Al abrirse recientemente el proceso de beatificación de quien fuera el primer Presidente de la Academia Pontificia Pro Vita, ilustre científico y Doctor Honoris Causa de la Pontificia Universidad Católica de Chile (1991), Humanitas ha querido rendirle homenaje en estas páginas.
Siguiendo el camino del artista, Jérôme Lejeune desprendía sentimientos profundos. Como joven médico, en un comienzo se interesó por los peligros de la utilización de la energía ionizante. Pero muy pronto, le fascinó el enigma que planteaba el mongolismo y reconocía que no le convencía la explicación de la degeneración racial entregada por Down en 1866. A partir de agosto de 1958, hubo un caso de mongolismo lo suficientemente bien estudiado como para permitirle enumerar 47 cromosomas, en vez de 46. A comienzos de 1959, el estudio de nuevos casos le hace factible publicar este descubrimiento, que resultó ser el de la trisomía 21 [1]. Este último revestía una importancia considerable, porque marcaba el descubrimiento de la primera enfermedad por aberración cromosómica en la especie humana y le abría paso a una ciencia nueva, la citogenética. Su desarrollo exponencial en múltiples direcciones habría de permitir el conocimiento de los secretos del material hereditario.
En una segunda tesis de doctorado, esta vez en ciencias naturales, sostenida en 1960, mostraba cómo había llegado a este descubrimiento. El conjunto de hechos clínicos que había observado en los niños mongólicos –una vez más las sensaciones directas del artista– lo había llevado a formular la hipótesis de la anomalía cromosómica. Entre estas observaciones originales, citemos el nexo entre los dermatoglifos –que representan el conjunto formado por las líneas de la mano y las huellas digitales– y las características físicas y psíquicas del individuo. La determinación de la estructura de estas líneas, propias de cada individuo e inmutables en el transcurso de la existencia, es anterior al recorte de la paleta del embrión en dedos individualizados. Este marcado indeleble se remonta, pues, muy precozmente, al comienzo del ser humano, incluso antes del primer mes in utero. Ahora bien, los dermatoglifos permiten diagnosticar eficazmente el mongolismo en el 95 por ciento de los casos. Jérôme Lejeune veía en ello la confirmación de que, desde los tiempos antiguos, la mano adornada con sus dibujos en volutas ha sido siempre considerada como la firma del ser humano.
La elegancia de Jérôme Lejeune consistió en demostrar que la única hipótesis de explicación capaz de conciliar las diversas deducciones, aparentemente contradictorias, inferidas de las características del mongolismo, era la de un accidente cromosómico, «acontecimiento dominante que afecta a un gran número de genes». Posteriormente, los descubrimientos se concatenaron: la descripción de numerosas enfermedades genéticas; la propuesta del concepto de tipo y contratipo, según el cual dos síndromes debidos, uno, a una monosomía, y el otro, a una trisomía, en el caso del mismo cromosoma, arrojan signos clínicos opuestos; la citogenética clínica, gemelar, evolutiva...
Jérôme Lejeune demostró, particularmente, que la hipótesis de la pareja original única podía describirse como una sucesión de acontecimientos cromosómicos directamente analizables. En otras palabras, las leyes de la mecánica cromosómica imponen que aparezca una especie nueva en la rama más pequeña posible y que ésta se desprenda repentinamente de la cepa primitiva: «es decir que la chimpancificación continua, la gorilización insensible, la orangutanización imperceptible o incluso la hominización lentamente progresiva quedan excluidas definitivamente». Este proceso a saltos bruscos concuerda, por lo demás, con la paleontología: un gran número de especies distintas marca irrefutablemente la evolución de los primates y, en ningún caso, el deslizamiento neodarwiniano coincide con los hechos.
Un sabio contradictor le espetó un día: «Supongamos que usted haya obtenido su bípedo desnudo, sin colmillos, sin garras, y admirador. ¿Qué haría usted para protegerlo del primer depredador que apareciese? -Con su permiso, respondió, yo lo pondría en una reserva cuidadosamente protegida, un jardín agradable; ¡y, en seguida, cuidaría de que no comiera algún fruto venenoso que le perturbara el ánimo!»
