En la primera carta de san Juan (3,22-4,6), el evangelista recoge el consejo de Jesús a sus discípulos: “Permaneced en Dios”. Uno puede estar en las ciudades más pecaminosas, en las sociedades más ateas, pero si el corazón permanece en Dios ese hombre y esa mujer llevan la salvación. Acordaos del episodio de los Hechos de los Apóstoles (19,2), cuando llegan a una ciudad y encuentran a cristianos bautizados por Juan. Y les preguntan: “¿Habéis recibido el Espíritu Santo?”, y esos ni siquiera sabían que existía. Cuántos cristianos también hoy identifican al Espíritu Santo solo con la paloma y no saben que es el que te hace permanecer en el Señor, la garantía, la fuerza para permanecer en el Señor.

Jesús, en la Última Cena no pide al Padre que saque a los discípulos del mundo, porque la vida cristiana está en el mundo, sino que les proteja del espíritu del mundo, que es lo contrario, y es incluso peor que cometer un pecado: es una atmósfera que te vuelve inconsciente, te lleva a un punto donde no sabes reconocer el bien del mal. En cambio, para permanecer en Dios, debemos pedir ese don del Espíritu Santo, que es la garantía. ¿Y cómo podemos saber si tenemos el Espíritu Santo o el espíritu del mundo? San Pablo nos da un consejo: “No entristezcáis al Espíritu Santo” (Ef 4,30). Cuando vamos hacia el espíritu del mundo entristecemos al Espíritu Santo y lo ignoramos, lo dejamos de lado, y nuestra vida va por otro camino.

El espíritu del mundo es olvidar, porque el pecado no te aleja de Dios si te das cuenta y pides perdón, pero el espíritu del mundo te hace olvidar qué es el pecado: ¡se puede hacer de todo! En estos días un sacerdote me enseñó un vídeo de cristianos que celebraban el año nuevo en una ciudad turística de un país cristiano. Celebraban el año nuevo con una mundanidad terrible, malgastando dinero y muchas cosas. ¡El espíritu del mundo! ¿Eso es pecado? No, querido: ¡eso es corrupción, peor que el pecado! El Espíritu Santo te lleva a Dios y si pecas el Espíritu Santo te protege y te ayuda a levantarte, pero el espíritu del mundo te lleva a la corrupción, a tal punto que ya no sabes distinguir qué es bueno y qué es malo: es todo lo mismo, todo da igual.

Hay una canción argentina que dice: “¡Dale nomás, dale que va, que allá en el horno nos vamos a encontrar!”(*). El espíritu del mundo te lleva a la inconciencia de no distinguir el pecado. ¿Y cómo puedo saber si estoy en la senda de la mundanidad, del espíritu del mundo, o sigo al Espíritu de Dios? El apóstol Juan nos da un consejo: “Queridos míos: no os fieis de cualquier espíritu (es decir de cualquier sentimiento, de cualquier inspiración, de cualquier idea), sino examinad si los espíritus vienen de Dios” (o del mundo). ¿Y qué es examinar los espíritus? Es simplemente esto: cuando sientas algo, te vengan ganas de hacer algo o te venga una idea, un juicio de algo, pregúntate: ¿esto que siento es del Espíritu de Dios o del espíritu del mundo?

¿Y cómo se hace? Preguntándose una o dos veces al día, o cuando sientas algo que te viene a la cabeza: ¿Esto que siento, que quiero hacer, de dónde viene: del espíritu del mundo o del Espíritu de Dios? ¿Esto me hará bueno o me tira hacia ese camino de la mundanidad que es una inconsciencia?

Muchos cristianos viven sin saber qué pasa en su corazón. Por eso San Pablo y San Juan dicen: “no os fieis de cualquier espíritu”, de lo que sentís, sino examinadlo. Y así sabremos qué sucede en nuestro corazón. Porque muchos cristianos tienen el corazón como una carretera, y no saben ni quién va ni quien viene, van y vienen, porque no saben examinar qué pasa por dentro. Por eso os recomiendo que todos los días toméis un poco de tiempo, antes de acostaros o al mediodía –cuando queráis– y os preguntéis: ¿qué ha pasado hoy en mi corazón? ¿Qué he tenido ganas de hacer, de pensar? ¿Cuál es el espíritu que se ha movido en mi corazón: el Espíritu de Dios, el don de Dios, el Espíritu Santo que me lleva siempre adelante al encuentro con el Señor o el espíritu del mundo que me aleja del Señor suavemente, lentamente; es un resbalón lento, lento, lento.

Pidamos esta gracia de permanecer en el Señor y recemos al Espíritu Santo para que nos haga permanecer en el Señor y nos dé la gracia de distinguir los espíritus, o sea qué se mueve dentro de nosotros. Que nuestro corazón no sea una carretera, que sea el punto de encuentro entre nosotros y Dios.


(*) Cambalache, de Carlos Gardel (ndt).


Fuente: Almudi.org

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