Los santos se convertirán de este modo en los verdaderos maestros y amigos de los teólogos, los cuales a su vez podrán también ser santos. Joseph Ratzinger ha predicado sobre muchos de ellos. 

Junto con sus padres, tal vez fuera uno de sus primeros maestros. «Cuando en nuestra parroquia de Traunstein –recuerda Ratzinger–, en los días de fiesta, tocaban una misa de Mozart, a mí, que era un niño pequeño que venía del campo, me parecía como si estuvieran abiertos los cielos. […] La alegría que Mozart nos regala, y que yo siento de nuevo en cada encuentro con él, no se basa en dejar fuera una parte de la realidad, sino que es expresión de una percepción más elevada del todo, que yo sólo puedo caracterizar como una inspiración, de la que parecen fluir sus composiciones como si fueran evidentes. De modo que, oyendo la música de Mozart, queda en mí últimamente un agradecimiento, porque él nos ha regalado todo esto, y un agradecimiento, porque esto le haya sido regalado a él» [1]. La música del genial compositor de Salzburgo constituyó así una de sus primeras lecciones. Todavía muchos años después de ese primer encuentro con Mozart añadía: «Su música –tan brillante y, al mismo tiempo, tan intensa– todavía me sigue haciendo vibrar de emoción. No es un simple divertimento: la música de Mozart encierra todo el drama de ser hombre» [2]. No en vano se ha dicho del papa-teólogo que es «el Mozart de la teología» [3].

1. Primeros maestros

Sin embargo, años después, resonará en sus oídos de adolescente otra música mucho más terrible: el nazismo y la guerra mundial. Todavía aturdido por ese ruido, una vez acabada la guerra y curtido con esta dura experiencia, el joven Joseph decide ir –en 1946 tras las Navidades– al seminario de Frisinga, cerca de Münich. Aquello era un ambiente más armónico. «En la casa sonaba mucha música y, con ocasión de algunas fiestas, se representaban obras de teatro. Pero quedan, sobre todo, como preciosos recuerdos en mi memoria, las grandes fiestas litúrgicas en la catedral y la oración en silencio en la capilla del seminario» [4]. Música, arte, liturgia y oración, pero también filosofía y teología constituían el principal currículum de esos estudios, que le marcarán profundamente en su modo de ver y entender la realidad. «Resultó de gran ayuda para nosotros –continuaba– el curso en cuatro semestres sobre historia de la filosofía de un profesor todavía joven, Jacob Fellmaier, que logró transmitirnos una completa visión de conjunto sobre toda la indagación del espíritu humano desde Sócrates y los presocráticos hasta el presente, ofreciéndonos así unos fundamentos por los que yo, todavía hoy, estoy agradecido» [5].

Allí conoce a Alfred Läpple (n. 1915), quien será su principal mentor en estudios y lecturas durante esos primeros años. «Tú me abriste los ojos a la filosofía –le escribía el ya Cardenal, en 1995–. […]. Por medio de la traducción de la quaestio disputata de santo Tomás sobre el amor, me has conducido al mundo del conocimiento por las fuentes […]. Estuviste en el principio de mi camino filosófico-teológico, y lo que tú me enseñaste no ha sido en vano» [6].

Entre esos primeros autores modernos a los que Ratzinger se acercará, se encontraba Theodor Steinbüchel (1888-1949), autor de El giro radical del pensamiento (1936). Este libro anunciaba una vuelta a un pensamiento metafísico abierto a la trascendencia, tal como rezaba la dedicatoria: «para una nueva Alemania; para un mundo mejor que respete a Dios» [7]. El contexto en que fue escrito lo constituía un furibundo nacionalsocialismo, por lo que esta reivindicación de la verdad en un mundo hostil se convertía en todo un símbolo de la lucha contra la «dictadura del relativismo», propiciado por el nuevo régimen. Proponía además Steinbuchel el principio de la vuelta a Cristo, también en la ética, como fundamento de todo nuevo orden. Tenía una clara conciencia de que la paz y la libertad sólo eran posibles por medio de la verdad. Y esa verdad y libertad solo se podían encontrar en su totalidad en Cristo (cf. Jn 14,5; 3,32; Gal 2,20) [8].

También recordaba Ratzinger de esos años su encuentro con las obras del converso inglés John Henry Newman (1801-1890). «La doctrina de Newman sobre la conciencia se convirtió para nosotros en el fundamento del personalismo teológico, que nos atrajo con toda su capacidad de fascinación. Nuestra imagen de la persona, así como nuestra concepción de la Iglesia, estuvieron marcadas por este punto de partida. Habíamos sufrido las pretensiones de un sistema totalitario, que se entendía a sí mismo como la plenitud de la historia y negaba la conciencia del individuo; alguien había dicho a su superior: “¡No tengo conciencia! Mi conciencia es Adolf Hitler”. La ruina del hombre que esto traía consigo saltaba a la vista» [9]. Sin embargo, sigue explicando Ratzinger, este llamamiento a la voz de la conciencia por parte de Newman no supone un refugiarse en la propia subjetividad, sino una búsqueda constante de la verdad con las luces de la propia razón. «Newman, en cuanto hombre de conciencia, se había convertido; fue su propia conciencia la que le condujo a las raíces y a las antiguas certezas dentro del mundo para él difícil y desacostumbrado del catolicismo. Sin embargo, precisamente esta subjetividad no tiene nada que ver con la subjetividad, sino más bien con la obediencia a una verdad objetiva» [10]. La «cuestión de la verdad» y la consiguiente crítica al relativismo se encontraban en el origen del camino de este converso inglés.

Otro gran tema lo constituía la liturgia. «Una de mis primeras lecturas –recuerda–, después de comenzar los estudios de teología a principios de 1946, fue la primera de las obras de Romano Guardini, El espíritu de la liturgia, un pequeño volumen publicado en la Pascua de 1918 […]. Esta obra puede considerarse, con toda razón, el punto de partida del movimiento litúrgico en Alemania; contribuyó de manera decisiva a redescubrir toda la belleza de la liturgia, toda su riqueza oculta, su grandeza intemporal, e hizo de ella el centro vivificante de la Iglesia» [11]. En efecto, en la obra de este famoso profesor y predicador alemán de origen italiano, confluían el interés por el arte y el pensamiento, tanto teológico como filosófico. Sus obras están redactadas en un lenguaje sencillo, sin desmerecer por esto su profundidad. Guardini mantiene también una gran cercanía tanto con la tradición espiritual de Agustín y Buenaventura –continuada por Pascal–, como con la corriente fenomenológica que dominaba aquellos años: una filosofía más concreta y descriptiva, que intentaba dar con la “esencia de las cosas mismas”. No elaboró un pensamiento sistemático, sino que fue analizando los distintos problemas de la actualidad, girando en torno a ellos: libertad y obediencia, oración y liturgia, Iglesia y mundo moderno, verdad y razón [12].

