8 de febrero de 2017

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El miércoles pasado vimos que san Pablo en la primera Carta a los Tesalonicenses exhorta a permanecer radicados en la esperanza de la resurrección (cf. 5, 4-11), con esa bonita palabra «estaremos siempre con el Señor» (4, 17). En el mismo contexto, el apóstol muestra que la esperanza cristiana no tiene solo una respiración personal, individual, sino comunitaria, eclesial. Todos nosotros esperamos; todos nosotros tenemos esperanza, incluso comunitariamente.

Por esto, la mirada se extiende enseguida desde Pablo a todas las realidades que componen la comunidad cristiana, pidiéndolas que recen las unas por las otras y que se apoyen mutuamente. Ayudarnos mutuamente. Pero no solo ayudarnos ante las necesidades, en las muchas necesidades de la vida cotidiana, sino en la esperanza, ayudarnos en la esperanza. Y no es casualidad que comience precisamente haciendo referencia a quienes ha sido encomendada la responsabilidad y la guía pastoral. Son los primeros en ser llamados a alimentar la esperanza, y esto no porque sean mejores que los demás, sino en virtud de un ministerio divino que va más allá de sus fuerzas. Por ese motivo, necesitan más que nunca el respeto, la comprensión y el apoyo benévolo de todos.

La atención se centra después en los hermanos que mayormente corren el riesgo de perder la esperanza, de caer en la desesperación. Nosotros siempre tenemos noticias de gente que cae en la desesperación y hace cosas feas... La desesperación les lleva a muchas cosas feas. Es una referencia a quien ha sido desanimado, a quien es débil, a quien ha sido abatido por el peso de la vida y de las propias culpas y no consigue levantarse más. En estos casos, la cercanía y el calor de toda la Iglesia deben hacerse todavía más intensos y cariñosos, y deben asumir la forma exquisita de la compasión, que no es tener lástima: la compasión es padecer con el otro, sufrir con el otro, acercarme a quien sufre; una palabra, una caricia, pero que venga del corazón; esta es la compasión. Para quien tiene necesidad del conforto y la consolación. Esto es importante más que nunca: la esperanza cristiana no puede prescindir de la caridad genuina y concreta. El mismo Apóstol de las gentes, en la Carta a los Romanos, afirma con el corazón en la mano: «Nosotros, los fuertes —que tenemos la fe, la esperanza, o no tenemos muchas dificultades— debemos sobrellevar las flaquezas de los débiles, y no buscar nuestro propio agrado» (15, 1). Llevar, llevar las debilidades de otros. Este testimonio después no permanecerá cerrado dentro de los confines de la comunidad cristiana: resuena con todo su vigor incluso fuera, en el contexto social y civil, como un llamamiento a no crear muros sino puentes, a no recambiar el mal con el mal, a vencer al mal con el bien, la ofensa con el perdón —el cristiano nunca puede decir: ¡me la pagarás!, nunca; esto no es un gesto cristiano; la ofensa se vence con el perdón—, a vivir en paz con todos. ¡Esta es la Iglesia! Y esto es lo que obra la esperanza cristiana, cuando asume las líneas fuertes y al mismo tiempo tiernas del amor. El amor es fuerte y tierno. Es bonito.

Se comprende entonces que no se aprenda a esperar solos. Nadie aprende a esperar solo. No es posible. La esperanza, para alimentarse, necesita un “cuerpo”, en el cual los varios miembros se sostienen y se dan vida mutuamente. Esto entonces quiere decir que, si esperamos, es porque muchos de nuestros hermanos y hermanas nos han enseñado a esperar y han mantenido viva nuestra esperanza. Y entre estos, se distinguen los pequeños, los pobres, los simples, los marginados. Sí, porque no conoce la esperanza quien se cierra en el propio bienestar: espera solamente su bienestar y esto no es esperanza: es seguridad relativa; no conoce la esperanza quien se cierra en la propia gratificación, quien se siente siempre bien... quienes esperan son en cambio los que experimentan cada día la prueba, la precariedad y el propio límite. Estos son nuestros hermanos que nos dan el testimonio más bonito, más fuerte, porque permanecen firmes en su confianza en el Señor, sabiendo que, más allá de la tristeza, de la opresión y de la ineluctabilidad de la muerte, la última palabra será suya, y será una palabra de misericordia, de vida y de paz. Quien espera, espera sentir un día esta palabra: “ven, ven a mí, hermano; ven, ven a mí, hermana, para toda la eternidad”.

