Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En esta catequesis me detengo sobre la oración por la unidad de los cristianos. De hecho, la semana que va del 18 al 25 de enero está dedicada en particular a esto, a invocar de Dios el don de la unidad para superar el escándalo de las divisiones entre los creyentes en Jesús. Él, después de la Última Cena, rezó por los suyos, «para que todos sean uno» (Jn 17,21). Es su oración antes de la Pasión, podríamos decir su testamento espiritual. Sin embargo, notamos que el Señor no ha ordenado a los discípulos la unidad. Ni siquiera les dio un discurso para motivar su necesidad. No, ha rezado al Padre por nosotros, para que seamos uno. Esto significa que no bastamos solo nosotros, con nuestras fuerzas, para realizar la unidad. La unidad es sobre todo un don, es una gracia para pedir con la oración.
Cada uno de nosotros lo necesita. De hecho, nos damos cuenta de que no somos capaces de custodiar la unidad ni siquiera en nosotros mismos. También el apóstol Pablo sentía dentro de sí un conflicto lacerante: querer el bien y estar inclinado al mal (cf. Rm 7,19). Comprendió así que la raíz de tantas divisiones que hay a nuestro alrededor —entre las personas, en la familia, en la sociedad, entre los pueblos y también entre los creyentes— está dentro de nosotros. El Concilio Vaticano II afirma que «los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre […] Por ello siente en sí mismo la división, que tantas y tan graves discordias provoca en la sociedad» (Gaudium et spes, 10). Por tanto, la solución a las divisiones no es oponerse a alguien, porque la discordia genera otra discordia. El verdadero remedio empieza por pedir a Dios la paz, la reconciliación, la unidad.
Esto vale ante todo para los cristianos: la unidad puede llegar solo como fruto de la oración. Los esfuerzos diplomáticos y los diálogos académicos no bastan. Jesús lo sabía y nos ha abierto el camino, rezando. Nuestra oración por la unidad es así una humilde pero confiada participación en la oración del Señor, quien prometió que toda oración hecha en su nombre será escuchada por el Padre (cf. Jn 15,7). En este punto podemos preguntarnos: “¿Yo rezo por la unidad?”. Es la voluntad de Jesús pero, si revisamos las intenciones por las que rezamos, probablemente nos demos cuenta de que hemos rezado poco, quizá nunca, por la unidad de los cristianos. Sin embargo de esta depende la fe en el mundo; el Señor pidió la unidad entre nosotros «para que el mundo crea» (Jn 17,21). El mundo no creerá porque lo convenzamos con buenos argumentos, sino si testimoniamos el amor que nos une y nos hace cercanos a todos.
En este tiempo de graves dificultades es todavía más necesaria la oración para que la unidad prevalezca sobre los conflictos. Es urgente dejar de lado los particularismos para favorecer el bien común, y por eso nuestro buen ejemplo es fundamental: es esencial que los cristianos prosigan el camino hacia la unidad plena, visible. En los últimos decenios, gracias a Dios, se han dado muchos pasos adelante, pero es necesario perseverar en el amor y en la oración, sin desconfianza y sin cansarse. Es un recorrido que el Espíritu Santo ha suscitado en la Iglesia, en los cristianos y en todos nosotros, y sobre el cual ya no volveremos atrás. ¡Siempre adelante!
Rezar significa luchar por la unidad. Sí, luchar, porque nuestro enemigo, el diablo, como dice la palabra misma, es el divisor. Jesús pide la unidad en el Espíritu Santo, hacer unidad. El diablo siempre divide, porque es conveniente para él dividir. Él insinúa la división, en todas partes y de todas las maneras, mientras que el Espíritu Santo hace converger en unidad siempre. El diablo, en general, no nos tienta con la alta teología, sino con las debilidades de nuestros hermanos. Es astuto: engrandece los errores y los defectos de los otros, siembra discordia, provoca la crítica y crea facciones. El camino de Dios es otro: nos toma como somos, nos ama mucho, pero nos ama como somos y nos toma como somos; nos toma diferentes, nos toma pecadores, y siempre nos impulsa a la unidad. Podemos hacer una verificación sobre nosotros mismos y preguntarnos si, en los lugares en los que vivimos, alimentamos la conflictividad o luchamos por hacer crecer la unidad con los instrumentos que Dios nos ha dado: la oración y el amor. Sin embargo, alimentar la conflictividad se hace con el chismorreo, siempre, hablando mal de los otros. El chismorreo es el arma que el diablo tiene más a mano para dividir la comunidad cristiana, para dividir la familia, para dividir los amigos, para dividir siempre. El Espíritu Santo nos inspira siempre la unidad.
El tema de esta Semana de oración se refiere precisamente al amor: “Permaneced en mi amor y daréis fruto en abundancia” (cf. Jn 15,5-9). La raíz de la comunión es el amor de Cristo, que nos hace superar los prejuicios para ver en el otro a un hermano y a una hermana al que amar siempre. Entonces descubrimos que los cristianos de otras confesiones, con sus tradiciones, con su historia, son dones de Dios, son dones presentes en los territorios de nuestras comunidades diocesanas y parroquiales. Empecemos a rezar por ellos y, cuando sea posible, con ellos. Así aprenderemos a amarlos y a apreciarlos. La oración, recuerda el Concilio, es el alma de todo el movimiento ecuménico (cf. Unitatis redintegratio, 8). Que sea por tanto, la oración, el punto de partida para ayudar a Jesús a cumplir su sueño: que todos sean uno.
Fuente: Vaticano