Mario Hiriart dejó una huella en todos los que lo conocieron personalmente en las diferentes etapas de su vida y en las distintas actividades que realizó. Quienes fueron sus compañeros de estudio, de trabajo, sus alumnos o sus hermanos en el movimiento de Schoenstatt, se vieron de alguna manera “tocados” por este gran hombre que supo entregar con valentía su vida a Dios.
La pregunta sobre la santidad de un bautizado es la pregunta sobre el heroísmo de las virtudes cristianas. Cuando las virtudes infusas en el bautismo alcanzan el fervor martirial, tenemos la certeza de que el Espíritu Santo ha regalado sus siete dones, forma plena de su actividad cristificadora durante la peregrinación. Por eso, el santo es el más robusto de los hombres, el que vive más agónicamente, en el sentido unamuniano de la palabra. De tal modo que cualquier suerte de esquematismo moralista o de angelización dulzona es la antípoda de la santidad real, dramática y gozosa.
Bastaría traer alguna cita de Teresa de Lisieux, la joven doctora de la Iglesia, para cumplir con el programa de Cesbron. Él quería quebrar las representaciones, para alcanzar a la testigo viva. Tituló un libro sobre la santa con un clamor: “¡Romped la estatua!”. La auténtica carmelita sí era palpitante. Ella había llegado a confidenciarle a Teresa de San Agustín: “¡Si supieras en qué tinieblas me encuentro sumergida! No creo en la vida eterna. Me parece que, después de esta vida mortal, no existe nada. Todo ha desaparecido para mí, sólo me queda el amor” [1]. Así llegó a comprender a los suicidas y a los ateos. En esa tan caliginosa nocturnidad descubrió que Dios es el único que hace “brillar el sol en plena noche” [2].
Sólo desde una perspectiva de interioridad extrema es legible el resplandor de la existencia de Mario Hiriart. Desde tal tuétano, la biografía adquiere significación y ejemplaridad.
Tiempos y respuestas
Mario nace un día en que Chile está paralizado por una huelga general de los opositores a Carlos Ibáñez del Campo. El padre, Héctor Hiriart Corvalán, dificultosamente obtuvo que atendieran en el parto a su esposa, doña Amalia Pulido Alfonso, en el Hospital del Salvador. Era el 23 de julio de 1931. Cuna bamboleada fue ésa como anuncio de una generación que, al terminar la Segunda Guerra, tendría necesariamente que plantearse la cuestión de una crisis epocal de la historia. Por ahí andaba el Padre Hurtado preguntando “¿Es Chile un país católico?”. Mario con algunos grupos de su generación va a experimentar que los impulsos y los lenguajes eclesiales al uso general, ya resultaban insatisfactorios. Es entonces cuando en las viejas cristiandades de Europa están arraigando y fructificando nuevas formas de vivir el misterio de la Iglesia. Se les llamará “movimientos apostólicos plurales” (porque contienen a todos los estados de la vida cristiana), o simplemente “movimientos eclesiales”, o “movimientos apostólicos”: también se les designará como “nuevas comunidades”. Juan Pablo II les dará el marco y el espacio en la Iglesia postconciliar. Uno de ellos, el más antiguo, brotado en 1914, es el Movimiento de Schoenstatt. Mario es uno de los primeros schoenstattianos en Chile. Este camino carismático fue su escuela y el fundador José Kentenich, su maestro. Pero Mario Hiriart trasciende, anchurosamente, cualquier capillismo o localismo mezquinos. El Siervo de Dios tiene un derrotero marcado por el Espíritu que lo sitúa en encrucijadas relevantes para toda la Iglesia en el horizonte de la próxima apertura de milenio.
Mario por su familia viene de una cultura laica, permeada por el humanismo ilustrado que se expresa filosóficamente en la masonería y políticamente, en el viejo Partido Radical. La fe le llega por la vertiente de la abuela materna y, lo que resulta significativo, desde el riachuelo silvestre de la religiosidad popular. En efecto, es su “nana” Teresa la que le enseña oraciones, símbolos y devociones que lo entroncan fluidamente con la fe mestiza popular y barroca que ha sido la matriz de la identidad iberoamericana. (Algo similar ocurrió en la biografía del peruano José María Arguedas, fue una ama indígena quien lo introdujo al mundo indoamericano.) Mario nunca olvidará válidas adquisiciones de la veta laica: su vida de fe tendrá sustentos en virtudes naturales, como la tolerancia y la ecuanimidad, que le vienen por aquella primera tradición ambiental. También, un aprecio instintivo por lo científico, por la mundaneidad secular y el humanismo en general. La fe cristiana inicial se nutre de la pedagogía de los Hermanos Maristas en el colegio Alonso de Ercilla de la calle Catedral. Los aires de una pastoral nueva le alcanzan por un círculo de Acción Católica y después le endilgan por el sendero de Schoenstatt.
