Desde los comienzos mismos de su actividad académica, Ratzinger se ha interesado por el problema de Dios [1]. En la lección El Dios de la fe y el Dios de los filósofos de 1959 considera que para afrontar esa tarea es necesario reelaborar teológicamente la relación entre creer y saber, entre religión y filosofía, entre razón general y vivencia religiosa [2]. El Dios vivo de la revelación y el Dios de la filosofía deben recuperar una relación recíproca, que es típicamente católica y que había sido oscurecida o deformada por corrientes teológicas a las que Ratzinger aludía en aquel texto [3]. Una constante de su pensamiento será que Dios no se puede reducir a un problema meramente teórico, so pena de frustrar la posibilidad de conocerlo y amarlo en verdad.
Ratzinger ha entrelazado siempre las dimensiones dogmática y fundamental de la teología. Tanto antes como después del Concilio compara el dogma con las esperanzas o las objeciones de sus contemporáneos. Esta cualidad resulta patente cuando aborda el tema de Dios. En sus escritos la pregunta por Dios se afronta conjuntamente desde la fe y desde la razón, y va acompañada de reflexiones sobre su mutua relación. Por eso, es necesario comenzar por estos aspectos, si queremos aferrar la originalidad del intellectus fidei ratzingeriano sobre Dios. A continuación entraremos en algunos de sus contenidos dogmáticos.
En el marco de la profesión de la fe: creo en Dios
Ratzinger habla de Dios a partir de la profesión de fe. Así afirma ante los interlocutores, sean o no creyentes, una de sus convicciones más arraigadas: la fe no es una actitud privada, meramente piadosa o sentimental, que se superpone de modo casi superfluo a un conocimiento racional autónomo de la realidad. La mirada creyente sobre Dios, cuando se profesa el Credo, es una mirada propia de la razón que conoce la realidad a la luz de la revelación divina, alcanzando sólo así toda su profundidad. Ese conocimiento del creyente se da en un acto elemental y único, dentro del cual caben las distinciones legítimas entre el aspecto natural y el sobrenatural. Para que lo entendamos bien Ratzinger nos pone ante los ojos la figura del judío que profesa su adhesión a Yahvé: “recitar el Credo es el acto con el que [el israelita] ocupa su puesto en la realidad” [4]. Confesar la fe no consiste pues en declarar cuál es la “ideología” del grupo al que se pertenece sino propiamente en abrir la razón a la realidad entera, y reconocerla como inteligible, buena, digna de confianza. En la confesión de fe se da el conocimiento verdadero de Dios y con ello de la realidad misma; ese conocimiento será inaccesible para quien pretenda afrontarlo desde una posición neutral. Veremos luego que sólo quien se abre ante los datos de la realidad se hace preguntas, y sólo quien pregunta puede encontrar respuestas. Por el contrario, la posición pretendidamente neutral es incapaz de curiosidad, para conocer cualquier ámbito de la realidad y mucho menos cuando se trata de indagar sobre el fundamento mismo de lo real.
Una implicación teológica de esta primera característica es la relación entre fe, Bautismo y conocimiento de Dios. Como la profesión de fe está vinculada esencialmente al Bautismo, el teólogo bávaro enseña que el conocimiento pleno de Dios se da gracias a ese gesto soberano de Cristo en el sacramento, que aferra al hombre para siempre y lo convierte en criatura nueva, lo transforma ontológicamente en su ser y en sus dinamismos espirituales de conocimiento y de amor. De ahí que el sujeto nuevo del conocimiento y, por tanto, de la cultura nueva, sea el bautizado.
Un planteamiento existencial-antropológico: las respuestas a partir de las preguntas
El mismo Ratzinger que adopta esta postura “confesante” elige como punto de partida para la reflexión cristiana sobre Dios las preguntas que se hacen los hombres, sus dificultades y sus objeciones. Por eso puede advertirse, por ejemplo, una diferencia en el modo de abordar el tema de Dios desde la lección de 1959 a la Introducción al cristianismo de 1968. Las transformaciones culturales, sociales y teológicas de esa década se dejan sentir en este último texto, que comienza ocupándose de la variedad de preguntas con que los hombres de esos años turbulentos enfocan el “problema” de Dios. En el 68, antes de ofrecer la doctrina sobre Dios, Ratzinger atiende a las inquietudes que detecta en la sociedad y se pregunta por qué Dios se ha vuelto tan problemático para los hombres de esta generación [5].