«Guardini es uno de los primeros –valoraba Ratzinger años después– que se decidieron por una orientación libre en la teología. Durante el período que abarca más o menos de 1920 a 1960, suscitó un enorme interés por la Iglesia, por pensar y creer en ella. En Guardini esto procede de haberse quitado la venda de los ojos, y comprobar de repente: “¡Pero si todo es completamente distinto!”. Esto no es infantilismo, sino valentía y libertad para oponerse a las opiniones dominantes» [13]. Por un lado el praceptor Germaniae –como fue llamado– venía a recordar la importancia de la Iglesia reunida en torno a la celebración de la eucaristía, al mismo tiempo que volvía a la cuestión de la verdad y la capacidad humana de alcanzarla por medio de la razón. «La importancia de la obra de Romano Guardini me parece que hoy consiste en la decisión que él sostiene –contra todo historicismo y pragmatismo– sobre la capacidad de verdad del hombre y la referencia a la verdad de la filosofía y la teología. [...] La última aparición pública de Guardini –su discurso con motivo de su octogésimo cumpleaños– fue dedicada una vez más al tema de la verdad, y puede ser considerado como una especie de testamento espiritual» [14]. Era este su gran tema: la prioridad del logos sobre el ethos, tal como propuso en el último capítulo de su libro sobre la liturgia.

La influencia de Guardini en Ratzinger va a ser enorme, no solo por las continuas referencias que nuestro teólogo hace a la obra del pensador ítalo-germánico. Al hacer una valoración de su pensamiento, Ratzinger escribió lo siguiente: «El ansia de buscar [la verdad] no le llevaba jamás a un pensamiento arqueológico; esta era –como las clases y homilías de Guardini– la expresión de una pregunta y de una esperanza. Guardini, el autodidacta (der ‘Selbstdenker’), no tenía la más mínima intención académica (Wissenschaftlichkeit); él en realidad se preguntaba –con otra seriedad y otra honradez– qué era verdad y qué no lo era» [15]. La verdad y la razón –que recalan en Cristo– suponen tres buenas pistas que Guardini ofrece a nuestro autor, y que el joven teólogo aprovechará y desarrollará por extenso. En una ponencia titulada De la liturgia a la cristología, tras hacer algunas consideraciones sobre la objetividad de la liturgia [16], recordaba Ratzinger el punto de partida de Guardini: Agustín y Buenaventura, la fenomenología –por sugerencia del mismo Scheler–, la dinámica de lo «vivo y concreto» y su clara oposición al neokantismo y al liberalismo [17]. «Guardini puede formular –concluye– “la libertad es la verdad”. La verdad de las personas supone la esencia, el sentido (Wesentlichkeit, Seinsgemäßheit) [...]. Lo importante es que la verdad es una categoría fundamental de su pensamiento y que el pensamiento estaba unido a la adoración» [18].

La «cuestión de la verdad» está sin embargo íntimamente unida al amor y la belleza. Es esta una constante del pensamiento de Ratzinger, tal como se puede apreciar en sus mismas fuentes. En efecto, hubo también en Frisinga otras muchas lecturas en aquellos años: las novelas de Dostoievski y Gertrude von Le Fort, la literatura francesa del momento representada por Claudel y Bernanos, a la vez que mantenía también un gran interés por las teorías científicas de Einstein o Heisenberg, por ejemplo. Además, «en el campo teológico y filosófico, Romano Guardini, Josef Pieper, [o los conversos al catolicismo] Theodor Häcker y Peter Wust eran los autores cuyas voces nos sonaban más cercanas» [19]. También se acercó a otros autores del momento. Aparte de la «filosofía del diálogo» de Ebner y Buber –recordaba– «me interesaron mucho [el existencialismo de] Jaspers y Heidegger, y el personalismo en su conjunto. […] Este fue clave para mí. Y como contrapartida, me apasionaron –también desde el principio– Tomás de Aquino y san Agustín» [20], sin renunciar por ello tampoco al nihilismo de Nietzsche, al espiritualismo de Bergson o al pensamiento de otros filósofos [21]. Sin embargo, al final se acabaría por decantar por alguna corriente del pensamiento más concreta. Por aquel entonces, el existencialismo y el personalismo promovían un renovado interés por el lugar del hombre en la filosofía y la teología. Junto a los conocidos movimientos bíblico y litúrgico entonces existentes, se podría hablar de un auténtico movimiento antropológico y personalista. Además de buscar un nuevo lenguaje, se estaba profundizando de igual modo en el concepto de persona [22].

También Ratzinger se había contagiado con esta nueva sensibilidad. «El encuentro con el personalismo […] fue un acontecimiento que marcó profundamente mi itinerario espiritual, aun cuando el personalismo, en mi caso, se unió por sí solo al pensamiento de san Agustín, quien, en las Confesiones, me salió al encuentro en toda su apasionada y profunda humanidad» [23]. En efecto, la lectura de san Agustín fue una continua fuente de inspiración. «Agustín me ha acompañado durante más de veinte años –escribía en 1969–. He desarrollado mi teología dialogando con Agustín, aunque naturalmente he intentado sostener este diálogo como un hombre de hoy» [24]. Ratzinger completa su valoración del obispo de Hipona –poeta, pastor y pensador– del siguiente modo: «Pocos santos se nos presentan tan cercanos, a pesar de la distancia de los años, como san Agustín. En sus obras podemos encontrar todas las cimas y profundidades de lo humano, todas las preguntas, pesquisas e indagaciones que todavía hoy nos conmueven. No sin razón se le ha llamado el primer hombre moderno» [25].

Agustín y Tomás, latín y griego, música y liturgia, literatura y teorías científicas, el personalismo y el existencialismo, así como un cierto entusiasmo por el valor de la razón y la importancia de la «cuestión de la verdad»: era este el bagaje cultural del joven seminarista. Vivió con intensidad aquellos años, que él mismo califica como «un período de la historia de la Iglesia en Alemania en que todo estaba lleno de alegría. En la Iglesia, en la teología, había entusiasmo para abrir nuevas puertas a Cristo; no para continuar con el pasado, sino para seguir adelante con toda la riqueza del don del Señor» [26]. Sin embargo, a juicio de Ratzinger, a pesar del generalizado clima de optimismo y renovación, empezaban a surgir ciertos problemas en el ambiente general de la Iglesia alemana. «Después de la II Guerra Mundial, la situación duró todavía algún tiempo, pero enseguida vino un bienestar que llegó todavía más lejos que [el de] la Belle Époque. Surgió entonces una especie de neoliberalismo y, de repente, reapareció ese cristianismo algo anticuado, desfasado y anacrónico, tal como era antes de la Primera Guerra Mundial» [27].

