El hombre eterno fue la respuesta decidida de Chesterton a un planteamiento de la historia difundido por H.G. Wells en el que todas las religiones aparecían como equivalentes, o incluso como prescindibles. Para ello Chesterton ofreció un esbozo de la historia de la humanidad un tanto personal. Dibujó con nitidez el perfil del paganismo para que fuera más fácil percibir la aportación singular y única de la Iglesia a la historia del hombre. Hoy el pensamiento dominante continúa abonando el relativismo en materia de religión. Quizá por ello la lectura de El hombre eterno contribuya a revitalizar intelectualmente nuestras raíces cristianas y así poder dar un fruto digno de la semilla del mensaje católico.
¿Son todas las religiones igualmente válidas? Esta pregunta surge siempre en aquellas sociedades en las que entran en contacto personas procedentes de diversas religiones. El siglo XXI está propiciando un mayor contacto cultural a nivel global, en buena medida gracias a las tecnologías de la información y a una mayor movilidad para los desplazamientos. En una coyuntura de debilitamiento de la razón como la actual, parece inevitable responder afirmativamente a esa pregunta al comprobar la variedad del fenómeno religioso.
G.K. Chesterton vivió en una época similar a la nuestra, desde este punto de vista. La Inglaterra de 1900 recogía la herencia de un siglo dominado por el positivismo. Esta actitud intelectual sólo otorgaba validez al conocimiento que fuera verificable. Al mismo tiempo, los británicos habían conocido la variedad cultural y religiosa de todo el globo, quizá como ningún pueblo de su tiempo. Ante ese panorama las fórmulas relativistas se propusieron como la solución al problema de la diversidad religiosa. Se trata, como se ve, de una explicación no muy diferente de la que se propugna hoy en día por parte de ciertas corrientes intelectuales.
El hombre eterno comienza con una nota preliminar que advierte sobre su intención de ofrecer una respuesta al interrogante de la variedad religiosa: “Intentaré demostrar que aquellos que ponen a Cristo al mismo nivel que los mitos, y su religión al mismo nivel que otras religiones, no hacen otra cosa que repetir una fórmula anticuada, contradicha por un hecho sorprendente” [1]. Con este libro, Chesterton se disponía una vez más a ir contracorriente.
Un libro profundo
Para que esta demostración fuera eficaz se requería de una visión de conjunto de la historia. Era preciso mostrar el salto que supuso para el espíritu humano el nacimiento de Jesucristo, e ilustrar hasta qué punto su legado era capaz de cambiar la vida de los hombres.
C.S. Lewis, uno de los intelectuales cristianos que más han escrito sobre la fe para el gran público en el siglo XX, y autor de Cartas del diablo a su sobrino y de las Crónicas de Narnia, captó este salto gracias a la visión de la historia de la humanidad dada por Chesterton. Lewis fue un converso. Su acercamiento a la fe estuvo marcado por reticencias fuertes al cristianismo. Así, escribió que él “distinguía claramente (o eso decía) el Dios filosófico del ‘Dios de la religión popular’. Explicaba que no cabía posibilidad de tener relación personal con Él. Creía que Él nos ideaba de la misma forma que un dramaturgo idea sus personajes y yo no tenía más posibilidades de ‘acercarme a Él’ que Hamlet a Shakespeare. Tampoco le llamaba ‘Dios’; le llamaba ‘Espíritu’. Uno siempre lucha por conservar las comodidades que le quedan. Después leí El hombre eterno de Chesterton y por primera vez vi toda la concepción cristiana de la historia expuesta de una forma que parecía tener sentido” [2].
Al poco de anunciarse la petición de inicio del proceso de beatificación de G.K. Chesterton a finales del año 2006, Juan Manuel de Prada situaba El hombre eterno junto a las grandes obras de la literatura escritas por los santos: “Me permitirán que en esta ocasión, para celebrar el inicio de la causa de beatificación de mi escritor predilecto, les lance una propuesta. Se trata de un libro que resume en apenas trescientas páginas la historia de la humanidad, que es también la Historia de la Salvación; uno de esos libros —como Las confesiones de san Agustín o la poesía de san Juan de la Cruz— que constituyen en sí mismo una obra maestra de la literatura, pero que al mismo tiempo es algo más, mucho más: es la gracia divina hecha escritura, transmutada en palabras gozosas, de una belleza y un ardor intelectual, de una amenidad y una hondura tales que quienes las leen tienen la sensación de haber sido bautizados de nuevo. El libro en cuestión se titula El hombre eterno” [3].