Desde muchos rincones y plazas de la Iglesia, estaban surgiendo los gérmenes que explotarán en primavera a la hora del Vaticano II. El Espíritu Santo no improvisa. Por un lado, está la maduración teológica francesa y alemana, así como los redescubrimientos del lugar de la Palabra de Dios y de la liturgia, los reclamos y experiencias que apuntan a un profetismo social que se hace cada vez más urgente. Por otro lado, surgían silenciosamente personalidades santas renovadoras.
Entretanto, en América Latina muchos toman la opción del marxismo, que va a tener en Cuba su inculturación emblemática. Hay algo común en esa juventud que está dispuesta a jugarse en un entrega total. Un proyecto es prometeico: el que está pulsando en el idealismo de Ernesto “Che” Guevara o de Fidel Castro. La referencia a la radicalidad de ellos, tiene contrapunto crítico en la obediencia hasta la muerte de Mario Hiriart a los impulsos del Espíritu Santo. Esta fidelidad la encontramos en el joven chileno constantemente documentada en las páginas de un exacto, ponderado e ígneo diario de vida. Páginas hay, como la del 5 de junio de 1955: “Madrecita, mi permanencia en medio del mundo ya es una crucifixión (…) No sé qué dispondrás de mi para el futuro, pero a juzgar por lo que ha sido el pasado inmediato y el presente, en realidad has de descargar pesos muy grandes sobre mis débiles hombros. Estoy crucificado al mundo: la vida con Cristo cuesta a cada uno, como a Él, toda la sangre del corazón, la agonía del amor. Y el mundo ha de ser crucificado por mí, también he de llevar yo la cruz al mundo, obligar [3] a otros mediante mi entrega a aceptar su cruz y ser clavados en ella. ¡Hay aquí, Madrecita, una misión para toda la vida! Y no sólo para la vida: ¡Sólo la muerte!, sólo ella pondrá fin en la tierra, a esta doble crucifixión; sólo la muerte ha de detener este camino al Calvario. Sólo la muerte está al fin de ese camino” [4].
Para ponderar estas palabras cabe notar que los textos del diario, a menudo hermosos y pulcros en el estilo, tienen el peso de una objetividad descarnada. El que escribe es un pecador que se sabe redimido. Es un fatigado incansable. Tiene una veracidad estremecedora. La pluma la sostiene una mano de alguien que jamás abandona el rigor del científico.
Su vocación: un “sacerdocio de la cultura laical”
El joven se siente atraído por la ingeniería. En el año 1948 ingresa a la Facultad correspondiente de la Pontificia Universidad Católica de Santiago de Chile. Aquí también es el excelente estudiante: sus apuntes llegan a ser clásicos y se heredarán en varios cursos posteriores, perpetuando el dibujo de una letra serena, clara y franca como lo era el escritor mismo. Entiende que el lema “ordinaria extraordinarie”, hacer extraordinariamente bien lo ordinario, junto con ser una exigencia siempre válida, es un reto del Espíritu Santo para responder desde la Iglesia al divorcio entre fe y vida. Lo adopta como programa de secularidad cristiana, como su camino de “santidad de la vida diaria”. Tan bien cumple con ese desafío, que se le otorga al final de los estudios el premio “Marcos Orrego Puelma”, concedido por el Instituto de Ingenieros de Chile al egresado con las más altas calificaciones durante sus seis años de estudios universitarios y a la mejor memoria de título del año (1955).
En aquel tiempo, la Corporación de Fomento de la Producción (Corfo) era el núcleo gestor del desarrollo y modernización de todo el país. Sus directivos procuraban conquistar a los mejores profesionales. A ese grupo selecto es enrolado Mario Hiriart, pues “era el más brillante de los alumnos de su promoción” (Enrique Vial, ingeniero, Gerente General de la Corfo en el año 1968). Su inteligencia sobresaliente no deja de hacerse sentir entre sus compañeros. “Mario concebía el trabajo técnico de tal manera que sabía transformar en algo entretenido y apasionante lo que de por sí solía ser árido” (Mildo Martini, ingeniero jefe del Departamento de Industrias de la Corfo). “Mario fue considerado uno de los buenos y grandes ingenieros jóvenes de la Corporación de Fomento. Evidentemente dentro de la institución habría llegado extraordinariamente lejos…” (Enrique Vial).
Por su parte, Mario había entrado a la Corfo siguiendo el impulso de una marcada vocación social. A él le parecía que desde ese lugar se podía ser estratégicamente más eficaz para el bien común de todos los chilenos. Lo percibía como un auténtico servicio público, en el más genuino sentido de la palabra.