Esta actitud de escucha no se limita a expresar una cierta sensibilidad –como la de alguien que tratara con delicadeza a su interlocutor– sino que se apoya en una profunda convicción antropológica: “el hombre está siempre implicado con sus preguntas en la posible respuesta de Dios” [6], de manera que la comprensión amorosa de Dios sólo será posible para aquellos que se pongan en juego con sus preguntas y exigencias profundas. Éstas pueden provenir tanto de las situaciones de plenitud como de las necesidades más acuciantes. Es verdad que Dios no es un “tapa-agujeros” para las carencias humanas, y hay una excepcional belleza en el reconocimiento de Dios desde la plenitud de la vida, pero, con gran realismo, Ratzinger no desoye el grito del sufrimiento, que también puede abrir a la relación con el Misterio. Una sociedad que censura el dolor de la existencia, y niega de antemano que pueda ser vía de acceso a la trascendencia, “narcotiza” a los hombres, y les priva de su dignidad, dejándolos a merced del poder de turno.
Algunos años después llegará a una conclusión tan lúcida como poco frecuente en la vida pastoral de la Iglesia. Considerará que la crisis del anuncio cristiano en el último siglo no se debe a falta de energía o de claridad en el repetir la doctrina sino sorprendentemente a “que las respuestas cristianas dejaron a un lado las preguntas de los hombres; eran y siguen siendo correctas, pero como no se desarrollaban a partir de las preguntas y desde dentro de ellas, resultaban ineficaces. De ahí que el preguntarse junto a los hombres que buscan sea una parte irrenunciable del anuncio mismo, porque sólo entonces la palabra (Wort) se puede convertir en respuesta (Antwort)” [7].
Ahora bien, la estima por la búsqueda humana, que Ratzinger comparte con otros teólogos de su generación, nunca le ha llevado a enmascarar la propuesta de la revelación. No deja de recordar que la fe cristiana no se reduce a las preguntas que nacen de la pura experiencia humana, sino que encierra algo siempre mayor; tanto es así que, de hecho, sólo Jesucristo, en cuanto respuesta que precede a toda pregunta, logra que el hombre retome sus preguntas, las vuelva a abrir cuando tendería a cerrarlas, las formule adecuadamente.
Una reflexión a partir de la historia y para iluminar la historia
La “Teo-logía” ratzingeriana arranca de la historia de la salvación: reflexiona sobre el diálogo que está sucediendo entre Dios y el hombre. Una y otra vez nos recuerda que Dios ha actuado y actúa en el presente de la historia, según un realismo que resulta escandaloso para otras posiciones religiosas o filosóficas. El Dios cristiano es el Dios de la Alianza, es decir, el Creador que interviene en la historia de los pueblos y de cada persona. Es por tanto desde dentro de la realidad desde donde se llega a conocer a un Dios que se ha querido manifestar y comunicar así a los hombres.
Para nuestro teólogo, de aquí se deriva una importante implicación metodológica: elige un camino histórico que le permite alcanzar las cuestiones especulativas sobre la realidad de Dios y sus atributos. Una modalidad para ello es la de comparar las preguntas y exigencias propias de la condición humana con las respuestas que han dado las religiones y, en particular, con esa respuesta única que se ha dado en el Pueblo de Israel, para de ahí llegar al acontecimiento histórico inaudito de la encarnación-muerte-resurrección de Jesucristo como definitiva interpretación de Dios. También la discusión con el ateísmo y con las idolatrías antiguas y modernas suele abrirse a partir de la mirada sobre la historia humana.
El Dios de los filósofos y el Dios de la fe
Desde los comienzos mismos de su reflexión “teo-lógica”, como veíamos, Ratzinger se ha preguntado por la relación entre el Dios de la fe y el Dios de los filósofos. No se trata de un interés coyuntural, sino de establecer correctamente esa relación que es decisiva para la teología católica y su apertura ecuménica. Por eso, frente a un planteamiento teológico puramente positivo, que se redujese al estudio de las fuentes históricas, la teología requiere siempre de una adecuada reflexión filosófica, en diálogo crítico con las corrientes de pensamiento antiguas y modernas. Nuestro teólogo incorpora constitutivamente el momento especulativo al intellectus fidei.
Ya en 1959 muestra cómo en este problema, etiquetado como “Dios de la fe y Dios de los filósofos”, se entrecruzan en realidad varios niveles distintos de discusión. Efectivamente, la conocida cita pascaliana podría sugerir que hay tan sólo dos términos de comparación en el problema: por un lado el Dios que reconoce la fe cristiana (el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de vivos y no de muertos), y por otro el Dios filosófico, como objeto de la pura reflexión racional.