Lewis y Prada tienen en común que ambos pasaron por un proceso de aproximación a la fe cristiana desde posiciones intelectuales críticas, y en cada uno de ellos jugó un papel importante la lectura de El hombre eterno.
Además, estos autores han podido apreciar el valor de esta obra gracias a que contaban con una amplia cultura literaria. Como señala Pearce, uno de los biógrafos de Chesterton, El hombre eterno no alcanzó en su día mucho éxito popular, puesto que “es un libro más esotérico, más difícil de comprender; por quedarse en aguas someras, se sumió en las profundidades. Resumen: en realidad nunca estuvo destinado a un público masivo” [4]. Nuestro artículo quiere contribuir a hacer más asequible un texto profundo y rico que contiene abundantes luces para el entendimiento y el corazón humanos.
Wells y su esquema de la Historia
Chesterton tuvo un motivo bien concreto que le impulsó a sentarse para escribir El hombre eterno. En 1919 H.G. Wells había publicado Esquema de la Historia [5]. Se trataba de una obra voluminosa de carácter divulgativo que pretendía compendiar la historia de la humanidad. El estilo narrativo facilitaba llegar a un público amplio y no especializado. Sus más de mil páginas reunieron los hechos más sobresalientes que habían ocurrido. Para lograrlo Wells contó con la ayuda generosa de amigos expertos en cada materia.
Wells publicó Esquema de la Historia un año después de finalizar la Primera Guerra Mundial. La llamada entonces Gran Guerra supuso un duro golpe para Occidente tras más de 40 años de paz. Precisamente el Esquema de la Historia de Wells quiso contribuir a evitar futuros enfrentamientos bélicos, aunque fuera desde un aspecto tan particular como es el conocimiento de la historia. Como afirma en la introducción, “nos damos cuenta de que ya no puede haber paz en el mundo, si no es una paz para todos, ni prosperidad que no sea general. Pero no puede haber paz y prosperidad comunes sin ideas históricas comunes [6]. Si no disponemos de un conocimiento común de los hechos generales de la historia humana, no será difícil vaticinar —según Wells— la pérdida de la paz recién lograda.
Al igual que los ilustrados anteriores y que numerosos intelectuales posteriores, Wells consideraba a las religiones equivalentes, y, por tanto, comparables entre sí. El fenómeno religioso vendría a ser como una manifestación particular de la cultura de un determinado pueblo. El valor de cada religión se veía, pues, relativizado. Es cierto que los temores de Wells sobre la precariedad de la paz global y la fragmentación de la enseñanza de la historia se confirmaron poco después. Y no es menos cierto que la visión relativista de las religiones transmitida en Esquema de la Historia ha terminado asentándose como parte del discurso ‘políticamente correcto’ de inicios del siglo XXI.
La réplica periodística de Chesterton
Deberían pasar seis años hasta que Chesterton publicara una respuesta sólida a este punto concreto de la obra de Wells. Esa réplica fue El hombre eterno.
Para asegurar una convivencia pacífica es evidente que conviene conocer lo que hay en común. Wells quiso reunir los hechos verificables por todos. Sin embargo, resulta más determinante para una convivencia auténtica entre los hombres la actitud de caminar juntamente hacia la verdad, puesto que lo verdadero ofrece un cimiento más firme que lo común a cualquier precio.
En El hombre eterno Chesterton desplegó el arte socrático con una mentalidad moderna. Como hemos visto, pretendió hacer ver que el presupuesto de la igualdad de todas las religiones es contradictorio. Si, en efecto, resulta contradictorio, dicho presupuesto no puede ser verdadero. Así es como Sócrates ayudaba a sus interlocutores a cribar lo falso de un modo razonado: si hallaba una contradicción en el planteamiento que se le hacía, sabía que aquello no podía ser verdadero.
