Trata sobre cómo deben enfrentar el deseo de morir la medicina, la sociedad, amigos y parientes.


Prólogo por

Ignacio Sánchez D., rector de la Pontificia Universidad Católica de Chile

Joaquín García-Huidobro C, profesor de la Universidad de los Andes


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Los chilenos afiliados a Isapres estamos acostumbrados a recibir, cada cierto tiempo, una carta de nuestros seguros de salud. Cuando la abrimos, el único temor que albergamos es que puedan anunciarnos un alza en el costo de nuestro plan. Imaginemos, sin embargo, que su contenido es totalmente distinto y que, en un acto de generosidad, la compañía nos ofreciese cubrir gratuitamente los gastos de salud… de nuestro suicidio. Este ejemplo no corresponde a un ejercicio de fantasía, sino a la muy real situación de Randy Stroup, un ciudadano norteamericano enfermo de cáncer, quien en 2008 “recibió una respuesta negativa de su seguro de salud Oregon Health Plan ante su petición de ayuda financiera para una costosa quimioterapia, pero a su vez le indicaron que sí asumirían los costos de un suicidio médicamente asistido” [1]. Se trata, naturalmente, de un hecho que no se limita solo a una relación contractual entre privados, sino que apunta a la forma misma en que se concibe una sociedad. Es lo que, a diferencia de una economía de merca-do —que por definición está acotada a los bienes transables—, podríamos caracterizar como una “sociedad de mercado”, aquella donde todos los bienes están sujetos a la lógica económica [2].

Diversos factores influyen en la espontaneidad con la que, en nuestra época, una compañía de seguros puede ofrecer un “producto” semejante. Por de pronto, ha irrumpido un factor nuevo en la historia: la notable prolongación de la vida humana. Para los hombres y mujeres de nuestro tiempo, llegar a los 90 años es un hecho absolutamente normal, y que alguien cumpla 100 años ya dejó de ser valorado como un acontecimiento absolutamente inusual. Sin embargo, esa prolongación de la vida no siempre ha ido acompañada de una mejoría paralela de las condiciones en que esta se desarrolla. Los países del Primer Mundo son testigos de la presencia de millones de personas de edad avanzada, con todos los problemas médicos que esa etapa conlleva, que experimentan una existencia solitaria, de escasa actividad y que muchas veces pareciera carecer de todo sentido. A esto se agrega un progreso médico que no conoce precedentes en la historia humana. Dicho progreso permite prolongar la vida incluso en condiciones muy adversas, lo que se traduce en un panorama muy poco alentador para los pacientes. En efecto, ellos se ven enfrentados a la posibilidad de pasar un largo tiempo fuera de sus propias casas, sin la compañía de sus seres queridos y condenados a sufrir una muerte en el mayor de los desamparos, si bien rodeados de las máquinas más avanzadas. Además, se trata de una tecnología muy cara y que difícilmente puede ser costeada por las familias o por los sistemas estatales o privados de salud. Como si lo anterior fuera poco, todos los países desarrollados enfrentan una dramática caída poblacional, fenómeno que se prolonga ya por décadas y que no parece vaya a revertirse. Así las cosas, son cada vez menos los ciudadanos activos que, de modo directo o indirecto, deben mantener un sistema de apoyo a una gigantesca población pasiva que vive progresivamente más tiempo y cuyos gastos médicos no dejan de elevarse. En un contexto así, y en sociedades que con el tiempo se han vuelto más individualistas y secularizadas, ¿pueden sorprendernos las crecientes demandas a favor de la eutanasia y que en muchos ambientes su admisión sea vista como un hecho que apenas requiere de justificación racional?

