En el Libro de los Hechos de los Apóstoles vemos que en la Iglesia, al inicio, había tiempos de paz, lo dice muchas veces: la Iglesia crecía en paz y el Espíritu del Señor se difundía; tiempos de paz (cfr. Hch 9,31). Y también había tiempos de persecución, comenzando por la persecución de Esteban (cfr. Hch 7,59), luego Pablo perseguidor, convertido, y después también él perseguido (cfr. Hch 13,50)… Tiempos de paz, tiempos de persecuciones, y también había tiempos de desconcierto. Y ese es el tema de la primera lectura de hoy: un tiempo de desconcierto. Escriben los apóstoles a los cristianos que han venido del paganismo: «Habiéndonos enterado de que algunos de aquí, sin encargo nuestro, os han alborotado con sus palabras, desconcertando vuestros ánimos» (At 15,24).
¿Qué había pasado? Los cristianos que provenían de los paganos creyeron en Jesucristo y recibieron el bautismo, y estaban felices: recibieron el Espíritu Santo. Del paganismo al cristianismo, sin ninguna etapa intermedia. En cambio, los que se llaman “judaizantes”, sostenían que eso no se podía hacer. Si uno era pagano, primero tenía que hacerse hebreo, un buen judío, y luego hacerse cristiano, para estar en la línea de la elección del pueblo de Dios. Y aquellos cristianos no entendían esto: “Pero cómo, ¿somos cristianos de segunda clase? ¿No se puede pasar del paganismo directamente al cristianismo? ¿Acaso la Resurrección de Cristo no disolvió la antigua ley y la llevó a una plenitud aún más grande?”. Estaban desconcertados y había muchas discusiones entre ellos. Los que querían eso eran personas que, con argumentos pastorales, argumentos teológicos, incluso algunos morales, sostenían que no: que se debía dar el paso así. Y esto ponía en tela de juicio la libertad del Espíritu Santo, y también la gratuidad de la Resurrección de Cristo y de la gracia. Eran metódicos y también rígidos. De ellos, Jesús había dicho, de sus maestros, de los doctores de la Ley: “Ay de vosotros que recorréis cielo y mar para hacer un prosélito y cuando lo encontráis lo hacéis peor que antes. Lo hacéis hijo de la Gehena”. Más o menos así dice Jesús en el capítulo 23 de Mateo (cfr. v. 15). Esa gente, que era “ideológica” –más que “dogmática”, era “ideológica”– había reducido la Ley, el dogma a una ideología y “hay que hacer esto, y esto, y esto”: una religión de prescripciones, y con eso quitaban la libertad al Espíritu. Y la gente que les seguía era gente rígida, gente que no se sentía a gusto, no conocía la alegría del Evangelio. La perfección del camino para seguir a Jesús era la rigidez: “Hay que hacer esto, esto, esto, esto…”. Esa gente, esos doctores “manipulaban” las conciencias de los fieles, o los volvían rígidos… o se iban.
Por eso, yo me repito tantas veces, y digo que la rigidez no es de buen espíritu, porque cuestiona la gratuidad de la Redención, la gratuidad de la Resurrección de Cristo. Y eso es algo viejo: durante la historia de la Iglesia, esto se ha repetido. Pensemos en los pelagianos, en esos rígidos famosos. Y también en nuestros tiempos hemos visto algunas organizaciones apostólicas que parecían muy bien organizadas, que trabajaban bien… pero todos rígidos, todos iguales uno al otro, y luego hemos sabido de la corrupción que había dentro, incluso en los fundadores.
Donde hay rigidez no está el Espíritu de Dios, porque el Espíritu de Dios es libertad. Y esa gente quería dar pasos quitando la libertad del Espíritu de Dios y la gratuidad de la Redención: “Para ser justificado, debes hacer esto, esto, esto, esto…”. ¡La justificación es gratuita! ¡La muerte y la Resurrección de Cristo son gratuitas! No se paga, no se compra: ¡es un don! Y estos no querían hacer eso.
Es bonito lo que leemos: los apóstoles se reúnen en ese concilio y al final escriben una carta que empieza así: «Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables» (Hch 15,28), y ponen unas obligaciones más morales, de sentido común: no confundir el cristianismo con el paganismo, absteniéndose de las carnes sacrificadas a los ídolos, etc. Y al final, esos cristianos que estaban desconcertados, reunidos en asamblea recibieron la carta y «al leerla, se alegraron mucho por aquellas palabras alentadoras» (v. 31). Del desconcierto a la alegría. El espíritu de rigidez siempre te lleva al malestar: “¿Esto lo he hecho bien? ¿No lo he hecho bien?”. El escrúpulo. El espíritu de libertad evangélica te lleva a la alegría, porque es eso lo que Jesús hizo con su Resurrección: ¡trajo la alegría! El trato con Dios, el trato con Jesús no se basa en “hacer cosas”: “Yo hago esto y Tú me das esto”. Un trato –que el Señor me perdone– comercial: ¡no! Es gratuito, como es gratuito el trato de Jesús con los discípulos. «Vosotros sois mis amigos» (Jn 15,14). “Ya no os llamo siervos, os llamo amigos” (cfr. Jn 15,15). «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros» (Jn 15,16): eso es la gratuidad.
Pidamos al Señor que nos ayude a discernir los frutos de la gratuidad evangélica de los frutos de la rigidez no-evangélica, y que nos libre de toda molestia de los que ponen la fe, la vida de la fe bajo prescripciones casuísticas, prescripciones que no tienen sentido. Me refiero a las prescripciones que no tienen sentido, no a los Mandamientos. Que nos libre de ese espíritu de rigidez que te quita la libertad.
Fuente: Almudi.org