Podríamos decir que Chesterton, como hijo de su época, introdujo en este método un componente positivista, puesto que basó la contradicción de la propuesta relativista en un hecho. Eso sí, un hecho sorprendente, que, como afirmó en la Nota introductoria a El hombre eterno, contradice la afirmación de que Cristo es un simple mito más y que la religión cristiana se encuentra al mismo nivel que las otras religiones.
Chesterton coincidió con Wells en la necesidad de hacerse entender por cualquier persona y en proporcionar una visión de conjunto de la historia. Sólo que El hombre eterno, a diferencia del Esquema de la Historia, puso de relieve el hecho inesperado y prodigioso que sobresale sobre todo lo acontecido entre los hombres. En palabras de Chesterton, “se trata de la rotunda afirmación de que el misterioso creador del mundo lo ha visitado en persona” [7].
Para lograr este objetivo, a Chesterton no se le ocultó un difícil obstáculo: la familiaridad con que hablamos de Jesucristo. Por eso el método que siguió consistió en tratar de mirar lo sucedido como si fuera la primera vez que nos lo encontramos.
La obra está dividida en dos partes, las cuales salen al paso de dos ideas del pensamiento dominante, una referente al hombre y la otra a Jesucristo. En primer lugar, se trata de dilucidar si el hombre es simplemente un animal evolucionado, y posteriormente se examina si Jesús de Nazaret es simplemente un maestro religioso más entre los hombres.
Chesterton ofreció en las páginas de El hombre eterno la perspectiva contraria a la que tomó Wells en Esquema de la Historia. Éste quiso darnos un elenco exhaustivo y sintetizado de los hechos históricos; aquél se centró en el hecho nuclear de la historia. Wells nos contó la historia que se puede apreciar desde fuera, lo verificable; Chesterton nos llevó de la mano para aprender a mirar desde dentro.
Para mirar la historia desde dentro Chesterton se nutrió principalmente de dos fuentes. Una fue el sentido común, algo que compartimos con nuestros antepasados y que, efectivamente, es común en el sentido que Wells buscaba. Y la otra fuente fue la literatura. Nuestro autor era un maestro de la crítica literaria. Ya de joven sobresalió por sus ensayos sobre autores ingleses, en los que sabía exponer con agudeza el sentir del autor expresado en el texto. Maisie Ward, una de sus primeras biógrafas, subrayó esta habilidad de ir más allá del texto como una de sus principales aportaciones: Chesterton “desarrolló una capacidad mental a la que debemos algunas de sus mejores obras: la profundidad de visión” [8].
En su peculiar bosquejo de la historia religiosa, Chesterton despliega este talento para comprender mejor los avances morales e interiores que se reflejan en las obras clásicas de cada época. Ciertamente lo que dice de Virgilio, por ejemplo, no es generalizable a todos sus contemporáneos. Pero si nos ha llegado a nuestros días la obra de Virgilio, es señal de que ha alimentado al espíritu del hombre desde su aparición. Las obras clásicas precristianas dan pistas para la búsqueda de la identidad del hombre y nos ayudan a hacernos cargo del estado interior de la humanidad antes del nacimiento de Cristo. Así, en la medida en que tratemos de ver la historia desde dentro, se apreciará mejor la aportación que supuso el Evangelio.
Chesterton no fue un especialista de la historia. Él era simplemente un periodista, y además se enorgullecía de serlo. No basó su réplica a Wells en una nueva acumulación de hechos, o en sacar a la luz datos que hubieran podido pasar desapercibidos: no cayó en el enciclopedismo erudito de Wells. Podríamos decir que Chesterton, como buen periodista, supo destacar los aspectos relevantes de una información –en este caso, de la información de toda la historia de la humanidad– y le dio un contexto adecuado para que pudiera ser entendida por el lector. En definitiva, cubrió la noticia más extraña que haya ocurrido nunca, y ofreció una explicación coherente de la misma.
Orígenes de la religión
La respuesta a la pregunta sobre el origen de la religión condiciona todo lo que pueda decirse posteriormente sobre las diversas manifestaciones religiosas.
