Desde la eternidad Gianna Beretta Molla sigue diciendo Jesús, te amo; Jesús te amo. Y su ejemplo y su poderosa intercesión lograrán que muchas mujeres honren su vocación de cuna sagrada de la vida, sin inclinarse nunca ante la tentación mortal de convertirse en verdugos y sepultureras del milagro maravilloso de una vida humana. Ese es el mensaje de la santa recién canonizada.
Ser canonizada significa para una persona la confirmación solemne y definitiva de que ella es feliz y de que nadie le quitará su felicidad. Partamos de esa base: la esencia de la canonización es confirmar que alguien se realizó perfecta, definitivamente. Beatificar significa declarar que la persona es feliz; la canonización es la confirmación definitiva.
¿Qué ha hecho tan feliz a Gianna Beretta? ¿Tuvo apariciones, éxtasis, levitaciones, fue mártir, fue misionera en países exóticos, fundó alguna obra de extraordinaria envergadura? No hizo nada de eso. Cuando releía la historia de Gianna Beretta me parecía estar leyendo la biografía de cada una de ustedes: hija de una familia corriente, viene al colegio, goza con la naturaleza, le encanta esquiar, más tarde conducirá su auto, le gusta subir cerros, montañas; enamorada de la vida. Le gusta el estudio y tanto le gusta el estudio en la vida que decide estudiar medicina, es decir, la profesión que se pone directamente al servicio de la salud y en defensa de la vida. Y tan enamorada está de la vida que se especializa en pediatría, es decir, la especialidad que pone todo el énfasis en cuidar la vida de un niño. Era comprensible que en este escenario de maravilla por el regalo de Dios que es la vida ella eligiera como su vocación casarse. Contrae matrimonio. Al primer año tiene el primer hijo, Pierluigi, al segundo año Mariolina, al tercer año, Laura y al cuarto año, la que será (la hemos visto en fotos y ahora tiene 42 años) Gianni Emanuella. Emanuella significa «Dios con nosotros». Este, el cuarto, el último embarazo es el que va precipitando las cosas. En el segundo mes del embarazo se presenta un tumor intrauterino. Ella tiene una opción, una opción que lamentablemente algunos médicos prefieren y es para evitarle problemas a la madre –en el alegado intento de salvar la vida o la salud de la mamá–, opta el médico por sacrificar a la hija. Eso es lo que llaman un «aborto terapéutico». «Terapéutico» significa «sanador». ¿Es una medicina sanante matar una vida humana? Lo llaman así por una trampa del lenguaje; porque es muy feo decir «para salvar a la mamá voy a matar a la hija». Entonces se dice, «vamos a hacer un aborto terapéutico»; sacrificamos a la hija para salvar a la madre. La madre consciente (ella es médico, cirujano y pediatra), consciente de esto marca el escenario y le dice a su cirujano tratante: haga todo lo necesario para salvar la vida de mi hija. Le dicen: la operación fue exitosa, el embarazo va bien. Llega el noveno mes, los dolores se intensifican, los sufrimientos, las preocupaciones y ella, entonces, confía en la Divina Providencia y de nuevo exige a sus médicos tratantes: «hagan todo lo que esté en sus manos hacer para salvar la vida de mi hija y si llegan a tener que elegir, yo exijo que prefieran la vida de ella».
Alguien dirá heroísmo, martirio, abrazar el dolor en un gesto grandioso (estamos ya recordando anticipadamente la figura que se autoinmola de Arturo Prat). Heroísmo, sufrimiento, dolor. Por eso les digo no: ¡felicidad! ¡Si esto no es un dolor terrible; es la felicidad de una mujer que responde a su verdad interior; que obedece a la ley de su corazón! ¿Cuál es su verdad interior? Soy mujer, soy mamá. ¿Cuál es la ley de su corazón? He venido al mundo para dar la vida y abundante vida. ¿Les resultan familiares esas palabras? Son las palabras de Cristo. Sin darse cuenta tal vez, Gianna las repetía. He venido al mundo para dar la vida, no para quitar la vida y si es necesario que yo muera, está bien que muera yo para que viva ella. Sufrimiento, sí; pero alegría. Las personas que cumplen –aún en la cruz– el deber que su corazón les reclama, son las personas más felices del mundo. Son felices en el momento en que aceptan el sufrimiento, y son felices cuando después de la muerte, comienzan a vivir la alegría sin fin de seguir desde la eternidad haciendo todo lo que hacían acá pero ahora sin límite alguno. Los santos, incluso los mártires, son las personas más felices y son eterna y definitivamente felices. No buscan su autorrealización defendiéndose de los demás, eludiendo los problemas, permitiendo que otras personas les sean sacrificadas. Se auto-realizan auto-donándose. Servir es reinar. Morir por otro es hacer que vivan eternamente los dos: aquel por el cual se muere y aquel que muere para que el otro viva. Esa es la lógica de los santos; esa es la lógica de la ascética, de la fe cristiana y católica. Uno obedece a su verdad interior, uno escucha la ley de su corazón que dice: «sé tú misma dando tu vida para que otros vivan». Por eso, Gianna Beretta es, desde el 16 de mayo, oficialmente proclamada una mujer feliz.