Si se lee bien ese texto, y muchos de los que han venido después, se comprende, sin embargo, que Ratzinger tiene en cuenta más aspectos. Antes de entrar en el ámbito propiamente “sobrenatural” de la revelación, el teólogo bávaro se ha ocupado siempre de examinar la relación entre un acceso puramente filosófico y uno religioso al Dios que todo hombre puede conocer mediante sus propias fuerzas. De ahí que se haya preguntado muchas veces por la relación entre religión y filosofía, por ejemplo, a propósito de sus respectivas formas de buscar la verdad. Su conocida cita de Tertuliano sobre Cristo como la verdad y no la costumbre tiene como trasfondo el diferente objeto que perseguían las religiones paganas y la filosofía, y por tanto su diferente valor como interlocutores de la naciente fe cristiana [8].
Ahora bien, en la misma filosofía son necesarias nuevas precisiones porque la concepción que se tenga de la razón humana y su modo de ejercitarla, conllevan diferencias esenciales para pensar a Dios. Una de las batallas que Ratzinger ha librado continuamente ha sido contra la reducción racionalista del saber, invitando siempre a usar la razón de forma abierta y existencial. A esta luz se entiende su valoración de la diferencia entre esprit de géométrie (cartesiano) y esprit de finesse (pascaliano) [9]. La comprensión adecuada de la razón tiene un peso determinante en el argumentario ratzingeriano. Sólo cuando se utiliza bien la razón cabe mostrar que Dios es real, más real que ninguna otra de las cosas que nos parecen reales, y que no es puramente “teórico”. Nuestro autor advierte contra el peligro de reducir el conocimiento de Dios a conceptos que pretendan agotar el significado de lo divino. El valor de las definiciones y los conceptos será tanto mayor cuanto mejor sirvan a este realismo de Dios y no lo oculten en abstracciones que sustituyan a la realidad que quieren designar. Esta defensa de la realidad de Dios no obedece a ninguna controversia de escuela, sino a una motivación mucho más sencilla y decisiva: sólo un Dios real puede suscitar el interés de un hombre normal, es decir, de un hombre cuya razón está hecha para conocer y amar la realidad. De ahí que sólo un Dios real y no puramente “teórico” pueda despertar en el hombre una atracción vital, existencial, convirtiéndose en un factor decisivo de su actitud “práctica”, en fuente interior de sus comportamientos morales [10].
Dios existe y se le puede conocer: ¿cómo son las pruebas de su existencia?
Ratzinger es coherente con su concepción de la razón a la hora de hablar de las pruebas de la existencia de Dios. Las características de la razón humana especifican la naturaleza de esas pruebas.
El punto de partida de la reflexión racional sobre Dios es la experiencia de la propia existencia y de la confrontación con el mundo y sus misterios [11]. Dios no es un “objeto” aislado, sobre el que se pueda pensar separadamente de la realidad de sí mismo y del mundo en torno; por el contrario, para alcanzarlo hay que adentrarse en la realidad. Lo que sucede propiamente, dice Ratzinger, es que el hombre se descubre de antemano “puesto” en la realidad, tal y como puede reconocer en sus experiencias primordiales y en las relaciones básicas yo-tú-nosotros. La realidad “está-antes” que el sujeto en cuanto que no es producida por él ni cuando empezó a vivir ni en cada instante posterior; análogamente, el hombre se descubre en un “estar-con” otros que le constituye también como sujeto individual. Estos datos previos (Vorgabe) son originales en la experiencia de todos: nos encontramos puestos en una realidad que no hemos producido, y nos descubrimos inevitablemente en relación con los otros. Nadie puede pretender que su existencia concreta no ha constado o no consta de estos factores.