2. En la Universidad

Pero no adelantemos acontecimientos. En 1947, con veinte años y tras finalizar el bienio filosófico, el seminarista Joseph realizó durante tres años sus estudios de teología en el Georgianum, un instituto teológico asociado a la Universidad de Münich, en el que coincidían profesores y estudiantes de las más variadas procedencias. Allí recibió una buena formación, sobre todo bíblica, además de litúrgica e histórica [28]. Por aquel entonces el ya mencionado redescubrimiento de la Escritura por parte de la exégesis protestante influyó también en los católicos, dando lugar a lo que después se llamará el «movimiento bíblico» que tendrá lugar en los años anteriores a la publicación de la Divino afflante Spiritu (1943) de Pío XII [29]. En cierto modo, la exégesis vendrá a revolucionar la misma teología. «De hecho, la historia renovó a la teología, no a través de la filosofía, sino gracias a la exégesis» [30]. Ratzinger mencionaba algún nombre concreto. «Indiscutiblemente, la “estrella” de la facultad era Friedrich Wilhelm Maier, profesor de exégesis del Nuevo Testamento» [31], quien había tenido algunos problemas con Roma a causa del liberalismo de sus interpretaciones de la Escritura.

Sin embargo, Ratzinger encontraba utilidad en todas esas lecciones. «A la distancia de casi cincuenta años –seguía diciendo Ratzinger– puedo ver también lo positivo: las formas abiertas y sin preuicios de las cuestiones, a partir del método histórico-liberal, creaba una nueva cercanía con las sagradas Escrituras y descubría dimensiones del texto que no eran inmediatamente perceptibles en la lectura excesivamente cristalizada del dogma. Es mérito de Maier que la sagrada Escritura fuese para nosotros “alma de los estudios teológicos”, tal como pide el Concilio Vaticano II» [32]. Al mismo tiempo se daban otros estilos exegéticos en Münich, que tal vez eran más apreciados por el mismo Ratzinger. «Frente a la notable personalidad de Maier, Friedrich Stummer –el profesor de Antiguo Testamento– era un hombre silencioso y reservado cuya fuerza residía en la seriedad de su trabajo histórico y filológico, mientras solo con mucha cautela llegaba a insinuar las líneas teológicas. Yo, sin embargo, apreciaba bastante este estilo cauto y por eso asistí con gran atención a sus clases y seminarios» [33]. Este estilo más discreto parece gustar más al joven estudiante de teología.

La liturgia volverá a ocupar un lugar importante en los intereses del joven teólogo, a través de la figura de Josef Pascher(1893-1979). «Como director del Georgianum era responsable de nuestra formación humana y sacerdotal; interpretaba esta misión según el espíritu de la liturgia y lograba así dar una profunda impronta a nuestro camino espiritual» [34]. Ratzinger profundizará así de nuevo en la liturgia y en el lugar que ocupa en la vida de la Iglesia. Sin embargo, también aquí se apreciará una evolución. «Al principio tenía mis reservas hacia el movimiento litúrgico. En muchos de sus representantes me parecía percibir un racionalismo y un historicismo unilaterales, una actitud demasiado dirigida hacia la forma y la originalidad históricas […]. Gracias a las lecciones de Pascher y a la solemnidad con que nos enseñaba a celebrar la liturgia, según su espíritu más profundo, llegué también yo a convertirme en un firme partidario del movimiento litúrgico. Así como había aprendido a comprender el Nuevo Testamento como alma de la teología, entendí del mismo modo la liturgia como el fundamento de la vida» [35]. Así pues, historia, exégesis, liturgia y sentido eclesial fueron las claves de la primera formación teológica de esos años universitarios.

«Junto con los exegetas –nos sigue contando el mismo Ratzinger–, Söhngen y Pascher dejaron una profunda huella en mí. Inicialmente Söhngen quería dedicarse totalmente a la filosofía y había comenzado ese camino con una disertación sobre Kant. Pertenecía a aquella corriente dinámica del tomismo que había hecho propias la pasión por la verdad y la búsqueda de un fundamento y fin de toda la realidad que se había planteado el Aquinate; pero [también] se esforzaba conscientemente en hacerlo dentro del debate filosófico contemporáneo. […] Lo que mejor caracterizaba el método de Söhngen era que él pensaba a partir de las fuentes [...]. Aquello que más me impresionaba en él era que no se contentaba nunca con un tipo de positivismo teológico –como a veces se llegaba a advertir en otras disciplinas–, sino que planteaba con gran rigor la cuestión de la verdad y, precisamente por eso, la actualidad de lo que ha de ser creído» [36]. Junto con un método rigurosamente histórico, la razón y la búsqueda radical de la verdad eran los puntos fuertes de su pensamiento. También proponía Söhngen la unidad de la teología y la necesidad de su dimensión especulativa [37]. El joven Ratzinger había encontrado pues por fin un maestro: Gottlieb Söhngen (1892-1971). Junto a la incansable búsqueda de la verdad, le atraen también al joven teólogo tanto su interés por el arte y la liturgia como su plena confianza en la razón [38].

En la homilía que predicó con motivo del funeral de su maestro, nuestro autor recordaba el fuste filosófico de Söhngen. «La búsqueda de la verdad le llevó primero a la filosofía e, incluso como teólogo, permaneció filósofo» [39]. Y añade más adelante, al insistir en la complementariedad entre fe y razón, filosofía y teología en el pensamiento de su maestro: «Söhngen fue un suscitador de cuestiones (Fragender) crítico y radical. Todavía hoy no se puede preguntar de un modo tan radical a como él lo hizo. Pero al final era también un creyente igualmente radical. Lo que a nosotros, sus discípulos, nos fascinaba de él, era la total unidad entre ambos: la pertinencia con que formulaba las preguntas y la comprensión con la que sabía que la fe no debía temer nada de una búsqueda sincera de la verdad» [40]. También aludía su discípulo a la mencionada dimensión ecuménica y litúrgica de toda la teología del profesor renano, a la vez que su insistencia en la unidad y en la condición eclesial del saber teológico [41]. «Él siempre aspiraba a ver el “todo en el fragmento”, a apreciar cada una de las partes en función del todo. [...] También resultaba claro para él que el teólogo no habla en su propio nombre, con la excesiva seguridad del que habla por sí mismo, sino en nombre de la fe de la Iglesia, la cual no la descubre él, sino que la recibe» [42].

