Hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Seguimos la explicación de la Carta de San Pablo a los gálatas. Esto no es algo nuevo, esta explicación, una cosa mía: esto que estamos estudiando es lo que dice san Pablo, en un conflicto muy serio, a los gálatas. Y es también Palabra de Dios, porque ha entrado en la Biblia. No son cosas que alguien se inventa, no. Es algo que sucedió en esa época y que puede repetirse. Y de hecho hemos visto que en la historia se ha repetido, esto. Esta simplemente es una catequesis sobre la Palabra de Dios expresada en la carta de Pablo a los gálatas, no es otra cosa. Es necesario tener siempre presente esto. En las catequesis precedentes hemos visto cómo el apóstol Pablo muestra a los primeros cristianos de la Galacia el peligro de dejar el camino que han iniciado a recorrer acogiendo el Evangelio. De hecho, el riesgo es el de caer en el formalismo, que es una de las tentaciones que nos lleva a la hipocresía, de la cual hemos hablado la otra vez. Caer en el formalismo y renegar la nueva dignidad que han recibido: la dignidad de redimidos por Cristo. El pasaje que acabamos de escuchar da inicio a la segunda parte de la Carta. Hasta aquí, Pablo ha hablado de su vida y de su vocación: de cómo la gracia de Dios ha transformado su existencia, poniéndola completamente al servicio de la evangelización. A este punto, interpela directamente a los gálatas: les pone delante de las decisiones que han tomado y de su condición actual, que podría anular la experiencia de gracia vivida.

Y los términos con los que el apóstol se dirige a los gálatas no son de cortesía: lo hemos escuchado. En las otras Cartas es fácil encontrar la expresión “hermanos” o “queridísimos”, aquí no. Porque está enfadado. Dice de forma genérica “gálatas” y en dos ocasiones les llama “insensatos”, que no es un término de cortesía. Insensatos, ingenuos y muchas cosas puede decir… No lo hace porque no sean inteligentes, sino porque, casi sin darse cuenta, corren el riesgo de perder la fe en Cristo que han acogido con tanto entusiasmo. Son insensatos porque no se dan cuenta que el peligro es el de perder el tesoro valioso, la belleza de la novedad de Cristo. La maravilla y la tristeza del Apóstol son evidentes. No sin amargura, él provoca a esos cristianos para recordar el primer anuncio realizado por él, con el cual les ha ofrecido la posibilidad de adquirir una libertad hasta ese momento inesperada.

El apóstol dirige a los gálatas preguntas, en el intento de sacudir sus conciencias: por eso es tan fuerte. Se trata de interrogantes retóricos, porque los gálatas saben muy bien que su venida a la fe en Cristo es fruto de la gracia recibida con la predicación del Evangelio. Les lleva al inicio de la vocación cristiana. La palabra que habían escuchado de Pablo se concentraba sobre el amor de Dios, manifestándose plenamente en la muerte y resurrección de Jesús. Pablo no podía encontrar expresiones más convincentes que la que probablemente les había repetido varias veces en su predicación: «No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2,20). Pablo no quería saber otra cosa que Cristo crucificado (cf. 1 Cor 2,2). Los gálatas deben mirar a este evento, sin dejarse distraer por otros anuncios. En resumen, el intento de Pablo es poner en un aprieto a los cristianos para que se den cuenta de lo que hay en juego y no se dejen encantar por la voz de las sirenas que quieren llevarlos a una religiosidad basada únicamente en la observancia escrupulosa de preceptos. Porque ellos, estos nuevos predicadores que llegaron allí a Galacia, les convencieron de que tenían que ir hacia atrás y tomar también los preceptos que se observaban y que llevaban a la perfección antes de la venida de Cristo, que es la gratuidad de la salvación.

Los gálatas, por otro lado, comprendían muy bien a lo que el apóstol hacía referencia. Ciertamente, habían hecho experiencia de la acción del Espíritu Santo en la comunidad: como en las otras Iglesias, así también entre ellos se habían manifestado la caridad y otros varios carismas. Puestos en aprietos, necesariamente tienen que responder que lo que han vivido era fruto de la novedad del Espíritu. Por tanto, al comienzo de su llegada a la fe, estaba la iniciativa de Dios, no de los hombres. El Espíritu Santo había sido el protagonista de su experiencia; ponerlo ahora en segundo plano para dar la primacía a las propias obras —es decir al cumplimiento de los preceptos de la Ley— sería de insensatos. La santidad viene del Espíritu Santo y que es la gratuidad de la redención de Jesús: esto nos justifica.

De este modo, san Pablo nos invita también a nosotros a reflexionar ¿cómo vivimos la fe? ¿Permanece el amor de Cristo crucificado y resucitado en el centro de nuestra vida cotidiana como fuente de salvación, o nos conformamos con alguna formalidad religiosa para tener la conciencia tranquila? ¿Cómo vivimos la fe, nosotros? ¿Estamos apegados al tesoro valioso, a la belleza de la novedad de Cristo, o preferimos algo que en el momento nos atrae pero después nos deja un vacío dentro? Lo efímero llama a menudo a la puerta de nuestras jornadas, pero es una triste ilusión, que nos hace caer en la superficialidad e impide discernir sobre qué vale la pena vivir realmente. Hermanos y hermanas, por tanto, mantengamos firme la certeza de que, también cuando tengamos la tentación de alejarnos, Dios sigue otorgando sus dones. Siempre en la historia, también hoy, suceden cosas que se parecen a lo que le sucedió a los gálatas. También hoy algunos vienen a insistirnos una y otra vez: “No, la santidad está en estos preceptos, en estas cosas, tenéis que hacer esto y esto”, y nos proponen una religiosidad rígida, la rigidez que nos quita esa libertad en el Espíritu que nos da la redención de Cristo. Estad atentos delante de la rigidez que os proponen: estad atentos. Porque detrás de toda rigidez hay algo feo, no está el Espíritu Santo. Y por esto, esta Carta nos ayudará a no escuchar estas propuestas un poco fundamentalistas que nos llevan hacia atrás en nuestra vida espiritual, y nos ayudará a ir adelante en la vocación pascual de Jesús. Es lo que el apóstol reitera a los gálatas recordando que el Padre es «el que os otorga, pues, el Espíritu y obra milagros entre vosotros» (3,5). Habla al presente, no dice “el Padre ha otorgado el Espíritu con abundancia”, capítulo 3, versículo 5, no: dice “otorga”; no dice “ha obrado”, no: “obra”. Porque, no obstante todas las dificultades que nosotros podemos poner a sus acciones, también no obstante nuestros pecados, Dios no nos abandona sino que permanece con nosotros con su amor misericordioso. Dios siempre está cerca de nosotros con su bondad. Es como el padre que todos los días subía a la terraza para ver si volvía el hijo: el amor del Padre no se cansa de nosotros. Pidamos la sabiduría de darnos cuenta siempre de esta realidad y de echar a los fundamentalistas que nos proponen una vida de ascesis artificial, lejos de la resurrección de Cristo. La ascesis es necesaria, pero la ascesis sabia, no artificial.


Fuente: Vaticano

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