Ante una autonomía moral que ha enloquecido, y a fin de ver si seremos capaces de dominar nuestro propio dominio, se hace más imperioso que nunca rehabilitar la ley natural como modo de fundamentar correctamente la vida y otros valores básicos. Con todo, esto exige un replanteamiento de la misma, a fin de hacerla entendible para el hombre de hoy, pues ya no basta con repetir fórmulas del pasado.
Tal vez una de las preguntas más acuciantes de la filosofía que hoy adquiere especial relevancia, es si lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto, lo justo y lo injusto, pueden ser determinados de manera racional y objetiva. La respuesta que se dé a esta pregunta resulta fundamental para un cúmulo de materias e incluso para la vida misma, ya que por su propia naturaleza, el hombre se ve obligado a tomar decisiones éticas permanentemente, lo cual se convierte en una actividad absolutamente diferente si obedece a pautas objetivas, o si por el contrario, depende del capricho y la subjetividad más absoluta.
Desde hace dos mil quinientos años, las diferentes doctrinas sobre la Ley Natural, en particular la aristotélico-tomista, han dado una respuesta afirmativa a esta pregunta: es posible, al menos en sus aspectos fundamentales, descubrir de manera objetiva y racional algunos valores básicos, pautas de moralidad, motivos para la acción que pueden ser justificados convincentemente, de tal suerte que seguirlos resulta lógico y no hacerlo, arbitrario.
Además, estas respuestas han buscado un fundamento no religioso, aun cuando en muchos casos sea perfectamente compatible con la fe. De hecho, para los autores cristianos esto resulta evidente, pues al ser Dios el creador y organizador del universo, lo que la razón humana descubra no puede contraponerse al dato revelado. Mas lo importante es que este esfuerzo ha buscado distinguir (no separar) la argumentación ética de la religiosa, entre otras cosas, para que sus conclusiones sean accesibles también para observantes de otras religiones y para no creyentes.
Dentro del cúmulo de materias abordadas por la ley natural, dos resultan hoy esenciales: la vida y la familia. El valor de la vida es tenido como fundamental, porque la tendencia a su conservación es propia del hombre y de todo ser vivo, siendo básico para la realización de las demás potencialidades humanas: de ahí deriva el derecho esencial a la vida, y que la vida inocente no pueda jamás ser vulnerada legítimamente. Por su parte, la familia es considerada una institución natural, no cultural, en atención a la evidente necesidad de perpetuar la especie que el hombre comparte sobre todo con los animales. Esto conlleva la necesaria unión entre hombre y mujer a fin de lograr descendencia, tarea que no se agota con su sola génesis, sino que abarca la formación y educación de los hijos (misión fundamental que consume la mitad de la vida), para lo cual el matrimonio se presenta como el medio idóneo, en razón de que este objetivo requiere de un compromiso estable. Con todo, debe recalcarse que el matrimonio posee un valor intrínseco y apunta también al bien de los cónyuges, razón por la cual igualmente tiene sentido en aquellos casos en que la descendencia es imposible.
Ahora bien, estos argumentos fueron mantenidos sin grandes dudas hasta hace pocas décadas, y su actual debilitamiento se vincula con un cúmulo de problemas interrelacionados que hoy son materia de intenso debate o que simplemente se han impuesto de manera más o menos totalitaria en diversos lugares de Occidente: el divorcio, el llamado ‘matrimonio homosexual’, el supuesto ‘derecho a los hijos’, el descenso de la natalidad, la paternidad responsable, los hijos extramatrimoniales, los hogares monoparentales, el control de la natalidad, la anticoncepción, la revolución sexual, el valor de la vida intrauterina, los denominados ‘derechos sexuales y reproductivos’, las ‘políticas de género’, el aborto, la procreación artificial, la manipulación de embriones (congelamiento, experimentación con sus células madre, clonación, etc.), las enfermedades de transmisión sexual, la eutanasia, el envejecimiento de la población, entre otros.
Todo este debate se debe al menos en parte al oscurecimiento de la noción de ley natural en estas y otras materias en diversos sectores, a veces mayoritarios, de distintos pueblos de Occidente, fruto de las filosofías y de las ideas que han ido ganando terreno en los últimos siglos.
Indagaremos en algunas de las causas del actual rechazo de la ley natural como fundamentación racional para la ética, lo que ha originado una serie de consecuencias –que sólo se mencionarán aquí– que perjudican gravemente a nuestra cultura en su totalidad.