Como lo hacía notar un genetista, «la expansión imaginativa de Jérôme Lejeune era casi infinita». Contribuyó también a la citogenética cancerosa. En las últimas semanas de su vida, conociendo su mal, se había vuelto nuevamente a la investigación de una explicación de la carcinogénesis y de su correlación con la evolución del sistema nervioso en los organismos superiores. Con esta finalidad, por lo demás, se hacía tomar muestras a sí mismo...
En 1963, con apenas 37 años, ya es conocido en todo el mundo: recibe, de manos del presidente de los Estados Unidos, el premio Kennedy. En 1964, se crea para él, en la Facultad de Medicina de París, la primera cátedra de Genética Fundamental. También es director de investigación en el CNRS (Centro Nacional de Investigación Científica de Francia), jefe de servicio en el Hospital Necker de Niños Enfermos, donde brinda una atención especializada a pequeños pacientes que llegan del mundo entero, a los que conoce por sus nombres de pila, y a cuyas familias acoge con compasión. En 1969, recibe el prestigioso William Allen Memorial Award. Nominado en varias ocasiones para recibir el premio Nobel, se sabe hoy en día que no fue laureado por razones que escapan a las consideraciones meramente científicas.
Se necesitan al menos cuatro hojas para anotar todos sus títulos, sus funciones nacionales e internacionales, sus distinciones honoríficas. Se requieren unas treinta páginas para consignar sus cerca de quinientas publicaciones. Nombrado miembro del Institut de France (Academia de las Ciencias Morales y Políticas) en 1982, y de la Academia Nacional de Medicina en 1984, hay una academia a la cual le tendrá especial aprecio: la Academia Pontificia de Ciencias, a la que el Papa Paulo VI lo había convocado desde 1974. Es, por lo demás, en virtud de ello que, en 1981, Juan Pablo II le solicitará reunirse con el Presidente Brejnev para informarle acerca de las conclusiones a las que había llegado la Academia Pontificia de Ciencias en relación a la guerra atómica. Al jefe del Kremlin le dirá, personalmente, que «no hay solución científica para la locura de los hombres» y que si «la tecnología es acumulativa, la sabiduría no lo es».
Ante estas palabras, ustedes se dan cuenta de que Jérôme Lejeune fue también valorado en el mundo entero por otro motivo, característico del artista que era, y que deleitaba a quienes le escuchaban: el sentido de la expresión acertada. ¿Se puede permanecer insensible, en efecto, a esta descripción sinfónica –y rigurosamente científica– de la inteligencia?
«El mensaje de la vida resulta, en cierto modo, comparable a una sinfonía: todos los instrumentos (los genes) ejecutan su partitura siguiendo exactamente el tempo general de la orquesta. Durante un solo, un ejecutante demasiado rápido (trisomía) puede transformar un andante en prestissimo (la oreja será demasiado pequeña, los dedos serán demasiado cortos) o, por el contrario, si es demasiado lento (monosomía), puede cambiar un allegretto en largo (la oreja será demasiado esculpida y los dedos demasiado alargados): en ambos casos, sólo se modificará un rasgo. En cambio, importa poco que el músico toque más rápido o más lento en medio de un tutti, en el que toda la orquesta toca junta, ya que el resultado será siempre cacofónico. Como la inteligencia constituye la hazaña superior de los sistemas vivos, requiere, más que cualquier otra función, de una cooperación armoniosa de todos los componentes. La detección del músico discordante resulta especialmente difícil cuando está en juego todo un cromosoma, como en el caso de la trisomía 21. En efecto, este pequeño elemento contiene seguramente más de cien genes. ¿Cómo, pues, identificar al culpable y atraerlo nuevamente al buen camino?».