Voces críticas

En el escenario actual, quien se opone a la eutanasia parecería no haberse dado cuenta de la situación antes descrita o, lo que sería peor, la reconoce pero no está dispuesto a dar una respuesta realista a ese conjunto de situaciones. No es casual, entonces, que quienes se oponen en ciertos medios a posiciones progresistas acerca del fin de la vida humana sean hoy vistos con sospecha por la opinión pública. Además de carecer del necesario realismo que aconsejan los tiempos, son considerados como representantes de ideas caducas o, al menos, como voces que vienen a turbar la tranquilidad del sistema. Tal es el caso de los autores de este libro que, traducido por el profesor Patricio Domínguez, se añade a una larga y valiosa serie de publicaciones del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES). El más conocido de ellos es el recientemente fallecido Robert Spaemann (1927-2018), una de las figuras más relevantes de la filosofía alemana del último medio siglo. Este pensador, que recibió en 1998 el Doctorado Honoris Causa de la Pontificia Universidad Católica de Chile [3], fue siempre una figura incómoda para derechas e izquierdas. En efecto, con la misma fuerza con que defendió ya desde los años cincuenta —es decir, mucho antes de Chernóbil y Fukushima—, la exigencia de abandonar el uso de la energía nuclear [4], abogó por la necesidad de respetar el descanso dominical o se comprometió con el valor intangible de la vida humana desde su concepción hasta la muerte natural [5]. A él se suman dos médicos: Gerrit Hohendorf, un psiquiatra que además se ha dedicado a la historia de la medicina durante el nacionalsocialismo [6], y Fuat S. Oduncu, un conocido oncólogo y profesor de la Universidad de Múnich [7]. Esta pluralidad de colaboradores ya muestra, desde un principio, el carácter interdisciplinario de esta obra, consecuencia natural de la complejidad del problema que aborda. A su vez, los autores se preocupan de atender no solo el caso alemán —especialmente delicado teniendo en cuenta el pasado de ese país—, sino también el de otras naciones, como Holanda, Bélgica y Suiza, que han dictado leyes que aprueban esta práctica. En un contexto como el nuestro, donde esos países son tomados como punto de referencia por los impulsores de la eutanasia, esta discusión comparativa puede ser muy aleccionadora.

La argumentación de los autores del libro que aquí presentamos descansa en una distinción elemental, pero que muchas veces se olvida al tratar la eutanasia; omisión que lleva a que numerosas personas le presten su apoyo simplemente por una confusión. Esta consiste en la diferencia entre matar y dejar morir. En efecto, el avance tecnológico permite a los médicos incurrir en el llamado “ensañamiento terapéutico”, donde por medio de máquinas se mantiene a las personas artificialmente vivas, lejos de sus seres queridos y en condiciones muchas veces inhumanas. Ante esta situación, las personas se sienten naturalmente inclinadas a rechazar una situación semejante y creen que la eutanasia es la única forma de impedir estas conductas reprobables. Por eso, muchas voces a favor de la eutanasia en realidad no son tales, sino más bien una protesta por ese empeño arrogante de prolongar la vida a toda costa. La voluntad de quien renuncia a tratamientos que muchas veces son inhumanos, o que al menos carecen de sentido en un caso determinado, no es homicida, sino de simple aceptación de la condición finita del ser humano. La causa de la muerte, en esos casos, es el cáncer o la enfermedad de que se trate. En suma, se la ha dejado morir. Muy distinto es el caso en que directamente se elige, como fin o como medio, quitar la vida a una persona. Eso es matar, aunque se haga por compasión.

La oposición de Spaemann, Hohendorf y Oduncu tanto a la eutanasia como al ensañamiento terapéutico se funda en la misma razón, a saber, la defensa de la dignidad personal. Se trata de un atributo intrínseco de toda persona, independientemente de sus capacidades y etapas de la vida, incluido el periodo final de la misma. Por eso, frente a la muerte, el ethos de la medicina está orientado a prevenir la enfermedad, promover la salud, asistir al enfermo, aliviar el dolor y el sufrimiento y cuidar a los incurables. Es decir, el acto médico compasivo está orientado a aliviar el sufrimiento, nunca a terminar directa y deliberadamente con la vida del paciente, que es lo pretendido por la muerte asistida o la eutanasia, objeto de creciente debate en nuestro país.