El rechazo de la ley natural y el no cognitivismo ético
Si se mira con atención buena parte de la filosofía más influyente de los siglos XIX y XX, es imposible no percibir un esfuerzo permanente, cuando no tozudo y casi patológico, por despojar a la ética de todo estatuto racional, insistiendo hasta la saciedad en que sería imposible encontrar un parámetro objetivo y comunicable para demostrar fehacientemente qué es correcto e incorrecto. Esta es la causa por la cual se ha impuesto en vastos sectores un no cognitivismo ético, situación completamente antagónica con la anterior creencia y defensa de una ley natural.
El origen de esta nueva actitud deriva en parte del racionalismo moderno de los siglos XVII y XVIII, luego del verdadero cataclismo que significó para Europa el advenimiento de la Reforma y las guerras de religión, que muy bien pueden considerarse una verdadera guerra civil europea. De este modo, hastiados de problemas religiosos, surgió en varios sectores cultos de la época el deseo de edificar un mundo nuevo al margen de la Revelación, con lo que la religión fue siendo reducida cada vez con mayor fuerza al ámbito privado o incluso abiertamente negada y atacada, tanto por una creciente animadversión e incluso odio hacia la misma, como por considerar que no podía ser explicada a cabalidad por la razón humana.
Descuidada así la atención de lo trascendente, estos sectores dirigieron todas sus fuerzas al mundo terreno, a lo temporal. Por eso acabó tomándose como verdadero sólo aquello que pudiera ser comprobado por la razón humana, con los métodos de demostración que tuviera a su alcance. Fundamentalmente gracias a las obras de René Descartes y Francis Bacon, se impuso la idea de que el hombre podía y debía descubrir los secretos de la naturaleza a fin de dominarla y construir un mundo mejor, puesto que como señaló este último –en una frase que sería paradigmática–, ‘conocer es poder’. Sólo era cuestión de tiempo para que gracias a esta verdadera llave maestra en que se había convertido la razón humana, se descubriera el porqué y el cómo de todas las cosas. Esto resultaba lógico, porque si sólo se tenía por verdadero aquello que era asimilable por la razón humana, a la postre se consideró que los límites de la razón coincidían con la realidad toda, o si se prefiere, que lo que nuestra razón no entiende, no existe, situación que llega hasta hoy.
Esta consideración es esencial, porque esconde un profundo afán de poder y dominio –muchas veces de manera inconsciente– tras este titánico esfuerzo por develar el libro de la naturaleza, en atención a que su fin es construir un mundo a la medida del hombre que se amolde a sus deseos, y que no sea éste quien deba adaptarse a una realidad previa que en cierta medida lo supera. Esta sed de dominio terminaría abarcándolo todo, porque el poder es de suyo expansivo, y viene a explicar en buena medida nuestra situación actual.
El racionalismo produjo un avance francamente increíble en las llamadas ciencias naturales, auxiliadas por las matemáticas y la lógica, puesto que la razón humana encontró un objeto que se amoldaba a la metodología planteada por estos autores: una realidad medible y cuantificable, que obedece a una legalidad ínsita fija, manipulable infinidad de veces, que permite descubrir y controlar sus variables, y prever lo que sucederá.
Por el contrario, las ciencias sociales o humanas se fueron quedando cada vez más atrás aparentemente, en razón de tener un objeto de estudio muchísimo más complejo y problemático, imposible de amoldar al método y espíritu racionalista: el hombre mismo, un ser libre y, por ende, con una naturaleza en parte espiritual. Mas, con el correr del tiempo (y es un fenómeno que también llega hasta hoy), se produjo una especie de autocomplacencia e incluso soberbia de las ciencias naturales, encandiladas con sus innegables éxitos, y un verdadero complejo de inferioridad de buena parte de las ciencias sociales o humanas, que incluso miraron con envidia los avances de las primeras. Y a tanto llegó esta situación, que de manera más o menos paralela, las ciencias naturales quisieron ‘exportar’ o incluso imponer su método de trabajo a las ciencias sociales o humanas, y estas últimas también lucharon por hacerlo suyo, a fin de subirse a este verdadero carro de la victoria de la razón. Así, y en particular desde el positivismo filosófico de Comte del siglo XIX, se intentó aplicar a las ciencias humanas o sociales, los esquemas propios de las naturales.
En consecuencia, la visión de las ciencias naturales pretendió hacerse hegemónica, lo cual trajo un grave inconveniente, puesto que si bien ellas dan estupendos resultados en su campo, sólo se limitan a descubrir el porqué de las cosas, cómo funcionan u operan; mas esto constituye sólo una parte de la realidad total: un cúmulo de datos, cifras, fórmulas, pero que nada dicen respecto de qué hacer con ellos y cómo valorar esta información; o si se prefiere, la ciencia es ciega al problema de los valores, precisamente porque es ciencia.
