En la medida en que la legalización de la eutanasia es presentada como una solución a un problema social conviene ante todo tener una visión clara del trasfondo del problema.
En el dominio público suelen generarse problemas que deben ser comprendidos por el todo social y que a la vez son objeto de estudio de una disciplina determinada. La eutanasia es en la actualidad uno de esos problemas. Todo miembro de la comunidad debería tener una noción de su naturaleza y sus implicaciones, pues su aprobación o rechazo nos afecta a todos, y por otra parte se espera que una disciplina específica, la bioética, analice sistemáticamente lo que está en juego y haga recomendaciones que sirvan de guía para la toma de decisiones.
Sin embargo, hay pocos problemas que revelen más claramente los profundos antagonismos que existen hoy en el dominio de la bioética. Es por ello que no se puede hablar de la bioética como si fuese una disciplina unificada, capaz de aconsejar, por ejemplo, a gobernantes y parlamentos en forma unívoca y sin desacuerdos.
Un examen del problema de la eutanasia permite ver también hasta qué punto las divergencias cruciales en bioética se producen en el nivel de los fundamentos éticos y cómo llegan desde allí hasta los casos particulares. Además de los casos particulares y de los fundamentos, hay un tercer nivel de discrepancia, más profundo y más difuso, que tiene que ver con las actitudes vitales de las personas y que puede determinar a su vez el modo como éstas conciben los fundamentos éticos. En este tercer nivel se sitúan, por ejemplo, las creencias religiosas y las rebeldías de corte libertario, las visiones del mundo que incluyen un orden moral objetivo y las que lo excluyen, las actitudes viscerales de esperanza o de desesperanza.
El debate público, a mi juicio, no puede conducirse en el tercer nivel pues a pesar de su importancia podemos quedar encapsulados en mundos inconmensurables e incongruentes entre sí. La fe religiosa de una persona no es exigible a otra persona, la rebelión personal de uno no tiene por qué sentirla otro, y así sucesivamente. Por ende, no tenemos más remedio que tratar de persuadirnos mutuamente al nivel de los fundamentos, al nivel de las evidencias racionales.
La exposición que viene a continuación es exclusivamente filosófica y de ningún modo teológica. Nada de lo dicho aquí apela a la fe cristiana, una fe que muchos chilenos profesan, pero que también muchos no comparten. A fin de proveer una reflexión aceptable para cualquier persona razonable me propongo analizar primero la idea de eutanasia y sus formas, pues me parece que en algunos puntos existen hoy confusiones terminológicas y conceptuales. Luego examinaré brevemente las razones que llevan a solicitar la eutanasia. En una tercera parte quisiera analizar los argumentos éticos que se ofrecen en pro y en contra de las distintas formas de eutanasia, junto con algunas referencias a la relación entre esos argumentos y la práctica de la eutanasia en Holanda. Durante mi exposición invocaré una teoría de los bienes humanos para extraer conclusiones acerca de la moralidad de la eutanasia y de los riesgos que se corren al legalizarla.
Las formas de eutanasia
El ideal de «una buena muerte», de «un buen morir», que es lo que evoca la palabra «eutanasia», es quizás universal, aunque en distintas culturas pueda tener distintos matices. Para muchos de nosotros es probable que morir preparado, rodeado de hijos y amigos, sin grandes dolores y con lucidez, dejando un legado material e intelectual valioso, etc. cuente como morir bien. Sin embargo, se puede decir también que la muerte nunca puede ser, en rigor, buena. Es siempre algo oscuro e indeseado. Es algo que, desde el fondo del alma, todo ser humano quisiera evitar.
En el debate contemporáneo, el término «eutanasia» se usa empero en un sentido restringido. Si un ser humano mata a otro ser humano, se dice que hubo un homicidio. Sólo se dice que hubo eutanasia si se cumplen ciertas condiciones adicionales. Las más importantes son (1) que el paciente padezca una enfermedad terminal y (2) que sufra dolores intolerables. Estas condiciones admiten excepciones, pues hay quienes están dispuestos a llamar «eutanasia» a la muerte, por ejemplo, de alguien que se encuentra en las primeras etapas de la enfermedad de Alzheimer o que aún no comienza a sentir los efectos de un tumor canceroso, pero no todo el mundo acepta este uso. Hay una tercera condición que, a mi juicio, no es posible omitir. Dicha condición es (3) que la muerte sea provocada intencionalmente. Si un enfermo muere de muerte natural o como consecuencia de un error en una intervención quirúrgica o por otras razones accidentales, no se puede hablar de eutanasia.
Esta última estipulación terminológica es decisiva para evitar una importante confusión que se produce fácilmente. Si la eutanasia requiere necesariamente la intención de que el paciente muera, entonces un acto cuya intención es otra, aunque tenga como consecuencia que el paciente muera, no será eutanasia.