No todas las mujeres reaccionan de acuerdo a esta lógica; pero para desobedecer esta lógica las mujeres tienen que hacerse violencia a sí mismas. Una mujer que decide o que consiente en sacrificar la vida gestada en su seno, con el objetivo de resguardar su salud, velar por su honra, asegurarse una carrera profesional o un mejor rendimiento deportivo; una mujer que toma la decisión de sacrificar una vida que ya está bullendo en sus entrañas, para auto-realizarse ella misma, no es feliz. Se hace a sí misma violencia. Les voy a proponer una comparación: una persona que deliberadamente miente con la intención de engañar a otra persona, tiene que hacerse –para mentir– mucho más violencia a sí misma, que la poca fuerza que tendría que haber hecho para dar transparente, para decir la verdad y cuando quiere mentir, tiene que hacerse tanta violencia a sí mismo que se han inventado aparatos que permiten detectar que una persona está mintiendo. Sin necesidad de esos aparatos, sabemos, por la desviación de la mirada, por la acumulación del rubor en las mejillas, por las vacilaciones y el enronquecimiento de la voz y el movimiento nervioso de las manos, sabemos de inmediato cuando una persona está mintiendo, se está haciendo violencia a sí misma. Si eso es así ante el tema de la verdad, pueden ustedes calcular cómo funciona esa lógica ante el tema de la vida. La mujer, particularmente la mujer que viene dada por la naturaleza para la vida –porque su vocación es ser cuna de la vida–, la mujer tiene una ley interior que le impulsa con tanto vigor a defender la vida, que cuando la mujer toma la trágica decisión de eliminar la vida que siente gestada dentro de sí, tiene que hacerse violencia. La primera forma de violación es la que la mujer se hace a sí misma: cuando decide contradecir su vocación de ser cuna de la vida y opta por convertirse en verdugo y tumba, o sepultura de la vida que en sus entrañas se gestó. Es un acto de violencia, tan violento, queridísimas hijas, que en el confesionario lo sabemos muy bien –todos los confesores del mundo lo saben– que esa mujer, aunque hayan pasado 20, 30, 40, 50 años, después de ese episodio que recuerda como en una nebulosa –cuando se dejó conducir a un sórdido y muchas veces clandestino lugar y en un ambiente de absoluta indiferencia sintió que la sedaban o la anestesiaban y al despertar, lo único que recuerdan es el golpecito de la pequeña criatura violentamente arrancada, no pocas veces literalmente triturada (para poder sacarla del interior), y luego lanzada con suprema indiferencia al tacho de lo desechable–: ese ruido, el ruido que hace el feto al caer en el tacho de la basura, acompaña para siempre la mente de esa mujer. Para decirlo en forma axiomática, es más fácil sacarse una criatura del vientre que de la mente; del útero que de la conciencia. La mujer no puede violentar impunemente su vocación natural a realizarse gozosamente, a ser plenamente feliz dando la vida, sirviendo a la vida, protegiendo la vida, si es necesario con el sacrificio de la propia vida. Ese es el secreto –ya ven ustedes– no sólo de las santas, es el secreto de toda madre y de toda mujer.
Pero, entonces, surge en ustedes la pregunta ¿cómo es que hoy día 60 millones de mujeres se auto-infieren cada año esa violencia y esa violación de sí mismas? ¿Cómo es que 60 millones de mujeres dan su sí al asesinato de un hijo que ellas mismas han concebido? ¿Qué ha pasado en la cultura? ¿Qué tipo de perversión intelectual ha sido necesario inventar para que las mujeres lleguen a justificar esta violación de su propia vocación?