Las influencias venían también del otro lado de la frontera, superando así un posible pensamiento aislado. En 1948, Ratzinger lee Surnaturel (1946), un conocido estudio de Henri de Lubac (1896-1991) sobre la relación entre gracia y libertad, entre lo natural y lo sobrenatural en la vida cristiana. Aprecia en esa obra la unión entre espiritualidad y rigor científico, entre el conocimiento intelectual y el «deseo de ver a Dios» [43]. En el otoño de 1949, lee también Catolicismo. Aspectos sociales del dogma (1938), un ensayo del teólogo francés sobre la dimensión social y universal de la Iglesia [44]. «Este libro se convirtió para mí en una lectura de referencia. No solo me transmitió una nueva y más profunda relación con el pensamiento de los Padres, sino también una nueva y más profunda mirada sobre la teología y sobre la fe en general. La fe era ahora una visión interior, actualizada precisamente gracias a pensar junto a los Padres. En aquel libro se percibía la tácita confrontación con el liberalismo y el marxismo, la dramática lucha del catolicismo francés por abrir brecha en la vida cultural de nuestro tiempo. […] Me sumergí [en fin] en otras obras de Lubac –sigue más adelante–, y obtuve provecho sobre todo de la lectura de Corpus Mysticum, en la que se me abría un nuevo modo de entender la Eucaristía y la unidad de la Iglesia» [45]. En este texto de 1949, Lubac profundizaba en las relaciones entre Iglesia y Eucaristía. «La Iglesia y la Eucaristía se hacen la una a la otra todos los días: la idea de la Iglesia y la idea de la Eucaristía deben apoyarse y profundizarse recíprocamente, la una con la ayuda de la otra» [46].

Más adelante vendrán los ya conocidos encuentros con motivo de la celebración del Concilio Vaticano II y la edición de la revista Communio, en los años setenta. Sin embargo, lo que quedó ahora más claro en Ratzinger es la gran lección de la historia. Esta había sido tomada en gran consideración también en el ámbito de las ciencias sagradas. «Tal vez no haya nada como la conciencia histórica –afirmaba Fisichella, a finales del siglo pasado– que caracterice mejor nuestro siglo»  [47]. De hecho, Münich era –junto a otras universidades alemanas– un importante centro de estudios históricos, en aquel momento representado en las figuras de Martin Grabmann (1875-1979) y Michael Schmaus (1897-1993). En efecto, la historia había desembarcado en la teología católica por aquellos años, sobre todo a través del estudio de los Padres de la Iglesia [48]. Tuvo lugar entonces el famoso resourcement patrístico, la «vuelta a las fuentes», cuya influencia transcendió las fronteras francesas. Ratzinger explicaba el contexto en los que comenzó su propia investigación teológica: «En la Alemania de aquel tiempo se daba un predominio absoluto del pensamiento histórico, y hubiera sido imposible acceder al doctorado en teología sin un estudio histórico. De este modo, era absolutamente indispensable trabajar sobre un tema patrístico, medieval o incluso de la primera época de la modernidad (no posterior, en cualquier caso, a la revolución francesa). Por estas razones hice mi primer trabajo sobre san Agustín, y después sobre san Buenaventura» [49]. En efecto, será Gottlieb Söhngen quien le conducirá hacia lo que Ratzinger llama «los grandes maestros»: Agustín, Buenaventura, Tomás de Aquino [50].

3. «Los grandes maestros»

El año 1950 (el de la Humani generis de Pío XII, con su respaldo y sus advertencias a la teología del momento) fue también el año en que Joseph Ratzinger termina sus estudios de teología y se prepara para recibir el sacerdocio, a la vez que elabora su primer trabajo sobre san Agustín. «Después del examen final de los estudios teológicos, en el verano de 1950, me fue propuesto inesperadamente un encargo que trajo consigo una vez más un cambio de orientación de toda mi vida. En la facultad de teología era costumbre que cada año se propusiese un tema a concurso, cuyo desarrollo debía elaborarse en el espacio de nueve meses […]. El tema elegido por mi maestro [Gottlieb Söhngen] fue: “Pueblo y casa de Dios en la enseñanza sobre la Iglesia en san Agustín”. Puesto que en los años anteriores me había entregado asiduamente a la lectura de los Padres, y había frecuentado también un seminario de Söhngen sobre san Agustín, pude lanzarme a la aventura» [51]. Parecía un tema escogido a su medida, pues el santo obispo de Hipona había sido desde el principio uno de sus inspirado-res principales. De manera que se adentraría ahora en la eclesiología agustiniana, pero teniendo en cuenta el pensamiento del momento. La influencia de Lubac en este trabajo es indiscutible; el estudio supone todo un recorrido histórico por la patrística, con el fin de rastrear el concepto de «pueblo de Dios» en los siglos III y IV, y de modo especial –como es lógico– en san Agustín. El joven doctorando se había encontrado ya antes con la eclesiología eucarística. «Ratzinger encuentra –comenta Nichols– lo que será el motivo central de su eclesiología: en realidad él es –junto con Henri de Lubac– uno de los primeros pensadores católicos que adoptaron una “eclesiología eucarística” completa, elaborada de modo sistemático» [52]. En efecto, en el período de entreguerras se había desarrollado una eclesiología espiritual (en Guardini o Gertrude von Le Fort, por ejemplo), dejando de lado los aspectos externos e institucionales de la Iglesia. Sin embargo, Ratzinger intenta elaborar una reflexión sobre la eucaristía, donde se une lo más íntimo y lo más externo en la Iglesia [53]. Esta eclesiología –sigue diciendo– ofrece un tema central: «la unión en la Iglesia de lo interno y lo externo, de santidad y estructura visible –también en el gobierno–, unión que tiene como clave la eucaristía» [54]. La Iglesia sería a la vez pueblo de Dios y cuerpo de Cristo de un modo místico, distinto a su presencia real en la eucaristía. Esta actuaría como elemento aglutinante, como sacramento de comunión dentro de la misma Iglesia, tal como había descubierto el teólogo francés en los maestros medievales, en su Corpus Mysticum [55].

Un año después, el 29 de junio de 1951, Joseph Ratzinger recibía la ordenación sacerdotal en la catedral de Frisinga, situada junto a su antiguo seminario [56]. Podía entonces seguir profundizando en su formación histórica, patrística y teológica. «Ahora lo primero que debía hacer era fijar el tema de la habilitación. Gottlieb Söhngen sostuvo que, puesto que en mi doctorado había afrontado un tema de patrística, debía dedicarme ahora a los medievales. Ya que yo me había dedicado a san Agustín, le parecía natural que trabajase [ahora] en Buenaventura, de quien él se había ocupado con gran profundidad. Y puesto que mi tesis había abordado un tema de eclesiología, debía pensar ahora en el segundo gran núcleo temático de la teología fundamental: el concepto de revelación» [57]. Al igual que Guardini, Lubac y otros tantos autores de ese tiempo, Ratzinger se ocupaba ahora de este franciscano, contemporáneo de santo Tomás, que seguía fielmente la tradición agustiniana [58]. Buenaventura fue tanto teólogo e intelectual como místico y autor espiritual, además de hombre de gobierno. En él se unían una firme fe y devoción a Jesucristo, con una especulación de corte agustiniano [59].