Lo primero era la excelencia profesional y el compañerismo generoso y solidario. Pero la urgencia de transmitir la persona de Jesucristo lo lleva a constituir, en la Corfo, un grupo de oración y de reflexión del evangelio, el que se reúne en la pausa de mediodía, congregando a profesionales y administrativos.
Detrás de toda su presencia en la Corfo y la ulterior en la Universidad hay una percepción y un empeño. En Mario ha ido cuajando una visión que claramente adelanta aspectos centrales del Concilio Vaticano II y del magisterio del actual Sumo Pontífice. En sus reflexiones, él apunta hacia un nuevo horizonte del humanismo cristiano. El 12 de junio de 1955, se encuentra en su diario una anotación bastante larga, en la que interpreta y precisa el significado creador de una espiritualidad laical vivida. Enseguida habla de la rotura entre las ciencias naturales y la experiencia de Dios. “Me lo explico así: en la Edad Media el hombre vivía una cultura teocéntrica, con muchas imperfecciones, tal vez, pero teocéntrica en su esencia. El humanismo fue convirtiendo la posición del hombre en antropocéntrica (…) no fue capaz de absorber el desarrollo de las ciencias físicas y englobarlas en una estructura de pensamiento teocéntrica; así, la física aplastó a la metafísica en el hecho, a pesar de toda la doctrina sustentada por la Iglesia. (…) Así, necesitamos ingenieros que cambien el concepto vital de la ingeniería, simplemente viviéndola de otro modo y hasta sus últimas consecuencias, y arquitectos, abogados, agrónomos, etc., que hagan otro tanto con su profesión; necesitamos artistas, poetas, músicos, pintores, que hagan arte centrado en Dios, y, a la vez, captando los valores vitales de su época, recogiendo todas sus inquietudes e impulsos” [5]. Nótese bien que, según Mario, los ingenieros deben cambiar “el concepto vital de la ingeniería”. Con esto quiere decir que la ingeniería debe ser parte de un nuevo estilo de vida de los pueblos, de la cultura, tal como la describe el Vaticano II en el número 53 de la Constitución Gaudium et spes. Mario piensa que esa nueva forma sólo surgirá si se cumple con una secuencia: vivir y, desde allí, pensar, “viviendo de otro modo y hasta sus últimas consecuencias”. Para él esto puede acontecer por la recepción de la fe en la existencia. Acogimiento de fecundación desde el cual se levanta el andamio de la claridad reflexiva. Similares correlaciones, que son de ida y de vuelta, establecerá Juan Pablo II en un célebre aserto muchas veces citado: “Una fe que no se transforme en cultura no ha sido plenamente recibida, no es una fe pensada en hondura, ni fielmente vivida” (16 de enero de 1982).
El tema de la nueva ingeniería es en Mario Hiriart inseparable de su enjundia vocacional. Cuando varios de sus amigos encontraban el camino al sacerdocio, él se detiene a meditar sobre su singular espacio dentro del Pueblo de Dios. Pacientemente y en oración opta, en obediencia al Dios vivo, por una vocación que él llamará con palabras sugerentemente adelantadas a su tiempo. Él considera que ha sido llamado al “sacerdocio de la cultura laical” [6], indicando con esta feliz expresión que la tarea de su vocación es recapitular en Cristo toda la red de actitudes, símbolos, expresiones, ideas, instituciones, que constituyen la cultura de una pueblo. Es su forma de estar en el mundo (Jn. 17,15) sin ser del mundo (Jn. 17,14), como testigo de Cristo que ha muerto para “la vida del mundo” (Jn. 6,51).
La escuela del ardor
Inicialmente su piedad mariana era medida y muy sobria. Algo aceptado con poca vibración. Progresivamente se transforma en una conmoción cotidianamente inolvidable. Hay afecto pero nada de sentimentalismo. Es una movilización existencial de la verdad. Se trata de asumir lo que María es realmente para el cristiano. En Mario la fe de la Iglesia acerca de María es lo que hace estallar sus tibiezas en ardor.
En Mario había un talante contemplativo innato, traspasado de una delicada sensibilidad estética. Desde muy temprano es un amante de la música en sus diferentes formas. Cultivaba personalmente el canto y tocaba la guitarra. Fue en muy buen lector de poesía y en sus viajes sabía apreciar las expresiones arquitectónicas con acierto. Aprendió hogareñamente a mirar el paisaje con fruición. Esta disposición, bajo la guía del Espíritu Santo, se transforma en un profundo ánimo de adorador de la infinita Hermosura, alcanzando una mística creacional que significa en el Siervo de Dios una actualidad cargada de futuro, “futuriza” diría Julián Marías. En tiempos del reventón ecologista, el Dios vivo ha regalado a la Iglesia personalidades que, superando los sutiles panteísmos, ven la transparencia religiosa, re-ligadora, y exultante de la creación. También en este ámbito, Mario transitó de un mirar pasivo y de inmanencia miope a la adoración agradecida llena de estupor.
