Estoy convencida de que el celibato se puede vivir en el mundo de finales del S. XX. Mientras más sea la insistencia con que se hace de él un tabú, mientras más se le ridiculiza, mientras más grotescamente se le desfigura y deforma, más urgente me parece hablar de él y reconocer el lugar que tiene dentro del cristianismo.
En un foro televisado que vi hace poco, un conocido psicólogo, con gesto preocupado, se preguntaba: “¿Se puede vivir hoy el celibato? ¿Se le puede pedir al hombre y a la mujer modernos vivir el celibato?”. A continuación, respondía: “¡Se vive! Y, precisamente, esa vivencia es su mejor argumento”.
También actualmente hay quienes encuentran su felicidad en el celibato cristiano. A pesar de la ola de sensualidad y egoísmo con que nos inundan los medios de comunicación. Pese a todas las advertencias freudianas y a todas las publicaciones acerca del comportamiento sexual escandaloso, tanto dentro como fuera de la Iglesia. Los miles de personas que actualmente viven el celibato según el ideal evangélico son interiormente libres e independientes y aman con un amor fuerte, valiente y rebelde.
Estoy convencida de que el celibato se puede vivir en el mundo de finales del S. XX. Mientras más sea la insistencia con que se hace de él un tabú, mientras más se le ridiculiza, mientras más grotescamente se le desfigura y deforma, más urgente me parece hablar de él y reconocer el lugar que tiene dentro del cristianismo. Es lo que intento a continuación.
Valor del matrimonio
Antes que nada, hay que dejar en claro que el celibato y el matrimonio no son una especie de contrarios, de antónimos, no se oponen. Para la gran mayoría de las personas, el matrimonio es la forma de vida más conveniente y adecuada y la que los conduce a la felicidad, a pesar de todas las dificultades que puedan surgir. En el matrimonio, se vive el amor humano, la disposición de darse a los demás. En la unión conyugal, la entrega personal a la pareja alcanza una forma muy profunda e íntima. Esta unión comprende, por su esencia, tanto la dimensión física, como la dimensión espiritual del ser humano. Lo fundamental del matrimonio consiste en darse al otro con una reciprocidad sin reservas, con un amor personal e íntegro. Consiste en vivir y convivir con el otro; en la existencia común, que es tarea y responsabilidad compartida. Mediante la promesa matrimonial, un hombre y una mujer se deciden el uno por el otro. La promesa de dos cristianos ante Dios los une no sólo a su pareja, sino que en cierta forma a través de él o de ella, se unen al mismo tiempo a Jesucristo.
No se entrega uno recíprocamente, se entrega también a Cristo a través del otro, de la otra. Los cónyuges no sólo viven para el otro. En realidad, viven juntos para Cristo; en su amor conyugal, aman también a Cristo. Mientras más unidos estén entre ellos, más se unirán a El. Su unión es un sacramento, una de las siete fuentes misteriosas de la participación en la vida divina.
Así, el matrimonio es un camino hacia Dios. Por esta razón, en la auténtica tradición de la Iglesia, la importancia dada al celibato no se ha entendido nunca como una disminución o rebaja del matrimonio. Tampoco podemos aceptar el maniqueísmo, que ve en lo corpóreo y en la procreación algo malo [1]. ¡El hombre incapaz de sentir no ha sido nunca un ideal cristiano! Quien no es capaz de tener pasión, deseos y sentimientos padece una deficiencia, pues carece de esta capacidad fundamental de la naturaleza humana. ¡El celibato nada tiene que ver con eso! En el celibato se “renuncia” voluntariamente a lago que, de acuerdo a la voluntad del Creador, conduce al matrimonio [2]. Ese algo es la necesidad de darse completamente a otra persona, que es muchísimo más profundo que la mera tendencia sexual. Tal vez, en vez de “renuncia”, deberíamos hablar de sacrificio. Al renunciar al matrimonio, la persona que se decide por el celibato ofrece a Dios un sacrificio muy concreto y personal; en ningún caso desprecia el matrimonio. Por el contrario, en todas las religiones se acostumbra a sacrificar no lo peor o malogrado -eso sería una verdadera ofensa a la divinidad-, sino lo más preciado.
