguró el significado de la relación hombre-Dios-mundo al nivel donde esa relación es la respuesta plenamente humana a la vocación de ser creatura e hijo.
En el momento que Cristo está por inaugurar esa nueva creación presentándose como el “Nuevo Adán” [5] y el “Israel fiel” [6], tal como lo sospecha el diablo a raíz de su Bautismo (“si eres Hijo de Dios…” Mt 4,3), se vuelve a repetir con Él el intento prometeico de conducir la creatura a una autopertenencia destructiva que desfigura el sentido positivo y creatural del amor, del poseer y de la libertad, convirtiéndolos en una triple idolatría que, para decirlo con T.S. Eliot en su célebre séptimo Coro de la Piedra, sólo ceden el paso a la lujuria, a la usura y al poder [7]. O sea, la mutua instrumentalización entre los hombres, proyección compensadora de una dependencia última concebida de manera engañosa. Esto explica también por qué la tradición espiritual de la Iglesia ha relacionado con frecuencia las tres dimensiones esenciales de la existencia humana y sus relaciones con las tres concupiscencias evocadas por San Juan (1 Jn 2,15-17) y sucesivamente ha visto su rescate en la existencia casta, pobre y obediente de los consejos evangélicos que abrazan los religiosos [8]. Jesús, con su triple “Sí”, al contrario, ha profesado (pro - femí = gritar delante de…) que su verdad más íntima era saberse Hijo que pertenece a Otro, al totalmente Otro; que su libertad consistía en reconocer el designio del Padre y adherirse a Él con todo el corazón, sin ponerlo a prueba (Mt 4,7): que su relación con las cosas, aun el pan de cada día, debe ser vivida con la certera conciencia que eso no basta (Mt 4,4): que el amor debía siempre ser orientado a la adoración de Dios y de su culto (Mt 4,10).
En el proyecto alternativo de Jesús se refleja el recuerdo del “inicio” (Mt 19,8). La luminosa imagen primera que la “potencia creadora de Dios ha insuflado en nuestra naturaleza y, a la vez, el sello de la nueva creación de ese hombre nuevo -es decir verdadero- que Dios nos ha revelado, revelándonos así su rostro y el nuestro en Jesucristo” [9].
Cristo revela el hombre al propio hombre y le manifiesta la sublimidad de su vocación, nos recuerda un célebre texto del Concilio [10] y el hombre que aparece en Él es el hombre que en la totalidad de sus dinamismos reconoce que la consistencia más profunda de su propio “yo”, la única que le permite decir auténticamente “yo”, está en ser de Otro. Tal cambio nos es, como podría parecer a la mentalidad de hoy, mortificante para el hombre, porque el hombre está hecho para ese fin desde el origen. Pues “en Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos 17,28). “Si yo acepto mi dependencia, decía Roland Barthes en Fragments d’un discours amoureux, es porque ella constituye para mí un medio de significar mi interrogante”.
En las tentaciones de Cristo -y qué lejos estamos de la burda posibilidad que hipotiza la película de Scorsese- está anunciado todo el Misterio de la Redención que es el proyecto de rehacer en Cristo el hombre nuevo. Cristo se encarna, muere y resucita, para orientar la totalidad del ser humano hacia su fuente Trinitaria. Para afirmar, desde el poder de la cruz, o sea de la obediencia más total, que su verdad más profunda y la raíz de su alegría es pertenecerle y no pertenecerse.
El drama del pecado original había significado la atomización del hombre, su obscurecimiento frente a la luminosidad del reflejo de la Trinidad, afectando así los tres centros fundamentales de la vida humana, esas tres pulsiones profundas que tejen el entramado de la personalidad: amor (castidad), tener (pobreza) y libertad (obediencia). Estos tres valores pertenecen a la creación y son fundamentalmente buenos. Mas aún son el signo más poderoso de la imagen del Dios Trinitario de acuerdo al cual el hombre fue creado. Pero lo que se olvida es que en la base de estas tres pulsiones existenciales se encuentra, como en la raíz de la planta de ricino del profeta Jonás, el pequeño gusano que las seca (Cf Jonás 4,7). O sea, para volver al lenguaje teológico, está el pecado original que empuja estas pulsaciones hasta el exceso y por eso a la muerte. Cristo, al contrario, eligiendo existencialmente una condición casta, pobre y obediente, ha reconstruido en su misma persona la orientación estructural del hombre al Dios trinitario y en el Dios trinitario (in sinu Trinitatis) sin por eso disminuir en nada su condición de verdadero hombre. Cristo vive y expresa plenamente su relación con el Padre y con el Espíritu Santo, no desde el antagonismo de un Prometeo, sino de la adhesión de un hijo que ama, obedece, depende y se relaciona con las cosas y el mundo, conforme a su condición de hijo de Dios. La experiencia histórica de Jesús, casta, pobre, y obediente, pone así de manifiesto la paradoja de una amor casto, de un tener pobre y de una libertad obediente que humanizan y sanan al hombre herido por la “hybris” del pecado original.