Mario es un argumento vívido de que el marianismo auténtico no opaca el fervor por Cristo, todo lo contrario. En él, la Santísima Virgen ilustra su función de educadora que conduce a la “vitalis Christi cognitio” de la que ya habló San Pío X [7]. En tal escuela, Mario desarrolla una devoción eucarística honda y palpitante. Formula su propósito de vida, lo que llama su “ideal personal”, desde este misterio de fe. Se siente convocado por la gracia a ser “Cáliz vivo, portador de Cristo como María”. Él ansía abrirse en la máxima amplitud de sed, como copa viva quiere acoger la Sangre redentora para darla a beber a sus hermanos. En este simbolismo, cuaja otra de sus expresiones notables para articular el profundo anhelo de fina lealtad al Señor muerto en tortura por nosotros. Se refiere a la voluntad de no dejarlo jamás solo, de impedir a toda costa que la Sangre se derrame en vano. Se trata de una verdadera pasión, un tropismo indómito hacia la Herida del lanzazo. “Instinto del cáliz” llama Mario ese impulso de fidelidad que lo lleva a ser asiduo, libre y gustoso inquilino del Gólgota. “Señor, de rodillas quiero estar bajo tu cruz, reconociendo mi indignidad, para recibir tu sangre redentora como un cáliz… Sublima tú, te lo ruego, mi ansia de valer, para que en nada intente gloriarme sino en el llevar una partecita mínima de tu cruz. Sublima mi ansia afectiva, para que no ame a nada ni a nadie más, sino a ti, a aquellos que tú me señalas como camino recto hacia ti, para que ame los sufrimientos que tú me envías para purificarme, para que vea en ellos, nítidamente, la oportunidad maravillosa que tú me das de participar (…) en la redención del género humano. ¡Señor, hazme ser de verdad un cáliz!” [8].
La motivación es doble: compañía mariana de Cristo y pasión por el Reino, por la salvación de los hermanos: portador de Cristo a los hombres, dirá reiteradamente. En esto es indesmayable. La urgencia apostólica laical lo conducirá a decidirse por un camino de consagración exclusiva en el Instituto Secular de los Hermanos de María. Esta pequeña comunidad -son una treintena, todos alemanes- vivía los avatares de una fundación que, generosa y precariamente, buscaba su espíritu y su estructura definitivos. Mario se inicia en ese instituto en un tiempo de formación en Brasil. El 4 de febrero de 1957 parte hacia la muy provinciana y ferrocarrilera ciudad de Santa María de Río Grande do Sul. Allí crece en silencio interior y tiene los tiempos para un acendramiento espiritual que lo hace madurar en nuevos heroísmos. También es un lapso de prueba y sufrimiento por circunstancias del desarrollo comunitario. Todo era espartanamente simple, la conversación diaria discurría entre tópicos de la inmediatez propia de sus compañeros, unos nobles artesanos, algo rudos. Muy atrás, muy distante, quedan los apasionantes asuntos de la planificación económica de Chile y la incipiente integración latinoamericana. Ahora, Mario desarrolla un amor generoso que costosamente supera cualquier imaginación romántica de la fraternidad cristiana: en definitiva, el otro es amado con calidez y benevolencia porque en él está Cristo, no primeramente por afinidades sociales, psicológicas o culturales.