Para entender la eutanasia, entonces, tenemos que comprender en qué consiste el actuar intencionalmente, el actuar teniendo una determinada intención. Partamos de un ejemplo simple. Pedro desearía ser médico, Pablo en cambio tiene la intención de serlo. Pedro no hace ningún esfuerzo por averiguar cuáles son las mejores escuelas de medicina en Chile, Pablo va al internet y averigua la calidad junto los requisitos de ingreso de las distintas escuelas. Pedro toma clases de dibujo durante las vacaciones, Pablo sigue un curso de microbiología. ¿En qué se diferencia el actuar de Pablo del de Pedro? Si bien ambos quisieran llegar a la misma meta, Pablo ha decidido dar los pasos conducentes a ella, algo que Pedro no ha hecho. Podemos afirmar entonces que Pablo ha demostrado tener la intención y no el mero deseo de llegar a ser médico.
Para que haya eutanasia, por lo tanto, tiene que haber alguien, generalmente un médico, que tenga como meta la muerte del enfermo y que además tome las medidas necesarias y efectivas para alcanzar esa meta. Entre los medios efectivos puede figurar inyectarle al paciente una sustancia letal o bien suspender un soporte vital, como la desconexión de un respirador, es decir, la muerte puede ser causada activamente o puede ser lograda por omisión deliberada de un soporte vital. Puede haber por lo tanto eutanasia activa o eutanasia pasiva. En el primer caso el anatomopatólogo que realice la autopsia debería registrar como causa de la muerte el efecto de la sustancia inyectada; en el segundo caso también como causa de la muerte la condición patológica previa que le impedía al enfermo respirar normalmente. La desconexión de una máquina no puede figurar en el informe de los resultados de la autopsia (aunque sí debería figurar en una investigación criminal).
Al hablar sobre la eutanasia es importante evitar expresiones inexactas y a veces eufemísticas como «prestar ayuda a morir», «posibilitar la muerte», «acelerar la muerte» o «anticipar la muerte», pues estos giros tienden a ocultar lo que está ocurriendo. Una muerte anticipada no es igual a una cena anticipada. Esta se iba a celebrar el viernes y se anticipó para el martes, pero se trata del mismo tipo de celebración. Si, en cambio, se estimaba que alguien iba a morir a fin de mes y se anticipó su muerte por eutanasia para comienzos del mes, ha ocurrido algo radicalmente distinto. La muerte por causas naturales ha sido sustituida por un acto intencional de un ser humano.
Por otra parte quiero acentuar que no se debería llamar «eutanasia pasiva» a la acción de suspender un tratamiento oneroso e inútil, aunque acelere la muerte del paciente, pero sin intención de causarla. El término más adecuado para esto es «dejar morir», pues la intención primaria de quien actúa no sería el causar la muerte, sino detener un procedimiento ineficaz y evitar mayores sufrimientos. Si bien en determinados casos no será fácil discernir la intención con que se tomó una medida, debemos mantener rigurosamente la distinción entre eutanasia pasiva y dejar morir. Se trata de actos radicalmente distintos que merecen también juicios éticos radicalmente diferentes.
La distinción entre dejar morir y las dos formas de eutanasia (activa y pasiva) se logra, como hemos visto, fijando la atención en la intención del agente. Hay empero otra distinción importante: aquella que deriva de la voluntad del enfermo o la enferma. La enferma puede querer morir de muerte natural, y si se le practica la eutanasia contra su voluntad, se habla de «eutanasia involuntaria». Si se desconoce su preferencia, se trata de «eutanasia no voluntaria». En ambos casos no se puede dudar de que hubo un homicidio. El caso en disputa es aquel en que el paciente solicita expresamente que se le quite la vida. Esta es la llamada «eutanasia voluntaria» o autónomamente solicitada. Nótese que un paciente puede solicitar otra cosa: que se le suspendan tratamientos onerosos, sin pedir que le quiten la vida. Puede pedir simplemente que lo dejen morir por causas naturales. Puede decir «¡Basta!» En este caso, insisto, no hay eutanasia.
Para completar la parte descriptiva de esta exposición habría que precisar cuáles son las condiciones que debe satisfacer una solicitud plenamente autónoma de eutanasia, pues éste será un punto clave al momento de abordar la parte ética de nuestra exposición. En efecto, no es difícil imaginar una situación en que una persona solicite la eutanasia porque se siente deprimida o porque la administración de analgésicos ha sido insuficiente o porque percibe una velada presión de parte de su familia, etc. En otras palabras, cabe sospechar que una persona que está enferma y sufriendo es mucho menos capaz de tomar decisiones autónomas que una persona que goza de buena salud. De allí que quienes favorecen la eutanasia voluntaria deban asumir el peso de enumerar una lista de salvaguardias para asegurarse de que la decisión fue efectivamente autónoma. Entre ellas figuran, por ejemplo, que haya una estrecha relación médico-paciente, que se exploren alternativas, que el paciente exprese en forma constante e inalterable su deseo de morir, que el paciente considere intolerable su sufrimiento, etc. Un análisis crítico debería determinar si estas medidas efectivamente garantizan autonomía o si es posible que, pese a todo, el paciente actúe bajo presión psicológica o social.