En diversos pasajes del libro, los autores realizan comparaciones entre el movimiento actual a favor de la eutanasia y determinadas prácticas del nacionalsocialismo. Este paralelo podría parecer exagerado, porque, como admite Spaemann en otro texto, en ese entonces se trataba de eliminar ciertas vidas que parecían inútiles para la sociedad, mientras que hoy se atiende a la perspectiva interna de los afectados, es decir, a la convicción que ellos mismos han adquirido de que su propia existencia ya no es digna de vivirse. Sin embargo, la pendiente que va desde la “perspectiva interna” a la “perspectiva ajena” es particularmente resbaladiza [8]. Así se observa, por ejemplo, en el caso holandés, que es examinado con cierto detalle en este libro. Para los autores, la eliminación directa de personas con discapacidades mentales, enfermos psiquiátricos y otros grupos de personas, denunciada con especial fuerza por el obispo de Münster August von Galen, fue la continuación natural de un proceso que se había iniciado mucho antes, en las mentes y escritos de determinados juristas y médicos, cuyos argumentos fueron luego recogidos en la propaganda oficial [9].

La argumentación que apoyó esas prácticas discurrió por tres vías paralelas. La primera consistió en instalar la idea de que había algunas vidas que carecían de valor, sea porque sus sujetos no eran conscientes de sus actos o porque se hallaban en una situación particularmente desfavorable. Así, se llegó a la eliminación directa de miles de vidas humanas, a las que más adelante se sumarían las millones de víctimas de los campos de concentración, judíos en su gran mayoría, pero también gitanos, polacos y homosexuales, entre otros. En segundo lugar, se difundió la tesis de que, ante esas vidas carentes de valor, el hecho de eliminarlas podía ser un acto compasivo. La expresión más gráfica de esta postura fue una famosa película que Goebbels hizo realizar en 1941 para justificar la política nacionalsocialista de eliminación de esas vidas sin valor: Yo acuso, del director Wolfgang Liebeneiner, donde una enferma de esclerosis múltiple pide a su marido que ponga fin a su vida. En tercer término, se propagó por todos los medios la tesis de que la decisión de acabar con la propia vida, cuando por alguna razón se consideraba que había perdido su sentido, era un legítimo ejercicio de la propia razón. Dicho con palabras actuales, el tercer fundamento de estas prácticas apeló a la autonomía del sujeto. Precisamente en Yo acuso, uno de los personajes, un clérigo que en un comienzo se oponía a esas muertes, termina justificándolas invocando nada menos que a Dios. Si se nos ha dado la facultad racional, señala, es precisamente para que la ejerzamos, en este caso a través de la decisión de hacerse quitar la vida. Así, la alusión a la autonomía no es algo que distinga al movimiento actual a favor de la eutanasia de la ingeniería social de entonces, sino que ya por esos años era parte del elenco de argumentos esgrimidos a su favor.

Actitudes frente al enfermo terminal

Si el camino anterior presenta los inconvenientes que se señalaron, debemos preguntarnos por el conjunto de alternativas que tenemos ante un paciente terminal. Para esto se hace necesario considerar previamente algunas definiciones internacionalmente aceptadas. La eutanasia es el acto por el cual un médico pone fin a la vida de un paciente por compasión. En el suicidio médicamente asistido es el propio paciente quien pone fin a su vida, con la ayuda de un médico que le proporciona fármacos para su autoadministración. Por otra parte, la adecuación del esfuerzo terapéutico es una decisión consensuada entre el equipo de salud y la familia de no iniciar o suspender las medidas terapéuticas, debido a que serían desproporcionadas a sus resultados. Lo anterior es lo opuesto al mencionado ensañamiento terapéutico, donde se prolonga la vida del enfermo por medios que, a la postre, resultan inhumanos. Por último, los cuidados paliativos representan un enfoque multidisciplinario en el diagnóstico y tratamiento, que mejora la calidad de vida de los pacientes y sus familias en las etapas terminales. En estos casos el equipo de salud plantea alternativas para una muerte digna, desde perspectivas profundamente diferentes a la propuesta de la eutanasia.