Un maestro y cirineo
Al retornar a Chile, la Corfo le ofrece ser, nada menos, que Jefe de Estudios Financieros. Es muy tentador, porque desde esa torre se puede ir plasmando en realidades tanto sueño acumulado acerca de la nueva ingeniería. Además, la buena paga permitiría muchos despliegues apostólicos que las circunstancias reclaman con premura. Pero el Siervo de Dios se decide por su antigua facultad de ingeniería. Lo hace por amor, es una opción lúcida por el servicio de los jóvenes. Allí será Subdirector y profesor de Geometría Analítica. Sobre todo será maestro, una figura paternal. Preparará bien sus clases, será delicadamente justo. Un permanente malestar físico lo hará más retraído en su carácter y menos vivaz en sus exposiciones. Su rostro va siendo marcado por protuberancias en la frente, presagio tal vez de tumores cancerosos que vendrán. Estos factores le dificultan una presencia más atractiva para algunos de los alumnos. Con todo, siempre irá por los pasillos y las aulas irradiando lo que varios Padres de la Iglesia llamaron desde los primeros siglos “sobria ebrietas”. Es un contenido fulgor del alma. En Mario, sobre todo por una sonrisa inalterablemente luminosa, se presentirá un amor en brasas, una cierta locura de intimidad con Dios, que desde afuera se atisba en los serenos gestos de la bondad y la alegría. Ebriedad que procura encarnar en lo cotidiano, así, en su diario se examina acerca de la calidad de su discipulado y de su maestrazgo como actualización de su sacerdocio laical: “(…) la fuerza de educación reside en esa asemejación, que hace que el educador pueda mostrarse como modelo ante el educando y llevarlo a imitar otros modelos más altos y sublimes (…) Madrecita, ¿cómo se realiza esto en mí, en mis relaciones con otros, tanto en cuanto educador como en cuanto educando? ¿En mis relaciones con mis alumnos de la Universidad Católica, con los muchachos del Movimiento? ¿En mis relaciones con mis superiores jurídicos y espirituales? ¿Busco aquellos valores dignos de ser imitados, los que admiro en otros que son llamados por Dios a educarme, y trato de transmitirlos a mis educandos a través del corazón? ¿Recibo amor y doy amor? ¿Me torno consciente de que esa relación de amor debe traducirse en un asemejamiento, a través de otro, a tu divino Hijo y a ti?” [9].
Los tiempos libres agolpan, en su agenda de bolsillo, un sinnúmero de actividades de apostolado. Reenhebrando con egregias tradiciones eclesiales y adelantando estilos pastorales que vendrán, Mario se transforma en un celoso laico que ejerce la dirección espiritual de muchos. Son principalmente jóvenes. Alumnos suyos, pero además de otras facultades y universidades. Se mueve atendiéndolos entre Santiago, Valparaíso y Quillota. A veces son extensas y calmas conversaciones frente al mar, o en una noche junto al santuario de la Virgen en La Florida, Bellavista. A algunos de los que aconsejaba los animó a entregarse al servicio público, siguiendo disposiciones vocacionales que el joven profesor discernió cuidadosamente en ellos. Hoy, sus discípulos están en el Senado, en la Corte Suprema, en alcaldías, en embajadas, en decanatos académicos… Supo acompañar a sus amigos que habían contraído matrimonio, estimulándolos a una espiritualidad familiar recia y dinámica. Junto con el trato personal, debió transformarse en conferencista e instructor en temas doctrinales. Era claro, equilibrado y profundo, pero no entretenido para todos, sintiendo él impotencia para hacer más interesantes sus exposiciones. Su hablar poseía un tono de voz muy varonil que trasuntaba un respeto por los oyentes. El timbre sonoro era de una tesitura de lozano colorido. Hay una grabación de su voz poco antes de morir. En ella habla de la partida inminente con viva esperanza, la que no sólo fluye por los contenidos verbales, sino que también por una musicalidad que desvela la íntima postura de un alma empapada de rocío de Dios. Sea como fuere, Mario fue simultáneamente un seglar fiel en su trabajo profesional y se multiplicó abundantemente en labores del anuncio directo del evangelio.
El premio nacional de periodismo Hernán Millas ha inquirido en un artículo sobre Mario Hiriart, poniendo el dedo en la llaga de la pregunta ¿es un “santo o sólo buen cristiano”? A responder este requerimiento se aboca el proceso de canonización. En Mario nada hay de espectacular. Para allegarse a él hay que ser buceador o espeleólogo u ornitólogo de larga quietud para escuchar el precioso canto de la calandria. Cuando Teresita de Lisieux murió, su querida hermana Leonia y la superiora María Gonzaga no se podían imaginar que fuese pertinente un proceso de canonización. Sin la eclosión que significó publicar la “Historia de un Alma” en 1898, nunca, humanamente hablando, se hubiese postulado la declaración de santidad por parte de la Iglesia. Con Mario Hiriart hay algo de ello. No tendríamos acceso a su entrañable vida de fe sin el estudio de sus cuadernos de anotaciones personales, el diario de vida que hemos citado. En buena hora ya se han comenzado a publicar selecciones que dan un vislumbre de esa grandeza [10].