El último punto descriptivo que quisiera tocar es el de la distinción entre eutanasia y suicidio médicamente asistido. Hay quienes piensan que ambos son actos del mismo tipo, pero si bien el resultado es el mismo (una persona muere) y se generan problemas éticos semejantes, en realidad se trata de actos diferentes, pues quienes provocan la muerte son dos personas distintas. En el caso del suicidio es la persona misma, en la eutanasia se trata de otra persona. Lo que a veces hace concebir a la eutanasia como cercana al suicidio asistido son aquellos casos en que una persona que quiere suicidarse no puede hacerlo por algún impedimento físico y requiere que otro sea el agente de su muerte. El cambio de agente no es una sustitución trivial y los legisladores suelen erigir una barrera entre ambas clases de actos. La ley del Estado de Oregon de 1994, por ejemplo, permite el suicidio médicamente asistido bajo ciertas condiciones, pero excluye de plano la eutanasia activa.
En resumen, debemos distinguir entre dejar morir y matar a un ser humano. Este último tipo de acción es, en términos estrictos, un homicidio, vale decir, una acción en que un ser humano priva a otro ser humano de su vida. La eutanasia a su vez es un subconjunto de los homicidios, un subconjunto delimitado, en principio, por la presencia de una enfermedad terminal y sufrimiento intolerable, una acción que, como vimos, se puede ejercer activamente o por omisión. Por otra parte se puede dejar morir a un paciente sin que la intención sea que muera. Como veremos, el dejar morir puede ser producto de una negligencia (si un médico, por ejemplo, descuida un enfermo a su cargo y no toma las medidas de sustento vital pertinentes) o puede ser perfectamente legítimo si se dan ciertas condiciones. Pero antes de llegar a ese punto conviene hacer un esfuerzo por entender mejor la eutanasia, conviene preguntarse ¿qué es lo que conduce a la eutanasia?
Motivaciones conducentes a la eutanasia
En el mundo de hoy, el afán de eutanasia parece ser ante todo un fenómeno de los países industrializados [1]. En ellos la mayor parte de la gente tiene una expectativa de vida superior a los 75 años y no muere de enfermedades parasíticas o infecciones que producen una muerte súbita o a temprana edad. La mayoría, quizás un 70% a 80%, muere de dolencias degenerativas que comienzan a edad avanzada y se caracterizan por producir una lenta declinación. Las fallas del hígado, de los riñones o de otros órganos, y también los desórdenes neurológicos van produciendo una gradual disfuncionalidad cuyas etapas finales son por lo general predecibles. Si a esto se suma la baja tasa de natalidad y la desintegración de la familia en esos países, se llega a una situación en la que aumenta el número de ancianos que, en muchos casos, carecen del apoyo y cuidado que tradicionalmente se ha dado a la vejez. Enfermedad crónica y soledad de una gran masa de ancianos son con frecuencia el trasfondo del cual surge, casi como una solución técnica, la opción por la eutanasia.
Si desde ese transfondo general descendemos al plano de los individuos concretos, cabe distinguir entre las razones que puede tener el agente y las que puede tener el paciente para recurrir como solución a la eutanasia, pues se trata de la actuación de dos personas distintas.
Sin duda la razón que se aduce con más frecuencia para justificar (o al menos explicar) que alguien decida poner en práctica la eutanasia de un paciente es la compasión. En efecto, la condición de que haya dolor incontrolable para hablar de eutanasia y no de homicidio se ajusta precisamente a esta consideración. Incluso en inglés uno de los términos para referirse a la eutanasia es «mercy killing», «matar por compasión».
Una segunda razón esgrimida con frecuencia por quien ejecuta una eutanasia es que se lo ha pedido el o la paciente mismos. En estos casos se suele decir que lo que motiva la acción es el respeto por la autonomía del paciente. Aparentemente no satisfacer un requerimiento autónomo de una persona que sufre sería difícil de justificar si en el nivel de los fundamentos se le concede a la autonomía un rango de precedencia por sobre todo otro principio ético. Pero incluso en este caso surge una dificultad: ¿está acaso un individuo obligado a hacer lo que otra persona le pide autónomamente, sobre todo si hay razones para pensar que lo que le pide es impropio? Más adelante volveremos sobre este problema.
Veamos ahora las razones que puede tener el paciente para solicitar la eutanasia. Se suele decir que es el dolor físico incontrolable lo que motiva a alguien a pedir que lo maten. Esta convicción suele ser invocada para acuñar un dilema inflexible: o se acepta la eutanasia o se condena a una persona a un dolor extremo e intolerable. Conozco al menos dos trabajos empíricos que sugieren que no es el temor al dolor físico la principal motivación. Uno de ellos, un estudio de pacientes con SIDA, concluye que las motivaciones principales detrás del deseo de suicido asistido son el temor a la desintegración física y la progresiva pérdida de relaciones personales, del sentido de comunidad [2]. El otro concluye que los factores decisivos son la depresión clínica, la falta de esperanza, el ser una carga para los amigos y la familia, y lo insatisfactoria que ha sido la atención médica [3].
El segundo trabajo mencionado establece además algo muy importante: que en la casi totalidad de los pacientes objeto del estudio el interés por el suicidio asistido resultó ser totalmente fluctuante e inestable. En un momento expresaban interés y un tiempo después cambiaban de opinión, y viceversa [4].
Nos hemos detenido a examinar las razones que motivan el deseo de eutanasia, pues al momento de evaluar éticamente sus distintas formas esas razones permiten discernir intenciones y proponer alternativas bien fundadas.