Este libro nos invita a reflexionar sobre la muerte, particularmente sobre cómo tratar el deseo de morir. Sus autores nos guían en este análisis a través de distintos casos donde se observa que frente a la opción de la muerte asistida también se halla la alternativa del buen morir. Ella es entendida en un sentido positivo, e implica un acompañamiento que proviene de la solidaridad frente al sufrimiento. Se trata de un proceso en que no solo participa el médico, sino la sociedad en su conjunto. La medicina paliativa, la psiquiatría y la ética médica son tres áreas que proveen las herramientas necesarias para acompañar en el proceso de un buen morir, y contribuyen a confrontar el concepto de la muerte asistida —directa o indirecta— con la tarea de acompañar y propiciar un entorno estable para la persona.

El problema que aquí abordamos nos enfrenta al sentido mismo de la medicina y sus fines. Esta actividad humana se orienta a prevenir las enfermedades y promover la salud, asistir a los enfermos, aliviar el dolor, el sufrimiento y, muy importante, a cuidar a los incurables. En este sentido, el acompañamiento que ayuda a enfrentar la muerte es parte integral del acto médico. El acto médico compasivo busca siempre aliviar el sufrimiento, nunca terminar con la vida del paciente.

En este contexto, los cuidados paliativos desempeñan un lugar de particular importancia. Según las estadísticas que presentan los autores, no es casual que luego de décadas de ejercicio de la profesión, la unanimidad de los médicos que se desempeñan en esta área señale que son muy escasos los casos de personas que les han pedido la muerte.

Los estudios muestran que

la liberalización de la muerte asistida activa y el suicidio médicamente asistido eran considerados menos necesarios mientras mayor era el grado de trato profesional con los moribundos, mayor el conocimiento de terapias analgésicas, de experiencia de medicina paliativa y de principios éticos. Dicho en otras palabras: mientras más experimentados son los médicos en la fase del morir y en el acompañamiento a los moribundos, mayor es su rechazo a la liberalización del homicidio médico (muerte asistida activa, suicidio asistido) [10].

Lo anterior da cuenta de que la eutanasia, cuando es solicitada, significa un fracaso de la sociedad entera y una señal de que la atención médica brindada a las personas que la demandan ha sido particularmente deficiente.

Los cuidados paliativos representan un enfoque amplio en el diagnóstico y tratamiento, de tipo multidisciplinario. Ellos buscan mejorar la calidad de vida de los pacientes y sus familias, ayudándolos a enfrentar las enfermedades graves e incurables en sus etapas terminales. Su fundamento básico reside en prevenir y aliviar el sufrimiento a través de la identificación de los requerimientos y necesidades que esta conlleva, lo que supone una óptima evaluación y tratamiento de los síntomas físicos, psicológicos, sociales y espirituales involucrados. Un trabajo semejante no se puede realizar de manera individual, sino que incluye al equipo médico tratante de la enfermedad específica del paciente, al médico paliativista, al psiquiatra, la psicóloga, la trabajadora social, el kinesiólogo y el agente pastoral, entre otros. Se trata de un equipo que no tiene un carácter autorreferente ni se siente todopoderoso, sino que está centrado en las necesidades del paciente y su familia.

En Alemania existe una institución, el Hospiz (hospicio), destinada específicamente a acompañar a los enfermos terminales. En estos centros de atención especializada, los pacientes y sus familiares reciben consejo, acompañamiento y, por supuesto, los cuidados médicos que se requieren. Los orígenes de esta institución se remontan a un milenio atrás, pero en nuestros tiempos ha adquirido gran actualidad, pues representa una alternativa humanista frente al avance de la llamada “cultura de la muerte”.

