El pasado 8 de abril, domingo de la Misericordia les envié una carta convocándolos a Roma para dialogar sobre las conclusiones de la visita realizada por la “Misión especial” que tenía como cometido ayudar a encontrar luz para tratar adecuadamente una herida abierta, dolorosa y compleja que desde hace mucho tiempo no deja de sangrar en la vida de tantas personas, y por tanto, en la vida del Pueblo de Dios.
Una herida tratada hasta ahora con una medicina que, lejos de curar parece haberla ahondado más en su espesura y dolor. Debemos reconocer que se realizaron diversas acciones para tratar de reparar el daño y el sufrimiento ocasionados, pero tenemos que ser conscientes que el camino seguido no ha servido de mucho para sanar y curar. Quizás por querer dar vuelta la página demasiado rápido y no asumir las insondables ramificaciones de este mal; o porque no se tuvo el coraje para afrontar las responsabilidades, las omisiones, y especialmente las dinámicas que han permitido que las heridas se hicieran y se perpetuaran en el tiempo; quizá por no tener el temple para asumir como cuerpo esa realidad en la que todos estamos implicados, yo el primero, y que nadie puede eximirse desplazando el problema sobre las espaldas de los otros; o porque se pensó que se podía seguir adelante sin reconocer humilde y valientemente que en todo el proceso se habían cometido errores.
En este sentido, escuchando el parecer de varias personas y constatando la persistencia de la herida, formé una comisión especial para que, con gran libertad de espíritu, de modo jurídico y técnico pudiese brindar un diagnóstico lo más independiente posible y ofrecer una mirada limpia sobre los acontecimientos pasados y sobre el estado actual de la situación.
Este tiempo que se nos ofrece es tiempo de gracia. Tiempo para poder, bajo el impulso del Espíritu Santo y en clima de colegialidad, dar los pasos necesarios para generar la conversión a la que el mismo espíritu nos quiere llevar. Necesitamos un cambio, lo sabemos, lo necesitamos y anhelamos. No solo se lo debemos a nuestras comunidades y a tantas personas que han sufrido y sufren en su carne, los dolores provocados, sino que pertenece a la misión y a la identidad misma de la Iglesia el espíritu de conversión. Dejemos que este tiempo sea tiempo de conversión.
“Es necesario que él crezca y que yo disminuya” (Jn.3,30). Con estas palabras el último de los grandes profetas, Juan el Bautista, hablaba a sus discípulos cuando, escandalizados, le hacían ver que había alguien que hacía lo mismo que él. Juan consciente de su identidad y misión –él no era el Mesías, pero había sido enviado antes que él (vv.28)- no vaciló en darles una respuesta clara y sin ningún tipo de ambigüedad.
Con este trasfondo de profecía e inspirado en las palabras de este profeta me gustaría dar el “puntapié inicial” para la reflexión fraterna con ustedes durante estos días.
1. Es necesario que él crezca…
Quizás no haya mayor alegría para el creyente que compartir, testimoniar y hacer visible a Jesús y a su Reino. El encuentro con el Resucitado transforma la vida y hace que la fe se vuelva alegremente contagiosa. Es la semilla del Reino de los Cielos que espontáneamente tiende a compartirse, a multiplicarse y que, como a Andrés, nos lleva a correr hacia nuestros hermanos y decir: “hemos encontrado al Mesías (Jn. 1,41). Un Mesías que siempre nos abre horizontes de vida y esperanza. El discípulo se deja lanzar hacia esta aventura por la acción del Espíritu para hacer crecer y esparcir la vida nueva que Jesús nos ofrece. Esta acción no la podemos identificar nunca con proselitismo o conquista de espacios, sino como la invitación alegre a la vida nueva que Jesús nos regala. “Es necesario que Él crezca” es lo que palpita en el corazón del discípulo porque experimentó que Jesucristo es oferta de vida buena. Sólo Él es capaz de salvar.