Así como el hombre es capaz de escoger el matrimonio, también tiene la capacidad de renunciar a él. De esta manera, la vida célibe no representa solamente un estado, sino que constituye un valor en sí. El celibato es “otra” posibilidad, “otro” camino a través del cual el hombre y la mujer pueden llegar a la plenitud.
Amor a Cristo
No obstante, el celibato no puede ser definido únicamente de un modo negativo. Si lo miramos tan sólo como una renuncia o negación, tendremos una percepción equivalente a la de aquel que estando frente a un jardín, sólo ve la reja que lo cierra o de quien, al hablar del tenis, sólo piensa en el dolor muscular que este deporte puede causar. ¡Si actuáramos así, no habríamos comprendido nada de la belleza y de la grandeza del celibato cristiano! Quien lo escoge, no se decide por una existencia fría y cruda. Por el contrario, elige una comunidad de amor especial: una vida con Cristo y con su Iglesia. ¡El valor de nuestro amor y de nuestro esfuerzo depende, sobre todo, de a quién amemos y por quién efectuamos ese esfuerzo! Y, en este caso, es el mismo Dios el objeto inmediato de todo nuestro amor y nuestro esfuerzo.
Como sabemos, el matrimonio se funda también en el misterio de la alianza de Cristo con su Iglesia. Pero no es el mismo esa relación, sino que sólo la representa. Mediante la decisión de vivir el celibato, el hombre y la mujer se encuentran en cierta forma incorporados en el misterio de esa relación esponsal [3]. El mysterium caritatis que en el matrimonio está sólo insinuado se encaja directamente en su vida y permite su plenitud a un nivel muy superior al natural. El hombre y la mujer viven una entrega total a un Tú, una relación directa entre Tú y yo, no a través de otra persona humana. Como personas, se unen al Cristo vivo y presente, en una relación directa e inmediata sólo con Dios. El Papa Juan Pablo II lo señala con claridad: “Dejarlo todo y seguir a Cristo… no puede compararse con el simple quedarse soltero o célibe, pues la virginidad no se limita únicamente al ‘no’, sino que contiene un profundo ‘sí’ en el orden esponsal: el entregarse por amor, de un modo total e indiviso” [4]. Quien vive el celibato, lo hace porque ha descubierto que Dios le ha querido por sí mismo y él (o ella) responde a ese amor divino con todas las energías del alma y del cuerpo. “La persona que se sabe tan amada por Dios, se entrega sólo a El” [5]. Su seguimiento de Cristo es radical. El celibato cristiano no tiene nada que ver con la mera soltería, tal vez involuntaria y que es llevada como un lastre, así como la virtud cristiana de la pobreza, tampoco tiene nada que ver con la miseria real, dolorosa e involuntaria.
Por el Reino de los Cielos
Con frecuencia, el celibato es considerado como una “soltería por el reino de los cielos”. Esto significa algo así como: quien se decide por el amor de Dios manifiesta así el Reino de Dios. En su existencia física, toma anticipadamente lo que a todos los hombres les será otorgado en la Resurrección futura [6], ya que, luego de la Resurrección, “no se casarán y serán como ángeles del cielo” [7]. De esta manera, se hace “testigo profético, en el tiempo, de ese mundo futuro donde habita la justicia” [8].
Un cristiano vive con la mirada hacia el futuro, se orienta hacia un porvenir que no puede ser mejor, hacia el cielo. El cielo es la plenitud del bien, que el hombre añora en su vida sobre la tierra y del cual aquí sólo puede participar. Es, por así decirlo, la plenitud de la recompensa divina [9]. “Por esta razón -explica un teólogo-, el gusto por la felicidad, el confiado optimismo, la alegría frente a la magnanimidad… no pertenecen además al cristianismo, sino que determinan totalmente la realidad cristiana, como la perspectiva y orientación hacia adelante, como la aurora de un día muy esperado” [10]. El cristiano no tiene ningún motivo para estar abatido, triste o desanimado., para conformarse con el statu quo, para aceptar las cosas tal “como están “ y no tener ninguna esperanza.