El Papa conoce la respuesta. Quienes cumplimos con el mandato de escudriñar los signos de los tiempos y leer en esas señales el querer de Dios, creemos conocer la respuesta. Hemos sustituido la cultura de la vida por una cultura de la muerte y esa cultura de la muerte, nosotros la hemos instalado en el nombre de la libertad. Hemos idolatrado hasta tal punto la libertad que llegamos a convertirla en una especie de dios supremo al cual hay que sacrificarle incluso una vida humana inocente. Por eso quienes en los EE.UU. defienden el aborto legalizado utilizan como pancarta la palabra «choice», es decir, libre elección. Yo soy libre para decidir lo que quiero hacer con mi cuerpo. «Put your hands off my body», saca tus manos de mi cuerpo. Yo hago con mi cuerpo lo que yo quiero. Y cuando la Suprema Corte de los EE.UU., un 22 de enero de 1973, un tribunal colegiado de trece personas, sentenció 9 votos contra 4, que un feto no es una persona humana, desde el punto de vista de la Constitución, se instauró en los EE.UU. –con la bendición constitucional– la moderna cultura de la muerte.
En los EE.UU., desde la legalización del aborto, se han practicado, queridísimas hijas, 40 millones de abortos. Cuarenta millones de abortos, es decir, los EE.UU. han perdido, por esta vía, una cantidad infinitamente superior a las víctimas que han debido lamentar en todas sus guerras de independencia, sus guerras civiles y sus cada vez más numerosas guerras de intervención en otras latitudes. La principal sangría física y moral que ha recibido la más poderosa nación de la tierra es fruto de esta auto-violación que las mujeres se infieren con la bendición de la Constitución y de los Tribunales de Justicia. Hasta tal punto se ha exacerbado en EE.UU. esta cultura de la muerte que todavía está vigente un permiso constitucional según el cual, cuando la mujer da a luz su hijo –estamos hablando del mes noveno– y en ese momento, la mujer le dice al cirujano: «la presencia de este hijo me trastorna mi salud sicológica, mi equilibrio mental», o «he sabido por la ecografía que este hijo que está por nacer viene con una malformación congénita o viene con un síndrome de Down o no satisface las expectativas que yo me había hecho, o llega en el peor de los momentos porque estoy a punto de recibirme, de graduarme o de comenzar un nuevo giro en mi vida»: basta que la mujer le diga eso al médico y el médico al momento del parto introduce unas tenazas, tritura literalmente el cerebro de la criatura y luego con una jeringa termina de extraer vía succión la masa sanguinolenta que queda. Perdonen la descripción pero tengo que ser realista. Recién ahora, el Congreso de los EE.UU., con el apoyo del Presidente Bush, ha apoyado la derogación de esta norma que pone a los EE.UU. como nación, muchos escalones más debajo de la barbarie que se les atribuye a los nazis en los campos de concentración. Pero está pendiente todavía la resolución de la Corte Suprema que puede estimar que esta nueva ley es contraria a la Constitución.
Quería plantearles este escenario para que logremos hacer sentido, logremos comprender cómo es que hoy día en Chile –donde partimos de presupuestos culturales tan distintos en muchos casos a los de EE.UU. y a los de Europa–, cómo es que en Chile estamos hoy día discutiendo el tema de una píldora potencialmente abortiva. Es que Chile no puede sustraerse a estos efectos menos buenos o francamente malos del proceso de globalización. La globalización implica que hoy día es muy difícil, a una persona, a una aldea y a una nación, conservar sus parámetros, sus estilos de vida, sus patrones culturales en la forma en que acostumbró tradicionalmente a hacerlo. Hoy día estamos inmersos y estamos, querámoslo o no, interactuando con todo el resto del universo mundo y a través de la tecnología de punta, hoy día presenciamos en tiempo virtual o en tiempo real todo lo que está aconteciendo en Taiwán, en China, en Groenlandia, en Alaska, en Perú, en Nueva Zelandia. De esa manera, con la tendencia que tenemos además de mirar con cierta fascinación lo que ocurre en las naciones más industrializadas, surge en nosotros, particularmente en algunas capas de élite intelectual, que han recibido su formación superior en los EE.UU. o en Europa, surge la tentación de homologarnos a esas culturas, de identificarnos con esos patrones culturales que parecen ser síntoma o también promesa de progreso. La voz que más comúnmente se escucha es «tenemos que aprender a jugar en las ligas mayores», y las «ligas mayores» son los países donde el divorcio se consigue por un mensaje de texto en el celular o por un clic en Internet y esto ya está ocurriendo; donde el aborto se hace hasta incluso en el noveno mes (donde ya no es aborto sino simplemente un infanticidio) y donde la libertad tiene un primado indiscutible por encima de su correlato, de su complemento, que es la responsabilidad y la fidelidad aunque ello implique, como debe implicar, un austero sacrificio y