Lo anterior trajo un problema doble: en primer lugar, que como los valores no son asimilables a hechos, ni por tanto medibles y cuantificables, terminaron siendo considerados irracionales, un elemento indigerible para el método de trabajo imperante; y en segundo lugar, fruto de lo anterior, se dejó de lado esta importante cuestión en el estudio de las ciencias sociales o humanas –reduciendo así su objeto–, sin darse cuenta que los valores son fundamentales para comprenderlas, en atención a nuestra libertad, puesto que como se ha dicho, el hombre se ve forzado a valorar permanentemente. Este reduccionismo de la realidad humana también resulta lógico desde estas premisas, porque la ciencia tiene una misión particular: explicar hechos, y no puede ir más allá; y puesto que nadie puede dar lo que no tiene, es ciega para el problema de los valores, lo que la obliga a liberarse de ellos si su método se hace universal.
Más aún: se impuso el dogma de que cualquier área del saber que se pretendiera científica, tenía que dejar necesariamente los valores de lado, esto es, debía ser neutral o avalorativa, tanto en el método empleado por el estudioso, como en el objeto analizado: lo importante era descubrir los hechos y sólo los hechos medibles, cuantificables y comprobables, a fin de prever comportamientos futuros. De aquí derivan todos los intentos que han pretendido estudiar las ciencias sociales o humanas reduciéndolas a simples datos. En el campo jurídico, por ejemplo, esto llegó a su culmen con las diferentes teorías positivistas –tanto normativistas como sociológicas–, que pretendieron analizar al Derecho como si se tratara de un simple hecho, pese a ser una herramienta esencialmente moral, puesto que requiere valorar para organizar la vida humana en sociedad.
Por tanto, existe una íntima relación entre el no cognitivismo ético o la irracionalidad de los valores, por un lado, y la concepción de la ciencia del racionalismo y del positivismo filosófico, por otro, al punto que podrían ser considerados como dos realidades antagónicas que se autoimplican.
Con semejantes premisas, no pasó mucho tiempo para que el mismo hombre y no sólo sus creaciones, también fuera visto desde esta perspectiva: como un mero hecho, materia, datos, una parte más de la naturaleza, sometido a sus mismas leyes y sin un valor que lo distinguiera de ella. Esto explica por ejemplo, que hoy muchos consideren al ser humano un ente tal vez más complejo, pero como mera química a fin de cuentas. De ahí que como la ciencia sólo otorga datos pero no valora ni filosofa, conceptos como los de persona o de dignidad humana le sean absolutamente extraños, inalcanzables, casi ridículos, pues como se ha dicho, nadie puede dar lo que no tiene.
Esto explica la creciente manipulación del hombre como un objeto, la cosificación de la persona, lo que no sólo ha derivado en el trato y abuso de unos hombres sobre otros como no se ha visto nunca antes, sino incluso en la consideración del mismo cuerpo de cada sujeto como una cosa o simple materia, un mero instrumento subpersonal para lograr unos fines o inducir satisfacciones deseadas por la parte consciente o volitiva del sujeto, no como parte del propio yo, rompiéndose así la unidad sustancial entre cuerpo y espíritu. Esto explica la degradación que hoy sufre el cuerpo prácticamente a todo nivel, lo que se vincula, por ejemplo, con la revolución sexual o la manipulación de embriones.
Diversos problemas del no cognitivismo ético
Puesto que los valores son una realidad no fáctica y extraña para la metodología racionalista, ello explica al menos en parte el tozudo empeño de los dos últimos siglos por demostrar su irracionalidad y la defensa a ultranza del no cognitivismo ético. Los valores quedarían así relegados al campo de los meros sentimientos o pareceres subjetivos y cambiantes de cada cual, con lo que la noción de ley natural resulta absolutamente extraña e incompatible con estas premisas.
De este modo, tanto por el afán de dominio y poder del racionalismo, como por ser imposible desde esta perspectiva saber quién tiene razón en materias éticas, acabó considerándose que el sujeto posee una total autonomía moral: nadie mejor que él sería el encargado de determinar qué es bueno o malo según sus circunstancias. Esto, unido al desarrollo de diversas ideologías, como el liberalismo, explica que hoy tienda a criticarse duramente cualquier intento por demostrar la existencia de una regla de conducta objetiva y universal –una ley natural–, o si se prefiere, que se considere ilegítimo que el sujeto deba obedecer a una pauta moral heterónoma.