No obstante, quien se decide por el celibato no sólo pone de manifiesto un mundo futuro, sino que más que nada da testimonio de que el futuro ya ha comenzado hoy y aquí. Esperar , en sentido cristiano no significa que uno se dirija hacia algo que podría ocurrir, sino que señala más bien algo que desea vivamente y que, en cierto sentido, ya se posee de un modo imperfecto y provisorio. De acuerdo a un conocido principio teológico, la presencia de Dios, de la cual vive quien tiene esperanza, es ya “el comienzo de la gloria” [11]. De tal manera que, para un cristiano, la vida eterna está, en la tierra, misteriosamente presente.
El celibato “por el Reino de los Cielos” nos da un sabor anticipado de la felicidad eterna, pues comprende la dimensión más profunda y existencial de la humanidad y nos permite percibir algo de la vida en plenitud que nos quiere dar Cristo. Por otra parte, el celibato voluntario es una vocación cristiana que no se puede “ganar”. Sólo Dios puede regalarla, en una demostración de su amor libre, generoso y magnánimo. No obstante, todo cristiano debería estar dispuesto a aceptar este regalo, este don. Si una persona escucha la llamada de Dios, debe tener la audacia de abandonar la posición que se ha forjado, la vida que ha planeado, para entregarse del todo a la Divina Providencia. “Al detenerse, si se oye su llamada, en medio de todas las obligaciones y los deberes más apremiantes, al dejar de lado todo, da lo mismo lo que se haya tenido entre manos, para dedicarle a El una mirada…, ese es un acto de amor de adoración sin límites” [12].
Cuando un ser humano se sabe amado por Dios, cuando acepta la gracia del celibato cristiano y actúa en consecuencia, experimenta cada vez más claramente que el celibato, más que una renuncia, es un regalo, más que indigencia, es riqueza.
Dificultades
Tal “como todas las decisiones radicales y definitivas, que abraza la existencia total del hombre, el celibato es un vínculo de amor arduo y difícil” [13]. No podemos ignorar ingenuamente las exigencias del celibato frente a la tendencia natural del ser humano. Por el contrario, para que la entrega a Dios conduzca a una vida plena y feliz, es absolutamente necesario aceptar, con realismo, la existencia de posibles dificultades y encararlas.
La renuncia por amor a Dios, a la extraordinaria comunidad de amor que es el matrimonio, significa renunciar a una profunda fuente de felicidad y también a una ayuda natural recíproca, en el camino de la unión con Dios. Cuando se renuncia a un amor humano, puede sentirse uno rechazado, y dentro del corazón puede haber un vacío, con el cual nos debemos enfrentar seriamente. Este vacío sólo puede llenarse si se acepta el celibato como una oportunidad para vivir muy enamorados de Cristo.
Asimismo, hay que contar siempre con el hecho de que, aunque la renuncia al matrimonio haya sido un acto gozoso, no significa que sus consecuencias, a lo largo de la vida, no puedan llegar a ser una pesada carga. La rutina puede insensibilizar o endurecer el corazón, el trabajo cotidiano puede cansar… Existe siempre el peligro de caer en aquello que por amor de Dios se ha dejado, en una especie de anquilosamiento o amargura internos. Precisamente en el periodo llamado midlife -con razón se le denomina “la segunda conversión”- la persona puede ser dominada por la apatía, el tedio y el hastío. Algunos se muestran entonces desilusionados, experimentan su debilidad y no quieren o no pueden atreverse a emprender una empresa de envergadura, a iniciar “algo grande”.
¡Ciertamente hay casos trágicos! No obstante, el celibato en sí es tan poco responsable de un eventual endurecimiento del corazón, como el matrimonio constituye una garantía de que ello no ocurrirá. Ansiamos lo infinito, lo eterno y lo absoluto y no lo podemos alcanzar en esta vida. Tarde o temprano, el ser humano llega a un cierto punto, en que su deseo de unión no logra ser satisfecho [14].