El trabajo siguió adelante, aunque no sin las ya conocidas dificultades. Al final, después de los oportunos recortes y retoques, quedó un interesante estudio sobre teología de la historia. La aportación a su pensamiento queda fuera de duda. «Cuando en el otoño de 1953 empecé a preparar el presente estudio, una de las cuestiones que ocupaban un lugar de primer plano en los círculos teológicos católicos de lengua alemana era la relación entre historia de la salvación y metafísica. […] ¿Cómo puede ocurrir históricamente lo que ya ha ocurrido? ¿Cómo puede tener un significado universal lo que es único e irrepetible? […] Estas preguntas me cautivaron e intenté hacer una contribución para responderlas» [60]. Y añadía en 1991 que el problema planteado en dicho estudio es «si resulta posible para un cristiano cumplir con las ocupaciones de este mundo, es decir, si es posible una especie de utopía cristiana, una síntesis de utopía y escatología, que tal vez pueda considerarse la clave teológica en el debate en torno a la teología de la liberación.[…]

Buenaventura ha tomado al respecto una actitud clara y no ha rechazado del todo el pensamiento de Joaquín [de Fiore]. Rechazó las aspiraciones que intentaban dividir Cristo y el Espíritu, la Iglesia organizada según el orden cristológico-sacramental y la Iglesia pneumático-profética de los pobres» [61]: la jerárquica de la carismática, en definitiva. Buenaventura –afirmaba Ratzinger– acogió también las propuestas legítimas que proponía el visionario franciscano, al mismo tiempo que rechazaba lo que consideraba en contra de la fe de la Iglesia. Según Nichols, el motivo por el que Ratzinger escogió al Doctor Seráfico era encontrar un buen entendimiento entre historia y metafísica, entre lo universal y lo histórico. «Para Ratzinger, consciente de la gran herencia de la teología de la historia que se encontraba presente en el catolicismo alemán de los siglos XIX y XX [=las escuelas de Tubinga y Münich], no se podía responder a tales preguntas tomando simplemente como base los a priori. La búsqueda de la relación entre historia de la salvación y una metafísica adecuada se debía llevar a cabo “dialogando con aquella tradición teológica que era llamada en causa”. ¿Y no sería la mejor solución preguntar a un teólogo escolástico de la alta edad media que era, al mismo tiempo, un defensor de un acercamiento histórico-salvífico? De este modo la candidatura de Buenaventura se impuso por sí misma». [62] Schiffers sostiene de igual modo una filiación bonaventuriana en esta misma idea del equilibrio entre lo ontológico y lo histórico, presente en todo el pensamiento ratzingeriano [63]. Verdad y tiempo, ontología e historia de la salvación se presentaban como problemas ya en la Edad Media, y el joven habilitando intentaba ir profundizando en este decisivo –y a la vez actual– tema [64]. «Ratzinger entroncaba –concluye Saranyana– con una veta especulativa alemana, cultivada en los años de entreguerras y después de 1945» [65].

«En cambio tuve más dificultades en el acceso al pensamiento de Tomás de Aquino –seguía recordando de sus años de seminario–, cuya lógica cristalina me parecía demasiado cerrada en sí misma, demasiado impersonal y prefabricada» [66]. La distancia inicial entre Tomás y Buenaventura parece sin embargo que se irá desdibujando con el paso del tiempo. Son bien conocidas las iniciales reservas de Joseph Ratzinger hacia la escolástica, cuando aludía a su profesor, Arnold Wilmsen, quien les enseñó «un rígido tomismo escolástico, que para mí estaba sencillamente demasiado lejos de mis interrogantes personales» [67]. Así, afirmó respecto del libro Surnaturel de su maestro francés: «Admiré una nueva interpretación de santo Tomás de Aquino, muy distinta de la filosofía neoescolástica que habíamos estudiado hasta ese momento» [68]. Ratzinger se refirió también en 1975 a la actualidad y complementariedad entre Tomás y Buenaventura, en la que se refleja un tímido acercamiento también a la figura del Aquinate. «Tomás y Buenaventura se estimaban tanto en sus diferencias como en los aspectos en que coincidían. El debate propio de la escolástica ha de mantenerse en pie. [...] Merece la pena discutir sobre algunos aspectos. Todas las diferencias de enfoques y temperamentos se unen formando una sola unidad, la cual une y reconduce las cuestiones actuales a las cuestiones planteadas ya en el siglo XIII» [69]. Nichols establece sin embargo al respecto el siguiente veredicto: «La simpatía de Ratzinger por Buenaventura y la escuela franciscana no debe ser considerada como antitomista. De hecho Ratzinger se ha expresado sobre santo Tomás con cercanía mayor a la que requería un acto oficial» [70].

En efecto, en una homilía con motivo de la fiesta de santo Tomás en 1987 [71], el cardenal Ratzinger hacía referencia a lo que él consideraba que era el núcleo del pensamiento del Aquinate. «“Conságrales en la verdad”. Santo Tomás ha resumido toda su vida en estas palabras del Señor. La suya fue una vida en la verdad, por la verdad. El servicio humilde y constante de la verdad fue su misión, su ministerio sacer-dotal» [72]. Sigue después la observación de Chesterton, quien apellidó a santo Tomás como «del Creador», por presentar el correlato entre Dios y la verdad interna de las criaturas. «La criatura es como una potente trompa que nos habla de Dios, dice san Gregorio de Nisa. Santo Tomás fue un atento oyente de esta trompa y su filosofía es una invitación permanente a abrir los oídos de nuestro espíritu, a ir más allá del puro uso de las cosas hasta el punto en que estas no son sin más cosas, sino criaturas de Dios; hasta el punto en el que las cosas nos ofrecen el baño sagrado de la verdad» [73]. Sin embargo, al mismo tiempo recordaba que la verdad es persona, la misma Persona de Cristo, así como la unidad existente entre el amor y la verdad. «Amor a la verdad y amor a Jesús son una única cosa en la figura espiritual de santo Tomás. Al amar a Cristo, se ama la verdad; al buscar una relación siempre más profunda con Cristo, se recibe la fuerza que consagra la misma verdad» [74].

4. Los mejores maestros

Una nueva confesión autobiográfica puede servirnos de nuevo de orientación sobre el talante y las fuentes de la teología de Ratzinger. «Yo mismo he tenido la impresión durante bastante tiempo de que los llamados “herejes” eran más interesantes que los teólogos de la Iglesia, al menos en la época moderna. Pero si miro a los grandes y fieles maestros, de Möhler a Newman y Scheeben, de Rosmini a Guardini, o en nuestro tiempo Lubac, Congar, Balthasar, ¡cuánto más ricas y actuales son sus palabras respecto a la de aquellos en los que ha desaparecido el sujeto comunitario de la Iglesia! En ellos se presenta con claridad también otra cosa: el pluralismo no nace del hecho que uno lo busque, sino de que uno –con todas sus fuerzas y en su tiempo– no quiera otra cosa que la verdad. [...] Hemos alcanzado la meta más importante si hemos llegado lo más cerca posible a la verdad. Esta no es nunca aburrida, ni uniforme, porque nuestro espíritu la contempla en sus parciales refracciones. Sin embargo, esta es al mismo tiempo la fuerza que nos une. Y solo el pluralismo, que está referido a la unidad, es verdaderamente grande» [75]. De este modo, la teología ha de ser una y –a la vez e inseparablemente– plural, eclesial y sinfónica y, por tanto, dotada de personalidad.

