Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Las palabras del sueño de Daniel, que hemos escuchado, evocan una visión de Dios misteriosa y a la vez luminosa. Una visión que el libro del Apocalipsis retoma al comienzo referida a Jesús Resucitado, que se aparece al Vidente como Mesías, Sacerdote y Rey, eterno, omnisciente e inmutable (1,12-15). Pone su mano sobre el hombro del Vidente y lo tranquiliza: «No temas, soy yo, el Primero y el Último, el que vive. Estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos» (vv. 17-18). Desaparece así la última barrera de miedo y angustia que siempre ha suscitado la teofanía: el Viviente nos tranquiliza, nos da seguridad. Él también está muerto, pero ahora ocupa el lugar que le ha sido destinado: el del Primero y el Último.

En este entramado de símbolos ―aquí hay muchos símbolos― hay un aspecto que tal vez nos ayude a comprender mejor el vínculo de esta teofanía, esta manifestación de Dios, con el ciclo de la vida, el tiempo de la historia, el señorío de Dios para el mundo creado. Y este aspecto tiene que ver con la vejez. ¿Qué tiene que ver? Veamos.

La visión comunica una sensación de vigor y fuerza, nobleza, belleza y encanto. El vestido, los ojos, la voz, los pies, todo es espléndido en esa visión: ¡es una visión! Sin embargo, su cabello es blanco: como la lana, como la nieve. Como el de un anciano. El término bíblico más difundido para designar a los ancianos es “zaqen”: de “zaqan”, que significa "barba". El cabello blanco es el símbolo antiguo de un tiempo muy largo, de un pasado inmemorial, de una existencia eterna. No hay que desmitificarlo todo con los niños: la imagen de un Dios anciano con el pelo blanco no es un símbolo trivial, es una imagen bíblica, es una imagen noble y también una imagen tierna. La figura que en el Apocalipsis está entre los candelabros de oro se superpone a la del "Anciano de Días" de la profecía de Daniel. Es viejo como toda la humanidad, y aún más. Es viejo y nuevo como la eternidad de Dios. Porque la eternidad de Dios es así, antigua y nueva, porque Dios siempre nos sorprende con su novedad, siempre sale a nuestro encuentro, cada día de una manera especial, para ese momento, para nosotros. Siempre se renueva: Dios es eterno, lo es desde siempre, podemos decir que hay como una vejez en Dios, no es así, pero es eterno, se renueva.

En las Iglesias orientales, la fiesta del Encuentro con el Señor, que se celebra el 2 de febrero, es una de las doce grandes fiestas del año litúrgico. Pone de relieve el encuentro de Jesús con el anciano Simeón en el Templo, destaca el encuentro de la humanidad, representada por los ancianos Simeón y Ana, con Cristo Señor pequeño, el Hijo eterno de Dios hecho hombre. Una representación muy hermosa de este encuentro se puede admirar en Roma en los mosaicos de Santa María en Trastévere.

La liturgia bizantina reza con Simeón: «Éste es el que nació de la Virgen: es el Verbo, Dios de Dios, el que se encarnó por nosotros y salvó al hombre». Y prosigue: "Que se abra hoy la puerta del cielo: el Verbo eterno del Padre, asumiendo un principio temporal, sin salir de su divinidad, es presentado por su voluntad al templo de la Ley por la Virgen Madre y el anciano lo toma en sus brazos». Estas palabras expresan la profesión de fe de los cuatro primeros Concilios Ecuménicos, que son sagrados para todas las Iglesias. Pero el gesto de Simeón es también el icono más hermoso para la especial vocación de la vejez, mirando a Simeón vemos el icono más hermoso de la vejez: presentar a los niños que vienen al mundo como un don ininterrumpido de Dios, sabiendo que uno de ellos es el Hijo engendrado en la intimidad misma de Dios, antes de todos los siglos.

La vejez, encaminada hacia un mundo donde finalmente el amor que Dios ha puesto en la Creación podrá irradiarse sin obstáculos, debe hacer este gesto de Simeón y Ana, antes de su despedida. La vejez debe dar testimonio ―esto para mí es el núcleo, lo más central de la vejez― - la vejez debe dar testimonio a los niños de su bendición: y esta consiste en su iniciación ―hermosa y difícil― en el misterio de un destino de vida que nadie puede aniquilar. Ni siquiera la muerte. Dar testimonio de fe ante un niño es sembrar esta vida; también, dar testimonio de humanidad y de fe es vocación de los ancianos. Dar testimonio a los niños de la realidad que han vivido, pasar el testigo. Los viejos estamos llamados a esto, a pasar el testigo, para que ello lo lleven adelante.

El testimonio de los ancianos es creíble para los niños: los jóvenes y los adultos no son capaces de darlo con tanta autenticidad, tanta ternura, y de manera tan conmovedora, como pueden hacer los ancianos, los abuelos. Cuando el anciano bendice la vida que viene a su encuentro, desechando cualquier resentimiento por la vida que se va, es irresistible. No está amargado porque pasa el tiempo y está a punto de irse: no. Es con esa alegría del buen vino, del vino que se ha vuelto bueno con los años. El testimonio de los ancianos une las edades de la vida y las mismas dimensiones del tiempo: pasado, presente y futuro, porque ello no son solo la memoria, son el presente y también la promesa. Es doloroso ―y dañoso― ver que las edades de la vida se conciben como mundos separados, que compiten entre sí y tratan de vivir unos a expensas de los otros: esto no está bien. La humanidad es antigua, muy antigua, si miramos el tiempo del reloj. Pero el Hijo de Dios, que nació de una mujer, es el Primero y el Último de todos los tiempos. Significa que nadie queda fuera de su generación eterna, de su fuerza espléndida, de su proximidad amorosa.

La alianza ―y digo alianza―, la alianza de los ancianos y de los niños salvará a la familia humana. Donde los niños, donde los jóvenes hablan con los viejos, hay futuro; si no hay diálogo entre viejos y jóvenes, el futuro no está claro. La alianza de los ancianos y los niños salvará a la familia humana. ¿Podríamos, por favor, devolver a los niños, que deben aprender a nacer, el tierno testimonio de los ancianos que poseen la sabiduría de morir? Esta humanidad, que con todo su progreso parece una adolescente nacida ayer, ¿podrá recuperar la gracia de una vejez que mantiene firme el horizonte de nuestro destino? La muerte es ciertamente un paso difícil en la vida, para todos nosotros: es un paso difícil. Todos tenemos que ir allí, pero no es fácil. Pero la muerte es también el paso que cierra el tiempo de la incertidumbre y tira el reloj: es difícil, porque ese es el paso de la muerte. Porque la belleza de la vida, que ya no caduca, comienza en ese momento. Pero comienza con la sabiduría de ese hombre y esa mujer, ancianos, que son capaces de dar testimonio a los jóvenes. Pensemos en el diálogo, en la alianza de los viejos y los niños, de los viejos con los jóvenes, y procuremos que este vínculo no se corte. Que los viejos tengan la alegría de hablar, de expresarse con los jóvenes y que los jóvenes busquen a los viejos para tomar de ellos la sabiduría de la vida.


Fuente: Vaticano

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