En los clásicos de la espiritualidad, lo heroico está en relación con lo arduo, con la extrema situación de la prueba límite en la que, “si Dios no existiese”, la tal biografía crucificada no tendría ningún sentido vital. En Mario Hiriart ese acoso de Dios, esa situación de espada contra la pared, se produce por una retahíla de congojas y desolaciones extremas que la gracia transforma pascualmente. Las dejamos aquí meramente aludidas. La muerte de su madre lo desgarra. La soledad: entre otras circunstancias, no perduró nunca un compañero suyo latinoamericano en la aventura vocacional de los Hermanos de María. Su extrema fragilidad física, que lo hacía sufrir constantemente. Baste una cita de muchísimas semejantes: “Tú sabes, Madrecita, que he andado en un estado considerable de tensión nerviosa. ¿No es verdad que yo pretendo más bien encontrar descanso (…) en el sueño y en los sedantes nerviosos? Mientras sea así, no voy a estar descansando ni mis nervios van a estar en orden si no reposo en la convicción y conciencia plenas de que el Padre cuida hasta el último instante de mi vida” [11]. Además, cabe recordar, un sostenido enamoramiento de cinco años, que termina en reiteradas negativas de la joven que amó entre ese paisaje de El Tambo, en el Valle del Elqui. Pero, sobre todo, Mario Hiriart sufrió la noche de la fe y el “desmentido” práctico, fenomenológico, de las razones para seguir esperando. Su primer director espiritual, el padre Benito Schneider, en una biografía en alemán [12], analiza esta noche oscura. Cita a Mario, cuando él cita a Van der Meer, para explicarse a sí mismo en la anotación del 30 de diciembre de 1953: “Dios es el amante más poderoso y más celoso que ejerce presión hasta que gritamos de dolor” [13]. El 2 de octubre del año siguiente el joven se dirige a María diciéndole: “Veo que tú administras amargos brebajes… pero ¿cómo podría ser de otro modo si yo deseo ser cáliz vivo de Cristo en la Cena, en Getsemaní y en el Gólgota?” [14].
Su oblación lo impulsa a un paso que él califica al igual que tantos otros escogidos de Dios, como una forma de alienación amorosa: “Madrecita, hice una gran locura; locura a los ojos de cualquier hombre, locura aún para el hombre viejo en mí mismo… Te pedí que dejaras caer la enfermedad de Antonio Greppi sobre mí; él es quien lleva en nuestra comunidad la cruz más pesada, ¿no puedo yo acaso ser su cirineo?” [15]. Su ánimo y su ademán de cirineo crecerá en un amor filial por su padre en el carisma fundacional, el padre José Kentenich. Éste se encuentra separado de su obra por prescripción del Santo Oficio pre-conciliar. Mario ofrece su vida para revertir un imposible histórico: que esa alta instancia eclesial revisara su decisión, cosa que jamás hacía. Así el sacerdote alemán podría retornar libre desde Milwaukee, lugar del impuesto exilio, para acabar la fundación de su Obra todavía incompleta en beneficio de todo el Pueblo de Dios. El ofrecimiento fue acogido por el Padre de los cielos a literalidad sorprendente. Mario iba de viaje hacia Europa y el cáncer lo derriba, precisamente en Milwaukee. En pocas semanas le causa la muerte en el Saint Mary’s Hospital, a las cinco y cuarto de la mañana del 15 de julio de 1964. Esa misma tarde se esperaba al dominico Padre Hilario Albers cuya actuación contribuyó decisivamente en el proceso de liberación del padre José Kentenich, el cual, en alas del Vaticano II, fue rehabilitado posteriormente por Pablo V.
En la tensión Carisma-Jerarquía
La circunstancia de la muerte de Mario en Milwaukee tiene una relevancia eclesiológica que trasciende en mucho la mera entrega filial por un fundador. Hay que recordar que en ese momento se está en medio de los debates conciliares. Un asunto que la discusión teológica y la misma vida de la Iglesia había planteado era la necesaria polaridad de carisma y Jerarquía. Varios de los teólogos que prepararon la renovación conciliar lo habían abordado. También en esto la ofrenda de Mario ha de entenderse dentro de ese gran proceso conciliar conducido por el Espíritu Santo bullente en la Esposa de Cristo. El Siervo de Dios tiene lucidez teologal y es movido instintivamente en su donación de caridad. Mario no ofrece su vida por la liberación del padre Kentenich en razón de un impulso puramente afectivo. Lo hace porque ve en el fundador el emblema de un carisma, y está profundamente convencido que la Iglesia precisa de una múltiple primavera carismática para así ser renovada en su juventud interior y ser “alma del mundo”. Claro está que el joven ingeniero es muy consciente del papel insoslayable de la Jerarquía respecto del carisma. Su postura vital es plenamente coincidente con la doctrina conciliar que se nos ofrece en dos textos muy similares, el de la Constitución dogmática Lumen gentium (12b) y el del Decreto Apostolicam actuositatem (3d). En ambos lugares se afirma que a la Jerarquía “toca juzgar la genuina naturaleza de tales carismas y su ordenado ejercicio” (AA). Pero se agrega que “quienes tienen la autoridad en la Iglesia, a los cuales compete ante todo no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno…” (LG). Por esto murió Mario Hiriart: por una Iglesia del Espíritu Santo, fecundada por los carismas y guiada por una Jerarquía que es instrumento vigilante del Paráclito.
