Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, con la ayuda de la Palabra de Dios que hemos escuchado, abrimos un pasaje a través de la fragilidad de la edad anciana, marcada de forma especial por las experiencias del desconcierto y del desánimo, de la pérdida y del abandono, de la desilusión y la duda. Naturalmente, las experiencias de nuestra fragilidad, frente a las situaciones dramáticas —a veces trágicas— de la vida, pueden suceder en todo tiempo de la existencia. Sin embargo, en la edad anciana estas pueden suscitar menos impresión e inducir en los otros una especie de hábito, incluso de molestia. Cuántas veces hemos escuchado o hemos pensando: “Los ancianos molestan”; lo hemos dicho, lo hemos pensando… Las heridas más graves de la infancia y de la juventud provocan, justamente, un sentido de injusticia y de rebelión, una fuerza de reacción y de lucha. En cambio, las heridas, también graves, de la edad anciana están acompañadas, inevitablemente, por la sensación de que, sea como sea, la vida no se contradice, porque ya ha sido vivida. Y así los ancianos son un poco alejados también de nuestra experiencia: queremos alejarlos.
En la común experiencia humana, el amor —como se dice— es descendiente: no vuelve sobre la vida que está detrás de las espaldas con la misma fuerza con la que se derrama sobre la vida que está todavía delante. La gratuidad del amor aparece también en esto: los padres lo saben desde siempre, los ancianos lo aprenden pronto. A pesar de eso, la revelación abre un camino para una restitución diferente del amor: es el camino de honrar a quien nos ha precedido. El camino de honrar a las personas que nos han precedido empieza aquí: honrar a los ancianos.
Este amor especial que se abre el camino en la forma del honor —es decir, ternura y respeto al mismo tiempo— destinado a la edad anciana está sellado por el mandamiento de Dios. «Honrar al padre y a la madre» es un compromiso solemne, el primero de la “segunda tabla” de los diez mandamientos. No se trata solamente del propio padre y de la propia madre. Se trata de la generación y de las generaciones que preceden, cuya despedida también puede ser lenta y prolongada, creando un tiempo y un espacio de convivencia de larga duración con las otras edades de la vida. En otras palabras, se trata de la vejez de la vida.
Honor es una buena palabra para enmarcar este ámbito de restitución del amor que concierne a la edad anciana. Es decir, nosotros hemos recibido el amor de los padres, de los abuelos y ahora nosotros les devolvemos este amor a ellos, a los ancianos, a los abuelos. Nosotros hoy hemos descubierto el término “dignidad”, para indicar el valor del respeto y del cuidado de la vida de todos. Dignidad, aquí, equivale sustancialmente al honor: honrar al padre y a la madre, honrar a los ancianos y reconocer la dignidad que tienen.
Pensemos bien en esta bonita declinación del amor que es el honor. El cuidado mismo del enfermo, el apoyo a quien no es autosuficiente, la garantía del sustento, pueden carecer de honor. El honor desaparece cuando el exceso de confianza, en vez de declinarse como delicadeza y afecto, ternura y respeto, se convierte en rudeza y prevaricación. Cuando la debilidad es reprochada, e incluso castigada, como si fuera una culpa. Cuando el desconcierto y la confusión se convierten en un resquicio para la burla y la agresividad. Puede suceder incluso entre las paredes domésticas, en las residencias, como también en las oficinas o en los espacios abiertos de la ciudad. Fomentar en los jóvenes, también indirectamente, una actitud de suficiencia —e incluso de desprecio— hacia la edad anciana, sus debilidades y su precariedad, produce cosas horribles. Abre el camino a excesos inimaginables. Los chicos que queman la manta de un “vagabundo” —lo hemos visto—, porque lo ven como un desecho humano, son la punta del iceberg, es decir, del desprecio por una vida que, lejos de las atracciones y de las pulsiones de la juventud, aparece ya como una vida de descarte. Muchas veces pensamos que los ancianos son el descarte o los ponemos nosotros en el descarte; se desprecia a los ancianos y se descartan de la vida, dejándoles de lado.
