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Queridos hermanos:
Continuamos con la catequesis del Padre nuestro, y hoy nos fijamos en el contexto donde el evangelista Mateo coloca esta oración, que es el discurso de la Montaña. Ese relato que comienza con las bienaventuranzas resume la enseñanza de Jesús y se abre precisamente invirtiendo las categorías humanas corrientes, llamando dichosos a unas personas que ni entonces ni ahora tenían gran prestigio en la sociedad, pero que son capaces de amar, de trabajar por la paz y, por ello, de ser constructores del reino.
La ley llega a su cumplimiento en el mandato del amor y del amor a los enemigos, de ese amor que Dios nos enseña y que lleva hasta las últimas consecuencias. Nosotros somos hijos de ese Dios, no superhombres capaces de lo que nadie puede hacer; al contrario, somos tan pecadores como los demás, pero podemos ponernos delante de la zarza ardiente del misterio divino y llamarle Padre, dejándonos renovar por su potencia y reflejar un rayo de su bondad en este mundo sediento de bien.
Y en este contexto se encuadra la enseñanza del Padre nuestro. Dios no quiere ser “amansado” con largas retahílas de adulaciones, como hacían los paganos para captar la benevolencia de la divinidad; basta hablarle como a un padre que sabe lo que necesitamos antes incluso de decírselo. Del mismo modo, la oración no es un acto hipócrita, ateo, que no tiene otro interés que ser admirados por los demás. El único testigo de la oración cristiana es la propia conciencia, pues es un diálogo íntimo con el Padre que nos ama.
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Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en modo particular a los grupos provenientes de España y América –veo mexicanos por allá atrás, ¿no?–. Los animo a que mantengan siempre abierto ese canal de comunicación con Dios, pues él los ama, los espera y no quiere nada más que darles su amor. Les deseo a ustedes y a sus familias un año nuevo lleno de la cercanía y de la ternura de Dios. Muchas gracias.
Fuente: Vaticano