Según Läpple, ambos teólogos se conocieron personalmente en Münich en 1950, cuando Joseph tan solo era un joven doctoran-do [76]. Hans Urs von Balthasar (1905-1988) era considerado por su propio maestro –Henri de Lubac– «el hombre más culto de nuestro tiempo»: tras sus estudios de juventud en filología germánica, se había iniciado en la filosofía con el estudio de Tomás de Aquino; después, comenzó el estudio de los Padres y de la literatura francesa contemporánea; más adelante había completado esta formación con la lectura de los místicos de todas las épocas. El resultado era un conocimiento enciclopédico, a partir del cual intentaba elaborar una síntesis teológica actual. Participó activamente en la polémica que precedió a la Humani generis, y no quedó exento de alguna de sus críticas. En 1952, con Abatir los bastiones, había denunciado una serie de delicados problemas y hablado de la necesidad de reformas en la Iglesia. Esta toma de postura le impidió participar en el Concilio. Pero años después revisa su propia postura y denunciará desviaciones posconciliares en Cordula (1966), especialmente las que eran consecuencia de la teología de Karl Rahner [77].

Ratzinger había seguido de cerca su teología. En una reseña a algunas de sus obras [78], afirmaba que «la obra de Balthasar es un verdadero regalo para nuestro tiempo», por la síntesis que alcanza entre la fe y el mundo de hoy [79]. Más adelante colaboraron en distintas iniciativas editoriales y fundaron en 1972 –junto con De Lubac– la revista Communio: una alternativa a Concilium de Rahner, Küng, Schillebeecks y a la corriente posconciliar entonces dominante [80]. Después de la muerte de Balthasar, Ratzinger celebró su funeral en Lucerna, en el que hacía un balance de su pensamiento. «El espectro que recorre su obra va de los presocráticos a Freud, Nietzsche y Brecht, abarcando toda la herencia cultural occidental de la filosofía, la literatura, el arte y la teología. Pero este inmenso desplegarse del espíritu no significaba en Balthasar simple curiosidad de erudito, o aspiración al poder que viene con los amplios conocimientos. […] Él sabía que el mucho saber lleva a la tristeza de encontrarse frente a lo incognoscible, así como a la desesperación de no poder alcanzar el verdadero tema de fondo: el ser hombre, la vida misma. […] Su preocupación era limpiar los ojos del corazón, para que pudieran ver lo que de verdad merece la pena: el fundamento y el fin último de nuestra vida, el Dios vivo» [81]. En concreto, Balthasar sabía que la teología debía hacerse con oración y con la humildad que nace de la conversión, y para eso acuñó la expresión «teología arrodillada». «Él sabía que la teología se ha de desarrollar en contacto con el Dios vivo, que se alcanza en la oración» [82].

Es esta una idea que tomará prestada del maestro de Basilea. Por ejemplo, en una intervención de 1993, el cardenal Ratzinger recordaba el carácter a la vez científico y sapiencial, racional y espiritual de la teología. «La teología, ciencia en el sentido más pleno de la palabra, constituye sin duda un cierto fruto del ejercicio de la razón científica. A pesar de esto, no resulta inadecuado evocar en este contexto la realidad del cielo; más aún, es necesario hacerlo, pues sólo desde este punto de vista puede entenderse la teología. [...] La teología –que nace de la fe– está, en definitiva, subordinada al saber que Dios tiene de sí mismo, y del que los santos gozan ya de un modo inmediato y definitivo. [...] La teología desembocará en una visión que, para los santos, es ya una realidad» [83]. Esta consideración de la teología como ciencia subordinada a la sabiduría de Dios y de los santos –tal como afirmaba santo Tomás– «implica también una referencia a la unión vital con Dios, que resulta posible ya en la tierra a aquellos que, abriéndose con fe a la divina palabra, se hacen con ella no solo con la inteligencia sino con todo el corazón. Porque Dios es a la vez e inseparablemente verdad, bondad y belleza, y la fuerza unitiva del amor no solo conduce a dejarse traspasar por su bondad, sino también a profundizar en su verdad. El teólogo debe ser hombre de ciencia; pero también –precisamente en cuanto teólogo– hombre de oración» [84].

Los mejores maestros de los teólogos serían por tanto los santos. Como él mismo indicó en un escrito de 1977, la verdadera teología está «dirigida a la experiencia de los santos». Detrás de Atanasio –seguía diciendo– está san Antonio Abad; tras Gregorio el Grande, san Benito de Nursia; y Buenaventura recibe su inspiración de san Francisco de Asís [85]. Los santos se convertirán de este modo en los verdaderos maestros y amigos de los teólogos, los cuales a su vez podrán también ser santos. Joseph Ratzinger ha predicado sobre muchos de ellos [86]. Sin embargo, nos centraremos ahora tan solo en san Benito, también por motivos obvios, de quien pronunció una homilía en la abadía benedictina de Ethal, en plenos Alpes bávaros. En esta se refería en primer lugar al origen mariano de la abadía, hasta el punto de considerar a María como la «fundadora de Ethal», la cual a su vez nos remite de modo necesario a Cristo [87]. También se refiere después a los doce apóstoles, quienes nos transmitieron a su vez la fe en Jesucristo [88]. En fin, alude al fundador de la orden benedictina, en quien descubre un maestro que buscaba de modo continuo esa relación –que ya había detectado Ratzinger en Guardini– entre la adoración y la búsqueda de la verdad. «Dominici scola servitii ha llamado Benito a la abadía: una escuela para servir al Señor, una escuela para la vida eterna, una escuela para la verdadera libertad. Teniendo en cuenta la mentalidad actual, esta abadía debe permanecer como un lugar que sea una escuela para llevar a Cristo, una escuela de la verdad, un lugar en el que se intente ya vivir ahora la vida eterna» [89].