autoexigencia. En este afán adolescente de identificarnos, de homologarnos con las Ligas Mayores, con las culturas supuestamente superiores, hemos empezado a sacrificar –sin darnos cuenta– los valores que están más profundamente grabados en nuestra matriz como nación. Nuestra matriz nacional es la fe cristiana y la fe cristiana es profundamente respetuosa de la vida, de toda vida, pero particularmente de la vida humana. Nosotros seguimos siendo, para decirlo en términos más chilenos, un país «guaguatero», un país donde tener hijos nos hace felices, nos hace populares, nos hace socialmente legitimados y bien vistos. Pero, poco a poco este intento de homologarnos culturalmente con otras naciones va carcomiendo esa tradición cultural. Hoy día ya no es tan claro que tener guagua sea bien visto; hoy día la expresión «dueña de casa no más» comienza a tener un dejo peyorativo. Hay personas que se identifican «dueña de casa no más» casi como pidiendo disculpa: mire, lo siento; tuve que dejar mi profesión o no me dio para estudiar una profesión porque voy a ser nada más que cuidadora de las guaguas de mi hogar. Insisto en el peyorativo. Lo que quizá no esperábamos que llegara tan pronto iba a ser el intento de eliminar vidas inocentes. Chile no es un país de cultura abortista. En Chile, el aborto está penalizado; es un delito gravísimo y que tiene como pena varios años de cárcel para todas las personas que colaboren directamente en perpetrarlo. Chile no tiene una cultura abortista. Sigue siendo un país que tiene simpatía por la vida, particularmente por la vida más indefensa, más inocente, más hermosa: la de un niño. Pero entonces, ¿cómo romper esta tradición cultural? Aquí comienza la astucia. La astucia que consiste en usar eufemismos, es decir, nunca llamar las cosas por su nombre. El primer eufemismo consiste en la palabra «embarazo». Embarazo ¿qué significa? Molestia, lastre, carga, motivo de sonrojo, de bochorno. Ya de tanto repetir la palabra embarazo unida con la típica forma popular «se enfermó» (¿qué quiere decir se enfermó?: está esperando guagua) y «se mejoró» (¿qué quiere decir se mejoró?: ya tuvo la guagua) y unida al término legal –cuando el papá hace la ficha de salud o de previsión… cuántas cargas familiares tiene– : la palabra «cargas». Cada hijo es una carga, una tara. No se deduce del pago de impuestos. Mientras más hijos, más gastos y menos franquicias tendrás. ¿Cómo cambiar entonces esta tradición cultural? Por la vía del eufemismo. ¿Cuál será el segundo eufemismo? Decir que el embarazo no comienza en el momento en que el óvulo es fecundado por el espermio, sino en el momento en que el óvulo ya fecundado se implanta definitivamente en el endometrio, es decir, en las paredes intrauterinas. De esa manera se deja amplio espacio para eliminar la vida humana ya concebida. Y esto, contradiciendo todas las evidencias de la moderna biogenética según la cual, desde el momento en que el óvulo se abre para recibir al espermio (que finalmente lo penetró), en ese mismo instante comienza la aventura de una nueva vida humana. De ese fruto, de la unión entre el óvulo y el espermio, nace una criatura que es distinta del papá y de la mamá y que posee su código genético en el cual virtualmente se contiene todo lo que esa criatura será en sus sucesivas fases de desarrollo. Nada de lo que esa criatura será le vendrá después, como por una especie de segunda o tercera fase. El proceso de gestación, de desarrollo de una criatura es un continuo: no admite solución de continuidad, de manera que lo que será lo es desde el primer instante. Discuten algunos: «¿a partir de qué momento se puede decir que ese feto tiene alma humana?». Algunos dicen que a partir del desarrollo de la corteza cerebral, desarrollo que culminaría recién a los [40] días de la fecundación o concepción. La discusión puede continuar y será muy difícil, en el estado actual de la ciencia o de la filosofía, que se llegue a un acuerdo. Pero mientras los científicos confrontan sus evidencias, mientras los filósofos discuten sus ideas, el derecho y la medicina tienen que tomar decisiones. La medicina se pregunta: ¿este óvulo fecundado, lo voy a tratar como vida humana y si no es vida humana como qué? El que hizo el juramento de Hipócrates sabe: «a nadie daré una droga mortal y no mataré a un hijo en el seno de su madre». Ese es el juramento que hacen todos los médicos del mundo. Entonces, el médico está obligado a preguntarse, ¿qué carácter, qué estatuto de vida le voy a reconocer a este óvulo recién fecundado; lo trataré como un simple conjunto de células y, por lo tanto, barreré con ellas o lo respetaré desde el primer comienzo como una vida humana? Es la pregunta que se hace la medicina; pero es la pregunta que se hace también el derecho. Y aquí ya entramos en el área chica del tema que hoy día confronta tan fuertemente a la sociedad chilena. ¿Qué hace el Derecho frente a una píldora de la que se dice, de la que se reconoce que es potencialmente abortiva?
