¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
La hermosa oración del anciano que encontramos en el Salmo 71 que hemos escuchado nos anima a meditar sobre la fuerte tensión que habita la condición de la vejez, cuando la memoria de las fatigas superadas y de las bendiciones recibidas es puesta a prueba de la fe y la esperanza.
La prueba se presenta ya de por sí con la debilidad que acompaña el paso a través de la fragilidad y la vulnerabilidad de la edad avanzada. Y el salmista —un anciano que se dirige al Señor— menciona explícitamente el hecho de que este proceso se convierte en una ocasión de abandono, de engaño y prevaricación y de prepotencia, que a veces se ensaña contra el anciano. Una forma de vileza en la que nos estamos especializando en nuestra sociedad. ¡Es verdad! En esta sociedad del descarte, esta cultura del descarte, los ancianos son dejados de lado y sufren estas cosas. De hecho, no faltan quienes se aprovechan de la edad del anciano, para engañarlo, para intimidarlo de mil maneras. A menudo leemos en los periódicos o escuchamos noticias de personas ancianas que son engañadas sin escrúpulos para apoderarse de sus ahorros; o que quedan desprotegidas o abandonadas sin cuidados; u ofendidas por formas de desprecio e intimidadas para que renuncien a sus derechos. También en las familias —y esto es grave, pero sucede también en las familias— suceden tales crueldades. Los ancianos descartados, abandonados en las residencias, sin que los hijos vayan a visitarles o si van, van pocas veces al año. El anciano puesto en el rincón de la existencia. Y esto sucede: sucede hoy, sucede en las familias, sucede siempre. Debemos reflexionar sobre esto.
Toda la sociedad debe apresurarse a atender a sus ancianos —¡son el tesoro!— cada vez más numerosos, y a menudo también más abandonados. Cuando oímos hablar de ancianos que son despojados de su autonomía, de su seguridad, incluso de su hogar, entendemos que la ambivalencia de la sociedad actual en relación con la edad anciana no es un problema de emergencias puntuales, sino un rasgo de esa cultura del descarte que envenena el mundo en el que vivimos. El anciano del salmo confía a Dios su desánimo: «Porque de mí —dice— mis enemigos hablan, los que espían mi alma se conviertan: “¡Dios le ha desamparado, perseguidle, apresadle, pues no hay quien le libere!» (vv.10-11). Las consecuencias son fatales. La vejez no solo pierde su dignidad, sino que se pone en duda incluso que merezca continuar. Así, todos estamos tentados de esconder nuestra propia vulnerabilidad, esconder nuestra enfermedad, nuestra edad y nuestra vejez, porque tememos que sean la antesala de nuestra pérdida de dignidad. Preguntémonos: ¿es humano inducir este sentimiento? ¿Por qué la civilización moderna, tan avanzada y eficiente, se siente tan incómoda con la enfermedad y la vejez, esconde la enfermedad, esconde la vejez? ¿Y por qué la política, que se muestra tan comprometida con definir los límites de una supervivencia digna, al mismo tiempo es insensible a la dignidad de una convivencia afectuosa con los ancianos y los enfermos?
El anciano del salmo que hemos escuchado, este anciano que ve su vejez como una derrota, descubre la confianza en el Señor. Siente la necesidad de ser ayudado. Y se dirige a Dios. San Agustín, comentando este salmo, exhorta al anciano: «No temas ser abandonado en la debilidad, en la vejez. […] ¿Por qué has de temer que [el Señor] te abandone, que te rechace en la vejez, cuando te falten las fuerzas? Al contrario, en ti residirá su fortaleza, cuando se vaya menguando la tuya» (PL 36, 881-882). Y el salmista anciano invoca: «¡Por tu justicia sálvame, libérame! ¡Tiende hacia mí tu oído y sálvame! ¡Sé para mí una roca de refugio, alcázar fuerte que me salve, pues mi roca eres tú y mi fortaleza!» (vv. 2-3). La invocación testimonia la fidelidad de Dios y apela a su capacidad de sacudir las conciencias desviadas por la insensibilidad a la parábola de la vida mortal, que debe ser custodiada en su integridad. Reza así: «¡Oh Dios, no te estés lejos de mí, Dios mío, ven pronto en mi socorro! ¡Confusión y vergüenza sobre aquellos que acusan a mi alma; cúbranse de ignominia y de vergüenza los que buscan mi mal!» (vv. 12-13).
De hecho, la vergüenza debería caer sobre aquellos que se aprovechan de la debilidad de la enfermedad y la vejez. La oración renueva en el corazón del anciano la promesa de la fidelidad y de la bendición de Dios. El anciano redescubre la oración y da testimonio de su fuerza. Jesús, en los Evangelios, nunca rechaza la oración de quien necesita ayuda. Los ancianos, por su debilidad, pueden enseñar a los que viven otras edades de la vida que todos necesitamos abandonarnos en el Señor, invocar su ayuda. En este sentido, todos debemos aprender de la vejez: sí, hay un don en ser anciano entendido como abandonarse al cuidado de los demás, empezando por Dios mismo.
Existe entonces un “magisterio de la fragilidad”, no esconder las fragilidades, no. Son verdaderas, hay una realidad y hay un magisterio de la fragilidad, que la vejez es capaz de recordar de manera creíble para todo el arco de la vida humana. No esconder la vejez, no esconder las fragilidades de la vejez. Esta es una enseñanza para todos nosotros. Este magisterio abre un horizonte decisivo para la reforma de nuestra propia civilización. Una reforma indispensable en beneficio de la convivencia de todos. La marginación de los ancianos tanto conceptual como práctica corrompe todas las etapas de la vida, no sólo la de la ancianidad. Cada uno de nosotros puede pensar hoy en los ancianos de la familia: ¿cómo me relaciono con ellos, los recuerdo, voy a verlos? ¿Trato que no les falte de nada? ¿Los respeto? ¿He cancelado de mi vida a los ancianos que están en mi familia, mamá, papá, abuelo, abuela, tíos, amigos? ¿O voy donde ellos para tomar sabiduría, la sabiduría de la vida? Recuerda que también tú serás anciano o anciana. La vejez viene para todos. Y como tu querrías ser tratado o tratada en el momento de la vejez, trata tú a los ancianos hoy. Son la memoria de la familia, la memoria de la humanidad, la memoria del país. Custodiar los ancianos que son sabiduría. Que el Señor conceda a los ancianos que forman parte de la Iglesia la generosidad de esta invocación y de esta provocación. Que esta confianza en el Señor nos contagie. Y esto, por el bien de todos, de ellos y de nosotros y de nuestros hijos.
Fuente: Vaticano