La solución final

La otra cara de la actitud ante la muerte está dada por la eutanasia, que pone fin a la vida de un paciente por compasión, previa solicitud voluntaria de esa persona. Junto con la compasión, esta y otras prácticas se pretenden justificar en la autonomía del sujeto, es decir, en el supuesto derecho de autodeterminación o libertad para morir.

A lo largo de estas páginas los autores muestran los puntos débiles del argumento de la autonomía. Para comenzar, este envuelve cierta contradicción, porque todas las legislaciones que permiten la eutanasia señalan determinados requisitos para acceder a ella, como por ejemplo un determinado tipo o nivel de sufrimiento, o un cierto nivel de deterioro de las condiciones existenciales del enfermo. Pero si esto es así, entonces la autonomía no es tal, puesto que se encuentra limitada por otros criterios, de modo que no puede erigirse en justificación última de una conducta. En último término es otro el que decide, a saber, el médico, quien se erige en árbitro final de la vida y de la muerte. En este sentido, resulta especialmente sintomático de este domi-nio de unos hombres sobre otros el que, en países como Holanda, sea cada vez más frecuente que se termine con la vida de ciertas personas en contra de su expresa voluntad. Es la consecuencia lógica de haber dado a cierta clase de individuos un poder semejante de disposición sobre los demás.

Una consecuencia impensada de la transformación de la eutanasia y otras prácticas semejantes en un derecho es que los derechos implican responsabilidades. Desde el momento en que el enfermo cuenta con esa posibilidad legal, debe justificar el hecho de no ejercerla ante la presión de familiares, médicos y sistemas de salud. Tal fue el caso de Randy Stroup, mencionado antes, y la oferta que recibió de servicios gratuitos de suicidio asistido. Una situación como esta, que a la mayoría de los lectores todavía nos horroriza, es la consecuencia necesaria de esta lógica, donde el enfermo terminal debe justificar ante la sociedad su propia existencia. ¿Por qué los sistemas de sa-lud tendrían que pagar por un gusto personal, en este caso seguir viviendo, cuando la posibilidad de ahorrar esos costos está al alcance de la mano, con solo solicitar la eutanasia? Aquí se invierte la carga de la prueba y lo que comienza como una “libertad para morir” termina por transformarse en una “falta de libertad para vivir”. En suma, la legalización de la eutanasia

Significaría que la responsabilidad por todos los esfuerzos personales y materiales dedicados a un enfermo crónico o a una persona enfermiza recaería de repente sobre ella. Ahora tendrá ella la culpa de todos los sacrificios que haya que hacer por ella, puesto que no hace uso de la posibilidad de librar a sus conciudadanos de esa carga mediante una firma para solicitar su muerte [11].

No resulta difícil adivinar que la presión que sufrirá el enfermo puede transformarse en una carga insoportable. Esa es otra razón para no abolir el “tabú” de la eutanasia, que además implica un cambio total no solo en la relación entre médicos y pacientes, sino también en la concepción de los derechos fundamentales de los pacientes y en el modo en que se entiende a sí misma la sociedad.

¿Y qué hacer con los problemas económicos que, en sociedades envejecidas, supone para los presupuestos de salud la atención de personas de edad avanzada que sufren enfermedades costosas y cuyo pronóstico es especialmente malo? Aquí los autores detectan un movimiento paradójico, pues la misma presión que lleva a intentar la prolongación de la vida a toda costa conduce, por contraste, a impulsar la eutanasia en cuanto se constata que resulta económicamente inviable proceder de esa manera en todos los casos. Aquí nos recuerdan una diferencia que ya era enseñada por los maestros medievales, a saber, la que se da entre los preceptos morales negativos (como es el caso de “no matarás”) y los de carácter positivo (como el deber de estudiar, de atender a los padres o de fomentar la vida). Los primeros obligan siempre y en toda circunstancia, por eso nunca es lícito provocar de manera directa la muerte de un inocente. Los preceptos positivos, en cambio, exigen una ponderación de las circunstancias (un estudiante, por ejemplo, debe preparar sus exámenes, pero en algunas ocasiones deberá cambiar sus planes para cuidar a su abuelo enfermo). Entre estas circunstancias que deben ser consideradas hay que incluir, ciertamente, las de carácter económico. Así, mientras no existe una obligación moral de realizar un trasplante a una persona de 90 años que está afectada por una enfermedad incurable, sí debemos reconocer como un deber incondicionado la prohibición de ad-ministrarle una inyección letal.