No obstante, los datos no imponen su significado automáticamente, sino que se ofrecen para ser interpretados por cada uno a partir del conjunto complejo de circunstancias de su vida. Para unos, esos datos significarán la existencia de un límite, y quizá incluso una amenaza peligrosa para la propia autorrealización; por eso deberán ser sometidos mediante el conocimiento y el poder soberanos del sujeto que prefiere absolutizarse en su soledad. Para otros significarán, en cambio, la posibilidad gratuita de llegar a ser uno mismo, manifestarán el fundamento de una confianza que hace posible la propia libertad en la compañía de otros/de Otro. Para los primeros, los datos indican una imposición inaceptable –¿de quién?– de la que hay que emanciparse; para los segundos significan un don, que suscita el agradecimiento. Ratzinger hace notar que esta posición primordial en la realidad y su interpretación según alguna de las dos direcciones indicadas constituye radicalmente el principio de la cuestión de Dios y viene antes de las “pruebas”. Como las dos interpretaciones son posibles –y todos adoptamos una u otra– pero no son igualmente razonables, es imprescindible ejercer, desde dentro de la existencia concreta, la crítica racional y sistemática que permita reconocer cuál de las interpretaciones da cuenta mejor de todos los factores de la realidad. Los distintos recorridos especulativos que llamamos “pruebas de la existencia de Dios” adquieren su fuerza probatoria cuando se entroncan en esta primera decisión racional del hombre sobre su propia situación en el mundo y la desarrollan de modo crítico y sistemático. En esa decisión están implicadas a la vez la razón y la libertad, de manera que las pruebas de la existencia de Dios no pueden tener nunca el carácter de una prueba científica, en la que el sujeto permanezca fuera del experimento, fuera del razonamiento. En la cuestión de Dios el hombre no puede situarse como puro observador, sino que está siempre dentro del experimento [12]. Una vez hecha esta aclaración, que considera decisiva, el teólogo bávaro se ha servido de casi todos los tipos de pruebas habituales en el Tratado de Dios, tanto las antropológicas como las cosmológicas y las histórico-religiosas.
En el ámbito antropológico hemos visto aparecer con frecuencia su argumentación a propósito de la cuestión del sentido y de la felicidad de la vida humana, así como la argumentación de tipo moral sobre la relación entre Dios y la conciencia. Reclama la validez del contenido de lo que tradicionalmente se denomina “ley natural”, aunque reconozca que algunas de las fórmulas con las que se ha presentado sean inadecuadas para nuestra situación actual.
Como ya dijimos, una de las convicciones más características de Ratzinger es la de que la fe en Dios conlleva la posibilidad de entender la realidad. Dada su apertura hacia los argumentos científicos, rehace en diálogo con ellos el camino de las pruebas cosmológicas, mostrando cómo la existencia de Dios asegura la inteligibilidad metafísica de las distintas leyes y movimientos del mundo creado. Al ser éste un terreno delicado, nuestro teólogo sortea cuidadosamente el riesgo de concebir a Dios como un fundamento de las leyes cosmológicas físicas que lo reduzca a una pura función dentro de una cosmovisión (al estilo de ciertas corrientes “creacionistas”), o como un primer ente de la misma condición ontológica que los otros entes, aunque fuese el primero.
No menos frecuente ha sido su recurso a la historia de la humanidad para mostrar la existencia de Dios: es típico de su pensamiento el examen de la tríada politeísmo-monoteísmo-ateísmo tal y como ha ido apareciendo en las distintas culturas y religiones. Cabe sugerir que la historia de las religiones le ofrece un espacio privilegiado en el que ubicar las preguntas antropológicas, morales o cosmológicas sobre Dios. Por un lado esto muestra su facilidad para desplegar los argumentos especulativos en un contexto histórico, y por otro, confirma su inclinación a comparar los argumentos religioso-filosóficos de la humanidad con la fe de Israel y de la Iglesia.
Hay que añadir todavía una consideración a propósito del acceso racional del hombre a Dios. La confianza de Ratzinger en la razón del hombre y en la objetiva inteligibilidad del mundo, va acompasada con la conciencia clara de la “incomprehensibilidad” del misterio divino, que siempre excede la medida de nuestro entendimiento finito. Por ello Dios no puede ser instrumentalizado, manipulado como elemento legitimador de ninguna instancia de poder, aunque por desgracia tenemos dolorosas pruebas en la historia de esta tentación idólatra. Entronca Ratzinger con la teología de Agustín y de Tomás que supieron conjugar la cognoscibilidad y la incomprehensibilidad de Dios sin contraponerlas. En esa tradición, la clave sobre el conocimiento de Dios reside en la consideración del sujeto cognoscente, el hombre, como imago Dei. La noción de imago Dei supone en primer lugar que el hombre está dotado de capacidad racional nada menos que para conocer a Dios, porque es imagen de Dios, y además que esa capacidad no puede abarcar a Dios precisamente porque es creatural, es imagen participada del único ejemplar divino. En segundo lugar, Ratzinger sostiene que el núcleo de la imago Dei es la libertad: para establecer la correspondencia entre Dios y el hombre privilegia la libertad, divina y humana. Si esto es así, el motivo por el que Dios no puede ser abarcado comprehensivamente no es sólo su carácter infinito (como si fuera algo indefinidamente grande), sino su ser espiritual y libre. Dios no puede ser aferrado como un objeto y desentrañado hasta lo más íntimo de su ser. Su revelación pasa necesariamente por su libre decisión de hacerlo. Pertenece a su naturaleza libre el que su identidad más plena sólo sea accesible en la confianza recíproca de quien se entrega y de quien recibe, es decir en el amor interpersonal. Cualquier otra forma de conocimiento neutral u objetivadora, aunque parezca más poderosa, resulta impotente para descubrir el misterio de Dios, y termina tomando el nombre de Dios en vano [13].