Se necesitarían horas para citar sólo una pequeña parte de los textos en los que Jérôme Lejeune grababa, como perfiles de medalla, la quintaesencia de sus pensamientos. A menudo, éstos llevaban el sello de un humor a la Chesterton, como el siguiente: «En las universidades, siempre he visto a gente extremadamente sabia organizar congresos para preguntarse, meneando la cabeza, si sus hijos, cuando eran muy pequeños, no zoológicos, nunca he observado congresos de chimpancés preguntándose si sus hijos, eran un poco como animales; ¡pero en los cuando grandes, se convertirían en universitarios!». ¿Cómo no recordar su famoso resumen de la genética moderna, que entregó como conclusión de su conferencia sobre «el mensaje de la vida», pronunciado durante el sínodo de los obispos de 1974 en Roma? «En el principio existe el mensaje, este mensaje está en la vida y este mensaje es la vida ...Y si este mensaje es un mensaje humano, entonces esta vida es una vida humana».
Además de artista, Jérôme Lejeune fue un enamorado, porque si «la ciencia comienza por el asombro», «el conocimiento se busca por la admiración». El conocimiento es comprender y amar. «Ay del conocimiento que no impulsa a amar, a afanarse, a actuar», decía Bossuet. Toda su vida, Jérôme Lejeune buscó entretejer nuevamente los hilos del corazón con los de la razón, reparar ese rasgón original en que la humanidad se hunde, disminuir las pasiones, como lo sugería Pascal.
Pues no tardó mucho en comprender que el gran secreto no se encuentra únicamente en la estructura de una proteína o en la disposición de un sistema, sino en cada uno de nosotros, en los que el corazón y la razón no siempre se llevan bien. «La red de los amores y los circuitos de la eficacia tienen bastante dificultad para entenderse. Uno quiere esto, el otro aquello, el santo incurre en el mal que no quisiera y el sociólogo ve claramente que el ciudadano no realiza el bien que haría falta. El corazón y la razón están bastante lejos de vivir en armonía». Jérôme Lejeune imaginaba el paraíso perdido con una comparación: «Miren la inocencia, ¿acaso no consiste precisamente en la unidad entre la ternura de los amores y el rigor de la eficacia? Vean ese bello niño que anda por los cinco años. Ya habla, presiente, ya incluso razona, pero todo eso de una sola vez. No distingue entre la ternura y la eficacia; dicen que está jugando, pero él vive, todo junto, pero plenamente».
Más tarde, muy pronto, aparecerá la falla. Algunos establecerán su campamento del lado de los instintos, otros se parapetarán junto a la eficacia. «La inmensa mayoría, rehusando la elección desgarradora, y temiendo el precipicio, toma la pasarela, pero se mantiene allí lo menos posible. De donde surge el hombre pendular, que reniega de sus amores cuando está en juego el éxito y que pierde el juicio cuando la pasión lo agita». Por su parte, Jérôme Lejeune había escogido ser de «aquellos que no sufren de vértigo, que miran la falla de frente y deliberadamente se instalan en la pasarela, tejiendo entre las dos redes unos lazos tan tenues, tan frágiles, que los reparan a cada instante por la oración o la meditación. Así lo hacen los sabios, así se hacen los santos, ya que toda la grandeza del hombre radica en detectar su falla, en escudriñar el origen de ésta, en reconocer sus inmediaciones, para tratar de enlazar nuevamente estas dos redes que se desconectan ... y a eso se le llama vivir».
En efecto, la segunda mitad del siglo XX fue, por cierto, la de la ruptura fundamental entre el corazón y la razón, con el desvío legal de la moral médica. «Resulta extraño, observa Jérôme Lejeune, que países por tanto tiempo civilizados hayan podido renegar, por un voto, de aquello que, durante más de dos milenios, constantemente habían jurado todos los maestros de la medicina». Para él era absolutamente impensable matar con una mano y cuidar con la otra, o más bien, matar a los niños a los que no se es capaz de sanar. Siempre que oía hablar del aborto en relación con los enfermos que atendía –ya que las primeras campañas a favor del aborto atacaron, sobre todo, a los niños trisómicos– tenía la impresión de que si él, que era su médico, no los defendía, nadie lo haría. Si hubiera guardado silencio, habría tenido la impresión de abandonarlos por cobardía cuando se les condenaba al exterminio. Advirtió a quienes le rodeaban:
«Se va a utilizar nuestro descubrimiento para eliminarlos. Sólo tengo una solución para salvarlos y es la de sanarlos». Divinum est opus sedare dolorem. La finalidad de la medicina, la nobleza de su arte, es aliviar el dolor. «Aun cuando la naturaleza condena, el deber del médico no es ejecutar la sentencia, sino más bien intentar conmutar la pena», recuerda.