La vida consagrada: Memoria viviente del modo de existir y de actuar de Jesús
La primera parte de la Exhortación apostólica “Vita consecrata” es totalmente construida sobre la “Confessio trinitatis” (cf. Nn. 14-40) como fuente cristológico-trinitaria de la vida Consagrada. Es la intimidad de Dios que se revela en la praxis viviente de Cristo y que los consagrados están llamados a compartir como “tradición viviente de la vida y del mensaje del Salvador” [11]. Su estilo de vida casto, pobre y obediente no es dictado por razones éticas, rituales o culturales, es, por el contrario, la manera más profunda de revelar la identidad del hombre, llamado, gracias a Cristo, a confesar la Trinidad, o sea su fuente originaria de vida, su modelo existencial y su destino escatológico.
El reflejo de la vida trinitaria en la castidad, la pobreza y la obediencia de Cristo, a los que la tradición cristiana llamará “consejos evangélicos”, es la brecha más amplia abierta por Cristo en el Misterio de Dios y, a la vez, la revelación más honda y enaltecedora de la identidad y del destino del hombre. Ese reflejo trinitario de los “consejos evangélicos”, alumbra así la castidad de Cristo y de los consagrados, como “expresión del amor infinito que une las tres Personas divinas en la profundidad misteriosa de la vida trinitaria; amor testimoniado por el Verbo encarnado hasta la entrega de su vida; amor derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo (Rom 5,5), que anima a una respuesta total de amor a Dios y hacia los hombres” [12].
La Pobreza es “expresión de la entrega total de sí que las tres Personas divinas se hacen recíprocamente. Es don que brota en la creación y se manifiesta plenamente en la Encarnación del Verbo y su muerte redentora” [13].
La Obediencia “manifiesta la belleza liberadora de una dependencia filial y no servil, rica de sentido de responsabilidad y animada por la confianza recíproca, que es reflejo en la historia de la amorosa correspondencia propia de las Personas divinas” [14]. La misma vida fraterna que caracteriza la experiencia de las personas consagradas “manifiesta al Padre que quiere hacer de todos los hombres una sola familia; manifiesta al Hijo encarnado que reúne a los redimidos en la unidad, mostrando el camino con su ejemplo, su oración, sus palabras y, sobre todo, con su muerte, fuente de reconciliación para los hombres divididos y dispersos; manifiesta al Espíritu Santo como principio de unidad en la Iglesia” [15].
El hombre creado a imagen y semejanza del Dios trinitario encuentra así en la virginidad, la pobreza y la obediencia que brillan en el rostro del Hombre verdadero y transfigurado de Cristo y de aquellos que Él transfigura con una vocación objetivamente más excelente, el regreso a su “nobilis forma”, a la verdad de sí mismo, a la vez que en la imitación de la “Christi vivendi forma” es posible para todos descubrir “una de las huellas concretas que la Trinidad deja en la historia para que los hombres puedan descubrir el atractivo y la nostalgia de la belleza divina” [16]. Es así evidente que la vida de castidad, pobreza y obediencia abrazada por los religiosos no es algo accidental, folclórico o simplemente funcional para la misión, sino es la expresión de una humanidad cuyos dinamismos han sido liberados del enloquecimiento de una exasperada autorreferencia para ser orientados hacia su fuente trinitario-cristológica. Es a esta altura que la antropología se vuelve teológica, en la medida en que el discurso sobre el hombre no sólo no prescinde de Dios sino que se esclarece en la luz de Dios. Al mismo tiempo la teología resulta fundamental para la antropología, no como proyección de un humanismo endiosado, sino como posibilidad para la teiosis que los padres griegos afirmaban ser el camino de regreso del hombre a Dios. Este es el “Hombre viviente” que da gloria a Dios, como afirmaba San Ireneo.
A este nivel la Vida Consagrada cumple con su profetismo más radical y auténtico, respondiendo existencialmente a los actuales retos de la reducción antropológica y ofreciendo, en el camino de los consejos evangélicos, ese itinerario de divinización que coincide con su plena humanización.
El cometido profético de la vida consagrada y su significado antropológico
Al testimonio profético de la vida consagrada el Papa dedica una sección entera, la segunda del capítulo III (nn. 85-95) y que es particularmente importante para el tema que nos interesa.