Una teología del Nombre de Dios: Él revela su Nombre y nos llama por nuestro nombre
La teología del Nombre de Dios nos trae al que probablemente es el núcleo del pensamiento ratzingeriano. Entramos en ella a partir de la sugerente distinción entre “concepto”, “número” y “nombre” en su teología. Si ha denunciado la insuficiencia del “concepto” cuando se reduce racionalistamente, también rechaza el “número” cuando se convierte en una pura medida anónima. Quiere así evitar una indebida teorización o generalización que disminuya el valor de lo particular. El “nombre”, en cambio, designa lo propio de cada uno, su identidad exclusiva; lo identifica como un sujeto singular que no debe verse sometido a leyes o criterios generales tales que lo reduzcan a una mera parte de un todo, despersonalizándolo.
Pues bien, lo que caracteriza la revelación de Dios en la historia es que nos ha querido manifestar libremente su Nombre. Es difícil exagerar la importancia que el teólogo bávaro concede a esta teología del nombre de Dios y a sus consecuencias para la vida del hombre. Quizá por eso la figura de Emil Brunner ha aparecido en momentos clave de la reflexión ratzingeriana. Se ha dejado provocar por la importancia que el teólogo protestante suizo concede al hecho de que Dios desvela su nombre, sin aceptar por ello las claves con las que éste lee la Escritura [14].
¿Cómo habla de Dios la Biblia? En la historia ha sucedido un acontecimiento inaudito, narrado por el libro del Éxodo. Es la irrupción del monoteísmo judío que será en su plenitud el monoteísmo cristiano. Toda la historia filosófico-religiosa de la humanidad se encuentra emplazada ante la escena en la que Dios revela su Nombre a Moisés: “aehjaeh ašaer aehjae” (Ex 3, 14). Ratzinger se concentra en esta escena y la comenta en sus implicaciones exegéticas y filosófico-teológicas para mostrar la originalidad del monoteísmo bíblico. Llega a afirmar que toda la reflexión posterior es el repensamiento de esta fórmula. En esa escena, Dios por un lado preserva su carácter misterioso dando una respuesta que parece inicialmente ocultar su Nombre. Se marca así la diferencia esencial con los dioses y los ídolos y se respeta la incomprehensibilidad divina. Y, sin embargo, a la vez ha querido mostrar libremente su identidad dándonos a conocer su Nombre propio. Lo típico del monoteísmo frente al politeísmo –en opinión de Ratzinger– no sería sólo la defensa de la unicidad del absoluto frente a la multiplicación de dioses. A su juicio, también los politeísmos reconocen de algún modo que hay un último absoluto al que reconducir la pluralidad, pero es inaccesible para los mortales y quizá para los mismos dioses. Por el contrario, el monoteísmo aparece como la afirmación de que el Absoluto no sólo es Uno sino que puede ser interpelado por el hombre, es un Tú infinito con el que puede dialogar el tú finito. El Dios del Éxodo no es el Dios de un lugar sino más propiamente el Dios de los padres, el Dios de alguien. Y al manifestar ahora su Nombre puede ser interpelado por los fieles, cabe dirigirse a Él personalmente, se puede entrar en relación con Él. Mediante la iniciativa gratuita de Dios, en la que Él ha salido al encuentro de los creyentes, es posible que también ellos salgan a su encuentro. Cuando los hombres descubren que son conocidos por Dios pueden a su vez conocerle y amarle –o bien pueden elegir esconderse de Él porque sospechan que ese conocimiento es una amenaza contra su autonomía absoluta [15].
