Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Ayer tarde volví de mi viaje apostólico a Mozambique, Madagascar y Mauricio. Doy gracias a Dios porque me ha concedido llevar a cabo este itinerario como peregrino de paz y de esperanza, y renuevo la expresión de mi gratitud a las respectivas autoridades de estos Estados, así como a los obispos, que me han invitado y acogido con tanto cariño y atenciones, y a los nuncios apostólicos, que tanto han trabajado para este viaje.

La esperanza del mundo es Cristo, y su Evangelio es la levadura más poderosa de fraternidad, libertad, justicia y paz para todos los pueblos. Con mi visita, siguiendo las huellas de los santos evangelizadores, traté de llevar esta levadura, la levadura de Jesús, a las poblaciones mozambiqueñas, malgaches y mauricianas.

En Mozambique fui a esparcir semillas de esperanza, paz y reconciliación en una tierra que tanto ha sufrido en el pasado reciente a causa de un largo conflicto armado, y que la primavera pasada fue azotada por dos ciclones que causaron daños muy graves. La Iglesia sigue acompañando el proceso de paz, que también dio un paso adelante el pasado 1 de agosto con un nuevo Acuerdo entre las partes. Y aquí quisiera detenerme para dar las gracias a la Comunidad de Sant’Egidio que ha trabajado tanto, tanto en este proceso de paz.

Animé a las autoridades del país en este sentido, exhortándolas a trabajar juntas por el bien común. Y animé a los jóvenes de diferentes orígenes religiosos allí reunidos a construir el país, superando la resignación y la ansiedad, difundiendo la amistad social y atesorando las tradiciones de los ancianos. A los obispos, sacerdotes y personas consagradas que encontré en la catedral de Maputo, dedicada a la Virgen Inmaculada, les propuse el camino de Nazaret, el camino del “sí” generoso a Dios, en la memoria agradecida de su llamada y de sus propios orígenes. Un signo fuerte de esta presencia evangélica es el Hospital de Zimpeto, en las afueras de la capital, construido con el esfuerzo de la Comunidad de Sant'Egidio. En ese hospital he visto que lo más importante son los enfermos, y todos trabajan para los enfermos. Además, no todos pertenecen a la misma religión. La directora de ese hospital en una investigadora, muy buena, una investigadora sobre el SIDA. Es musulmana, pero dirige ese hospital que construyó la Comunidad de Sant’Egidio. Pero todos, todos juntos por el pueblo, unidos, como hermanos. Mi visita a Mozambique culminó con la misa, celebrada en el Estadio bajo la lluvia, pero todos estábamos contentos. Los cantos, las danzas religiosas…tanta felicidad. La lluvia no importaba. Y allí resonó la llamada del Señor Jesús: «Amad a vuestros enemigos» (Lc 6,27), la semilla de la verdadera revolución, la del amor, que extingue la violencia y genera fraternidad.

De Maputo me trasladé a Antananarivo, la capital de Madagascar. Un país rico en belleza y recursos naturales, pero marcado por tanta pobreza. Manifesté el deseo de que, animado por su tradicional espíritu de solidaridad, el pueblo malgache pueda superar la adversidad y construir un futuro de desarrollo conjugando el respeto por el medio ambiente y la justicia social. Como signo profético en esta dirección, visité la "Ciudad de la Amistad" - Akamasoa, fundada por un misionero lazarista, el Padre Pedro Opeka: allí se trata de unir trabajo, dignidad, atención a los más pobres, instrucción de los niños. Todo animado por el Evangelio. En Akamasoa, en la cantera de granito, elevé a Dios la Oración por los trabajadores.

Luego tuve un encuentro con las monjas contemplativas de diversas congregaciones en el monasterio de las Carmelitas: efectivamente, sin fe y sin oración no se construye una ciudad digna del hombre. Con los obispos del país renovamos nuestro compromiso de ser “sembradores de paz y esperanza”, cuidando del pueblo de Dios, especialmente de los pobres, y de nuestros presbíteros. Juntos veneramos a la beata Victoire Rasoamanarivo, la primera malgache elevada a los altares. Con los jóvenes, que eran muy numerosos ―tantos jóvenes, en aquella vigilia, tantos, tantos― viví una vigilia rica en testimonios, cantos y bailes.

En Antananarivo se celebró la Eucaristía dominical en el gran “Campo Diocesano”: grandes multitudes se reunieron en torno al Señor Jesús. Y finalmente, en el Instituto Saint-Michel, me encontré con los sacerdotes, las consagradas, los consagrados y los seminaristas de Madagascar. Un encuentro en el signo de la alabanza a Dios.

La jornada del lunes estuvo dedicada a la visita a la República de Mauricio, una meta turística muy conocida, pero que elegí como lugar de integración entre diferentes etnias y culturas. Efectivamente, en los últimos dos siglos, han desembarcado en ese archipiélago, diferentes poblaciones especialmente de la India; y después de la independencia ha experimentado un fuerte desarrollo económico y social. Allí es muy fuerte el diálogo interreligioso y también la amistad entre los jefes de las diversas confesiones religiosas. Algo que a nosotros nos parecería raro, pero ellos viven así la amistad que es natural. Cuando entré en el episcopio, encontré un ramo de flores, precioso: lo había mandado el Gran Imán como señal de hermandad.

La santa misa en Mauricio se celebró en el Monumento a María Reina de la Paz, en memoria del beato Jacques-Désiré Laval, conocido como el “apóstol de la unidad mauriciana”. El Evangelio de las Bienaventuranzas, carnet de identidad de los discípulos de Cristo, en este contexto es un antídoto contra la tentación del bienestar egoísta y discriminatorio. El Evangelio y las Bienaventuranzas son el antídoto contra este bienestar egoísta y discriminatorio, y también el fermento de la verdadera felicidad, impregnada de misericordia, justicia y paz. Me impresionó el trabajo de los obispos para evangelizar a los pobres. Más tarde, en mi encuentro con las autoridades de Mauricio, expresé mi agradecimiento por el esfuerzo de armonizar las diferencias en un proyecto común, y las alenté a que mantuvieran en nuestro tiempo su capacidad de acoger a las personas así como sus esfuerzos por mantener y desarrollar la vida democrática.

Así, ayer por la tarde llegué al Vaticano. Antes de empezar un viaje y a la vuelta, voy siempre a visitar a la Virgen, la Salus Populi Romani, para que me acompañe en el viaje, como Madre, para que me diga que tengo que hacer, para que custodie mis palabras y mis gestos. Con la Virgen voy seguro.

Queridos hermanos y hermanas, demos gracias a Dios y pidámosle que las semillas arrojadas en este camino apostólico den frutos abundantes para los pueblos de Mozambique, Madagascar y Mauricio. Gracias.


Saludos:

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española venidos de España y Latinoamérica; en modo particular saludo a los “Universitarios para el desarrollo”, que trabajan en zonas carenciadas de Argentina y misionan en El Bolsón, Río Negro, y La Viña, en Salta. A todos los invito a rezar por los frutos de este Viaje apostólico, para que el Señor siga sosteniendo a los habitantes de Mozambique, Madagascar y Mauricio, y a la Iglesia le conceda la valentía de seguir llevando el consuelo y la alegría del Evangelio. Que Dios los bendiga a todos.

Boletín de la oficina de Prensa de la Santa Sede, 11 de septiembre de 2019.


Fuente: Vaticano

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