La lucha es imprescindible
Es una verdad de Perogrullo: siempre que se intenta alcanzar bienes altos, es necesario luchar. Luchar contra el peligro de la insensibilización, contra la apatía, la negligencia y la abulia y, también, contra el desorden en la vida de los sentidos. Esa lucha es necesaria en cada matrimonio y, para quien se ha decidido por el celibato, es también importantísima.
No nos puede asustar lo que la tradición cristiana ha denominado comúnmente ascética, lucha interior o dominio de sí mismo. Para muchas personas éstos son términos extraños, hasta incómodos. Tal vez su recto significado fue tergiversado en el pasado, y se llegó a exageraciones. La lucha ascética es rechazada por amplio sectores de nuestra sociedad. Este mismo rechazo es, en muchos casos, el verdadero responsable del fracaso de algunas vidas célibes.
A lo largo de nuestra vida, podemos experimentar etapas de oscuridad y sufrir decepciones. Para superar una crisis es necesario “volver”, “retornar” al momento en que iniciamos la unión; entonces, podemos renovar ese compromiso de amor; decir, de todo corazón nuevamente, que sí. El filósofo Dietrich von Hildebrand aclara, con acierto: “Ahora bien, ese volver al momento inicial en que Dios tocó lo más profundo de nuestra alma, es lo esencial de toda renovación que no se puede confundir con un retornar con todos los detalles al comienzo. Es un volver no necesariamente al escenario original; pero sí al entusiasmo, al ardor y al celo iniciales” [15]. Quien ha escogido el celibato tiene que aprender siempre, en una dimensión más profunda, el desprendimiento cristiano. Tenemos que mirar, una y otra vez, a Aquel por quien nos hemos decidido. En otras palabras, debemos estar dispuestos a separarnos cada vez más de los bienes terrenos, especialmente, de aquellos propios de lo que la gente denomina “una vida tranquila”, en que todo está ordenado y predeterminado.
No siempre es necesario que la voluntad y la vida de los sentidos vayan unidas. Ello se realizará definitiva y totalmente sólo en el Cielo. No obstante, se puede decir, sin exagerar, que en el caso de muchas personas que se han decidido por el celibato, ello se realiza ya en la tierra. Efectivamente, esas personas no aman a Dios solamente porque han tomado la noble decisión de hacerlo, sino que lo aman con toda fuerza de su corazón. ¡Están felices de amarlo! Este mismo amor puede conducir algunas veces a combatir ciertos sentimientos y deseos del corazón. Es el caso de Abraham, al declararse dispuesto a sacrificar a su hijo. Dietrich von Hildebrand describe magistralmente lo ocurrido: “Abraham, al escuchar que Dios le mandaba sacrificar a su hijo Isaac, tuvo que responder ‘sí` con su voluntad. Pero su corazón tenía que sangrar y responder con la tristeza más grande. Su obediencia al precepto no habría sido más perfecta si su corazón hubiera reaccionado con alegría. Al contrario, se hubiera tratado de una actividad monstruosa. Según la voluntad de Dios, el sacrificio de su hijo requería una respuesta del corazón de Abraham: la del dolor más profundo” [16]. Algo parecido padeció Cristo en el monte de los olivos; claro que hay que tener en cuenta la infinita distancia entre Abraham y el Hijo de Dios.
¿Qué consecuencias tiene todo esto para nuestra vida? Tanto en el matrimonio, como en el celibato, todos tenemos que sacrificar algo por un amor más alto. Hacemos algunos sacrificios para ser fieles a Aquel a quien un día nos entregamos voluntariamente. Pienso que el profundizar en la pasión del Señor puede ayudar a superar las tentaciones o, en general, las dificultades en el ámbito afectivo. Si las inspiraciones divinas, lo que Dios nos pide, sólo nos causaran felicidad, si nunca sufriéramos contradicción entre los deseos del corazón y la decisión de nuestra voluntad, entonces, deberíamos preguntarnos si nuestra vida de fe es realmente viva. ¡Tal vez seguimos a Cristo de muy lejos! De tan lejos, que no experimentamos ni rastro de su cruz.
