Así pues, reproducida por el arte religioso, cantada por los poetas, glorificada por la literatura dramática, descrita en las narraciones de los cronistas, pero, sobre todo, invocada por la voz de todo un pueblo, la Virgen de Francisco Tito Yupanqui es el mejor símbolo de la cultura mestiza de Bolivia.

A una hora de camino de La Paz se avista el paisaje soberbio del lago Titicaca. Bordeando sus azules aguas, entre suaves colinas que “ofrecen un paisaje jugoso, exuberante de cultivos, de vegetación, de ganados, de viviendas”, al decir de Luis Diez del Corral, se llega al estrecho de Tiquina, que es necesario atravesar en barcazas para retomar el camino hacia Copacabana, distante 140 km de la capital. El célebre santuario, rodeado de un pueblo de unos cinco mil habitantes, se alza frente a una hermosa bahía, en la península que lleva el mismo nombre, derivado de las voces aimaras Khota y kahuana, que significan “mirador del lago”. La península se aproxima a la ribera opuesta, no quedando sino una angosta comunicación entre las dos grandes porciones lacustres. La frontera del Perú está a escasos minutos del santuario, pero las dos islas legendarias, del Sol y de la Luna, pertenecen a la soberanía boliviana.

Una corta navegación deja al viajero en la isla del Sol; imborrable será la experiencia recibida al visitar este paraje prestigiado por la más antigua historia de los pueblos andinos. En las inmediaciones del lago se aprecian las imponentes ruinas de Tiahuanaco, centro de la civilización florecida entre los siglos I a.C. y XII d.C., cuya influencia se extendió hasta muy lejanas regiones del continente meridional. En la isla del Sol se combina la belleza incomparable de un paisaje formado por una extensa y tupida arboleda, que asciende por las laderas de los cerros, entre presurosas corrientes de agua, con la presencia no menos impresionante de las ruinas de las viejas construcciones de los aimaras y los quechuas.

Para este último pueblo, el lago poseía una significación sagrada, puesto que, según la más difundida leyenda que ilustraba sus orígenes, las raza de los incas descendía de una primera pareja, formada por Manco Cápac y Mama Ocllo, quienes partieron desde la isla del Sol en dirección al Cuzco para establecer allí la sede del imperio y el primer eslabón de la dinastía que se prolongaría hasta Huáscar y Atahualpa. En homenaje a la real pareja fundadora, hijos del Sol uno y otra, la isla y su natural puerta de acceso, Copacabana, se convirtieron en adoratorios dotados de notables templos, cuyo culto se ejercía en altares de plata maciza, resplandecientes en días de sol. En tiempos del inca Túpac Yupanqui cobraron estos lugares su máxima importancia, debido a la renovación del culto solar impuesta por este monarca. Según el cronista Cieza de León, el mismo Sol –a tenor de las tradiciones locales- había nacido de la laguna después de un tiempo en que la comarca se vio invadida por una densa oscuridad. Garcilaso, a su vez, afirma que, de acuerdo con las creencias indígenas, el sol había echado sus primeros rayos en la isla del Titicaca, tras el diluvio, para alumbrar el mundo y enseñar la civilización a los hombres.

Conocieron los españoles, desde su llegada al Perú, la fama de Copacabana como centro del culto idolátrico difundido desde allí por todo el ámbito del Tahuatinsuyo. Los dominicos primero, enseguida los agustinos, más tarde los franciscanos, se empeñarían en ganar esas regiones para la fe cristiana; no lejos, en el poblado de Juli, ribereño del Titicaca, los jesuitas instalarían otro gran centro de evangelización. La labor misionera de los primeros frailes se vio premiada por los más halagüeños resultados y así pudo verse cómo el gobernador inca de Copacabana, nieto de Túpac Yupanqui, recibía el bautismo, formando un hogar cristiano en el que se educaron sus hijos, entre ellos Francisco Tito, que había de ser el escultor de la más popular efigie de la Virgen, acreditada por la fama de sus milagros, en toda la región del Collao, en el alto y el bajo Perú.