La plenitud de esta teología del Nombre de Dios la halla Ratzinger en el Nuevo Testamento, y más propiamente en Juan. Según el cuarto evangelio la misión de Jesús es dar a conocer a los hombres el nombre del Padre (Jn 17, 6 y 17,26). En realidad, Jesús en persona es el nombre de Dios porque su propio nombre (Yeshua) contiene el nombre de Dios y su misión para la humanidad (Yahvé salva). Él es el Logos vivo y presente que nos dice personalmente quién es Dios y nos introduce en el misterio tripersonal de su vida íntima. Ratzinger nos recuerda que para el Nuevo Testamento la imago Dei plena es Jesucristo (Col 1,15; 2 Cor 4,4) y que por lo tanto es Él quien establece la verdadera “proporción” de correspondencia con Dios. Su vida –sus hechos y sus palabras, sobre todo sus milagros y los misterios de Pascua (pasión, muerte en Cruz, resurrección)– es el gran “lenguaje” con el que Dios nos muestra su rostro paterno, filial, amoroso, en una palabra: misericordioso [16]. Sólo así llegamos a descubrir que el Fundamento último de todas las cosas es personalmente Padre y que su actuación creadora-redentora en el Hijo y el Espíritu desvela la bondad última e infalible del plan salvador sobre la creación y el pecado.
En Jesús, este Dios nos llama por nuestro nombre, nos da nuestra vocación, por medio de la cual nos incorpora a su misión y de este modo nos personaliza definitivamente, como hijos en el Hijo. Por eso, afirma Ratzinger con una cierta fuerza provocatoria, la cuestión del conocimiento pleno de Dios se resuelve en la cuestión del seguimiento de Jesús.
Dios nos da a conocer el misterio de su intimidad: las personas divinas como relaciones
La revelación de Dios Padre por medio de su Hijo Jesucristo y del Espíritu Santo, nos abre la intimidad de la vida divina. Dicho de otro modo, “Dios es como se manifiesta” en la historia. ¿Cómo es pues ese misterio insondable de la vida intradivina?, y ¿qué interés puede despertar en un cristiano normal, no acostumbrado a entrar en tales profundidades? Ratzinger tenía la audacia de hablar de estas cosas a los universitarios. Y ha seguido siempre enseñando y predicando al pueblo cristiano sobre Dios. Sus explicaciones de los datos dogmáticos van acompañadas siempre de una preocupación existencial: ¿en qué afecta la realidad tripersonal de Dios a la vida concreta de los hombres? No olvidemos que el racionalismo ilustrado, que excluía la verdadera revelación de Dios en la historia, negaba consecuentemente que la doctrina trinitaria pudiera revestir el más mínimo interés práctico. Frente a esta enmienda a la totalidad, Ratzinger ha reivindicado siempre las implicaciones de la doctrina trinitaria para el conocimiento y la moralidad del hombre. Dado que no ha escrito propiamente un Tratado De Deo Trino es normal que no haya explicado por igual todas las dimensiones de este misterio sino que haya privilegiado las más cercanas a su preocupación existencial-antropológica.
El núcleo de su reflexión trinitaria es la definición de la “persona” divina como “relación”. Para llegar a ese planteamiento se apoya sin duda en la Escritura, sobre todo en san Juan (Jn 5,19-30; 10,30; 15,5; 17,11.12). Además, una notable influencia le puede venir de Agustín, que concedió un valor decisivo a las relaciones en su De Trinitate frente a las tesis arrianas. Y habría que tener en cuenta a la vez, dando un salto de siglos, la compatibilidad de esa categoría con la física moderna cuando explica la estructura de la materia en términos de actualidad. A partir de estas o de otras posibles influencias, Ratzinger vincula las categorías de relación y persona conectando su significado intradivino con la antropología, por medio de la cristología.
Se percibe en el teólogo bávaro un marcado interés por superar un concepto “sustancialista” e “individualista” de persona humana. A su juicio se empobrece la noción de persona cuando se la reduce a una sustancia individual encerrada en sí misma –como había ido sucediendo en la filosofía occidental y en la teología misma. En este contexto se deben situar, por ejemplo, sus reservas frente a una cierta comprensión del ser personal como sustancia, o frente a la definición boeciana clásica de persona, o frente al riesgo de una reducción mo-nista de la analogía psicológica agustiniana o, por contra, la reivindicación del concepto de persona de Ricardo de San Víctor. Todos estos elementos revelan su búsqueda de una clave dialógica, personalista y existencial de la persona –en Dios, en Cristo y en el hombre.