Con todo, por mucha autonomía moral que se defienda, un mínimo sentido de coherencia lleva a concluir que tal como el propio sujeto puede construir una ética a su medida, los demás poseerían la misma facultad. En consecuencia, la naturaleza social del hombre muestra muy claramente los peligros a los que podría llevar una total autonomía moral. De ahí que se acuda al consenso como modo de alcanzar una convivencia pacífica, a fin de que al menos hipotéticamente, cada uno mantenga su propia esfera de libertad.
Sin embargo, para defender el consenso como herramienta idónea para coexistir en paz, se está acudiendo a una premisa oculta, inconfesada y, además, incompatible con esta autonomía moral que se intenta defender. En efecto, se está partiendo de la base de que el consenso es una situación valiosa y preferible a la imposición por la fuerza de unos sobre otros o incluso a la eliminación de quienes piensan distinto. Esto es evidente, no cabe duda, pero para justificarlo es necesario acudir a la noción de dignidad humana, lo cual lleva a concluir que como se está tratando con personas, ellas merecen un mínimo respeto, respeto que obliga a arribar a un acuerdo. Sin embargo, si lo bueno y lo malo son algo irracional, subjetivo y autónomo, desde un coherente no cognitivismo ético es imposible justificar racionalmente esta dignidad humana y por tanto, el consenso. Mas este dato se presenta al menos aquí como algo objetivo, incluso obvio y un límite infranqueable a la autónoma moral individual, que debe respetarse sin importar lo que el sujeto quiera o crea.
En el fondo, la dignidad de la persona es una herencia cristiana y de ley natural, que arranca del valor del sujeto como ser espiritual creado y de la naturaleza humana. Mas al ser una pieza prestada y no justificada, y además incompatible con las premisas del no cognitivismo ético, se mantendrá sólo por inercia mientras pueda o convenga hacerlo. Por eso, cuando cese este ‘recuerdo’ como han advertido Etienne Gilson y Martin Kriele, como ya está ocurriendo hoy, no habrá motivos para respetarla, según se verá.
Ahora bien, pasando por alto este escollo insalvable para justificar el consenso desde una coherente autonomía moral, la idea que se ha impuesto es que debe establecerse un procedimiento democrático, entendido como un conjunto de ‘reglas del juego’, para determinar lo bueno y lo malo, y que para participar en él, no deben tenerse postulados a los cuales no se esté dispuesto a renunciar si los compromisos así lo exigen.
Se llega así a una ética débil, fabricada, moldeable y cambiante según las circunstancias, un ‘constructivismo ético’. Se impone un relativismo moral que a lo sumo considera posible arribar procedimentalmente a una ética de ocasión, en que la clave es la autonomía del hombre para crearla y destruirla a su antojo; por eso se rechaza con fastidio una ética heterónoma, objetiva e inmodificable para el sujeto según sus conveniencias, como postula la ley natural. De ahí que pueda concluirse que el no cognitivismo ético está motivado por el profundo interés por no quedar atado por nada, por lograr la misma autonomía y dominio sobre el hombre y su moralidad que el que se pretende obtener sobre el resto de la naturaleza. Por eso se dijo que el no cognitivismo estaba muy relacionado al concepto de ciencia que se ha impuesto desde el racionalismo. Con todo, es este afán de poder o dominio subyacente la clave para entender ambos postulados (la irracionalidad de los valores y la racionalidad de la ciencia) y por tanto, nuestra actual situación: porque este deseo de autonomía total, estimulado además por los avances de las ciencias naturales, se hizo omnicomprensivo.
Esta misma idea puede analizarse a propósito de la libertad de conciencia, entendida hoy como sinónimo de autonomía moral y defensa de la libertad del sujeto. Desde estas premisas, arribar a una ética racional y universal, como pretende la ley natural, atentaría contra ella, pues obligaría a aceptar sus resultados. Por el contrario, si se mira con atención, ocurre que la ciencia, que busca verdades comprobables, sí se impone al sujeto, quien debe aceptar sus resultados –que se tienen por ciertos–, y en ningún momento se considera que esa imposición vulnere su libertad de conciencia, puesto que no aceptarla sería lo mismo que no querer ver la realidad.
Mas hecha esta distinción, habría que preguntarse por qué en el ámbito científico no se considera que la libertad de conciencia sea vulnerada por la imposición de sus resultados y sí en el ámbito ético. La razón estaría en aquello que se está dispuesto a aceptar, y en consecuencia, en un problema de actitud, de posicionamiento previo ante la realidad.