La biografía de Francisco Tito Yupanqui tiene un valor extraordinario en el proceso de la cristianización y del mestizaje cultural del territorio de la Audiencia de Charcas. La vida de este artista de noble estirpe incaica está documentada en la relación autobiográfica que conocemos a través del extenso libro del agustino Alonso Ramos Gavilán, publicado en Lima en 1621. Se trata de unas cortas páginas en las que se mezcla la emoción producida por el acento de lo arcaico, con la que suscita la sinceridad de un corazón creyente y simple. Yupanqui es un artista que sabe leer y escribir, aunque su idioma revela el reciente aprendizaje de un castellano salpicado de aimarismos y formas expresivas indígenas. “Yo lo rogaba a Dios con la Virgen y nos encomendábamos para que este hechora (hechura = escultura) se saliese bueno, lo mandé decir una miza de santesema Trinidad para que se saliese bueno este hechora”, expresa el texto del tallador indígena en un párrafo que nos hace pensar en el modo como los imagineros del barroco, un Pedro de Mena, por ejemplo, se entregaban a la oración antes de empezar a labrar sus figuras de santos. El estudio crítico de Tito Tupanqui como escultor del siglo XVI en el Collao ha sido realizado por los arquitectos José de Mesa y Teresa Gisbert en su erudito libro “Escultura virreinal en Bolivia”, publicado en La Paz, en 1972. Yupanqui no fue autor de una sola obra ni es un caso único en el desarrollo inicial del arte hispano-indio de la región altiplánica; una importante escuela artística sigue la inspiración del maestro, figurando en primer lugar entre sus continuadores el autor del retablo mayor de la iglesia de Copacabana, Sebastián Acostopa Inca.

Pero son la obra y la personalidad de Tito Yupanqui las que poseen un valor supremo, en su ejemplaridad y sus múltiples proyecciones, en medio de esta rica tradición florecida a orillas del Titicaca. Además de Ramos Gavilán, otro ilustre cronista, fray Antonio de la Calancha, ha dejado escrita la trayectoria del escultor de la Virgen del Lago. Siguiendo las páginas de ambos historiadores así como el resumen de la obra del primero, publicada en 1860 por el Pe. Rafael Sanz, y el libro de Víctor Santa Cruz, “Historia de Copacabana”, nos enteramos de la forma en que cumplió Yupanqui su vocación de artista y de devoto de María. Su más ardiente anhelo consistía en hacer con sus manos una imagen de la Virgen que fuese útil a la conversión de las gentes de su raza y despertarse en ellas un sentimiento ferviente hacia la Madre del Redentor. Una primera figura trabajada en barro le hace ver la necesidad de trasladarse a un centro pudiera recibir los conocimientos y la técnica de que carecía. El lugar elegido es Potosí, la villa imperial, sede de una intensa actividad económica y motor de un prodigioso despliegue artístico por aquellos años. Allí Yupanqui, ayudado por tres hermanos suyos, recibe las lecciones del escultor Diego Ortiz, después de tomar como modelo una imagen de la Candelaria, sin duda traída de la Península, y emprende la confección de la talla destinada a su pueblo, empleando como material un tipo de madera característico de la imaginería indígena de la época virreinal: el maguey. Los esposos Mesa han estudiado las técnicas especiales requeridas en la utilización de estos tallos, unidos en forma de haz y luego cubiertos en tela encolada. El libro de Bernabé Cobo, del siglo XVII, explica con detalle la utilidad de dicha planta, a la que también se refiere el drama de Calderón de la Barca, poniendo en labios de Yupanqui estos versos: “De las varas de maguey, / por ser preciosa madera / e incorruptible, esta imagen, / desbastadas las cortezas, / del corazón he labrado”.

Habiendo ya dado forma a su Virgen, Yupanqui la somete al juicio de los entendidos y luego emprende viaje a Chuquisaca para obtener del obispo licencia como tallador y pintor y para fundar en Copacabana una cofradía. Como no hubiese llevado consigo la estatua, el prelado le pide una pintura que muestre su diseño. Mas, no conociendo nuestro personaje el arte del dibujo, resultó su bosquejo tan insuficiente que movió a los presentes a risa: “e despoes di cando lo había visto el imagen la Señora –dice el autor en su mal castellano- lo rieron mocho todos e los demás echando el falta al pentor”. Calancha comenta el episodio diciendo: “Viéndose el escultor tan baldonado de todos salió encomendándose a la Virgen, creciendo en él los deseos al peso de los baldones”.