Para terminar, Spaemann, Hohendorf y Oduncu no son ingenuos. Ellos saben que no basta con oponerse a la eutanasia, al aborto o a otras prácticas contrarias a la dignidad de la vida humana. De poco sirve aludir a la importancia de la medicina paliativa o al carácter intangible de la dignidad personal si los beneficios de esta aproximación clínica o de una vida genuinamente humana no están disponibles para todos quienes la requieren. En la discusión sobre la eutanasia es importante reflexionar acerca del tipo de sociedad que queremos tener y los sacrificios que implica proporcionar a todos nuestros conciudadanos el acceso a determinados bienes básicos, de modo que la autonomía de las personas pueda ejercerse en condiciones de equidad. La respuesta de la eutanasia es el camino más fácil, pero es una solución final que no resuelve los problemas que están detrás de una persona que pide que se ponga fin a su vida. Se trata de un procedimiento semejante al del aborto, que corta el problema por la parte más débil.

En ambos casos, eutanasia y aborto, estamos en presencia de malas soluciones, pero que nos enfrentan a problemas muy reales. Ellos apuntan al tipo de sociedad en que queremos vivir, al valor que asignamos a las personas viejas y enfermas o dependientes, y al hecho de que nuestro compromiso con la vida no apunta solamente al no nacido, sino que ha de incluir una activa preocupación por las condiciones en que se desenvolverá su futura existencia. Solo entonces estaremos otorgando libertad para vivir. 


Notas

[1] Robert Spaemann, Gerrit Hohendorf y Fuat S. Oduncu, Sobre la buena muerte. Por qué no debe haber eutanasia (Santiago: Instituto de Estudios de la Sociedad, 2019), 99.
[2] Michael J. Sandel, Lo que el dinero no puede comprar. Los límites morales del mercado (Barcelona: Debate, 2014), introducción.
[3] En esa ocasión, dictó la conferencia “Natural-No natural ¿son nociones significativas para la moral?” (publicada en Cuadernos Humanitas N°12).
[4] Robert Spaemann, Nach uns die Kernschmelze: Hybris im atomaren Zeitalter (Stuttgart: Klett-Cotta, 2011)
[5] Robert Spaemann, Límites. Acerca de la dimensión ética del actuar (Madrid: Ediciones Internacionales Universitarias, 2003); Robert Spaemann y Thomas Fuchs (eds.), Töten oder sterben lassen? Worum es in der Euthanasiedebatte geht, 2a ed. (Freiburg im Breisgau: Herder, 1998).
[6] Gerrit Hohendorf, Achim Magull-Seltenreich y Gerhard Baader (eds.), Von der Heilkunde zur Massentötung: Medizin im Nationalsozialismus (Heidelberg: Das Wunderhorn, 1990).
[7] Fuat S. Oduncu, “Doctor-cared dying instead of physician-assisted suicide: a perspective from Germany”, Medicine, Health Care and Philosophy 13, núm. 4 (2010): 371–81.
[8] Spaemann, Límites, 394–395.
[9] Cf. Götz Aly, Los que sobraban. Historia de la eutanasia social en la Alemania nazi, 1939-1945 (Barcelona: Crítica, 2014).
[10] Spaemann, Hohendorf y Oduncu, Sobre la buena muerte, 112.
[11] Spaemann, Límites, 395.

Instituto de Estudios de la Sociedad. Sobre la buena muerte. Por qué no debe haber eutanasia

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