Surge, como ustedes saben, un producto cuyo componente básico es el levonorgestrel, que en dosis mínimas se utiliza como anticonceptivo tradicional pero que en dosis máximas –que más que triplican la otra– se convierte en una sustancia fuertemente tóxica, muy penetrantemente invasiva de la vida recién gestada. Este levonorgestrel, suministrado en esas dosis, posee tres virtualidades o tres maneras de ser eficaz: una, dependiendo del día del ciclo fértil en que haya sido ingerida esa píldora, puede inhibir la ovulación. Obviamente al inhibir la ovulación la relación sexual recién tenida, o que se tendrá en las horas siguientes, no será fecunda. La segunda forma de eficacia que tiene esta píldora con levonorgestrel es inhibir o retardar la motilidad de los espermios. Ustedes que alguna vez han visto en una ecografía saben cómo los espermios, vibrantemente, van acercándose a su objetivo, con una gran velocidad migratoria; pero el levonorgestrel retarda esa velocidad y por lo tanto, cuando el óvulo finalmente es desprendido del ovario, los espermios no han alcanzado a llegar y la fecundación no se producirá. Sin embargo, hay una tercera manera de ser eficaz de esta sustancia levonorgestrel que consiste en que altera e irrita de tal manera la membrana del endometrio que cuando el óvulo fecundado llega a anidarse en él, el endometrio lo expulsa. Es un mecanismo semejante al que sucedería si a ese pececito que ustedes tienen como mascota en su jardín o en su interior ustedes lo sacaran de su hábitat natural, el agua. Si tú sacas el óvulo recién fecundado de las paredes del endometrio (que será por nueve meses su hábitat natural), lo estás sacando del lugar en que puede gestarse su vida hasta el final. Por lo tanto, es una píldora potencialmente abortiva. Quiero que ustedes sepan que los laboratorios que las fabrican reconocen en sus protocolos (están obligados a hacer un protocolo, es decir, una explicitación científica, formal, debidamente respaldada, de en qué consiste, cuáles son sus efectos propios y cuáles pueden ser los efectos secundarios adversos –las contraindicaciones–). En los protocolos que exhiben los propios laboratorios se reconoce que esta píldora potencialmente puede provocar la expulsión del óvulo recién fecundado. Es decir, reconocen que es potencialmente abortiva. Y así está establecido también en el derecho vigente en Chile. Cuando se presentó para su fabricación la primera píldora que se llamaba Postinal, el caso llegó a la Corte Suprema y la Corte Suprema en una sentencia definitiva –en el marco de un recurso de protección a la vida del que está por nacer– dejó constancia (está así escrito) «consta que la parte recurrida, es decir la parte contra la que se interpone el recurso de protección reconoció que uno de los posibles efectos de esta píldora es provocar un aborto». De manera que ese tema, jurídicamente, no está en discusión. Y les voy a explicar la diferencia entre la visión jurídica y la visión científica del tema. La visión científica es evidencia contra evidencia. Hoy día hay 50/50. Los doctores Croxatto, Zegers creen tener evidencias suficientes para decir «la píldora no es abortiva». Los demás doctores, doctor Ventura-Juncá, Jensen, Molina creen tener evidencias suficientes para afirmar que al menos no está probado que no sea abortiva. Está bien, dejemos que la ciencia continúe haciendo su trabajo. Pero mientras la ciencia hace su trabajo, el Derecho tiene que sentenciar. ¿Por qué? Porque al derecho le están preguntando «¿usted puede autorizar, dado el estado actual de la investigación científica, que esta píldora se distribuya, se comercialice, en un país donde el aborto es delito? ¿Qué respondió la Corte Suprema? Estoy hablando de un tribunal cuyos fallos no son apelables, estoy hablando de un fallo de un tribunal de justicia. El fallo del tribunal de justicia dice: «dado que la parte recurrida reconoce que el levonorgestrel es potencialmente abortivo y dado que en Chile, primero, la Constitución garantiza a todos el respeto a la vida, a la integridad física y síquica y ordena guardar la vida del que está por nacer, dado que en Chile el Código Civil le ordena al juez tomar todas las medidas precautorias para proteger