Wells situó el origen de la religión en el llamado ‘temor al Anciano’. Concebía la religión como un código de conducta y de ritos dictados por este personaje de las tribus primitivas con el fin de vincular más fuertemente a los miembros del grupo entre sí. La fuerza del vínculo estaba basada en la amenaza.
Esta explicación no difiere mucho de la idea que se tiene actualmente de la religión. La religión vendría a ser como algo impuesto desde fuera, y que, en el fondo, se cumpliría por miedo al castigo. Los efectos principales sobre el individuo serían el fanatismo y el afán de consuelo.
Desde esta visión, la religión se concibe como algo irracional. En efecto, la religión podría ser un sentimiento, un miedo, o incluso algo heredado. Este planteamiento implica necesariamente la aceptación de que la religión sería un fenómeno carente de lógica, y, por ello, deslizable con mucha facilidad hacia el fanatismo.
Como hemos apuntado, Chesterton tomó la perspectiva interior para observar este fenómeno. Él no negó que pudiera haber manifestaciones de temor o de consuelo, de fanatismo o de indiferencia. Pero la fuerza de la religión no se encontraba ahí, aunque muchas veces conllevara ese tipo de experiencias. Para Chesterton, “el poder de la religión reside en la mente” [9]. La religión no es, por tanto, algo meramente sentimental, y, por supuesto, en absoluto irracional.
Una de las actividades propias de la mente es buscar respuestas. El hombre del siglo XXI se ha especializado en responder con eficacia a las preguntas de orden práctico y técnico, y quizá ha descuidado aquellos interrogantes que permiten contemplar la vida dotada de un sentido. Así, el atractivo de la virtud o la realidad de la muerte despiertan en el interior de la persona un anhelo de entenderse mejor a uno mismo. Hay interrogantes en la vida humana que, si quedan abiertos, son una fuente de perplejidad que nunca termina de agotarse. La religión ha sido y sigue siendo un intento de dar respuesta cabal a los enigmas humanos.
Chesterton identifica dos tipos de respuesta al misterio del hombre a lo largo de la historia previa a Cristo. Por un lado, una mayoría de hombres se contaron historias, y así surgieron los mitos. Las narraciones mitológicas de los dioses y sus relaciones con los hombres no pretendían ser verificables, puesto que se nutrían de la fantasía humana. Fueron, más bien, una respuesta dirigida principalmente por la imaginación para ofrecer claves de entendimiento de la realidad y satisfacción de los deseos humanos. De la misma forma que actualmente las historias que nos cuenta el cine gozan de gran atención del público, aquellas narraciones también tenían una buena difusión. Ahora bien, si los mitos eran populares, se debía, sobre todo, al interés que despertaban los temas tratados en esas narraciones.
En cambio, ante los enigmas humanos una minoría trazó teorías como fuente de reflexión sobre el comportamiento moral más digno que le correspondía al hombre. Estas respuestas se orientaban por la razón humana. Así, por ejemplo, los filósofos estoicos y los sabios orientales articularon una serie de claves, muchas de las cuales siguen teniendo validez a pesar del paso del tiempo.
Las mitologías se dirigían al corazón humano y sus narraciones trataban de colmar los anhelos del hombre; las teorías filosóficas se dirigían, más bien, a la cabeza y buscaban una coherencia racional en el comportamiento humano. Lo que Chesterton advirtió en este esbozo de la historia de las religiones era que los sacerdotes y los filósofos, los que alimentaban el sentido popular religioso con las historias politeístas y los que trazaban las teorías globales del mundo, corrían paralelos. Cada uno tenía su propio dinamismo. El politeísmo popular y la sabiduría filosófica trataban aspectos totalmente desvinculados entre sí y —lo que es importante— apenas trabajaron juntos.
Chesterton ilustró este punto clave de su esbozo histórico con el ejemplo del filósofo más completo de la Antigüedad: “Aristóteles, con su colosal sentido común, fue quizás el más grande de todos los filósofos y, sin duda, el más práctico, pero en ningún caso habría puesto al mismo nivel al Absoluto y al Apolo de Delfos, como una religión similar o rival” [10].