La Iglesia en Chile sabe de esto. La historia nos dice que supo ser madre que engendró a muchos en la fe, predicó la vida nueva del Evangelio y luchó por esta cuando se veía amenazada. Una Iglesia que supo dar “pelea” cuando la dignidad de sus hijos no era respetada o simplemente ninguneada. Lejos de ponerse ella en el centro, buscando ser el centro, supo ser la Iglesia que puso al centro lo importante. En momentos oscuros de la vida de su pueblo, la Iglesia en Chile tuvo la valentía profética no sólo de levantar la voz, sino también de convocar para crear espacios en defensa de hombres y mujeres por quienes el Señor le había encomendado velar; bien sabía que no se podía proclamar el mandato nuevo del amor sin promover mediante la justicia y la paz el verdadero crecimiento de cada persona (1). Así podemos hablar de Iglesia profética que sabe ofrecer y engendrar la vida buena que el Señor nos ofrece.
Una Iglesia profética que sabe poner a Jesús en el centro es capaz de promover una acción evangelizadora que mira al Maestro con la ternura de Teresa de Los Andes y afirmar: “¿Temes acercarte a él? Míralo en medio de su rebaño fiel, cargando sobre sus hombros a la oveja infiel. Míralo sobre la tumba de Lázaro. Y oye lo que dice Magdalena: mucho se le ha perdonado, porque ha amado mucho. ¿Qué descubres en estos rasgos del Evangelio sino un corazón dulce, tierno, compasivo, un corazón en fin de un Dios?” (2).
Una Iglesia profética que sabe poner Jesús en el centro es capaz de hacer fiesta por la alegría que el Evangelio provoca. Como señalé en Iquique, pero que bien podemos extender a tantos lugares del norte al sur de Chile, la piedad popular es una de las riquezas más grandes que el pueblo de Dios ha sabido cultivar. Con sus fiestas patronales, con sus bailes religiosos –que se prolongan hasta por semanas- con su música y vestidos logran convertir a tantas zonas en santuarios de piedad popular. Porque no son fiestas que quedan encerradas dentro del templo, sino que logran vestir a todo el pueblo de fiesta (3). Y así se queda un entretejido capaz de celebrar alegre y esperanzadamente la presencia de Dios en medio de su pueblo. En los santuarios aprendemos a hacer una Iglesia de cercanías, de escucha, que sabe sentir y compartir una vida tal cual se presenta. Una Iglesia que aprendió que la fe sólo se transmite en dialecto y así celebra cantando y danzando “la paternidad, la providencia, la presencia amorosa y constante de Dios” (4).
Una Iglesia profética que sabe poner a Jesús en el centro es capaz de engendrar en la santidad a un hombre que supo proclamar con su vida: “Cristo vaga por nuestras calles en la persona de tantos pobres, enfermos, desalojados de su mísero conventillo. Cristo, acurrucado bajo los puentes, en la persona de tantos niños que no tienen a quien llamar ‘padre’, que carecen hace muchos años del beso de la madre sobre su frente… ¡Cristo no tiene hogar! ¿No queremos dárselo nosotros?... ‘Lo que hagan al más pequeño de mis hermanos, me lo hacen a Mí’, ha dicho Jesús” (5); ya que “si verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que Él mismo ha querido identificarse” (6).
Una Iglesia profética que sabe poner a Jesús en el centro es capaz de convocar para generar espacios que acompañen y defiendan la vida de los diferentes pueblos que conforman su vasto territorio, reconociendo una riqueza multicultural y étnica sin igual por la que es necesario velar. A modo de ejemplo señalo las iniciativas promovidas especialmente por los obispos del sur de Chile durante la década del 60-70 impulsando los mecanismos necesarios para que el Pueblo Mapuche pudiera vivir en plenitud el arte del buen vivir –del que tanto tenemos que aprender-. Acciones fuertes que generaron estructuras en favor de la defensa de la vida invitando al protagonismo responsable de una fe encarnada, transformadora; esa fe que sabe hacer vida la llamada del Concilio que nos recuerda que “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón” (7).