En la comprensión trinitaria de Dios, dice Ratzinger, se supera un concepto antropomórfico de persona como lo conocemos en la experiencia humana, y se muestra que en Dios la persona es la pura relación, no algo que se añade a la persona, sino que la persona misma consiste en esa referibilidad. Esa forma de ser, relacional, es primigenia, del mismo rango que la sustancia. Es un modo nuevo de ser, que desborda la clasificación tradicional de las categorías del ser (sustancia y accidentes) y que se nos da a conocer únicamente por la revelación trinitaria [17]. Esta reivindicación del carácter original de la relación en Dios no se traduce, en la teología ratzingeriana, en una disolución de la sustancia divina en las relaciones o, viceversa, una absorción última de lo relacional en una especie de monismo divino. Insiste en que tanto la unidad cuanto la multiplicidad son originales en Dios. Por otro lado, para mantener unidos los dos aspectos constitutivos de la persona divina, el de su incomunicabilidad y el de su apertura relacional, encuentra una valiosa ayuda en su teología de los nombres divinos. Cada uno de los nombres propios, a la vez que dice lo intransferible denota la referencia al otro y con ello abre originalmente a la comprensión de la persona como relación.
Ratzinger sostiene que sólo esta fe en un Dios tripersonal ha permitido conferir todo su contenido y dignidad a la persona humana. Aunque el mundo clásico (sobre todo romano) ya conoce el término y le concede una serie de prerrogativas jurídicas, no hay duda de que los debates filosófico-teológicos suscitados por la nueva fe cristiana enriquecieron de modo inimaginable esta categoría al ponerla en relación con las personas divinas. El punto de partida de esta reflexión vuelve a ser el Evangelio –en este caso Mateo 10,39: “Sólo el que se pierde a sí mismo se gana”–. De ahí que el cristiano pueda descubrir, con una luz nueva, cómo es su yo: “lo más propio, lo que en último término nos pertenece, nuestro propio yo, es al mismo tiempo lo menos propio, porque no lo hemos recibido de nosotros y para nosotros. El yo es al mismo tiempo lo que tengo yo y lo que menos me pertenece” [18]. Cuando la teología afirma que en Dios existen relaciones puramente actuales, ilumina la constitutiva relacionalidad humana y su significado. El hombre está hecho para la relación amorosa, para el reconocimiento de un “tú” y de un “nosotros” sin los que el “yo” no puede alcanzar su plenitud. Si el dato previo con el que nos habíamos encontrado en la experiencia común de todo hombre era el del “estar-con”, a la luz del misterio trinitario es posible interpretarlo en la profundidad de su significado positivo –y no negativo, como han podido pensar ciertas antropologías modernas–. Análogamente el hecho de que cada sujeto espiritual se descubra “ya puesto” en la realidad no será interpretado como una inadmisible imposición sino como el indicio más sólido y razonable de una predilección amorosa que nos precede.
Apoyándose en estas consideraciones sobre el concepto de persona divina, Ratzinger establece una comparación similar entre el nombre propio de la persona (Padre o Hijo) y la experiencia humana de la paternidad o la filiación. Las relaciones intratrinitarias entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo nos enseñan lo que significa la dependencia filial desde siempre, en el vínculo amoroso con un Fundamento que es pura paternidad. También aquí la revelación trinitaria ejerce una función crítica de purificación de los conceptos humanos. Las experiencias básicas del hombre como son la fraternidad –o la paternidad o la filiación– se pueden oscurecer en el curso de la historia tanto que queden afectadas por una última ambigüedad. Si hubiera que explicar la fraternidad universal a partir de los ejemplos de Caín y Abel o de Rómulo y Remo, no se llegaría muy lejos. Por eso Dios mismo ha tomado la iniciativa de desvelar cuál es su verdadero contenido antropológico mediante la experiencia filial de Jesucristo que nos enseña cómo se realizan plenamente en Dios, la filiación, la paternidad y con ello la fraternidad. Una vez más, el dogma trinitario en su aparente paradoja e inutilidad para la vida normal resulta ser lo sumamente práctico, lo que más ilumina y ayuda [19].
Dirigirse a Dios como nuestro Padre: la oración
La importancia de cuanto hemos venido diciendo sobre los nombres divinos y la relacionalidad de las personas divinas confluye existencialmente en la experiencia de la oración como interpelación de Dios al hombre y como respuesta amorosa del creyente. Esta es una de las dimensiones del misterio de Dios más queridas para nuestro teólogo.
La relación entre el Tú de Dios y el yo de cada hombre tiene una modalidad concreta inconfundible que es la oración. La premisa de la oración cristiana es precisamente la de una visión de Dios y del mundo no mecanicista sino espiritual y libre. Sólo entre dos libertades personales cabe establecer ese tipo de relación que llamamos oración.