El rasgo relevante en el carácter del artista indio es la perseverancia. “Ninguno de estos vaivenes y menosprecios desmayó el pecho del devoto indio”, comenta el citado fraile agustino. Vuelto a Potosí, “enamorado de la devoción, cada fatiga le encendía más y más los deseos, y le daba ardores de devoción”. Resuelto a sacar la imagen de Potosí, auxiliado de otros naturales, transportóla a La Paz. Allí, con la ayuda de un dorador español, realizó el trabajo de estofado y encarnado de su imagen, dando al rostro de la Madre el color singular que tanto ha contribuido a suscitar la admiración de los devotos. “Un asombro de la naturaleza, un pasmo de humanos ojos; ninguno acaba de entender la maravilla que encierra en sí aquel rostro sobrenatural”, dice, en su exaltado tono, el padre Calancha.

Por fin, la imagen hizo su triunfal entrada en el pueblo de Copacabana exactamente el 2 de febrero -día de la Virgen de la Candelaria-, en 1583. Desde entonces ella se convirtió en un motivo de atracción de millares de fieles procedentes de todas las regiones de Bolivia, pero especialmente de los pobladores indígenas de las riberas del lago, tanto de Bolivia como del Perú. A poco de haberse entronizado la Virgen en el antiguo centro del paganismo incaico, la fama de sus milagros se dilató por toda la extensión del virreinato. El libro de Ramos Gavilán registra, con acento conmovedor de añeja crónica medieval, las leyendas e historias de milagros acumuladas por la fe popular. Haciéndose eco de esta fama, Calderón acertó a componer una obra en la que el barroquismo de su inspiración lleva a la escena ángeles y querubines que descienden de las nubes con sus pinceles como portadores de la gracia divina tan fervorosamente invocada por el artista de Copacabana.

No hemos hablado hasta aquí de la riqueza arquitectónica del santuario. Eruditos textos han ponderado la belleza de la gran basílica, construida entre 1610 y 1619 por Francisco Ximénez de Sigüenza, a quien se debe también la iglesia antigua de Santo Domingo, en La Paz. Hay mucho que admirar en el santuario y no es el menor de sus méritos el atrio notabilísimo, con su templete central y sus “posas”, destinadas a los actos litúrgicos al aire libre, celebrados procesionalmente por las multitudes indígenas que acudían a exteriorizar su fe ante la Virgen.

Una última palabra ha de decirse sobre Copacabana y su influencia en el mundo católico. Ningún otro factor de cultura espiritual puede equipararse a éste en cuanto a la irradiación de un valor boliviano a otros ambientes y latitudes. La imagen de la Virgen india se venera en innumerables iglesias de Hispanoamérica. En todas partes es conocido el nombre y la playa de Copacabana, en Brasil; pocas personas, empero, tienen conocimiento de que ese nombre se originó en un lejano lugar de Bolivia, besado por las aguas del Titicaca y dignificado por una remota tradición religiosa, aún ahora plena de vida. En efecto, en 1638 data la erección de una capilla, en una playa cercana a Río de Janeiro, dedicada al culto de la lejana Virgen de la meseta andina. Un viajero portugués, náufrago de esas costas, prometió levantar una capilla para albergar en ella una efigie de Nuestra Señora de Copacabana en el lugar en que fue salvado de la muerte. Luego el lugar había de tomar el nombre de la iglesia y de su advocación.

Así pues, reproducida por el arte religioso, cantada por los poetas (entre ellos, el autor de un bello romance historiado, Javier del Granado), glorificada por la literatura dramática, descrita en las narraciones de los cronistas, pero, sobre todo, invocada por la voz de todo un pueblo, la Virgen de Francisco Tito Yupanqui es el mejor símbolo de la cultura mestiza de Bolivia.


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