NOTAS 

[1] «Mein Mozar t», Kronen Zeitung (6.1.2006): después en Alfa y omega 438 (26.1.2006) 40. Sobre este tema pueden verse mis anteriores aproximaciones: Joseph Ratzinger. Una biografía, Eunsa, Pamplona 2004, 47-57; Joseph Ratzinger: razón y cristianismo, Rialp, Madrid 2005, 34-38, 41-56; «Joseph Ratzinger. Un retrato teológico», C. Palos – C. Cremades, Perspectivas del pensamiento de Joseph Ratzinger, Diálogos de Teología VIII, Edicep, Valencia 2006, 27-68.
[2] La sal de la tierra, Palabra, Madrid 1997, 52.
[3] J. Meisner, Benedikt XVI.ist der ‘Mozart der Theologie’, en www.kath.net.de (20.4.2005).
[4] Mi vida. Recuerdos (1927-1997), Encuentro, Madrid 1997, 57.
[5] Ibid., 56.
[6] «Glückwunschschreiben zu meinem 80. Geburtstag (23.6.1995)», A. Läpple, Benedikt XVI. und seine Wurzeln. Was sein Leben und seinen Glauben prägte, Sankt Ulricht, Augsburg 2006, 56-57. También aparecen recuerdos de otro conocido teólogo en «Erinnerungen zn Kardinal Leo Scheffczyk von Papst Benedikt XVI.», Forum Katholische Theologie 23 (2007/4) 241-244.
[7] P. Seewald, Befreiung und Aufbruch, P. Seewald (ed.), Der deutsche Papst, Bild, Augsburg 2005, 44.
[8] Cf. A. Läpple, Benedikt XVI. und seine Wurzeln, 44, 45-47, 50.
[9] «Discorso introduttivo alla III giornata del simposio di Newman (28.4.1990)», Euntes docete XLIII, 1990, 431.
[10] Ibid., 433.
[11] El espíritu de la liturgia. Una introducción, Cristiandad, Madrid 2001, 33.
[12] Cf. A. López Quintás, «Romano Guardini», Gran enciclopedia Rialp XI, Madrid, Rialp 1979, 386-387; J.L. Illanes, «La teología en las épocas moderna y contemporánea», J.I. Saranyana – J.L. Illanes, Historia de la teología, BAC, Madrid 1995, 336-337; H.B. Gerl, Romano Guardini. La vita e l’opera (1985), Morcelliana, Brescia 1988, 98-99;A. Bellandi, Fede cristiana come stare e comprendere. La giustificazione dei fondamenti della fede nelle opere di Joseph Ratzinger, pro manuscripto, Università Gregoriana, Roma 1993, 351-352; C. Dotolo, «Romano Guardini», R. Fisichella (ed.), Storia della teologia III: Da Vitus Pichler a Henri de Lubac, Roma, Edizioni Dehoniane, 1996, 717-731;T. Schereijäck, «Romano Guardini», E. Coreth et al., Filosofía cristiana en elpensamiento católico de los siglos XIX y XX(1988), III: Corrientes modernas del siglo XX, Encuentro, Madrid 1993, 189-203.
[13] Dios y elmundo. Creer y vivir en nuestra época (entrevista con Peter Seewald, 2000), Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barcelona 2002, 341.
[14] Natura e compito della teologia.Ilteolo-go nella disputa contemporanea. Storia e dogma, Jaca Book, Milano 1993, 83, n.20. Cf. también A. Bellandi, Fede cristiana come stare e comprendere, 332-335.
[15] «Vortwort», J. Ratzinger (Hrsg.), Wege zur Wahrheit. Die bleibende Bedeutung von Romano Guardini, Patmos, Düsseldorf 1985,7.
[16] Cf. ibid., 125-128.
[17] Cf. ibid., 128-133.
[18] Ibid., 135; cf. también ibid., 136, 143 144; S. Zucal, «Ratzinger e Guardini, un incontro decisivo», Vita e pensiero 91 (2008/4) 788.
[19] Mi vida, 55.
[20] La sal de la tierra, 66. Cf. A. Läpple, Benedikt XVI. und seine Wurzeln, 45
[21] Cf. ibid., 28-51.
[22] Cf. A. Dondeyne, «Le filosofie esistencia liste», R. Vander Gucht – H. Vorgrimler (eds.), Bilancio della teologíadel XX secolo I, Roma 1972, 306-307; A. Rigobello, «Personalismo», Dizionario Teologico Interdisciplinare II, Marietti, Milano 1982, 726-730.
[23] Mi vida, 56; cf. La sal de la tierra, 67.
[24] «Glaube, Geschichte und Philosophie. Zum Echo der Einführung in das Christentum», Hochland 61 (1969) 543.
[25] Colaboradores de la verdad. Reflexiones para cada día del año, Madrid, Rialp 1991, 394. Sobre la influencia del pensamiento agustiniano en nuestro autor, puede verse: N. Cipriani, «Sant’Agostino nella riflessione teologica di J. Ratzinger», PATH 6 (2007/1) 9-26.
[26] ElcardenalRatzinger enla Universidad de Navarra. Discursos, coloquios y encuentros (pro manuscripto), Facultad de Teología, Pamplona 1998, 65.
[27] La sal de la tierra, 190
[28] Cf. Mi vida, 63-65.
[29] Cf. R. Aubert, La théologie catholiqueau milieu du XXe siècle, Casterman, Tournai-Paris 1958, 16-23; A. Doni, «La riscoperta fonti», R. Fisichella (ed.), Storia della teologia III, 445458.
[30] G. Colombo, Perché la teologia, La Scuola, Brescia 1980, 20.
[31] Mi vida, 63.
[32] Ibid., 65. Cf. también «Ponencia con ocasión delos cien años dela Pontificia Comisión Bíblica (10.5.2003)», AA.VV., Escritura e interpretación. Los fundamentos de la interpretación bíblica, Palabra, Madrid 2003, 176-178.
[33] Mi vida, 65. 34 Ibid., 63. 35 Ibid., 68-69.
[36] Ibid., 67-68.
[37] En su autobiografía, Ratzinger cita algunos de los autores que Söhngen frecuentaba: «comenzando por Aristóteles y Platón, pasando por Clemente de Alejandría y Agustín, hasta Anselmo y Buenaventura, Tomás, Lutero y la escuela teológica de Tubinga delsiglo pasado [XIX]. También Pascal y Newman estaban entre sus autores favoritos». Y añade: «Puesto que había nacido en un matrimonio mixto y, precisamente por su origen, era particularmente sensible a la cuestión ecuménica; participó en un debate con Karl Barth y Emil Brunner en Zúrich. Pero se ocupó también con gran competencia de la teología del misterio, iniciada por el benedictino de Maria Laach, Odo Casel. Esta teología había nacido directamente delmovimientolitúrgico, pero[sobre todo]planteaba con nuevo vigor la cuestión fundamental de la relación entre misterio y racionalidad» (ibid., 68). Esta confrontación entre fe y razón, filosofía y teología, misterio y racionalidad marca profundamente –como estamos viendo– el modo de hacer teología de nuestro autor.