la vida desde el momento de la concepción, dado que los Pactos Interamericanos de Derechos Humanos –que son parte de la Constitución– obligan al legislador a proteger por ley la vida desde el momento mismo de la concepción, el Estado de Chile, jurídicamente hablando, no tiene otro camino que prohibir la comercialización de la píldora (porque de lo contrario el Estado de Chile se estaría haciendo trampa a sí mismo). Diría, en tal caso: «te garantizo el derecho a la vida del que está por nacer, le ordeno al juez tomar todas las precauciones para que desde el momento de la concepción (así dice el Código Civil), se proteja el derecho a la vida, y mientras tanto, yo, Estado de Chile, a través del Ministerio de Salud, estoy autorizando un fármaco del que yo mismo sé y lo reconozco, es potencialmente abortivo». Sería una contradicción insoluble. El Estado de Chile no puede hacer eso. Y por eso, la Corte Suprema falló prohibiendo la autorización, comercialización y distribución del fármaco. ¿Saben ustedes qué hizo entonces el Ministerio de Salud? Dos días después, presentó para su autorización otro compuesto, basado exactamente en la misma sustancia, el levonorgestrel, con la misma dosis, con otro laboratorio y con otro nombre de fantasía. Ya no era el Postinal, ahora sería el Postinor II. ¿Cómo se llama eso? Es una burla; es una farsa jurídica, es una leguleyada grosera, barata. Los mismos que habían ganado el recurso de protección volvieron de inmediato al tribunal y dijeron: «haga cumplir lo que ustedes mandaron»… Pero el Tribunal dijo: «lo sentimos mucho porque en Chile la sentencia de un Tribunal sólo vale para el caso sometido a su conocimiento. En este segundo caso es otro laboratorio, con otro nombre, hay que empezar todo de nuevo». Y mientras se empezaba todo de nuevo, el Ministerio de Salud, aprovechándose de esta leguleyada, comenzó a distribuir la píldora del día después, a sabiendas de que contenía una sustancia reconocida como potencialmente abortiva.
Quiero concentrar su atención en un aspecto. Ante una controversia respecto de la cual la ciencia aún no llega a un acuerdo, ante una controversia que los tribunales de justicia ya zanjaron con una sentencia inapelable, surge una autoridad administrativa, un Ministro de Salud que da por zanjada la cuestión científica y desobedece, en el fondo, la sentencia jurídica.
La primera vez que se habló y debatió sobre la píldora, le preguntaron a la entonces Ministra de Salud: «¿Ud. cree que el actual Presidente de la República va a presentar una iniciativa a favor de la ley del aborto?» La Ministra dijo: «no, estoy segura de que no va a presentar ninguna moción para legalizar el aborto». Contra lo que ustedes piensan, esa declaración lejos de tranquilizar, nos provoca preocupación e indignación porque lo que en el fondo se está diciendo es que nosotros vamos a introducir el aborto no por ley sino que por secretaría, es decir, lo vamos a introducir de hecho. ¿Y cómo lo vamos a introducir de hecho? Escogiendo y magnificando casos que provocan conmoción pública, casos que son de por sí capaces de excitar la compasión y la sensibilidad social, casos tan extremos que con sólo mirarlos y escucharlos la gente va a decir: Ah, en ese caso, sí. Lo intentaron el año pasado; hagan memoria, carísimas, recuerdan ustedes que el año pasado se supo, con mucho estrépito y me imagino que el padre Astaburuaga se lo habrá contado, de una mujer que había concebido un feto anencefálico (que va a nacer sin cerebro). De inmediato surgieron todas estas corrientes pro-aborto para decir, ah, no ve… en este caso se justifica el aborto terapéutico y de inmediato comenzaron a presionar para que se reformara el Código Sanitario y se permitiera entonces, la curiosa terapia, de sanar a la madre por la vía de matar a su hijo, a su hija. No prosperó porque los médicos que respetan la vida como Gianna Beretta, tomaron bajo su protección a esta mujer, la llevaron a un hospital público –para que no siguieran trabajándole el morbo de que «la equidad, de que los pobres»…– y exigieron que en un hospital público se observara rigurosamente el protocolo médico para toda mujer que está embarazada. Es decir, recibió todos los cuidados que