Evaluación ética de la eutanasia
En concordancia con las motivaciones ofrecidas (eliminar el dolor, respetar una decisión autónoma) se suelen esgrimir dos argumentos a favor de la eutanasia. El primero es el derivado del utilitarismo y su principio de que son éticamente rectos los actos que promueven el placer y disminuyen el dolor. Puesto que la muerte elimina todo dolor, la eutanasia de la persona que sufre terribles dolores sería justificable.
El argumento utilitario suele ir acompañado de emotivas descripciones, algunas reales, otras imaginarias, de personas que padecen dolores agudos y que serían víctimas de monstruosa crueldad de parte de quienes se niegan a matarlas.
Para que este argumento resulte persuasivo, sin embargo, tiene que darse una importante condición: que no exista una alternativa para el tratamiento del dolor. Si hay analgésicos adecuados o si se puede recurrir a sedación efectiva, entonces no parece justificable matar al paciente para alcanzar la meta de eliminar el dolor físico. Se trataría de una medida extrema para enfrentar un problema circunscrito, análoga a la amputación del brazo entero para eliminar el dolor causado en la muñeca por estrechez del túnel carpial. Lo razonable en este caso es operar la muñeca. Es interesante anotar que uno de los grandes propulsores y practicantes de la eutanasia en Holanda, el Dr. Pieter Admiraal, ha sostenido que el dolor físico nunca o rara vez debe dar pie a la eutanasia, pues puede ser tratado fácilmente [5].
Pero si lo decisivo no es el dolor físico o el temor al dolor físico, entonces se abre una gama aun mayor de alternativas a la eutanasia. La depresión, por ejemplo, puede ser tratada como tal, y la sensación de abandono y soledad son remediables a nivel humano si se provee compañía, dedicación y cariño. Una medicina paliativa comprehensiva, que incluya todos estos aspectos de las necesidades de una persona sufriente, puede aquietar e incluso desterrar el deseo de eutanasia. Esto es precisamente lo que ocurre en las instituciones llamadas «hospicios» que han venido creándose en Europa y EE.UU. para la atención y cuidado de los moribundos. La solicitud de eutanasia es prácticamente inexistente en esas instituciones [6].
¿Qué ocurre sin embargo si alguien a quien se han ofrecido alternativas persiste en su solicitud de eutanasia? Esta es la circunstancia en que se suele enfatizar el segundo argumento, el basado en la autonomía individual. Su forma más simple sostiene que es éticamente lícito hacer lo que alguien pida en forma autónoma y libre. El médico, por respeto a la autonomía del paciente, tendría incluso la obligación de hacer lo que éste solicita.
A mi juicio, esto no puede ser correcto y se exige precisar la noción de autonomía. La precisión más obvia es que el acto autónomo no debe implicar daño a otras personas. Pero aun así el argumento es confuso. Lo que ocurre es que no se trata de una aplicación del principio clásico de respeto a la libertad, que es el que subyace a los conceptos actuales de autonomía. Dicho principio sostiene que si un individuo A ejecuta un acto sin daño a otros, entonces es éticamente incorrecto que un individuo B (o la sociedad entera) le impida hacerlo. El principio permite juzgar lo que haga B, pero no lo que haga A. Es decir, el que un acto sea autónomo y libre no determina si éste es moralmente correcto o incorrecto. De aquí se sigue que sería irracional para un médico acceder a una solicitud de eutanasia por el solo hecho de que la solicitud sea autónoma. El médico, si quiere actuar en forma moralmente recta, tiene que juzgar lo que se le propone a la luz de otros principios y normas. ¿Cuáles son esos principios y normas?
Ética de los bienes humanos
Existe una interpretación de la moral común cuyas raíces históricas se remontan a la ética griega [7]. Dicha interpretación sostiene que la ética es un sistema social de reglas cuyo sentido es la protección y promoción de los bienes humanos básicos. Estos son aquellos bienes cuyo goce hace que una vida humana sea una vida buena. Por ejemplo, la amistad es un bien humano básico, pues de una persona que carezca totalmente de amigos y amigas difícilmente diremos que tiene buena calidad de vida. De allí que haya normas como las que exigen sinceridad y fidelidad que protegen y promueven la amistad. Una infidelidad entre amigos es éticamente incorrecta porque daña una instancia de un bien humano. Una infidelidad conyugal lo es más aún porque vulnera la base misma de otro bien humano: la familia.
Entre los bienes humanos hay uno que ocupa un lugar destacado por su relación con los demás. Me refiero a la vida en su sentido biológico más elemental. Sin vida no podemos gozar de los demás bienes, pues éstos, en rigor, son actualizaciones de potencialidades contenidas en la vida humana. Si gozamos de la amistad es porque de algún modo, querámoslo o no, estamos estructurados para realizarnos como seres sociales, y no como ermitaños; si gozamos del conocimiento es porque de algún modo estamos estructurados para conocer. Es el reconocimiento de que es bueno para nosotros la amistad y el conocimiento lo que nos lleva a inferir las potencialidades positivas de nuestra constitución biológica.