Así pues, hasta el final, jamás dejó de buscar el modo de conmutar la pena, dado que, desde el comienzo, su descubrimiento de la trisomía 21 marcaba una senda hacia la esperanza: la perspectiva de una terapia. «En las enfermedades por aberración cromosómica, la calidad del mensaje hereditario permanece inalterado. El único cambio es de tipo cuantitativo, es decir, una falta o un exceso de ciertas porciones del código genético, mientras que, en otro sentido, la información contenida en esa porción es cualitativamente normal.
De allí resulta que, para el terapeuta, la situación es bastante mejor que frente a un bloqueo génico completo. Las posibilidades de acción sobre la velocidad de reacción bioquímica son muy numerosas y la corrección tendrá tanto más probabilidades de éxito cuanto que su aplicación será precoz. Si esta iniciativa permite dirigir la investigación hacia vías nuevas, existen verdaderas probabilidades de devolverles a los niños trisómicos las aptitudes intelectuales que llevan en potencia pero que no pueden utilizar.
«El intentar devolverle a cada uno esa plenitud de vida que denominamos libertad de espíritu», es la tarea que, siguiendo la huella de Jérôme Lejeune, procura realizar sin descanso la fundación científica que lleva su nombre, acogiendo una cantidad significativa de consultas y manteniéndose a la vanguardia de las investigaciones sobre enfermedades genéticas de la inteligencia.
¿Sedare dolorem? Por cierto, pero ¡primum non nocere! ¡En primer lugar, no dañar! «Mientras los progresos de la ciencia revelan cada día un nuevo secreto de la vida, se nos quisiera hacer creer que sabemos cada vez menos lo que es un miembro de nuestra especie», observa Jérôme Lejeune. A menudo, tendrá que aplicar su talento de profesor y su paciencia de padre de familia para relatar –y hacer que las personas amen– la historia natural de sus orígenes.
«A la edad real de un mes, el ser humano mide cuatro milímetros y medio. Su diminuto corazón ya late hace una semana, sus brazos, sus piernas, su cabeza, su cerebro ya están esbozados. A los dos meses de edad, mide, desde la cabeza hasta el extremo de las nalgas, unos tres milímetros. Cabría enroscado en una cáscara de nuez. Dentro de un puño cerrado, resultaría invisible y, por descuido, ese puño cerrado podría aplastarlo imperceptiblemente. Pero abra la mano, está casi terminado, manos, pies, cabeza, órganos, cerebro, todo está en su lugar y sólo se dedicará a crecer. Observe de más cerca, ya podrá leer las líneas de la mano y verle la suerte. Observe de más cerca todavía, con un microscopio común y descifrará sus huellas digitales. Está todo allí, para establecer desde ahora su carné de identidad nacional. El increíble Pulgarcito, el hombre más pequeño que mi pulgar, existe verdaderamente; no el de la leyenda, sino aquel que hemos sido cada uno de nosotros (...) y las mujeres siempre han sabido que existía una especie de comarca subterránea, una especie de refugio abovedado, inundado de un resplandor rojizo y un sonido rítmico, en el que unos seres humanos pequeñitos vivían una vida extraña y maravillosa».
Tras evocar el recuerdo de nuestra propia encarnación, Jérôme Lejeune intentó pasar de la fraternidad biológica al amor al prójimo: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis». En el silencio ensordecedor de las instituciones morales y políticas, amenazado de muerte por fidelidad hipocrática en el país de Descartes, pule cada palabra de una declaración que salvará de la deshonra a la Hija mayor de la Iglesia y a la Patria de los derechos humanos:
«En cada instante de su desarrollo, el fruto de la concepción es un ser vivo, esencialmente distinto al organismo materno que lo acoge y lo nutre. Desde la fecundación hasta la senectud, se trata de este mismo ser vivo que se desarrolla, madura y muere. Sus particularidades lo hacen único y, por lo tanto, irreemplazable. Tal como la medicina se mantiene al servicio de la vida que toca a su fin, del mismo modo, la protege desde sus inicios. El respeto absoluto debido a los pacientes no depende ni de su edad, ni de la enfermedad o la dolencia que pudiera aquejarlos. Frente a las angustias que pueden provocar situaciones trágicas, el deber del médico es emplear todos los medios a su alcance para socorrer tanto a la madre como a su hijo. Por este motivo, la interrupción deliberada de un embarazo por razones de eugenismo o para resolver un conflicto moral, económico o social, no es una acción propia de un médico».
