Queridos hermanos y hermanas, ¡bienvenidos y buenos días!

En nuestro recorrido de catequesis sobre la vejez, hoy meditamos sobre el diálogo entre Jesús resucitado y Pedro al final del Evangelio de Juan (21,15-23). Es un diálogo conmovedor, en el que se refleja todo el amor de Jesús por sus discípulos, y también la sublime humanidad de su relación con ellos, en particular con Pedro: una relación tierna, pero no empalagosa, directa, fuerte, libre, abierta. Una relación de hombres y en la verdad. Así, el Evangelio de Juan, tan espiritual, tan elevado, se cierra con una vehemente petición y ofrenda de amor entre Jesús y Pedro, que se entrelaza, con toda naturalidad, con una discusión entre ambos. El evangelista nos advierte: da testimonio de la verdad de los hechos (cf. Jn 21, 24). Y es en ellos donde hay que buscar la verdad.

Podemos preguntarnos: ¿somos capaces nosotros de custodiar el tenor de esta relación de Jesús con los discípulos, según su estilo tan abierto, tan franco, tan directo, tan humanamente real? ¿Cómo es nuestra relación con Jesús? ¿Es así, como la de los apóstoles con Él? ¿No estamos, sin embargo, muy a menudo tentados a encerrar el testimonio del Evangelio en la crisálida de una revelación “azucarada”, a la que añadimos nuestra veneración de circunstancia? Esta actitud, que parece de respeto, en realidad nos aleja del verdadero Jesús, e incluso se convierte en ocasión para un camino de fe muy abstracto, muy autorreferencial, muy mundano, que no es el camino de Jesús. Jesús es el Verbo de Dios hecho hombre, y Él se comporta como hombre, Él nos habla como hombre, Dios-hombre. Con esta ternura, con esta amistad, con esta cercanía. Jesús no es como esa imagen azucarada de las estampitas, no: Jesús está a la mano, está cerca de nosotros.

En el transcurso de la discusión de Jesús con Pedro, encontramos dos pasajes que se refieren precisamente a la vejez y a la duración del tiempo: el tiempo del testimonio, el tiempo de la vida. El primer paso es la advertencia de Jesús a Pedro: cuando eras joven eras autosuficiente, cuando seas viejo ya no serás tan dueño de ti y de tu vida. Dímelo a mí que tengo que ir en silla de ruedas, ¡eh! Pero es así, la vida es así: con la vejez te vienen todas estas enfermedades y debemos aceptarlas como vienen, ¿no? ¡No tenemos la fuerza de los jóvenes! Y también tu testimonio —dice Jesús— irá acompañado de esta debilidad. Tú debes ser testigo de Jesús también en la debilidad, en la enfermedad y en la muerte. Hay un pasaje hermoso de san Ignacio de Loyola que dice: “Así como en la vida, también en la muerte debemos dar testimonio de discípulos de Jesús”. El final de la vida debe ser un final de vida de discípulos: de discípulos de Jesús, porque el Señor nos habla siempre según la edad que tenemos. El Evangelista añade su comentario, explicando que Jesús aludía al testimonio extremo, el del martirio y de la muerte. Pero podemos comprender bien el sentido de esta advertencia de forma más general: tu seguimiento deberá aprender a dejarse instruir y plasmar por tu fragilidad, tu impotencia, tu dependencia de los demás, incluso en el vestirse, en el caminar. Pero tú «sígueme» (v. 19). El seguimiento de Jesús sigue adelante, con buena salud, con no buena salud, con autosuficiencia y con no autosuficiencia física, pero el seguimiento de Jesús es importante: seguir a Jesús siempre, a pie, corriendo, lentamente, en silla de ruedas, pero seguirle siempre. La sabiduría del seguimiento debe encontrar el camino para permanecer en su profesión de fe —así responde Pedro: «Señor, tú sabes que te quiero» (vv. 15.16.17)—, también en las condiciones limitadas de la debilidad y de la vejez. A mí me gusta hablar con los ancianos mirándolos a los ojos: tienen esos ojos brillantes, esos ojos que te hablan más que las palabras, el testimonio de una vida. Y esto es hermoso, debemos conservarlo hasta el final. Seguir a Jesús así, llenos de vida.