Ahora bien, el carácter fundante de la vida es lo que justifica el principio universalmente aceptado de la inviolabilidad de la vida humana. Este principio ético subyace a la proscripción universal del asesinato y es violado si se quita intencionalmente la vida a una persona inocente. La precisión de que haya intencionalidad y que se trate de una persona inocente son condiciones requeridas para asegurar la universalidad del principio en otro sentido: el que no se debe hacer excepciones. El matar en autodefensa o en una guerra justa no son en rigor excepciones porque en esos casos no se da intencionalidad y/o inocencia. Si hay intención de matar o si la víctima es efectivamente inocente (un civil, por ejemplo), entonces hay una transgresión del principio. Lo hecho es éticamente incorrecto.
El principio de inviolabilidad estricta de la vida humana debería jugar un papel de piedra angular de la ética para cualquier ser humano. Nadie puede sustraerse a este principio ni puede decir tampoco que él tiene una concepción distinta del valor de la vida, o argumentar que otros no pueden imponerle una concepción que le es ajena, y que por lo tanto él decide si respeta ciertas vidas o no. Obviamente, en cuanto seres que tenemos que convivir, sería irracional aceptar esta actitud, pues está en juego nuestra propia vida y la de otras personas inocentes. El respeto a la vida humana es siempre exigible. No puede ser materia de decisión subjetiva.
Además, la adhesión al principio de inviolabilidad se le debe exigir más rigurosamente aún a quienes han dedicado su vida a la práctica de la medicina. Los médicos, por sus conocimientos especializados, poseen un inmenso poder que puede ser ejercido para preservar la vida o para destruirla, y, en muchos casos, sin dejar huellas. Por eso es de vital importancia dentro del contexto social que todo paciente (y por cierto cada uno de nosotros es un paciente potencial) pueda confiar en que los doctores adhieren al principio de inviolabilidad. De lo contrario sería riesgoso dejarse anestesiar o someterse a una cirugía.
Ahora bien, el hecho de que la vida sea un bien que se despliega en el goce de los demás bienes y que hace posible dicho goce, permite entender y justificar el principio de que no se debe jamás destruir intencionalmente una vida inocente. Pero esto no implica que la vida se deba preservar a cualquier precio. La vida, en efecto, es un bien fundante, pero no es un bien que deba tener siempre precedencia sobre todo otro bien. Esto se explica desde su propia fragilidad. Cuando la vida está seriamente vulnerada por la enfermedad, cuando su prolongación artificial implica una pesada carga para el paciente y su familia, cuando la tecnología médica empleada da magros resultados, es perfectamente lícito dejar morir.
Esta última es una afirmación avalada por varios siglos de reflexión filosófica y teológica que es aplicada a diario por médicos que suspenden un tratamiento activo y pasan a cuidados paliativos, muchas veces aplicando analgésicos tales como la morfina que podrían acelerar la muerte o bien recurriendo a la sedación terminal.
Eutanasia y vida
De todas las consideraciones anteriores fluye la posición tradicional frente a la eutanasia que sostiene que es éticamente incorrecto actuar con la intención de matar a una persona inocente, ya sea activamente o privándola deliberadamente de sustento vital eficaz y no muy oneroso. Abandonar el principio de inviolabilidad estricta es romper con una sabiduría de siglos que se fue decantando lentamente y que si bien es violada con frecuencia, representa el norte imprescindible para la orientación de la brújula humana.
El dejar morir, si es producto de negligencia y abandono, es también éticamente incorrecto en la medida en que se ha fallado en la protección y promoción de la vida especialmente si el paciente tenía una buena prognosis y podría haberse recuperado con el debido cuidado.
El dejar morir, en cambio, cuando los tratamientos sólo prolongan la agonía y producen sufrimiento al paciente y a su familia es éticamente correcto, pues no constituye un ataque al bien de la vida, sino un reconocimiento de que no está en nuestras manos el restituirla a su condición anterior. El bien que cabe perseguir es hacer más humana y llevadera la condición del paciente. Cuándo es correcto dejar morir y cuándo no se debe interrumpir el tratamiento es a veces difícil de determinar, pero no por difícil hay que dejar de tomar una decisión. Continuar un tratamiento por inercia es caer en uno de los grandes problemas de la tecnología médica contemporánea: el así llamado «encarnizamiento terapéutico» u «obstinación médica», el seguir utilizando instrumentos tecnológicos avanzados cuando ya no tiene sentido hacerlo. Paradójicamente, la obstinación médica genera el temor a verse intubado e invadido a ultranza, a tener que soportar una prolongación artificial de la agonía, y por eso es, para muchas personas, un motivo para anhelar la eutanasia.
Dejar morir es entonces un imperativo ético importante que debe ser parte del repertorio de opciones médicas al final de la vida y que incluso si se lo escoge por error no pasa a constituir un acto de eutanasia. No quisiera entrar en este momento en la casuística de los criterios para suspender un tratamiento, es decir, en la antigua distinción entre medios ordinarios y extraordinarios, proporcionados y desproporcionados, pues nos distraería de nuestro cometido central que es el dilucidar la moralidad de la eutanasia.
Quien sostiene que la eutanasia es éticamente incorrecta, como he sostenido hace un momento, tiene que hacerse cargo de serias objeciones.