Queridos amigos, si —como hemos dicho— el hogar natural de la esperanza es un “cuerpo” solidario, en el caso de la esperanza cristiana este cuerpo es la Iglesia, mientras el soplo vital, el alma de esta esperanza es el Espíritu Santo. Sin el Espíritu Santo no se puede tener esperanza. He aquí entonces por qué el apóstol Pablo nos invita al final a invocarle continuamente. Si no es fácil creer, mucho menos lo es esperar. Es más difícil esperar que creer, es más difícil. Pero cuando el Espíritu Santo vive en nuestros corazones, es Él quien nos hace entender que no debemos temer, que el Señor está cerca y cuida de nosotros; y es Él quien modela nuestras comunidades, en un perenne Pentecostés, como signos vivos de esperanza para la familia humana. Gracias.


Saludos:

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España y Latinoamérica. Los animo a invocar la presencia del Espíritu Santo en sus vidas, como también en medio de sus familias y comunidades, para que se avive en nosotros la llama de la caridad y nos haga signos vivos de la esperanza para toda la familia humana. Gracias.

LLAMAMIENTOS

Ayer, en Osaka en Japón, fue proclamado beato Justo Takayama Ukon, fiel laico japonés, muerto mártir en Manila en 1615. En vez de aceptar concesiones renunció a honores y comodidades aceptando la humillación y el exilio. Permaneció fiel a Cristo y al Evangelio; por esto representa un admirable ejemplo de fortaleza en la fe y de dedicación en la caridad.

Hoy se celebra la Jornada de oración y reflexión contra la trata de personas, este año dedica en particular a los niños y adolescentes. Animo a todos aquellos que de diferentes maneras ayudan a los menores esclavizados y abusados a liberarse de tal opresión. Deseo que los que tienen responsabilidad de gobierno combatan con decisión esta plaga, dando voz a nuestros hermanos más pequeños, humillados en su dignidad. Debemos hacer todo lo posible para erradicar este crimen vergonzoso e inaceptable.

El próximo sábado, memoria de la Beata Virgen María de Lourdes, se celebra la 25ª Jornada Mundial del Enfermo. La celebración principal tendrá lugar en Lourdes y será presidida por el cardenal Secretario de Estado. Invito a rezar, por intercesión de nuestra Santa Madre, por todos los enfermos, especialmente por los más graves y que están más solos, y también por todo aquellos que los cuidan.

Vuelvo a la celebración de hoy, la Jornada de oración y reflexión contra la trata de personas, que se celebra hoy porque hoy es la fiesta de santa Josefina Bakhita [muestra un folleto que habla de ella]. Esta chica esclavizada en África, explotada, humillada, no perdió la esperanza y llevó adelante la fe, y terminó llegando como migrante a Europa. Y allí ella sintió la llamada del Señor y se hizo religiosa. Recemos a santa Josefina Bakhita por todos los migrantes, los refugiados, los explotados que sufren mucho, mucho.

Y hablado de migrantes expulsados, explotados, yo quisiera rezar con vosotros, hoy, de forma especial por nuestros hermanos y hermanas rohinyás: expulsados de Myanmar, van de una parte a otra porque no les quieren... Es gente buena, gente pacífica. ¡No son cristianos, son buenos, son hermanos y hermanas nuestros! Sufren desde hace años. Han sido torturados, asesinados, sencillamente porque llevan adelante sus tradiciones, su fe musulmana. Rezamos por ellos. Os invito a rezar por ellos a nuestro Padre que está en los Cielos, todos juntos, por nuestros hermanos y hermanas rohinyás. [Oración del Padre Nuestro] Santa Josefina Bakhita – reza por nosotros. ¡Y un aplauso a santa Josefina Bakhita!

 

 


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