Este coloquio entre Jesús y Pedro contiene una enseñanza valiosa para todos los discípulos, para todos nosotros creyentes. Y también para todos los ancianos. Aprender de nuestra fragilidad y expresar la coherencia de nuestro testimonio de vida en las condiciones de una vida ampliamente confiada a otros, ampliamente dependiente de la iniciativa de otros. Con la enfermedad, con la vejez la dependencia crece y ya no somos autosuficientes como antes; crece la dependencia de los otros y también ahí madura la fe, también ahí está Jesús con nosotros, también ahí brota esa riqueza de la fe bien vivida durante el camino de la vida.

Pero de nuevo debemos preguntarnos: ¿disponemos de una espiritualidad realmente capaz de interpretar el período—ahora largo y extendido—de este tiempo de nuestra debilidad confiada a los demás, más que al poder de nuestra autonomía? ¿Cómo permanecer fieles al seguimiento vivido, al amor prometido, a la justicia buscada cuando éramos capaces de tomar iniciativas, en el tiempo de la fragilidad, en el tiempo de la dependencia, de la despedida, en el tiempo de alejarse del protagonismo de nuestra vida? No es fácil alejarse del ser protagonista, no es fácil.

Este nuevo tiempo es también un tiempo de prueba, ciertamente. Empezando por la tentación —muy humana, sin duda, pero también muy insidiosa— de conservar nuestro protagonismo. Y a veces el protagonismo debe disminuir, debe abajarse, aceptar que la vejez te disminuye como protagonista. Pero tendrás otra forma de expresarte, otra forma de participar en la familia, en la sociedad, en el grupo de los amigos. Y es la curiosidad que le viene a Pedro: “¿Y él?”, dice Pedro, viendo al discípulo amado que los seguía (cf. vv. 20-21). Meter la nariz en la vida de los otros. Pues, no. Jesús le dice: “¡Cállate!”. ¿Realmente tiene que estar en “mi” seguimiento? ¿Acaso debe ocupar “mi” espacio? ¿Será mi sucesor? Son preguntas que no sirven, que no ayudan. ¿Debe durar más que yo y tomar mi lugar? Y la respuesta de Jesús es franca e incluso áspera: «¿Qué te importa? Tú, sígueme» (v. 22). Como diciendo: cuida de tu vida, de tu situación actual y no metas la nariz en la vida de los otros. Tú sígueme. Esto sí, es importante: el seguimiento de Jesús, seguir a Jesús en la vida y en la muerte, en la salud y en la enfermedad, en la vida cuando es próspera con muchos éxitos y también en la vida difícil con tantos momentos duros de caída. Y cuando queremos meternos en la vida de los otros, Jesús responde: “¿A ti qué te importa? Tú sígueme”. Hermoso. Nosotros ancianos no deberíamos tener envidia de los jóvenes que toman su camino, que ocupan nuestro lugar, que duran más que nosotros. El honor de nuestra fidelidad al amor jurado, la fidelidad al seguimiento de la fe que hemos creído, incluso en las condiciones que nos acercan a la despedida de la vida, son nuestro título de admiración para las generaciones venideras y de reconocimiento agradecido por parte del Señor. Aprender a despedirse: esta es la sabiduría de los ancianos. Pero despedirse bien, con la sonrisa; aprender a despedirse en sociedad, a despedirse con los otros. La vida del anciano es una despedida, lenta, lenta, pero una despedida alegre: he vivido la vida, he conservado mi fe. Esto es hermoso, cuando un anciano puede decir esto: “He vivido la vida, esta es mi familia; he vivido la vida, he sido un pecador, pero también he hecho el bien”. Y esta paz que viene, esta es la despedida del anciano.

Incluso el seguimiento forzosamente inactivo, hecho de contemplación emocionada y de escucha extasiada de la palabra del Señor —como la de María, hermana de Lázaro— se convertirá en la mejor parte de su vida, de la vida de nosotros los ancianos. Que nunca esta parte nos será quitada, nunca (cf. Lc 10,42). Miremos a los ancianos, mirémoslos, y ayudémosles para que puedan vivir y expresar su sabiduría de vida, que puedan darnos lo que tienen de hermoso y de bueno. Mirémoslos, escuchémoslos. Y nosotros ancianos, miremos a los jóvenes siempre con una sonrisa: ellos seguirán el camino, ellos llevarán adelante lo que hemos sembrado, también lo que nosotros no hemos sembrado porque no hemos tenido la valentía o la oportunidad: ellos lo llevarán adelante. Pero siempre con esta relación de reciprocidad: un anciano no puede ser feliz sin mirar a los jóvenes y los jóvenes no pueden ir adelante en la vida sin mirar a los ancianos. Gracias.


Fuente: Vaticano

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