Una Iglesia profética que sabe poner a Jesús en el centro con sinceridad es capaz –como supo mostrarnos uno de Vuestros pastores- de “confesar que, en nuestra historia personal, y en la historia de nuestro Chile, ha habido injusticia, mentira, odio, culpa, indiferencia. [Y los invitaba a ser] sinceros, humildes y decir al Señor: ¡hemos pecado contra ti! Pecar contra nuestro hermano, el hombre y la mujer, es pecar contra Cristo, que murió y resucitó por todos los hombres. ¡Seamos sinceros, humildes!: ¡Pequé Señor contra ti! ¡No obedecí a tu evangelio!” (8). La conciencia consciente de sus límites y pecados la hace vivir alerta ante la tentación de suplantar a su Señor.
Y así podríamos seguir enumerando muchos fermentos vivos de Iglesia profética que sabe poner a Jesús en el centro. Pero la invitación más grande y fecundamente vital –como lo he querido subrayar en la reciente Exhortación Apostólica recordando a Edith Stein- nace de la confianza y convicción que: “en la noche más oscura surgen los más grandes profetas y los santos; sin embargo, la corriente vivificante de la vida mística permanece invisible. Los acontecimientos decisivos de la historia del mundo fueron esencialmente influenciados por almas sobre las cuales nada dicen los libros de historia. Y cuáles sean las almas a las que hemos de agradecer los acontecimientos decisiones de nuestra vida personal, es algo que sólo sabremos el día en que todo lo oculto será revelado” (9). El Santo pueblo fiel de Dios, desde su silencio cotidiano, de muchas formas y maneras sigue haciendo visible y testimonia con “testaruda” esperanza que el Señor no abandona, que sostiene la entrega constante y, en tantas situaciones sufriente de sus hijos. El Santo y Paciente Pueblo fiel de Dios sostenido y vivificado por el Espíritu Santo es el mejor rostro de la Iglesia profética que sabe poner al centro a su Señor en la entrega cotidiana (10). Nuestra actitud como pastores es aprender a confiar en esta realidad eclesial y a reverenciar y reconocer que en un pueblo sencillo, que confiesa su fe en Jesucristo, ama a la Virgen, se gana la vida con el trabajo, (tantas veces mal pagado), bautiza a sus hijos y entierra a sus muertos; en ese pueblo fiel que se sabe pecador pero no se cansa de pedir perdón porque cree en la misericordia del Padre, en ese pueblo fiel y silencioso reside el sistema inmunitario de la Iglesia.
2. Y que yo disminuya.
Duele constatar que, en este último periodo de la historia de la Iglesia chilena, esta inspiración profética perdió fuerza para dar lugar a lo que podríamos denominar una transformación en su centro. No sé qué fue primero, si la pérdida de fuerza profética dio lugar al cambio de centro o el cambio de centro llevó a la pérdida de la profecía que era tan característica en Ustedes. Lo que sí podemos observar es que la Iglesia que era llamada a señalar a Aquél que es el Camino, la Verdad y la Vida (Jn. 14,6) se volvió ella misma el centro de atención. Dejó de mirar y señalar al Señor para mirarse y ocuparse de sí misma. Concentró en sí la atención y perdió la memoria de su origen y misión (11). Se ensimismó de tal forma que las consecuencias de todo este proceso tuvieron un precio muy elevado: su pecado se volvió el centro de atención. La dolorosa y vergonzosa constatación de abusos sexuales a menores, de abusos de poder y de conciencia por parte de ministros de la Iglesia, así como la forma en que estas situaciones han sido abordadas (12), deja en evidencia este “cambio de centro eclesial”. Lejos de disminuir ella para que apareciesen los signos del Resucitado el pecado eclesial ocupó todo el escenario concentrando en sí la atención y las miradas.
Es urgente abordar y buscar reparar en el corto, mediano y largo plazo este escándalo para restablecer la justicia y la comunión (13). A su vez creo que, con la misma urgencia, debemos trabajar en otro nivel para discernir cómo generar nuevas dinámicas eclesiales en consonancia con el Evangelio y que nos ayuden a ser mejores discípulos misioneros capaces de recuperar la profecía.