recibe una madre sin preguntar si lo que la tiene embarazada es un feto sano o enfermo, bonito o feo, que llegó porque ella lo quiso o que llegó por un descuido o por una violencia. Se observó rigurosamente el protocolo. La mujer tuvo un embarazo sano, tuvo un parto normal, el padre Astaburuaga hasta bautizó a esa criatura que vivió 8 o 10 horas, murió en los brazos de papá y de mamá, que estaban felices de haber engendrado un ángel para el cielo, al cual se acogen ahora con toda razón (porque esos angelitos interceden después en favor de su familia y en favor de la vida). De esa manera, les quitaron de la mano a los que querían promover esta figura –que mueve a compasión para legitimar el aborto terapéutico–, les quitaron el argumento; pero entonces surgió la idea: lo vamos a intentar de nuevo. ¿Cómo? Ahora vamos a escarbar en una figura que excita ira, que excita rabia: la violación. La violación es una invasión y penetración brutal de un espacio sagrado. La mujer tiene un espacio sagrado que es su integridad sicológica, que es su identidad de mujer, llamada a reservarse en exclusiva para que ella elija quién entrará en su santuario. Por eso que es tan brutal la violación sexual. Y ante un fenómeno así, la primera respuesta es el acompañamiento psicológico y espiritual, el estar muy de cerca junto a esa muchacha o esa mujer, el ayudarla a superar el trauma, a restañar la herida. Pero entonces surge el problema: ¿y si quedó embarazada? ¿Quién la embarazó? Un violador. El violador es un injusto agresor. ¿Cómo pagará su culpa el injusto agresor? Si lo sorprenden, si lo detienen, si lo juzgan, con algunos años de encierro; después quedará libre. Pero la guagua, fruto de la violación, ¿la vamos a considerar como injusta agresora, es una amenaza para la vida de la madre? No. El más elemental sentido común nos dice que esa criatura, independiente del modo brutal en que fue traída a la vida, es vida inocente; tiene derecho a disfrutar el don maravilloso de la vida. La forma en que uno es traído a la vida no altera en nada el derecho que uno tiene a vivir su vida. De lo contrario, tendríamos que hacer infinitas discriminaciones entre aquellos que fueron traídos a la vida porque sus padres deliberadamente lo quisieron y aquellos que llegaron a la vida porque sus padres se descuidaron; entre aquellos que fueron traídos a la vida en un momento de gozo y aquellos que fueron concebidos en momentos de luto o de dolor; aquellos que fueron traídos a la vida cuando sus padres estaban en una muy buena relación y aquellos que finalmente van a ver la luz de esta vida cuando sus padres están tirantes, tensionados, o dolorosamente separados. Y seguiríamos con las discriminaciones a medida que vamos sabiendo que esta guagua no viene con el color de ojos, con el color de cabello o con el coeficiente intelectual que yo soñaba, vamos a seguir utilizando un veto discriminador. Veto a la vida porque no me gusta su sexo, su edad o la forma en que vino a este mundo. El bebé no es un injusto agresor como quiera que haya sido concebido. Tiene derecho a la vida. Y sin embargo, la solución preconizada por las autoridades pro-aborto es condenarlo a él más que al agresor. El agresor, si la justicia funciona (no siempre lo hace), tendrá ¿15 años de encierro? La guagua inocente tendrá pena de muerte, pena de la que tanto se dice que está abolida en Chile (pero no para la guagua fruto de una violación). Hay un contrasentido evidente y hay una secuela de la cual nada se dice: para sacarse el trauma de la violación se le está proponiendo a la mujer que se infiera una segunda, pero esta vez, auto-violación. Ella misma va a negar su vocación a ser cuna y defensora de la vida y va a tener que cargar con esa doble secuela: el trauma de la violación que le infirió un desconocido o tal vez alguien de su misma familia y el trauma, que difícilmente logrará elaborar, de haber ella eliminado a la que es su razón de ser: la vida gestada en su seno. Con razón entonces los abogados presentaban ese recurso de protección, que no solamente quiere defender a la criatura concebida, sino quiere defender a la madre, porque cuando la madre recapacite y reconsidere lo que ella hizo consigo mismo, se dará