Objeciones
Al insistir en mantener la fidelidad al principio de inviolabilidad y en su compatibilidad con el dejar morir, ¿no estaremos eludiendo una objeción seria, la objeción de que hay casos tan desesperados que justificarían la eutanasia activa, incluso sin que medie una enfermedad terminal? ¿No hay casos en que la vida deja de ser un bien y se transforma en un mal o al menos es subjetivamente percibida como un mal? Y puesto que los males hay que eliminarlos (eso es lo racional), entonces ¿no es lícita la eutanasia de quien percibe su propia vida como mala e indeseable? ¿No se debe acaso responder positivamente al grito desgarrador de esa persona?
Justamente es ante casos como éste que hay que mantener la máxima serenidad. El médico invitado a ser agente de la eliminación de la vida no debería perder de vista que los verdaderos males son la enfermedad, el dolor, y el sufrimiento causado por la experiencia de soledad y abandono. Debería concentrar todos sus esfuerzos en la eliminación de esos males recordando que hay claras evidencias de que con cuidados paliativos eficaces las solicitudes de eutanasia disminuyen hasta casi desaparecer. La interpretación que yo ofrecería de esta experiencia es que el apego visceral a la vida, cuando el dolor y el sufrimiento se hacen tolerables, es consistente con la tesis filosófica de que la vida misma no ha dejado de ser un bien y que una vez atenuados los males reales puede volver a ser algo subjetivamente apreciado.
Si ese aprecio no retorna, si el paciente insiste en que su vida es intolerable, volvemos a enfrentarnos con el principio de respeto por la autonomía, ahora como una objeción al principio de inviolabilidad. Hace un momento traté de mostrar que la autonomía de un acto no garantiza que dicho acto sea éticamente correcto. Un acto autónomo que ataque un bien humano fundamental sería incorrecto, pero ¿no debería una sociedad liberal y pluralista respetar los actos autónomos siempre que lo dañado no sea el bien de otros? ¿No deberíamos seguir el ejemplo de una sociedad liberal como la holandesa y legalizar la eutanasia voluntaria a fin de que cada cual pueda ejercer su autonomía?
La experiencia holandesa
En ética el hecho de que exista una determinada práctica y que incluso la mayoría de un grupo social la apruebe no es jamás una razón para pensar que esa práctica es éticamente aceptable. Basta con pensar en la horrenda mutilación genital (o circuncisión) femenina practicada en muchos países de África, aparentemente con aprobación mayoritaria dentro de la cultura circundante, para inferir que la argumentación ética no puede basarse ni en el hecho de que algo se haga con frecuencia ni en encuestas de opinión.
¿Por qué aducir entonces la experiencia holandesa? Lo hago simplemente para cuestionar la tesis de que el principio de respeto por la autonomía justificaría la legalización de la eutanasia activa.
¿Cómo es la experiencia holandesa? [8] En síntesis consiste en lo siguiente: en 1984 la Corte Suprema de Holanda emitió un dictamen que le permite a un médico que le ha quitado intencionalmente la vida a un paciente invocar en ciertas circunstancias una cláusula de «necesidad» que justificaría (o excusaría) su acto. Posteriormente algunos tribunales subalternos fueron precisando dichas circunstancias y la Ministra de Salud Dra. Borst las enumeró oficialmente en 1989 [9]. Finalmente, en 2001 el Parlamento de Holanda aprobó una ley de eutanasia voluntaria activa que establece las condiciones bajo las cuales la eutanasia es legalmente permitida en el país.
La práctica holandesa ha sido oficialmente estudiada en tres oportunidades (1990, 1995 y 2001) [10]. Se trata de investigaciones empíricas que compilan los resultados de entrevistas con médicos y la tabulación de certificados de defunción. No quisiera entrar en detalles innecesarios, sino concentrarme en los aspectos que inciden en mi línea de argumentación.
Los estudios (que, dicho sea de paso, fueron realizados por partidarios de la eutanasia) adoptan una definición rigurosa de eutanasia («una acción intencional para terminar con la vida de una persona, llevada a cabo por otro individuo a solicitud de la persona misma» [11]). Esta definición es interesante porque incorpora como esencial la intención del médico y excluye explícitamente las eutanasias que no fueron solicitadas. Es decir, circunscribe la eutanasia a la eutanasia voluntaria. Sin embargo, las estadísticas compiladas incluyen también los actos intencionales llevados a cabo sin haber sido solicitados, los actos de tratamiento de dolor y síntomas con la intención explícita de acortar la vida y los actos de suspensión o cesación de tratamiento también con la intención explícita de acortar la vida. Según el estudio de 1990, ese año hubo en Holanda aproximadamente 2.300 casos de eutanasia voluntaria y 400 casos de suicidio médicamente asistidos. Pero hubo también cerca de 1.000 casos de eutanasia involuntaria [12]. Esta última cifra bajó a más o menos 900 en los años 1995 y 2001 [13].
¿Qué implican estas cifras? Si bien hay estudiosos que tratan de minimizar su impacto [14] lo cierto es que de hecho se ha cruzado en Holanda una importante frontera, la frontera que requiere voluntariedad para el acto de eutanasia. Se ha establecido la práctica de la eutanasia involuntaria, la cual según la definición oficial de eutanasia, no sería ya eutanasia. Vale decir, en el caso de Holanda la legalización de la eutanasia no ha llevado a una afirmación imparcial de la autonomía individual sino más bien a su restricción en un número importante de casos, pese a los esfuerzos explícitos por evitar abusos mediante un detallado sistema de reglas.