Esa vida nueva que el Señor nos dona implica recuperar la claridad del Bautista y afirmar sin ambigüedad que el discípulo no es ni será jamás el Mesías. Esto nos lleva a promover una alegre y realista conciencia de nosotros mismos: el discípulo no es más que su Señor. Y por esto mismo, en primer lugar, tenemos que estar atentos a todo tipo o forma de mesianismo que pretenda erguirse como único intérprete de la voluntad de Dios. Muchas veces podemos caer en la tentación de una vivencia eclesial de la autoridad que pretende suplantar las distintas instancias de comunión y participación, o lo que es peor, suplantar la conciencia de los fieles olvidando la enseñanza conciliar que nos recuerda que “la conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella” (14). Es clave recuperar una dinámica eclesial capaz de ayudar a los discípulos a discernir el sueño de Dios para sus vidas, sin pretender suplantarlos en tal búsqueda. En los hechos, los falsos mesianismos pretenden cancelar esa elocuente verdad de que la unción del Santo la tiene la totalidad de los fieles (15). Nunca un individuo o un grupo ilustrado puede pretender ser la totalidad del Pueblo de Dios y menos aún creerse la voz auténtica de su interpretación. En este sentido debemos prestar atención a lo que me permito llamar “psicología de elite” que puede traslaparse en nuestra manera de abordar las cuestiones.
La psicología de elite o elitista termina generando dinámicas de división, separación, ‘círculos cerrados´ que desembocan en espiritualidades narcisistas y autoritarias en las que, en lugar de evangelizar, lo importante es sentirse especial, diferente de los demás, dejando así en evidencia que ni Jesucristo ni los otros interesan verdaderamente (16). Mesianismo, elitismos, clericalismos, son todos sinónimos de perversión en el ser eclesial; y también sinónimo de perversión es la pérdida de la sana conciencia de sabernos pertenecientes al santo Pueblo fiel de Dios que nos precede y que –gracias a Dios- nos sucederá. No perdamos jamás la conciencia de ese don tan excelso que es nuestro bautismo.
El reconocimiento sincero, orante e incluso de muchas veces dolorido de nuestros límites es lo que permite a la gracia actuar mejor en nosotros, ya que le deja espacio para provocar ese bien posible que se integra en una dinámica sincera, comunitaria, y de real crecimiento (17). Esta conciencia de límite y de la parcialidad que ocupamos dentro del pueblo de Dios nos salva de la tentación y pretensión de querer ocupar todos los espacios, y especialmente un lugar que no nos corresponde: el del Señor. Solo Dios es capaz de la totalidad, sólo Él es capaz de la totalidad de un amor exclusivo y no excluyente al mismo tiempo. Nuestra misión es y será siempre misión compartida. Como les dije en el encuentro con el clero en Santiago: “la conciencia de tener llagas nos libera de volvernos autoreferenciales, de creernos superiores. Nos libera de esa tendencia prometeica de quienes en el fondo sólo confían en sus fuerzas y se sienten superiores a otros” (18).
Por ello, y permítanme la insistencia, urge generar dinámicas eclesiales capaces de promover la participación y misión compartida de todos los integrantes de la comunidad eclesial evitando cualquier tipo de mesianismo o psicología-espiritualidad de elite. Y, en concreto, por ejemplo, nos hará bien abrirnos más y trabajar conjuntamente con distintas instancias de la sociedad civil para promover una cultura anti-abusos del tipo que fuera.