En efecto, todo pareciera depender de una expectativa: dado que ‘conocer es poder’, el sujeto sí estaría dispuesto a doblegarse ante los resultados de la ciencia, no considerando que se vulnere su libertad de conciencia, en razón de las utilidades que espera obtener de ella, puesto que con esos conocimientos aspira a manipularla a voluntad: por ello sería un afán de dominio o de poder lo que explicaría esta situación.
Nada de esto ocurre con los valores, que han sido desterrados del ámbito científico y en apariencia, sin ninguna posibilidad de entrar en el privilegiado círculo de las ciencias. En efecto, mientras el sujeto considera provechoso doblegarse ante los resultados de la ciencia en aras de los frutos que espera conseguir con ese conocimiento, no ocurre lo mismo en el ámbito ético. A decir verdad, acontece exactamente lo contrario, pues si el sujeto reconociera un estatuto racional para la ética, si es coherente consigo mismo, tendría que adaptarse a ella o al menos intentarlo, a fin de no ir contra la realidad ni contra su razón. Aquí el conocimiento no es ‘poder’, sino –desde una perspectiva kantiana– más bien ‘deber’, obligación, limitación, por mucho que puedan entenderse los beneficios futuros que dicha limitación conlleva, o –en términos aristotélicos– que se comprenda que ellos permiten alcanzar la felicidad.
Este y no otro pareciera ser el motivo último de la opción por la cientificidad y el no cognitivismo ético. Se da así la paradoja de que se considera negativa la posibilidad de llegar a una argumentación racional respecto de los valores, y bueno hacerlo respecto de la realidad fáctica. Mas pese a que en ambos casos podría estar yéndose contra la ‘libertad de conciencia’, contra los más íntimos deseos de cada sujeto, en el ámbito ético se señala que cada uno es libre para tener las convicciones que estime conveniente, lo que está absolutamente vedado en el campo científico: en resumen, la ciencia obliga; los valores, no.
Ahora bien, volviendo al consenso, el problema es que si todo se reduce a reglas procedimentales y no existe una noción clara y racional de dignidad humana, todo acabará dependiendo de lo que decida este consenso, aun cuando nuevamente vaya contra la más elemental lógica.
En efecto, además de los problemas mencionados, debe tenerse en cuenta lo siguiente: para que surja un consenso, es necesaria la previa existencia de personas, porque hasta donde sabemos, sólo los hombres somos capaces de ponernos de acuerdo, en atención a nuestra naturaleza racional. Mas como es evidente, no todos los seres humanos pueden participar del consenso, fundamentalmente por no tener un mínimo discernimiento: es así como los menores o los dementes están excluidos, no porque no sean personas o dignos, sino porque el consenso presupone una mínima racionalidad de quienes participan en él, una ponderación de las decisiones y aunque no se diga mucho, también una responsabilidad por lo que se decida. Por eso sin racionalidad no habría consenso, o si se prefiere, un consenso cuyas bases de discusión dependieran del azar, no sería propiamente consenso ni tendría sentido.
Dicho de otra manera: el consenso es un efecto que requiere de una causa previa: personas maduras, adultas; o si se prefiere, es un accidente que descansa o presupone una sustancia, pues sin personas no hay consensos.
Mas como la noción de persona es sólo prestada y resulta injustificable desde la autonomía moral y el no cognitivismo ético, de manera coherente con su genuino espíritu, este consenso acaba traicionando tanto su punto de partida (el respeto de los demás) así como la más elemental lógica (esto es, que sin personas no hay consenso). Es por eso que las mayorías se vuelven totalitarias, al haberse dado al consenso un valor absoluto por su sola existencia, pudiendo decidir cualquier cosa, al primar el procedimiento empleado sobre la materia decidida a través suyo. Por eso, sin una fundamentación clara y racional de la dignidad humana, es imposible no desembocar en un total nihilismo.
Es así como este consenso se siente soberano para decidir cualquier cosa, incluso la calidad de persona de algunos seres humanos, como está ocurriendo hoy. Si todo es consensuable y no hay parámetros morales objetivos, este resultado es lógico. Por eso los consensos terminan traicionando a las mismas personas, lo que explica que estemos asistiendo al fenómeno increíble de que la calidad de persona está siendo dada o quitada a voluntad por unos a otros, sin darse cuenta que nadie tiene esta facultad.