Estas palabras, escritas hace más de treinta años, conservan aún la juventud de la Verdad. Todavía se debe recordar, todos los días, que matar no constituye jamás la acción de un médico. ¿Acaso amar no significa, en primer lugar, «no quiero que mueras»?
El día después de que Dios llamara a Jérôme Lejeune, el Papa Juan Pablo II le escribirá al cardenal arzobispo de París: «El profesor Lejeune siempre supo hacer uso de su profundo conocimiento de la vida y de sus secretos para el auténtico bien del hombre y de la humanidad y sólo para eso. Se convirtió en uno de los ardientes defensores de la vida, especialmente de la vida de los niños que están por nacer que, en nuestra civilización contemporánea, a menudo se ve amenazada a tal punto que cabe pensar en una amenaza programada. El profesor Lejeune asumió plenamente la responsabilidad particular del sabio, dispuesto a convertirse en un signo de contradicción, sin tomar en cuenta las presiones ejercidas por la sociedad permisiva ni el ostracismo del que era objeto».
En el mismo texto, el Papa propondrá que la verdad acerca de la vida del difunto –que nos «dejó el testimonio realmente patente de su vida como hombre y como cristiano»– sea también una fuente de vida espiritual para la Iglesia y para todos nosotros. Y uniendo el gesto a la palabra, en 1997, el Santo Padre tuvo momentos de recogimiento ante su tumba, durante la Jornada Mundial de la Juventud en París.
Para terminar, quisiera testimoniar mi convicción de que Jérôme Lejeune era un místico. Sin percibir contradicción alguna entre religión y ciencia, se mantenía ajeno a todo concordismo, método que consiste en limar las asperezas de la ciencia o, por el contrario, en rebajar las cimas de lo revelado. Tampoco podía suscribir el discordismo, que considera al hombre como una anomalía incomprensible, surgida fortuitamente de un universo impasible, compuesto de un fárrago de estrellas. Le parecía que el azar sólo resultaba atrayente a las mentes necesitadas.
La ciencia evoluciona, las teorías pasan, lo Verdadero permanece. Lo que demora es lo verificado, señalaba. Y la brecha entre lo Verdadero y lo verificado deja un espacio infinito que ni la más impaciente ciencia del mundo podría colmar. Sin duda, Jérôme Lejeune, más que otros, dimensionaba este abismo.
Mientras algunos se desalientan en medio del misterio, su alma de creyente se desplegaba allí con libertad, confianza y gracia, encontrando una respiración ligera y un júbilo exquisito. Esta actitud tiene un nombre: la contemplación. Jérôme Lejeune gustaba en profundidad de la belleza de esta sinfonía de la vida, de la que le había sido concedido leer algunas notas y en la que quedaban tantas partituras por descifrar. Desde siempre, la certeza de los hallazgos y de la maravillosa intimidad con el Divino Compositor lo llenaban de gozo. Con todo su ser, anhelaba alcanzar «ese revés de lo real de todo lo que existe y que, finalmente, sólo se descubre cuando se le puede ver desde el otro lado del tiempo». Y ya todo en él «resonaba con una vibración desconocida y, sin embargo, familiar, intentando alcanzar por la adoración un unísono al cual no podía pretender».
Ante el surgimiento de una estrella nueva o junto a la cabecera de un niño moribundo, Jérôme Lejeune había presentido, más de una vez, al igual que André Frossard, que para amar, la eternidad sería corta. Entonces, cada día, según la bella expresión del Génesis, oía «los pasos de Dios que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa».
Alessandro Baricco escribió: «En la mirada de la gente, se ve lo que verán y no lo que han visto».
En la mirada de Jérôme Lejeune, se veía el Cielo.