Este desprecio, que deshonra al anciano, en realidad nos deshonra a todos nosotros. Si yo deshonro al anciano me deshonro a mí mismo. El pasaje del Libro del Eclesiástico, escuchado al inicio, es justamente duro en relación con este deshonor, que clama venganza a los ojos de Dios. Existe un pasaje, en la historia de Noé, muy expresivo en relación con esto. El viejo Noé, héroe del diluvio y todavía gran trabajador, yace descompuesto después de haber bebido algún vaso de más. Ya es anciano, pero ha bebido demasiado. Los hijos, por no hacerle despertar en la vergüenza, lo cubren con delicadeza, con la mirada baja, con gran respeto. Este texto es muy bonito y dice todo del honor debido al anciano; cubrir las debilidades del anciano, para no avergonzarlo, es un texto que nos ayuda mucho.
No obstante todas las providencias materiales que las sociedades más ricas y organizadas ponen a disposición de la vejez —de las cuales podemos ciertamente estar orgullosos—, la lucha por la restitución de esa forma especial de amor que es el honor, me parece todavía frágil e inmadura. Debemos hacer de todo, sostenerla y animarla, ofreciendo mejor apoyo social y cultural a aquellos que son sensibles a esta decisiva forma de “civilización del amor”. Y sobre esto, me permito aconsejar a los padres: por favor, acercad a los hijos, a los niños, a los hijos jóvenes a los ancianos, acercarles siempre. Y cuando el anciano está enfermo, un poco fuera de sí, acercarles siempre: que sepan que esta es nuestra carne, que esto es lo que ha hecho que nosotros estemos aquí ahora. Por favor, no alejar a los ancianos. Y si no hay otra posibilidad que enviarlos a una residencia, por favor, id a visitarlos y llevad a los niños a verlos: son el honor de nuestra civilización, los ancianos que han abierto las puertas. Y muchas veces, los hijos se olvidan de esto. Os digo una cosa personal: a mí me gustaba en Buenos Aires, visitar las residencias de ancianos. Iba a menudo y visitaba a cada uno. Recuerdo una vez que pregunté a una señora: “¿Usted cuántos hijos tiene?” — “Tengo cuatro, todos casados, con nietos”. Y empezó a hablarme de la familia. “¿Y ellos vienen?” — “¡Sí, vienen siempre!”. Cuando salí de la habitación la enfermera, que había escuchado, me dijo: “Padre, ha dicho una mentira para cubrir a sus hijos. ¡Desde hace seis meses no viene nadie!”. Esto es descartar a los ancianos, es pensar que los ancianos son material de descarte. Por favor, es un pecado grave. Este es el primer gran mandamiento, y el único que indica el premio: “Honra al padre y a la madre y tendrás vida larga en la tierra”. Este mandamiento de honrar a los ancianos nos da una bendición, que se manifiesta de esta manera: “Tendrás larga vida”. Por favor, custodiad a los ancianos. Y si pierden la cabeza, custodiadlos también porque son la presencia de la historia, la presencia de mi familia, y gracias a ellos yo estoy aquí, lo podemos decir todos: gracias a ti, abuelo y abuela, yo estoy vivo. Por favor, no los dejéis solos. Y esto, de custodiar a los ancianos, no es una cuestión de cosméticos ni de cirugía plástica, no. Más bien es una cuestión de honor, que debe transformar la educación de los jóvenes respecto a la vida y a sus fases. El amor por lo humano que nos es común, e incluye el honor por la vida vivida, no es una cuestión de ancianos. Más bien, es una ambición que iluminará a la juventud que hereda sus mejores cualidades. La sabiduría del Espíritu de Dios nos conceda abrir el horizonte de esta auténtica revolución cultural con la energía necesaria.
Fuente: Vaticano