Cuando los convoqué a este encuentro los invitaba a pedir al Espíritu el don de la magnanimidad para poder traducir en hechos concretos lo que reflexionemos. Los exhorto a que pidamos con insistencia este don por el bien de la Iglesia en Chile. Recibí con cierta preocupación la actitud con la que algunos de Ustedes, Obispos, han reaccionado ante los acontecimientos presentes y pasados. Una actitud orientada hacia lo que podemos denominar el “episodio Jonás” – en medio de la tormenta era necesario tirar fuera el problema (Jonás 1,4 – 16) (19) – creyendo que la sola remoción de personas solucionaría de por sí los problemas (20). Así pasa al olvido el principio paulino: “si el pie dijera: ‘Como no soy mano, no formo parte del cuerpo’, ¿acaso por eso no seguiría siendo parte de él?” (21). Los problemas que hoy se viven dentro de la comunidad eclesial no se solucionan solamente abordando los casos concretos y reduciéndolos a remoción de personas (22); esto –y lo digo claramente- hay que hacerlo, pero no es suficiente, hay que ir más allá. Sería irresponsable de nuestra parte no ahondar en buscar las raíces y las estructuras que permitieron que estos acontecimientos concretos se sucedieran y perpetuasen.
Las dolorosas situaciones acontecidas son indicadores de que algo en el cuerpo eclesial está mal. Debemos abordar los casos concretos y a su vez, con la misma intensidad, ir más hondo para descubrir las dinámicas que hicieron posible que tales actitudes y males pudiesen ocurrir (24).
Confesar el pecado es necesario, buscar remediarlo es urgente, conocer las raíces del mismo es sabiduría para el presente-futuro. Sería grave omisión de nuestra parte no ahondar en las raíces. Es más, creer que sólo la remoción de las personas, sin más, generaría la salud del cuerpo es una gran falacia. No hay duda que ayudaría y es necesario hacerlo, pero repito, no alcanza (25), ya que este pensamiento nos dispersaría de la responsabilidad y la participación que nos corresponde dentro del cuerpo eclesial. Y allí donde la responsabilidad no es asumida y compartida, el culpable de lo que no funciona o está mal siempre es el otro (26). Por favor, cuidémonos de la tentación de querer salvarnos a nosotros mismos, salvar nuestra reputación (“salvar el pellejo”); que podamos confesar comunitariamente la debilidad y así poder encontrar juntos respuesta humildes, concretas y en comunión con todo el Pueblo de Dios. La gravedad de los sucesos no nos permite volvernos expertos cazadores de “chivos expiatorios”. Todo esto nos exige seriedad y co-responsabilidad para asumir los problemas como síntomas de un todo eclesial que somos invitados a analizar y también nos pide buscar todas las mediaciones necesarias para que nunca más vuelvan a perpetuarse. Sólo podemos lograrlo si lo asumimos como un problema de todos y no como el problema que viven algunos. Solo podremos solucionarlo si lo asumimos colegialmente, en comunión en sinodalidad.
Hermanos, no estamos aquí porque seamos mejores que nadie. Como les dije en Chile, estamos aquí con la conciencia de ser pecadores-perdonados o pecadores que quieren ser perdonados, pecadores con apertura penitencial. Y en esto encontramos la fuente de nuestra alegría. Queremos ser pastores al estilo de Jesús herido, muerto y resucitado. Queremos encontrar en las heridas de nuestro pueblo los signos de la Resurrección. Queremos pasar de ser una Iglesia centrada en sí, abatida y desolada por sus pecados, a una Iglesia servidora de tantos abatidos que conviven a nuestro lado. Una Iglesia capaz de poner en el centro lo importante: el servicio a su Señor en el hambriento, en el preso, en el sediento, en el desalojado, en el desnudo, enfermo, en el abusado… (Mt. 25,35) con la conciencia de que ellos tienen la dignidad para sentarse a nuestra mesa, de sentirse “en casa”, entre nosotros, de ser considerados familia. Ese es el signo de que el Reino de los Cielos está entre nosotros, es el signo de una Iglesia que fue herida por su pecado, misericordiada por su Señor, y convertida en profética por vocación (27). Hermanos, las ideas se discuten, las situaciones se disciernen. Estamos reunidos para discernir, no para discutir.
Renovar la profecía es volver a concentrarnos en lo importante; es contemplar al que traspasaron y escuchar “no está aquí ha resucitado” (Mt. 28,6); es crear las condiciones y las dinámicas eclesiales para que cada persona en la situación que se encuentre pueda descubrir al que vive y nos espera en Galilea.