[38] Cf. «Von der Wissenchaft zur Weisheit», Catholica 22, 1976, 2). Véase también D. Kaes, Theologie im Anspruch von Geschichte und Wahrheit. Zur Hermeneutik Joseph Ratzingers, pro manuscripto, Dissertationen. Theologische Reihe, Bd 75, St. Ottilien 1997, 196.
[39] «Von der Wissenchaft zur Weisheit», 3.
[40] Ibid., 5.
[41] Cf. ibid., 3-5.
[42] Ibid., 4-5.
[43] Cf. «Le futur Benoît XVI et Henri de Lubac», Bulletin de la Associtiation Internationale CardenalHenride Lubac 7 (2005) 7-8.
[44] Cf. B. Mondin, Storia della teologia IV, Studio Domenicano, Bolonia 1997, 462-467; K.H. Neufeld, «Henri de Lubac», R. Fisichella (ed.), Storia della teologia III, 791-805.
[45] Ibid., 74.
[46] H. de Lubac, Corpus Mysticum. L’Eucarestia e la Chiesa nel Medioevo (1949), Jaca Book, Milán 1996, 13. Sobre Lubac puede verse también: A. Läpple, Benedikt XVI. und seine Wurzeln, 75-76; sobre la correspondencia epistolar entre ambos: «Le futur Benoît XVI et Henri de Lubac», 4-9.
[47] R. Fisichella, «Storia: I. Coscienza storica», R. Latourelle – R. Fisichella (eds.), Dizionario di teologia fondamentale, Citadella, Assisi 1990, 1177.
[48] Cf. G. Thils, Orientations dela théologie, Ceuterick, Louvain 1958, 45.
[49] El cardenal Ratzinger en la Universidad de Navarra, 52.
[50] Cf. Convocados en el camino de la fe, Cristiandad, Madrid 2004, 27.
[51] Mi vida, 73.
[52] A. Nichols, The theology of Joseph Ratzinger, T. & T. Clark, Edimburgh 1988, 47-48; cfr también 246-247.
[53] Cfr Ibid., 136-139.
[54] Ibid., 37-38.
[55] Sobre este tema puede verse: J.I. Saranyana, «Los escritos universitarios del joven Ratzinger (1951-1962)», Anuario de Historia de la Iglesia 15 (2006) 27-29.
[56] Cf. Mi vida, 74-75; A. Tornielli, Ratzinger, custode della fede, Piemme, Roma 2002, 34-35; P. Blanco, Joseph Ratzinger, 57-62.
[57] Mi vida, 79.
[58] f. R. Aubert, La théologie catholique au milieu du XXe siècle, 513-575.
[59] Cf. J.I. Saranyana, «Período escolástico», J.I. Saranyana–J.L.Illanes, Historia de la teología, 59-63.
[60]San Bonaventura. La teologia della storia (1959), Nardini, Florencia 1991, 11-12.
[61] Ibid., 8.
[62] A. Nichols, The theology of Joseph Ratzinger, 52.
[63] En efecto, «bei Bonaventura gelerten Realitäts und Geschichtsträchtigkeit», de tal manera que Ratzinger ha alcanzado «einer philosophischen Meditation der Wahrheit» (N. Schiffers, «Joseph Ratzinger», J. Schultz, Tendenzen der Theologie im 20. Jahrhundert. Eine Geschichtein Porträts, Stuttgart-Berlin-Olten-Freiburg 1966, 610.
[64] De Buenaventura tomará Ratzinger además, según Nichols, «the Christocentrism to the point of making the Christ whois the centre of allthe centre, even, of all the sciences». «The mature Ratzingerlikewise willspeak of theology as subordinate, in the last analysis, to contemplation, charity, holiness and –not least– the attaining of powerty of spirit» (A. Nichols, The theology of Joseph Ratzinger, 64).
[65] J:I. Saranyana, «Los escritos universitarios del joven Ratzinger (1951-1962)», 34.
[66] Mi vida, 56; Cf. La sal de la tierra, 67.
[67] Mi vida, 56.
[68] «Le futur Benoît XVI et Henri de Lubac», 8.
[69] «Vortwort», J. Ratzinger (Hrsg.), Aktualität der Scholastik?, Pustet, Regensburg 1975, 5.
[70] A. Nichols, The theology of Joseph Ratzinger, 62. Kaes es del mismo parecer, aunque con algún matiz más. «Bei Thomas findet Ratzinger insofern eine Bestätigung seiner Position, als dieser die bleibende Hinordnung der Theologie aud die Glaubenserfahrung der Heiligen betont habe, ohne die erstere ihren Wirklichkeitsbezug verlöre. Inbesondere aber scheint ihm die Heraustellung des Einfachen durch Augustinus und Bonaventura mitjener Aussage des Thomas verwandt, die Liebe seidas Auge, das den Menschen sehenläßt»(D. Kaes, Theologieim Anspruch von Geschichte und Wahrheit, 187-188).
[71] «Omelia in occasione della festa di S. Tommaso d’Aquino», Angelicum 64 (1987) 189-192.
[72] Ibid., 189-190.
[73] Ibid., 191.
[74] Ibid., 192.
[75] Natura e compito della teologia, 87.
[76] Cf. A. Läpple, Benedikt XVI. und seine Wurzeln, 84.
[77] Cf. B. Mondin, Storia della teologia, 4, 544-546; R. Fisichella, «Hans Urs von Balthasar», R. Fisichella (ed.), Storia della teologia III, 765-789;O. González de Cardedal, «Vita e opera delCardinal Hans Urs von Balthasar», Communio 18 (1989) 20-38.
[78] «Christlicher Universalismus. Zum Aufsatzwerk Hans Urs v. Balthasars», Hochland 54 (1961-1962) 68-76.
[79] Cf. ibid., 75-76.
[80] Cf. Informe sobre la fe, BAC, Madrid 1985, 22-24; Mi vida, 121.
[81] «Homilie beim Gedenkgottesdienst für Hans Urs von Balthasar», Communio 17 (1988) 473-474.
[82] Ibid., 474.
[83] Santos y teólogos, en M. BELDA – DA HSCUDERO – CUDEROLLANES – LANES ALLAGHAN, Santidad y mundo: actas delsimposio teológico de estudio en torno a las enseñanzas del beato Josemaría Escrivá (Roma, 12-14 de octubre de 1993), Eunsa, Pamplona 1996, 28-29.
[84] Ibid., 29.
[85] «Prefazione» a C.B. del Zotto, La teologia dell’immagine in S. Bonaventura, Vincenza 1977, VIII.
[86] Cf. Christlicher Glaube und Europa. 12 Predigten, Münich 1981, 1982, 1985; Heiligenpredigten, Erich Wewel, Wewel, Münich 1997; tr. esp.: De la mano de Cristo. Homilías sobre la Virgen y algunos santos, Eunsa, Pamplona 1998, 2005. Sobre Teresa de Lisieux, pueden leerselas palabras de nuestro autor en G. Weigel, La elección de Benedicto XVI y elfuturo delaIglesia, Criteria, Madrid 2006, 227-228, n. 79.
[87] Cf. «Vision der kommenden Stadt. Tragende Gründe des Christlichen» (1980), Christlicher Glaube und Europa, 22-24.
[88] Cf. ibid., 24-27. 89 Ibid., 29.

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