Para comprender lo que está ocurriendo en Holanda me atrevería a adelantar la hipótesis de que al abandonarse el principio de la inviolabilidad de la vida humana, caen también otras barreras de respeto y se acentúa por consiguiente el poderío de la profesión médica. ¿Por qué esperar a que la paciente solicite que la maten si el médico tiene la capacidad para decidir por sí mismo si esa mujer está sufriendo demasiado o si no vale la pena que viva, especialmente si carece de competencia para decidir autónomamente? Por otra parte el énfasis actual en la autonomía parece haber hecho mella en el pensamiento de los médicos holandeses, pues en el estudio de 2001 subió a 71% de los entrevistados el número de aquellos que dijeron que nunca llevarían a cabo una eutanasia involuntaria. En 1995 era sólo el 45%. Anoto con asombro que sólo un 1% de los médicos entrevistados dijo que no llevaría jamás a cabo una eutanasia o suicidio asistido [15]. Cuando la mayoría de los médicos tiene esta actitud resulta fácil conjeturar que el proyecto de desarrollar una medicina paliativa eficiente no recibirá mucho apoyo por parte de la profesión médica.
La experiencia holandesa ha repercutido en las deliberaciones de otros países. Quisiera mencionar un documento significativo aparecido en EE.UU. pues allí entra en juego un factor que no opera en Holanda. En Holanda, al igual que en el resto de Europa, existen seguros de salud que cubren a la totalidad de la población. En EE.UU. en cambio había en 2006 más de 42 millones de personas sin seguro de salud, de modo que el impacto de una enfermedad terminal puede ser devastador para una familia. En ese contexto hay filósofos que han comenzado a defender no sólo el derecho a morir, que es para muchos el fundamento teórico de la eutanasia y del suicidio asistido, sino incluso el deber de morir [16]. Si una anciana (recuérdese que a la edad avanzada llegan muchas más mujeres que hombres) es percibida como una pura carga y si además se piensa que lleva una vida que no vale la pena ser vivida, ¿por qué no sostener que esa mujer tiene la obligación de morirse dejando así de ser un peso para la familia y la sociedad? Si existe una aceptación social de la eutanasia respaldada por su legalización y si además se difunde la idea del deber de morir, ¿no se llega acaso al serio riesgo de que las personas en esa condición sean simplemente eliminadas, cuidando de que en la documentación se certifique su autonomía? ¿Es posible impedir por mecanismos legales este tipo de abusos?
En 1984 el entonces gobernador de Nueva York, Mario Cuomo, le pidió a una comisión que examinara precisamente estas preguntas. La comisión (New York State Task Force on Life and the Law) estuvo compuesta por 24 especialistas en medicina, enfermería, derecho, filosofía y teología con variadas posiciones en lo que respecta a la ética de la eutanasia. Algunos pensaban que era moralmente inaceptable, otros que violaba los valores fundamentales de la práctica de la medicina y la relación médico-paciente, mientras que otros estimaban que la eutanasia era aceptable porque respetaba la autonomía y encarnaba el cuidado y compromiso que un médico debe tener con sus pacientes. Lo interesante es que al evacuar su informe en 1994, tomando explícitamente en cuenta la experiencia holandesa, la comisión concluyó unánimemente que «los peligros de un cambio tan dramático en políticas públicas [es decir, abandonar el principio de inviolabilidad y autorizar a los médicos para que maten a sus pacientes] excederían ampliamente cualquier beneficio posible.» [17] Y el mismo documento agrega enseguida: «En vistas del generalizado fracaso de nuestro sistema de salud en el tratamiento del dolor y en el diagnóstico y tratamiento de la depresión, la legalización del suicidio asistido y de la eutanasia sería profundamente peligrosa para muchos individuos que están enfermos y son vulnerables. Los riesgos serían aún más severos para los ancianos, los pobres, los socialmente postergados, y los que no tienen acceso a un cuidado médico de calidad.» [18]
Al llegar a estas conclusiones, que incluyen severas críticas a un sistema médico en el que pocos facultativos han sido entrenados para tratar el dolor y la depresión, la comisión de Nueva York apeló explícitamente a la experiencia holandesa y al hecho de que allí (en 1990) casi un tercio de las muertes por piedad hayan ocurrido sin solicitud por parte de el o de la paciente [19].
A mi juicio, una lección importante del informe de la comisión de Nueva York es que una visión realista de las implicaciones del abandono del principio de inviolabilidad puede llevar a personas con posiciones antagónicas (en lo que respecta al juicio ético sobre la eutanasia) a concordar en que las consecuencias sociales son lo suficientemente negativas como para recomendar que no se legalice una práctica que por su naturaleza misma resulta difícil y tal vez imposible de contener dentro de límites que eviten un serio daño para los miembros más indefensos de una sociedad.