***
Desde el 16 de octubre de 1965 los restos de Mario Hiriart Pulido están enterrados junto al Santuario de Nuestra Señora de Schoenstatt en Bellavista, La Florida. Hasta allí, crecientemente, acuden a dar gracias los que experimentan la intercesión del “varón laico de Santiago de Chile”, como reza el título de la carpeta que, desde el 21 de abril de 1995, se guarda en el Archivo de Causas de la Congregación para los Santos del Vaticano.
Cómo lo vieron sus compañeros de Vida
Mario Hiriart dejó una huella en todos los que lo conocieron personalmente en las diferentes etapas de su vida y en las distintas actividades que realizó.
Quienes fueron sus compañeros de estudio, de trabajo, sus alumnos o sus hermanos en el movimiento de Schoenstatt, se vieron de alguna manera “tocados” por este gran hombre que supo entregar con valentía su vida a Dios. Para conocer el alcance de este impacto conversamos con personas que, inmersas en diferentes actividades, pudieron conocer de cerca a este “sacerdote de la cultura laical” como él mismo calificó la tarea de su vocación.
Entrevistamos para ello a Cristina Quiroz de Tagle, de quien fuera amiga en su juventud; a Juan Enrique Coeymans, quien lo conoció como profesor en la Universidad Católica, y a Rodolfo Villalón, compañero de curso y de estudios durante sus años de Ingeniería Civil en la Universidad Católica y amigo personal.
A todos ellos planteamos tres preguntas:
¿Qué relación personal tuvo usted con Mario Hiriart?
Cristina Quiroz de Tagle: No sé si puedo hablar de una relación personal. Compartimos más bien una relación “comunitaria” o “colectiva”. Estábamos juntos en un grupo de jóvenes que recibíamos formación espiritual. Sin duda teníamos una fuerte unión espiritual por compartir los mismos ideales, la misma fe, la conciencia de haber sido llamados, escogidos para una misión propia. Nos queríamos y nos admirábamos mucho unos a otros.
Juan Enrique Coeymans: Lo conocí en dos planos: en la universidad, como subdirector de la Escuela de Ingeniería, y también como profesor de matemáticas de primer año, ya que fui durante unos meses su ayudante. Asimismo lo conocí en el movimiento apostólico de Schoenstatt, del cual ambos éramos miembros.
Rodolfo Villalón: Tuve una extensa relación personal con él. Ingresamos juntos al primer año de Ingeniería Civil en la Universidad Católica en 1948, con más de 100 compañeros. Después de participar con él en reuniones semanales de la Acción Católica Universitaria, comenzamos a estudiar juntos, lo que fue para mí un privilegio, dada su extraordinaria capacidad intelectual. En septiembre de ese año me invitó a participar con él y otros compañeros de la escuela de leyes en el primer retiro espiritual para juventud masculina en Santiago, con el padre Benito Schneider. Al término de ese retiro, se constituyó el primer grupo de la juventud masculina, el que posteriormente asumiría el ideal de “Caballeros del Santo Greal”. El 29 de mayo de 1949, ambos, con otros compañeros del grupo, hicimos nuestra Alianza de Amor con la Santísima Virgen en el Santuario Cenáculo, bendecido por el padre Kentenich, sólo nueve días antes. Posteriormente fuimos ayudantes del profesor de mecánica racional. Profundamente amigos, con una gran confianza mutua, unidos férreamente en nuestra alianza con la Virgen, en la fidelidad y amor a nuestro fundador y en la entrega incondicional a la misión de la Obra de Schoenstatt.
¿Qué característica especial vio Ud. en él?
Cristina Quiroz de Tagle: Tenía una cualidad que era mezcla de humildad, amabilidad, naturalidad, sensibilidad, calidez… que no sabría bien como definirla. Puedo asegurar que todas las personas se sentían muy bien con él. Tenía una especie de finura, pero no una finura blanda, sino definitivamente viril.
Era una persona llena de un profundo respeto por los demás. Tenía sentido del humor, gozaba con las cosas buenas y entretenidas, era ubicado, agradable, se interesaba por lo que les pasaba a los otros. Sus ojos eran sonrientes. Pocas personas he conocido que tengan esa cualidad. Siempre he conservado el recuerdo muy nítido de esos ojos que sonreían y que tenían una luz distinta. A pesar de no ser de sus amigos más íntimos, me emocionó mucho cuando las personas que están estudiando el diario de vida de Mario, me entregaron lo que él había escrito sobre mi matrimonio, y sobre un propósito especial que comenzó a hacer 15 días antes, para que formara un matrimonio santo. En la fiesta del matrimonio bailó con mucho entusiasmo y mis amigas lo recuerdan como un gran bailarín.