En el fondo, lo que está ocurriendo es que los más fuertes, las mayorías, están despojando arbitrariamente a otros de su calidad de persona –siempre los más débiles–, que por regla general no pueden participar en el consenso, sea por no tener una racionalidad suficiente o, las más de las veces, por no existir en ese momento. Esto ha pasado con leyes de aborto, de fecundación artificial o de experimentación con embriones, por ejemplo: algunos han decidido su legitimidad por consenso, para lo cual es necesario quitar arbitrariamente la calidad de persona a los afectados, para hacer lícitas estas actividades. Más aún: lo que realmente está ocurriendo es que se le está quitando esta calidad de persona a inmensas mayorías de seres humanos que no pueden defenderse por no tener voz, puesto que aún no existen. Basta ver los cientos de millones de abortos que ocurren hoy en el mundo para darse cuenta de ello.
Y por regla general, la excusa para este injusto despojo es hacer depender la calidad de persona de ciertos atributos accidentales (entre otros, anidación, forma humana o viabilidad, en el caso de la vida intrauterina, o conciencia, salud o utilidad social, respecto de los ya nacidos), como si ellos fueran fundamentales para ser persona, sin darse cuenta o querer darse cuenta que si pueden tenerse dichas cualidades, es por su previa calidad de tal. Además, si la condición de persona no se reconoce a todo ser humano por su sola existencia de manera independiente a cualquier otro requisito, la frontera entre los que son persona y los que no lo son puede ser cambiada cuantas veces se quiera, por consenso o sin él.
Se olvida que los entes o son personas o son cosas, no siendo lógico ni posible que un ser pase de una calidad a otra: ni las personas se transforman en cosas ni las cosas devienen en personas. Es precisamente esto lo que ocurre aquí, porque desconocer la calidad de persona de un ser humano es convertirlo en una cosa, que pasa a ser utilizada como tal por los que sí son considerados personas. Realidades como la eutanasia, la fecundación artificial o el aborto –incluida nuestra actual polémica sobre la píldora del día después– son buenos ejemplos de ello.
El mismo problema puede enfocarse desde la perspectiva de la democracia y los derechos humanos, por ejemplo: inicialmente se dice que la democracia es una consecuencia de la titularidad de estos derechos esenciales, que se tendrían por la sola condición de persona, con lo cual la democracia sería por antonomasia la forma legítima de gobierno; mas como estos derechos en muchos casos, no se fundamentan, al final se considera que dependen de ese mismo consenso, lo que ha ocasionado que por vía democrática se hayan vulnerado y quitado derechos humanos que eran precisamente su propia base. El círculo vicioso se torna evidente, puesto que no queda claro qué depende de qué: si los derechos humanos de la democracia o la democracia de los derechos humanos.
Sin embargo, y tal como ha señalado Robert Spaemann, unos derechos humanos así concebidos se transforman en privilegios, en prerrogativas que tienen unos afortunados mientras el consenso lo determine por el motivo o las conveniencias que quiera, y hasta que no los revoque, todo lo cual se contradice absolutamente a su genuino espíritu y razón de ser.
Por tanto, sin un mínimo objetivismo moral que fundamente la dignidad humana, como hace la ley natural, es imposible que este consenso no se vuelva totalitario, puesto que el consenso y la voluntad individual son sólo un querer, una opinión, y no creadoras de la realidad o de lo que las cosas son. Por eso pueden ser perfectamente arbitrarios, ya que la diferencia entre ellos es sólo cuantitativa o de cantidad, no cualitativa o de calidad.
En consecuencia, como para que exista consenso se requiere de personas, debe concluirse forzosamente que es el consenso el que emana de las personas y no la calidad de persona la que depende de los consensos.
Algunas conclusiones
Tal vez el mayor problema suscitado por la evolución intelectual someramente reseñada aquí radique en el pavoroso debilitamiento que en las últimas décadas ha sufrido el derecho a la vida, lo que resulta particularmente llamativo si se considera que este derecho se creía ganado para siempre luego de las experiencias de exterminio masivo sufridas durante la Segunda Guerra Mundial. Y si el valor de la vida, principal derecho del cual dependen todos los demás, sufre este debilitamiento, por simple lógica, los restantes valores seguirán una suerte semejante, lo que incluye a la familia.
Lo importante es destacar que perdidos los parámetros racionales en materias éticas; al no existir puntos de referencia objetivos, no hay materia que no pueda sufrir profundas transformaciones, sea por el consenso o por una imposición descarada. Es por eso que instituciones que no ofrecían mayor discusión hasta hace pocos años, hoy están siendo fuertemente cuestionadas, incluso demolidas; y si este proceso no se notó de manera evidente hasta hace pocas décadas, ello obedece a que debía pasar cierto tiempo para que las ideas imperantes a nivel filosófico y las actitudes que conllevan, lograran permear la realidad social. De ahí que también contemplando las ideas que hoy se discuten, sea posible tener una aproximación de lo que podría acontecer en los inicios de nuestro tercer milenio.