Son las consecuencias sociales lo que hay que tener en cuenta cuando se argumenta sobre la base de casos individuales de alto dramatismo por el dolor padecido o por la heroica actitud asumida por un paciente concreto que apela, paradójicamente, a su autonomía para acabar con su propia autonomía. En efecto, puesto que la vida es lo que sustenta la posibilidad de decisiones autónomas y libres, la muerte borra lo que esa persona considera el valor central de su existencia: su propia autonomía. Esta es una paradoja aún más extrema que la de quien reclama la libertad de venderse como esclavo, es decir, la libertad de privarse de la libertad.
Existen, como hemos admitido, casos difíciles de personas individuales que insistirán en afirmar su autonomía, pero la legalización de la eutanasia activa corre el riesgo de vulnerar la autonomía de otros (como ya ocurre en Holanda) o de dañar a otros (como se anticipó en Nueva York), pero ¿no habrá un argumento más general, al argumento de que toda persona tiene derecho a una muerte digna?
Muerte digna
La noción de dignidad, pese a su frecuente aparición en las discusiones sobre eutanasia, tiene el inconveniente de no ofrecer claros criterios de decisión. ¿Qué es más digno, morir de muerte natural o a manos de un médico? ¿Qué refleja mejor la dignidad de una persona, la eliminación del sufrimiento por eliminación de la vida o la aceptación, a veces heroica, de cuidados paliativos sin eliminación de la vida?
En EE.UU. es frecuente oír que es indigno yacer en un lecho conectado por tubos a diferentes máquinas. Muchos consideran esto un espectáculo feo y repugnante, es decir, juzgan la situación a partir de un concepto cosmético o estético de dignidad. A mi juicio, la intubación de un enfermo no es necesariamente lesiva de su dignidad, pero podría serlo, pues lo central del concepto de dignidad es que un ser humano no debe ser jamás instrumentalizado en beneficio de metas que no son las suyas propias. En efecto, el concepto hondo de dignidad se expresa en la tesis tradicional de que todo ser humano es un fin en sí mismo y que debe ser tratado y cuidado como tal. En este sentido, el peligro más serio para la dignidad del moribundo es la obstinación médica, ya que ésta subordina el bien del enfermo a metas externas a él o ella. Como he aprendido de un artículo reciente del Dr. Juan Pablo Beca y otros aparecido en la Revista Médica de Chile «el derecho a morir con dignidad… tiene que ver con los tratamientos que las personas reciben al final de su vida, los cuales pueden ser insuficientes, proporcionados, excesivos, o aun encaminados a producir la muerte. Por lo anterior, el derecho a morir con dignidad debería entenderse como el derecho a recibir cuidados adecuados y proporcionados.» [20] Como puede apreciarse, el derecho a una muerte digna, a ser tratado con dignidad al final de la vida, no implica necesariamente un derecho a la eutanasia.
¿Qué hacer?
En la medida en que la legalización de la eutanasia es presentada como una solución a un problema social conviene ante todo tener una visión clara del trasfondo del problema. Como señalamos antes, en las sociedades más prósperas ha aumentado la expectativa de vida y ha bajado la natalidad, a consecuencia de lo cual esas sociedades, incluida la chilena, se transformarán dentro de una décadas en sociedades «envejecientes.» [21] Esto no es en sí algo negativo porque las personas mayores se mantendrán activas y productivas por más largo tiempo, pero sí es cierto que aumentará el número de personas, por ejemplo, con progresiva demencia senil, y también el número de personas, sobre todo de mujeres, sin apoyo familiar. No es osado pensar que la sensación de abandono y la depresión clínica aumentarán considerablemente en ese contexto.
Ante ese panorama habrá que tomar, implícita o explícitamente, una decisión de orientar o de no orientar recursos para enfrentar los crecientes desafíos. Mi opinión es que los ancianos y ancianas, por un deber de justicia y de gratitud, y por elemental humanidad, no deben ser abandonados. Entre las medidas que habría que tomar sin quitar injustamente recursos a las generaciones más jóvenes está, por una parte, el desarrollo y adopción de técnicas de medicina paliativa que permitan desterrar el dolor físico como un factor negativo en el fin natural de la vida. La otra medida, y hablo aquí en forma muy general, es la creación y promoción de instituciones como los hospicios mencionados que acompañen al enfermo o enferma terminal, ya sea en su casa o en un local especializado, a fin de que una vez detenidos los tratamientos por inútiles u onerosos pueda recibir cariño y cuidado. Al no ofrecer terapias de ninguna especie, y menos aún de alta tecnología, estas instituciones deberían ser fácilmente financiables dentro de un país con prioridades razonables.
La experiencia muestra, como vimos, que cuando se trata el dolor y la depresión, y más aún cuando se destierra la sensación de abandono y de soledad, las solicitudes de eutanasia disminuyen en forma drástica.
En estrecha relación con lo anterior está la promoción en la educación médica de una cultura en que la limitación de tratamientos no sea vista como una falta al propio deber o como un fracaso, ni menos aun como una forma de eutanasia. El imperativo de uso de una tecnología que sigue progresando pesará aún más sobre las generaciones venideras y será necesaria una verdadera ascética tecnológica para limitar dicho uso. Esto requiere por cierto precisar cada vez con mayor cuidado los criterios de futilidad y proporcionalidad en la práctica clínica.