La decadencia del paganismo
El paganismo cultivó las narraciones mitológicas de carácter religioso y la sabiduría moral. Realmente se trata de dos dimensiones profundamente humanas. Sin embargo, Chesterton observó que, aun siendo buenas en sí mismas, terminaron desgastándose y se volvieron pesimistas: “el pesimismo no consiste en cansarse del mal sino del bien. La desesperanza no reside en el cansancio ante el sufrimiento, sino en el hastío de la alegría. Cuando por cualquier razón lo bueno de una sociedad deja de funcionar, la sociedad empieza a declinar: cuando su alimento no alimenta, cuando sus remedios no curan, cuando sus bendiciones dejan de bendecir” [11].
En efecto, la mitología se fue enmarañando a medida que la sociedad se fue haciendo más compleja. El crecimiento urbano propició un paulatino apagamiento de la mitología, que había crecido enraizada en el campo y en el hogar y había sido alimentada por la fantasía. Si la mitología se marchitaba fue porque sus raíces se estaban agostando. Progresivamente se había ido debilitando el sentido poético y artístico del hombre, y la inspiración se buscó entonces en otros ámbitos. Los vicios griegos y el entretenimiento de los gladiadores romanos excitaron fuertemente la imaginación popular. La poesía, y la mitología con ella, se fue haciendo cada vez más inmoral.
Unido al deterioro del elemento popular, también hubo un agotamiento entre la aristocracia intelectual. Sus explicaciones decían una y otra vez lo mismo, y generaban confusión antes que claridad. La filosofía resultaba fútil para quien la escuchaba y aburrida para quien la practicaba. La búsqueda de la verdad había dejado paso al afán de lucro. Lo que antes se decía que era bueno, podía ser calificado como malo en función de las circunstancias o del beneficio que pudiera reportar.
El ambiente intelectual decadente, al igual que también ocurría con el apagamiento de los dioses domésticos y locales, favoreció la introducción de los ocultismos orientales en la sociedad romana. Todos estos elementos espirituales apuntaban a un secreto temible: que el hombre no podía hacer más. El Imperio Romano, que había sido el logro más alto de la civilización humana, no tenía nada que pudiera mejorarlo: “lo más fuerte se estaba haciendo débil. Lo mejor se estaba volviendo peor. Es necesario insistir una y otra vez en que muchas civilizaciones se habían fundido en una única civilización mediterránea que era ya universal, pero con una universalidad caduca y estéril. Diversos pueblos habían juntado sus recursos y, sin embargo, todavía no tenían suficiente. Los imperios se habían agrupado en sociedad y, sin embargo, seguían arruinados. Todo lo que cabía esperar a cualquier filósofo auténtico era que, en aquel mar principal, la ola del mundo se había elevado hasta lo más alto, hasta casi tocar las estrellas. Pero su ascenso había tocado a su fin, porque no dejaba de ser la ola del mundo” [12].
El hecho sorprendente
Cuando parecía que el mundo no podía hacer más, irrumpieron en la historia unos mensajeros misteriosos. Actuaban como un ejército, sujetos a una disciplina y con un espíritu común. Llamaron la atención de la opinión pública del Imperio Romano por su negativa a adorar al Emperador. Este simple rito había sido aceptado tácitamente por todo el mundo, independientemente de la religión a la que pertenecieran. Sin embargo, este pequeño grupo no sólo se resistía a realizar este sencillo acto sino que argumentaba su negación con la convicción de una experiencia personal.
Estos mensajeros tenían un mensaje ciertamente misterioso. Es más, tanto hoy como hace 2000 años no deja de sorprender. En síntesis, estos curiosos personajes afirmaban que el Creador del mundo había visitado en persona a este mismo mundo. Para ello, se había hecho Hombre, igual a cualquiera de los hombres, pero que había sido rechazado explícitamente por todos: autoridades, sacerdotes y pueblo. A punto de morir, perdonó a todos la injusticia sufrida. Realmente se trataba de una narración conmovedora. Pero el mensaje no terminaba aquí. Este Hombre, que había creado el mundo, venció a la muerte y manifestó un deseo inimaginable e ilógico: a pesar del rechazo recibido, quería compartir con el hombre su propio Espíritu.