cuenta de que violó su propia integridad sicológica (y eso también está garantizado por la Constitución, el respeto a la integridad síquica, no solo física de cada persona). Estamos, por lo tanto en presencia de un acto que en Chile constituye delito y muy grave delito. Y pueden ustedes fácilmente comprender que las autoridades de recta conciencia se nieguen a convertirse en cómplices de tamaño delito. El Derecho está de su parte: todo funcionario público que a sabiendas coopera en la comisión de un delito queda expuesto a severísimas penas; cárcel, destitución, inhabilidad para ocupar cargos públicos. De manera que cualquier alcalde, cualquier intendente, gobernador, cualquier médico o enfermera que –no sólo por la voz de su conciencia– sino que en virtud del derecho vigente, se niegue a distribuir estos fármacos (en realidad no son fármacos, porque los fármacos son siempre para la vida), estos abortivos; la persona que se presta para ser cómplice de estas prácticas está cometiendo delito. Sin embargo, a los alcaldes que han anunciado su oposición a ser cómplices de esto se les ha amenazado con hacerles sumario administrativo, destitución del cargo y rehusarles los alimentos y medicamentos contemplados en los planes de distribución gratuita del Ministerio de Salud. Estamos realmente frente a un panorama confuso, contradictorio. El discurso oficial es el derecho a la vida, la equidad y la libertad. Los fríos y porfiados hechos nos dicen: «se está gestando, en medio de eufemismos, una conjura contra la vida; una cultura de la muerte; una cultura del aborto (no por ley, porque no están maduras las cosas en Chile para que se legalice el aborto), pero la cultura del aborto por secretaría, por resoluciones (aunque ustedes no estudien derecho, es bueno que lo sepan). Todas estas resoluciones del Ministerio de Salud, para empezar, no son ley. En segundo lugar, son decretos que la autoridad expide sin someterlos al control de juridicidad de ningún otro ente del Estado de Chile. O sea, son simples memorándum al mismo nivel del que dice «instrúyase al Jefe de Servicio del Consultorio tanto para que pida una nueva provisión de jeringas desechables». Eso se hace mediante, lo que se llama en derecho, una Resolución Exenta, es decir, que no pasa por el control de juridicidad. Y por esta vía y movilizando pasionalmente la emoción que provoca el fenómeno de las mujeres violadas, se comienza a introducir eufemísticamente la cultura del aborto por secretaría. Tenemos, por lo tanto, sobradas razones para oponernos con vigor. Esta lucha nada tiene de política. Esta lucha se da en el plano científico –discutan con evidencias–; en el plano filosófico –discutan con ideas, con razonamientos–; en el plano jurídico (les acabo de hacer una reseña, creo que completa, de todo lo que está pasando en el mundo del Derecho). Pero más allá del Derecho, de la Ciencia, de la Filosofía está la fe cristiana, la fe católica de una Gianna Beretta, que (digan lo que digan los legos, digan lo que digan los tribunales, digan lo que hubiera querido decir, tal vez, su cirujano, digan lo que digan los protocolos médicos, sanitarios) dirá: «primero está la vida de mi hijo, esta es mi vocación, esta es mi felicidad. Si tuvieran que elegir, salven la vida de mi hijo; yo lo exijo». Ella muere, sabiendo que su hija se salvó; muere jubilosa porque cumplió su vocación de ser madre fecunda de la vida y muere diciendo: «Jesús, te amo; Jesús, te amo; Jesús, te amo». Amó a Jesús en la que es la primera y más transparente presencia de Jesús: los niños. En cada niño que ella alumbró a la vida, le estaba diciendo a Jesús, te amo. Y ahora, desde la eternidad, desde la felicidad que ella vive –porque los santos son felices– ella sigue diciendo Jesús, te amo; Jesús te amo. Y su ejemplo y su poderosa intercesión (los santos tienen mucho poder en el cielo y en la tierra), ella va a lograr que muchas mujeres honren su vocación de cuna sagrada de la vida, sin inclinarse nunca ante la tentación mortal de convertirse en verdugos y sepultureras del milagro maravilloso de una vida humana. Ese es el mensaje de la santa recién canonizada.
(Conferencia realizada en el Colegio Santa Úrsula, el día 19 de mayo de 2004)