Cuando partió a su noviciado a Brasil nos escribía preguntando por nuestra vida e hijos. Al volver, a pesar de lo ocupado que estaba, se daba tiempo para estar con sus amigos, se interesaba por cada cosa de nuestros hijos y quería siempre que le contáramos de ellos.
Juan Enrique Coeymans: Vi en él muchas características, algunas muy contradictorias: era tímido, demasiado respetuoso para mi gusto juvenil de aquel entonces, y por eso podía aparecer como alguien lejano y fome, en un primer momento. Sin embargo, cuando se lograba conocerlo, era un hombre profundo, cálido (pero sin tropicalismo), de una cultura amplia y seria en todos los campos, y con una sensibilidad religiosa fina, honda y equilibrada. Creo que era un ingeniero humanista, que vivió heroicamente la santidad de lo cotidiano, del trabajo y de la familia.
Rodolfo Villalón: Se distinguía por su caballerosidad, por su alegría, por su conocimiento de las letras de las canciones del folklore latinoamericano –las que gustaba cantar con voz bien entonada- por la pureza que transparentaba en sus ojos, por su inteligencia preclara. Durante los primeros años, él también se caracterizaba por su comodidad y su buen apetito, dos rasgos que muy pronto controlaría completamente a través de sus serios esfuerzos por el autodominio.
¿Qué huella dejó Mario Hiriart en Ud. y en el mundo que compartieron?
Cristina Quiroz de Tagle: La huella de un estilo de vida que sabía armonizar lo natural con lo sobrenatural. El ejemplo de lo que es la verdadera santidad: sencilla, heroica, sin estridencias, olvidada de sí hasta el extremo. El ejemplo de un amor fiel y total a la Santísima Virgen, a Jesús, a Dios, a Schoenstatt, a su misión. Un amor incondicional a sus amigos por los que siempre rezó y ofreció muchas cosas. Un idealismo que lo hacía soñar con una América transformada en una tierra mariana, fraternal y humana. El haber comprendido en profundidad la misión de Schoenstatt, y su amor y fidelidad a nuestro Padre. El ofrecimiento de su vida, con un heroísmo increíble, en medio de grandes dolores –rechazando los calmantes, por amor a los suyos-, en una actitud semejante a la de Cristo.
Juan Enrique Coeymans: El deseo de aspirar a la santidad en medio de los afanes del mundo. No saliéndose del mundo sino dentro de éste. Me transmitió el sentimiento que el cristianismo no es la religión de un Dios descarnado y lejano, sino de un Dios que se encarna, que asume, y por eso redime y eleva todo lo humano. Mario me dejó también un inmenso cariño y un sentido de lealtad hacia la Universidad Católica, que aún dura y crece en mí hasta hoy día. El tenía la clara conciencia que la Universidad Católica era un lugar estratégico para ayudar a formar a los dirigentes cristianos que el país requería y requiere. También me dejó el gusto por darle un contexto a la ciencia y a la tecnología: surgen del hombre y sirven al hombre, pero no a cualquier hombre, a un hijo de Dios, digno, libre, inteligente, con capacidad de amar y vincularse. Desde cierta perspectiva siento que él, junto con don Jaime Eyzaguirre, de quien tuve la gracia de ser amigo, me marcaron en mi vocación docente y universitaria para siempre.
Rodolfo Villalón: La huella que dejó Mario en mí y en mi familia -que también tuvo el privilegio de conocerlo- es la de una profunda emoción por haber sido tan cercanos a un futuro santo, quien nos dejó muchos ejemplos a seguir con sus actitudes.
Para nuestra familia él tiene un significado muy especial. En momentos en que tuve serias dudas sobre si debía renunciar a mi vocación al matrimonio, por sentir un llamado a la vocación sacerdotal, le pedí consejo y expresé mi sufrimiento ante el dilema, ya que amaba profundamente a María Victoria, ahora mi esposa desde hace 44 años. Mario pidió a Dios que me aliviara de mi sufrimiento y se lo diera a él. Muy poco después, el Padre Benito, en quien había depositado la decisión sobre mi vocación, me aclaró que mi camino era el de formar una familia. En esos días Mario recibió una noticia que le trajo un gran sufrimiento y que sería decisiva para su futuro. Lo que hizo por mí lo había hecho ya por otro compañero, y lo repitió después en múltiples ocasiones en las que se ofreció a Dios como víctima expiatoria por el bien de los demás, por el desarrollo de las obras de Schoenstatt y, finalmente, por la libertad y rehabilitación de nuestro Padre Fundador. Dios siempre lo escuchó y aceptó sus sufrimientos.
M. Loreto Tagle P.