No obstante, lo sorprendente del caso no es el mensaje, a pesar de que podía ser calificado como literalmente increíble. Al fin y al cabo, el mensaje resalta todavía más el hecho sorprendente que contradice la igualdad de todas las religiones: los portadores de este mensaje inaudito actuaban creyéndose este mensaje. Como señala Chesterton con la perspectiva del tiempo: “el ímpetu de aquellos mensajeros aumenta mientras corren a extender su mensaje. Siglos después todavía hablan como si algo acabara de suceder. No han perdido la frescura y el ímpetu de los mensajeros. Sus ojos apenas han perdido la fuerza de los que fueron auténticos testigos” [13].
Ciertamente este mensaje podía ser consolador para el corazón y ofrecía respuestas coherentes a la inteligencia. Pero tenía algo más que no se hallaba en la mitología ni en la sabiduría paganas: una vida nueva. Como ha puesto de manifiesto Benedicto XVI en la encíclica Spe Salvi, la singularidad de este mensaje no es su aspecto informativo, es decir, lo que nos comunica, sino, sobre todo, su dimensión performativa [14]. De la misma forma que actúa la levadura en la masa a modo de fermento, este mensaje tenía la capacidad de transformar a quienes lo aceptaban y creían en él. La Iglesia es precisamente este cuerpo de mensajeros renovados, un fenómeno único en la historia de los hombres.
La caridad sólo es posible con el credo
Los cristianos se han presentado siempre no sólo como discípulos que habían sido instruidos por un maestro sublime, sino, sobre todo, como testigos de un acontecimiento. Pero si ese testimonio era tan extraño y sorprendente, no iba a ser difícil que un contenido así sufriera alteraciones en su transmisión. Entonces, ¿de qué modo se ha podido conservar con tanta precisión un mensaje así de extraño?
Para Chesterton la respuesta a este interrogante está relacionada íntimamente con el dogma. Y es que la pureza del mensaje fue preservada gracias a las definiciones dogmáticas. La confusión que podría provocar este insólito mensaje sólo podía superarse si se lograba enunciarlo con proposiciones precisas. Como dice Chesterton, “nada, salvo el dogma, habría podido resistir el motín de invención imaginativa con el que los pesimistas emprendían su guerra contra la naturaleza, con sus Eones y su Demiurgo, sus extraños Logos y su siniestra Sofía. Si la Iglesia no hubiera insistido en la teología, se habría disuelto en una loca mitología de místicos, aún más alejada de la razón o del racionalismo y, sobre todo, aún más alejada de la vida y del amor por la vida” [15]. Sin los dogmas, el mensaje cristiano se habría diluido en una loca mitología o se habría vuelto una rígida teoría.
Justamente el dogma suele ser rechazado por aquellas voces críticas con la Iglesia. Estas personas argumentan que los dogmas han sido añadidos al mensaje de Jesús, y reducen prácticamente toda su predicación a su núcleo auténtico: el mandamiento del amor. En definitiva, se postula una caridad sin credo.
Aquí surge una cuestión decisiva en todo este asunto: ¿es realmente posible una caridad sin credo? Al prescindir de los dogmas, de esas precisiones del mensaje, ¿resulta viable predicar sin más el amor fraterno? Es más, ¿puedo yo amar como amó Jesucristo si prescindo de quién es Jesucristo?
La caracterización interior de las religiones paganas que Chesterton ha bosquejado nos enmarca adecuadamente para responder con una visión de conjunto a estos interrogantes. Existe una profunda diferencia entre las manifestaciones religiosas del paganismo y el cristianismo: “lo que esa Fe universal y combativa trajo al mundo fue la esperanza. La mitología y la filosofía tenían, quizá, una única cosa en común: la tristeza” [16].
Las mitologías y las enseñanzas paganas dejaban el sabor de tristeza porque no alcanzaban lo que anhelaban. En cambio, los cristianos pueden saborear la alegría profunda porque esperan algo que es posible: sanar su corazón del pecado y amar con el amor misericordioso de Jesús gracias a la acción del Espíritu Santo, y de este modo corresponder dignamente al amor de Dios hacia el hombre. Una esperanza sólo es auténtica si se apoya en una verdad, y no simplemente en un deseo o en un sentimiento.