El profetismo de la vida consagrada es reconocido como una dimensión y una función imprescindible y no sólo un dato histórico y contingente que toma ahora matices encarnacionistas en vista de un fuerte compromiso en la historia, o escatológico en cuanto capaz de proponer un proyecto alternativo al humanismo contemporáneo o, en fin, de denuncia del mal en clave antiinstitucional como aconteció en la década de 1970. La verdadera Profecía tiene siempre una raíz teologal y cristológica, pues de no ser así no podría ser desafío y anuncio profético al hombre contemporáneo. Exige la búsqueda apasionada de la voluntad de Dios, la generosa e imprescindible comunión eclesial, el ejercicio del discernimiento espiritual y el amor por la verdad. Es en esa raíz teologal de su dimensión profética que se encuentra el cometido antropológico de la vida consagrada. Éste surge de tres retos principales que están dirigidos a la Iglesia desde siempre, aunque hoy, en el marco sociocultural del final del segundo milenio, necesitan acentuaciones especiales a causa de sus formas nuevas y tal vez más radicales.
Vale la pena citar lo central del pensamiento del Papa: “Los tres desafíos…atañen directamente a los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia, y alientan a la Iglesia y especialmente a las personas consagradas a clarificar y dar testimonio de su significado antropológico. En efecto, la elección de estos consejos lejos de ser un empobrecimiento de los valores auténticamente humanos, se presenta más bien como una transfiguración de los mismos. Los consejos evangélicos no han de ser considerados como una negación de los valores inherentes a la sexualidad, al legítimo deseo de disponer de los bienes materiales y de decidir autónomamente de sí mismo. Estas inclinaciones, en cuanto fundadas en la naturaleza son buenas en sí mismas. La criatura humana, no obstante, al estar debilitada por el pecado original, corre el peligro de secundarlos de manera desordenada. La profesión de castidad, pobreza y obediencia supone una voz de alerta para no infravalorar las heridas producidas por el pecado original, al mismo tiempo que, aun afirmando el valor de los bienes creados los relativiza, presentando a Dios como bien absoluto. Así, aquellos que siguen los consejos evangélicos, al mismo tiempo que buscan la propia santificación, proponen, por así decirlo, una ‘terapia espiritual’ para la humanidad, puesto que rechazan la idolatría de las criaturas y hacen visible al Dios viviente. La vida consagrada, especialmente en los momentos de dificultad, es una bendición para la vida humana y para la misma vida eclesial” [17].
En el pensamiento del Papa el lugar revelador de la descomposición de lo humano y por ende el peligro de su abolición, se encuentra en la antigua y renovada tentación de vivir la sexualidad, la relación con las cosas y la libertad en formas reductivas. No es que esto sea una novedad en la existencia humana, puesto que su raíz está en la herida que en estas tres áreas ha provocado el pecado original. Lo que ahora vuelve más dramático este dato es el hecho de que se ha vuelto un fenómeno culturalmente amplio, global y determinante en las decisiones prácticas de la sociedad contemporánea, sin que existan barreras capaces de detener la avalancha de este fenómeno deshumanizador. Sin embargo, el Papa descubre un espacio humano que por una Gracia permanente en la vida de la Iglesia, se resiste y se resistirá siempre a este proceso de homologación, oponiendo una existencia trasfigurada y cristiforme capaz de sorprender al mundo.
Después de los grandes documentos y catequesis que Juan Pablo II ha dedicado a esclarecer los valores del amor y de la sexualidad, de la relación con los bienes creados y del significado de la libertad, culminados en la gran encíclica “Splendor Veritatis”, quizás la más relevante del actual pontificado, estas mismas reflexiones son ahora, una vez más ofrecidas desde la vida de hombres y mujeres que por la “sequela Christi” se han vuelto expertos en humanidad nueva.
Muy acertada, por su excepcional capacidad intelectual y pastoral, considero la intervención de un obispo durante el debate sinodal: “En un clima donde se asienta el olvido del pecado original y la ilusión de la inocencia universal, es hermoso que los pobres, los castos y los obedientes, a causa de su renuncia voluntaria y gozosa, constituyan de hecho, el único antídoto contra este mito engañador de la inocencia que se impone en nuestra cultura. Ellos relativizan los valores creados y los devuelven a su estatuto de finitud y proclaman a Dios como el solo Absoluto. Los pobres, los castos y los obedientes no son únicamente unos imitadores de Jesús, sino constituyen ellos mismos un factor de higiene psíquica, mental y espiritual para toda la humanidad. Aquellos que siguen los consejos evangélicos no son sólo unos santos, sino también unos terapeutas para una humanidad herida por la “hybris”. Con una especie de muerte voluntaria ellos destruyen la idolatría del pecado y hacen visible al Dios viviente. Si por desgracia no se encontrara más nadie dispuesto a ser pobre, casto y obediente, la causa de Dios correría el riesgo de morir en este mundo. Porque las causas por las que nadie quiere morir, ya han muerto”.