Como se ha dicho, la clave de este proceso es el afán de poder y de autonomía que primero comenzó con la realidad extrahumana y posteriormente acabó invadiéndolo todo, pese a que los primeros racionalistas jamás fueron conscientes de ello y ni siquiera pudieron preverlo. Además, a esta sed creciente de autonomía moral han contribuido los progresos de la ciencia, que cada día otorga herramientas más sofisticadas para llevar a cabo nuestros sueños de dominación. Estas herramientas actualmente afectan también al ser humano, lo cual se logró cuando se comenzó a experimentar con el hombre mismo y no sólo con la realidad extrahumana, fruto de su reducción a un elemento más de la naturaleza.
En realidad, estamos tan embriagados con las obras de nuestras manos y las expectativas e intereses actuales y futuros que aparecen ante nuestros ojos, que pese a los peligros evidentes de los que somos conscientes (como era hace algunos años la amenaza nuclear y hoy el avance de la biotecnología), aparentemente no estamos dispuestos a renunciar a las ventajas obtenidas y preferimos sacrificarlo todo con tal de seguir disfrutando de ellas, no siendo conscientes (o no queriendo serlo) de los enormes daños que ya se están ocasionando en nuestro entorno y en nosotros mismos. Esto resulta evidente, porque por muy poderosos que nos creamos, nuestra propia limitación como seres finitos (y en el fondo como creaturas), trae como consecuencia que no seamos invulnerables a las obras de nuestras manos y a nuestras conductas, por mucho que lo ignoremos o nos disguste comprobarlo.
Pero la realidad está ahí, esperándonos, pacientemente, aunque no queramos verla, pese a –y sobre todo por– los ultrajes e injusticias que cometemos contra ella. Y dentro de esta realidad global nos encontramos nosotros mismos, lo que hace más delicada la situación y más difícil percatarse de su gravedad, precisamente por tener intereses en juego.
Así por ejemplo –y la lista no pretende ni con mucho ser exhaustiva–, sólo por mencionar algunos casos paradigmáticos, un punto especialmente llamativo en esta verdadera retroalimentación que hemos sufrido, es el de la anticoncepción, cuyas secuelas estamos viviendo hoy de manera patente. En efecto, al separarse artificialmente la sexualidad de la procreación, ambas realidades terminaron siendo profundamente afectadas. En cuanto a la sexualidad, al no tener otros puntos de referencia, ella acabó fundamentándose en el placer que produce, lo que haría no sólo que su vinculación con el matrimonio pareciera absurda, sino que a la postre, cualquier forma de sexualidad fuera igualmente válida. De este modo, no sólo el divorcio sufrió un ímpetu considerable, sino que la noción misma de matrimonio comenzó a desdibujarse, como lo prueba hoy el llamado ‘matrimonio homosexual’. Al mismo tiempo, creyéndose a salvo de la procreación con los métodos anticonceptivos diseñados, la promiscuidad aumentó exponencialmente, lo que ha originado una verdadera explosión de las enfermedades de transmisión sexual, por un lado, y la paulatina legitimación del aborto, por otro. Esto último resulta particularmente evidente, y muestra cómo la anticoncepción es la antesala del aborto, porque al ser usada la sexualidad casi como un pasatiempo, el aborto se presenta como la solución final para los embarazos no deseados, que serán cada vez más numerosos, tanto por la creciente promiscuidad, como porque los anticonceptivos (y los abortivos químicos) fallan. Muy ligado a lo anterior se encuentra también el problema del descenso de la natalidad en diversos países, lo que recién ahora comienza a verse en sus reales dimensiones.
Por otro lado, la mentalidad abortista contribuyó poderosamente a la cosificación del embrión, lo que se encuentra en la base de las técnicas de reproducción artificial y en todos los experimentos y manipulaciones de que actualmente es objeto.
También por este mismo afán de moldear la realidad para hacerla coincidir con los deseos humanos, el actual debate sobre la eutanasia pareciera ser el preámbulo del enseñoramiento del Estado sobre la vida de sus súbditos, puesto que de seguir así las cosas, no pasará mucho tiempo para que ella sea impuesta incluso por la fuerza para todos aquellos que no calcen con el prototipo de hombre que los consensos o el poder de turno decidan.