La caridad real y auténtica únicamente es posible gracias al credo. El dogma adquiere su lógica si se reconoce que Jesús es Dios. Chesterton observa que “lo que los detractores del dogma quieren decir no es que el dogma sea malo, sino que es demasiado bueno para ser verdad” [17]. Los escépticos continúan afirmando que no pueden creer estas cosas, pero no afirman que no sean dignas de ser creídas.
Además de traer la esperanza, la fe también satisface los anhelos humanos más profundos. La fe vendría a ser como la pieza que faltaba para completar el rompecabezas del hombre, ya que es capaz de armonizar la sed intelectual con la inspiración artística: “La fe católica es reconciliación porque es la realización tanto de la mitología como de la filosofía. Es una historia y, en cuanto tal, una de tantas historias, pero con la peculiaridad de que se trata de una historia verdadera. Es una filosofía y, en cuanto tal, una de tantas filosofías, pero con la particularidad de ser una filosofía como la vida. Pero es reconciliación, sobre todo, porque es algo que sólo puede ser llamado la filosofía de las historias” [18].
Jesucristo, la llave del corazón humano
La pregunta sobre la identidad de Jesucristo constituye la pieza clave de la historia. En función de su respuesta, habrá una concepción u otra sobre el hombre y de su posible relación con la divinidad. El mismo Jesús hizo que sus discípulos más íntimos abordaran de frente este decisivo interrogante. Cuando se encontraban en Cesarea de Filipo y ya llevaban un tiempo junto a él, Jesús les preguntó: “Vosotros, ¿quién decís que soy yo?” [19]. Simón Pedro habló en nombre del grupo: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” [20]. Respondió precisamente con la precisión del dogma, y no con imágenes vagas o suposiciones fantásticas como hacía la gente que no conocía de cerca a Jesús.
A continuación, Jesucristo hizo una promesa a Simón Pedro: le entregaría las llaves del Reino de los Cielos. Para Chesterton, esta imagen de las llaves constituye una lúcida clave interpretativa para ilustrar la aportación de la Iglesia a la historia de la humanidad. Una llave es un objeto que tiene una forma compleja pero definida. Lo que determina que la llave es la correcta no es quién nos la ha dado, o si posee una forma preestablecida, sino simplemente si es eficaz. Sabemos que poseemos la llave correcta si esa llave es capaz de abrir la cerradura.
¿De qué cerradura estamos hablando? En El hombre eterno Chesterton ha sabido presentarnos los rasgos psicológicos de la humanidad pagana antes del cristianismo. También nos ha presentado los actuales misticismos de Asia y su atmósfera religiosa, para ilustrar lo que quizá Europa podría haber sido sin el fermento del mensaje cristiano. En ambos casos el hombre se encuentra con sus solas fuerzas, y, por diversos caminos, se ve confinado en su propio corazón. Este proceso todavía es más agudo si se prescinde conscientemente de Dios, como es el caso de una fuerte corriente secularizadora en Occidente.
El hombre, herido en su interior y guiado únicamente por mitologías o por teorías, no logra curar su corazón ni entenderse con profundidad y coherencia. Se va cerrando sobre sí mismo, y termina –antes o después– endurecido y en soledad, como si se encontrara en una prisión de la que ninguna fuerza en este mundo lograría hacerle salir.
La fe es la llave que permite abrir la puerta de esta prisión, y salir a un mundo lleno de luz y de alegría. En efecto, la llave de la fe es la llave correcta “porque se ajusta a la cerradura, porque es como la vida […] Lo aceptamos, y encontramos que la tierra es sólida bajo nuestros pies y el camino expedito ante nuestros ojos. No nos aprisiona en el sueño del destino o la conciencia de un engaño universal. Nos abre a la vista no sólo cielos increíbles, sino lo que a algunos les parece una tierra igualmente increíble, haciéndola creíble. Es esa clase de verdad que resulta difícil de explicar por tratarse de un hecho; un hecho para los que podemos llamar testigos. Somos cristianos y católicos no porque adoremos a una llave, sino porque hemos atravesado una puerta y hemos sentido el viento, el soplo de la trompeta de la libertad sobre la tierra de los vivos” [21].