Entre las distintas formas de oración, Ratzinger valora especialmente la de petición, que ha sido discutida no pocas veces por la mentalidad secularizada. Insiste en que la condición propia del hombre delante de Dios es la del mendigo. Remite a la liturgia eucarística en la que el acto penitencial nos invita a comenzar el gesto sacramental con una invocación de súplica: “¡Señor, ten piedad!”. Se pregunta cuántas veces lo haremos con la conciencia humilde y expectante de aquel mendigo ciego que seguía a Jesús gritando esas mismas palabras por las calles de Jericó (Mc 10,47) [20].
Sólo una oración verdadera, de petición y de adoración, puede rescatar al cristiano, y especialmente al teólogo, del peligro de una erudición vacía y estéril. Se requiere que abra su corazón desde lo más profundo y acoja la iniciativa del Espíritu del Resucitado, que nos llama a entrar en la intimidad divina. El camino que educa a esa actitud es el de la oración de Jesús y en particular el “Padre nuestro”, en el que se hace concreta la mediación insuperable de Cristo para desvelarnos el rostro del Padre. La fe cristiana, llega a decir Ratzinger, es la explicación de la oración de Jesús, del Hijo único del Padre, en quien se desvela el significado de toda oración cristiana.
Notas:
[1] En esta intervención me limito a sugerir algunas anotaciones para entrar en la reflexión de Joseph Ratzinger sobre el Dios de Jesucristo. El teólogo bávaro no ha escrito una monografía o un manual dedicados formalmente al misterio de Dios, pero sí le ha dedicado numerosos artículos, especialmente hasta comienzos de los años 80. No estudiaremos, en cambio, sus publicaciones a título personal después de haber sido elegido Papa, ni su magisterio pontificio sobre la doctrina de Dios.
[2] Estos son los trabajos de Ratzinger que hemos estudiado, con su abreviación correspondiente: Der Gott des Glaubens und der Gott der Philosophen (München 1960) (Gott des Glaubens). “Atheismus” en: M. Schimaus-A Lapple (Hrsg.). Wahrheit und Zeugnis (Düsseldorf 1964) 94-100 (Atheismus). “Einleitung zum Kommentar zur Offenbarungskonstitution des II. Vatikanums und Kommentar zu Kap. 1,2 und 6 der Konstitution” en: LThK, Erg.Bd. II (1967) 498-528 y 571-581 (Dei Verbum).Einführung in das Christentum (München 1968) 73-150 (Einführung). Die Frage nach Gott (Freiburg 1972 (Die Frage). Dogma und Verkündigung (München/Freiburg 1973) 87-141 y 201-219 (Dogma und Verkündigung). “Ich glaube an Gott den allmachtigen Vater”: Internationale Katholische Zeitschrift 4 (1975) 10-18 (Gott den allmächtigen). “Theologie und Ethos” en : K. Ulmer (Hrsg.), Die Verantwortung der Wissenschaft (Bonn 1975) 46-61 (Theologie). Der Gott Jesu Christi. Betrachtungen über den Dreienigen Gott (München 1976) 11-85 (Gott Jesu Christi). “Das Vater unser” sagen dürfen” en: R. Walter (Hrsg.). Sich auf Gott verlassen. Erfahrungen mit Gebeten (Freiburg 1980) 64-69 (Vater Unser). Theologische Prinzipienlehre. Bausteine zur Fundamentaltheologie (München 1982). (Prinzipienlehre). Gott und die Welt. Glauben und Leben in unserer Zeit (Stuttgart-München 2000) 83-96 (Gott und die Welt). Skandalüser Realismus? Gott handelt in der Geschichte (Bad Tölz< 2005) (Skandalüser).
[3] Gott des Glaubens, 10-11.
[4] Gott den allmächtigen, 11. Einführung, 46-47. Gott Jesu Christi, 61.
[5] Einführung, 17ss.
[6] Einführung, 137.
[7] Dogma und Verkündigung, 87.
[8] Einführung, 106.
[9] Gott des Glaubens, 10
[10] Atheismus, 99. Dogma und Verkündigung, 102.
[11] Einführung, 74, 76.
[12] Einführung, 136.
[13] Gott Jesu Christi, 33ss.
[14] Véase por ejemplo Gott des Glaubens, 13-18 y Einführung, 84ss
[15] Gott den allmächtigen, 12 que se apoya en Gal 4,9: “Habéis conocido a Dios o, mejor dicho, Él os ha conocido”.
[16] Dei Verbum, 512.
[17] Einführung, 140.
[18] Einführung, 150.
[19] Gott Jesu Christi, 43ss.
[20] Dogma und Verkündigung, 123-124.
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