Los ejemplos pueden multiplicarse. Mas lo importante es que este breve análisis ha pretendido identificar algunas de sus causas y también que nos demos cuenta que por mucho poder que queramos ganar, nuestra naturaleza finita hace que tarde o temprano sus efectos repercutan sobre nosotros mismos. El problema es que son tales las posibilidades de influencia sobre la realidad global, que nuestra responsabilidad ya supera con creces a la sola generación actual, y se proyecta hacia un futuro cada vez más lejano. En este sentido, ha sido profética la advertencia de Hans Jonas, en cuanto a que actualmente tenemos el futuro de la humanidad en nuestras manos, y que los progresos de la genética y las modificaciones que podríamos introducir en la especie humana en no mucho tiempo más, podrían tener efectos irreversibles sobre las generaciones futuras: el afán de una humanidad perfecta, libre del sufrimiento y del dolor, de un ‘homo fabricatus’, podría salir así demasiado caro.
Y lo mismo podría aplicarse a una realidad como la familia, que traspasa a las generaciones, al ser vital para la existencia cabal de una especie auténticamente humana, sobre todo hoy, cuando está siendo atacada sin piedad, sin darnos cuenta de las innegables secuelas sociales que esto trae consigo y que no poseemos otra institución que la reemplace. En realidad, la verdadera esencia de la familia también supera a una sola generación, al ser algo así como un deber nuestro para con la especie humana en general, una vuelta de mano a la propia naturaleza que nos permitió existir y que requiere de un mínimo de generosidad por nuestra parte (mediante la generación, crianza y educación de los hijos) no sólo para seguir existiendo como especie, sino también para realizarnos como personas, para ganar en humanidad.
En consecuencia, los problemas bioéticos y de familia a los cuales hoy asistimos están mucho más relacionados de lo que se cree y se potencian mutuamente. Y la razón es obvia: porque formamos una unidad y porque la ética es sistemática, razón por la cual lo que se haga en un sector de la misma afectará todo lo demás. Incluso habría que concluir que el actual problema ético es intrageneracional, por lo que afecta a otros seres humanos que aún no existen, lo cual hace concluir que estamos en un momento crucial de la historia humana.
Lo anterior obliga a ser lo suficientemente maduros para darnos cuenta que algunas de las ventajas que hemos obtenido con nuestro avance científico y tecnológico, a costa muchas veces de nuestro retroceso moral, no tienen parangón con los costos que han producido, aun cuando no queramos verlos. En cierta medida, se ha dado la paradoja de que el intento por acercarnos a la naturaleza en nuestro afán por dominarla, ha acabado por aislarnos de ella, al creernos sus dueños y por tanto estar sobre la misma, pensando que nada de lo que se haga a su respecto nos afectará; en suma, algo así como si estuviéramos fuera de la naturaleza, fruto de una sed de autonomía total que incluye a Dios, dicha naturaleza y al hombre mismo inclusive. Tal vez por eso André Frossard ha señalado que el hombre ha roto con la naturaleza para no oírla hablar de Dios.
En suma, debemos darnos cuenta que una ética irracional o subjetiva es un sinsentido y equivale, en el fondo, a la destrucción de la ética, situación que podría ser atractiva para justificar el propio capricho de forma individual, pero que encierra el peligro cierto e inaceptable de dejar desamparados a los débiles ante los más fuertes.
Por eso, ante una autonomía moral que ha enloquecido, y a fin de ver si seremos capaces de dominar nuestro propio dominio, se hace más imperioso que nunca rehabilitar la ley natural como modo de fundamentar correctamente la vida y otros valores básicos. Con todo, esto exige un replanteamiento de la misma, a fin de hacerla entendible para el hombre de hoy, pues ya no basta con repetir fórmulas del pasado. Y un camino interesante es indagar en los nefastos resultados que produce su violación, no sólo porque resultan fácilmente comprensibles, sino también porque apuntan al propio interés de los afectados. En el fondo, la idea es plantear la ley natural como una ecología humana.
Con todo, la clave para comprender lo anterior no pareciera ser tanto un problema intelectual, sino más bien de actitud, de auténtica humildad para darnos cuenta y aceptar nuestra propia limitación y despertar del sueño de endiosamiento que hoy nos encandila.
Sólo así es posible arribar a una fundamentación ética (y jurídica) fuerte, que no sólo sirva para los casos teóricos, sino también para aquellos en que uno mismo se vea afectado, en cuyo vértice se instale el valor de la vida inocente como derecho esencial e inviolable, del cual derivar los restantes absolutos morales o bienes humanos básicos.