También la liturgia renueva el eco de esta perspectiva antropológica cuando justo en el Prefacio que emplea para la fiesta de los santos religiosos dice: “Es verdaderamente justo y necesario darte gracias Padre Santo, porque en aquellos que por el reino de los cielos han consagrado su vida a Cristo, Tú devuelves el hombre a la santidad de su primer origen y le hace pregustar los bienes que para él preparas en el mundo renovado”.
La Vida Consagrada es pues “memoria peligrosa” para el mundo, de aquel Inicio y de aquel Destino por el cual el hombre existe y en el que se realiza. Todo esto contrasta con la cultura de la inmanencia, de la autonomía absoluta, del poder violento. La Vida Consagrada, por su manera de ser y de actuar como Cristo, es capaz de originar una auténtica cultura de referencia que pone al descubierto lo que hay de inhumano en los modelos dominantes y testimonia que sólo Dios da fuerza y plenitud a los valores.
La vida consagrada ejerce una función simbólica y crítica a la vez. Muestra pues que la vida humana carece de sentido sin su relación con lo sagrado, la experiencia de Dios y la contemplación de su Misterio y por eso puede colaborar a la transformación de la sociedad. Los religiosos y las religiosas pueden reeducar espiritualmente al hombre contemporáneo mostrándoles el verdadero sentido de sus poderes y abandonando los tres ídolos de la lujuria, de la usura y del poder.
“La vitalidad de los consejos evangélicos -han escrito los obispos en el mensaje final del Sínodo- interpela una cultura en crisis de la última modernidad y ofrece a hombres y mujeres víctimas del desencanto, modelos capaces de transformar su vida” [18].
Siguiendo las indicaciones de la exhortación Apostólica, se puede afirmar que, justamente por ser profética, la Vida Consagrada es capaz de elaborar una “contracultura evangélica” que sacuda al mundo constantemente tentado en sus mismas raíces de humanidad. Ya no basta confrontarse con los grandes desafíos, sino es necesario plantear unos nuevos. No es suficiente leer los signos de los tiempos, sino escribir unos nuevos. La Vida Consagrada desde la afirmación de un amor casto y liberador que recupera y anuncia la fuente de amor que es Dios mismo, ejerce una acción crítica y terapéutica con respeto a la exaltación del instinto sexual disociado de su significado de don y de responsabilidad moral. La castidad de los religiosos y las religiosas es un bálsamo sobre las heridas de una sexualidad que, cuando pretende ser neutra y carente de significado, conduce a verdaderas aberraciones esclavizantes y embrutecedoras.
La pobreza profesada por los consagrados introduce en el mundo una actitud a relacionarse con las cosas y con la naturaleza, que rechaza el dominio explotar o la consagración de todas las energías en pos de un tener que identifica a la persona con el objeto poseído. La pobreza, como consejo evangélico, ayuda a descubrir los bienes creados siempre como un medio para ser más y nunca como un fin absoluto. Desde la primera de las bienaventuranzas los religiosos aseguran que sólo el reino es una herencia eterna a la que se ordena todo lo demás y que por eso educa y dispone a una sensibilidad social y una opción por los pobres no ideologizada ni partidista.
La obediencia que caracteriza la Vida Consagrada libera la Libertad de su enroscamiento sobre sí misma, como vacío juego de opciones inconcluyentes y de narcisista búsqueda del éxito y vislumbra un proyecto que nos precede y que corresponde al deseo del corazón. Es un poderoso correctivo también frente a los falsos democraticismos en el que algunas cúpulas de poder manejan con habilidad los consentimientos de las masas previamente homologadas a un pensamiento débil y condicionado.
En un mundo que parece padecer un Sida espiritual, cuyo organismo ha adquirido una inmunodeficiencia de valores, estos verdaderos anticuerpos que son los religiosos y las religiosas, aportan una benéfica resistencia que sana y fortalece. “¿Qué sería el mundo si no fuese por los religiosos?”, era la pregunta de santa Teresa de Jesús [19]. Más allá de las valoraciones superficiales de funcionalidad, la vida consagrada es importante precisamente por su sobreabundancia de gratuidad y de amor, tanto más en un mundo que corre el riesgo de verse asfixiado en la confusión de lo efímero [20].