Ciertamente, el celibato es un regalo divino que lleva consigo la locura de la cruz. En este punto, hay que aclarar, eso sí, que lo que se ama no es la cruz, sino al Crucificado. Si queremos estar más cerca del Señor, ¡no podemos pretender tener las cosas mejor que él! El amor empuja hacia la expresión, hacia la objetivación de la entrega… Se alegra de sacrificarse por quien ama; ansía mostrarle que le ama sobre todas las cosas. La novia abandona la casa paterna, disuelve su comunidad de vida con aquellos a los cuales hasta entonces pertenecía, de los que se rodeaba, para seguir al hombre que eligió por amor. Quien se ha decidido por Cristo tiene tanta más razón para entregarse de una manera aún más radical.
El amor divino y el amor humano
En el celibato y en el matrimonio pueden surgir dificultades y conflictos. Sin duda, una cierta disposición a vencerse a sí mismo es totalmente necesaria cuando se quiere ser fiel toda la vida.
En ciertos ambientes, se acostumbra poner de relieve -no sin cierta fruición- todos los factores psicológicos que harían casi imposible la perseverancia en el celibato. Se olvida lo más importante: la gracia especial que Dios da a todo el que se le entrega, a quien confía en él. De esta manera, se falsea la situación objetiva. El amor infinito de Cristo permite mantener encendido el corazón y hace posible la estabilidad emocional. La gracia penetra hasta las capas más profundas del corazón y les da su calor, las “acrisola”. La gracia conduce a la persona hacia el radio de acción divina, la coge en su amor. “El, que llama al alma, la llenará consigo mismo, si el alma sigue su llamada” [17]. De nosotros espera Dios un mínimo de disposición, de abrirse siempre a su amor. Lo dice claramente el salmista: “Si escucháis hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón” (Ps 94, 7-8).
En otro orden de cosas, nuestro corazón anhela dar y recibir amor humano. Algunas corrientes espiritualistas han intentado negarlo. Si la vida afectiva se encuentra fundada en Cristo y está empapada de su gracia (y si estamos dispuestos a luchar), entonces el amor humano es, para nosotros, una gran ayuda en el camino hacia Dios. El amor humano no es sólo el amor matrimonial, sino que tiene también otras formas. Para aquellos llamados al celibato cristiano, me parece que la amistad tiene una significación muy importante [18]. Junto al amor de Dios, el amor de amistad hacia una persona, especialmente si está animada por el mismo ideal, puede ayudar a permanecer en el camino iniciado y contribuir a que se avance más rápidamente.
Estar cerca de Jesucristo no significa de ninguna manera despreciar, ni menospreciar el amor humano. Una actitud así verdaderamente endurecería el corazón. Por el contrario, Dietrich von Hildebrand se refiere a los efectos de la cercanía de Cristo: “El corazón se hace incomparablemente más sensitivo y ardiente, y queda dotado con una afectividad inaudita. Al mismo tiempo está purificado de toda afectividad ilegítima” [19]. El celibato cristiano no conduce a la soledad, al aislamiento. Cuando comprendemos bien lo que Dios quiere de nosotros y cuando somos dóciles a su gracia, podemos amar apasionadamente a Dios y a los hombres y nos dejamos, gustosamente, amar por ellos.
Conclusión
El celibato es un camino que lleva a la vida plena que Cristo nos ha prometido. El celibato exige -tal como el matrimonio- mucha vitalidad, pues requiere que la motivación original, con que se inició la entrega personal, siga viva durante toda la vida. Ello solamente es posible con una auténtica vida de oración. Sólo en el diálogo con Dios mismo, se puede comprender el verdadero sentido del celibato. Únicamente el trato con Jesucristo puede llenar el vacío del corazón. Sólo cuando se experimenta la cruz, el Señor puede curar nuestra naturaleza herida.
La más perfecta unión con Cristo no está unida, por naturaleza, a ninguna forma de vida. Es un rasgo característico, propio de los santos y, como tal, asequible tanto a los casados, como a los solteros. En definitiva, lo único que importa es que cada uno descubra cuál es su camino y lo siga fielmente, teniendo la seguridad que Dios lo ha llamado personalmente por ese camino, desde toda la eternidad.