Celebrada por el Electo Obispo Auxiliar de Santiago, Vicario General, Cristián Contreras Villarroel, en la Santa Misa de Acción de Gracias.
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Con especial alegría y gratitud nos reunimos ante el Señor de la Vida para celebrar los 50 años de Cirugía Cardiaca del Hospital Clínico de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Celebramos un jubileo muy querido para la Universidad y también para la Iglesia en Chile. En la visión cristiana, dice el Papa Juan Pablo II, cada jubileo constituye un particular año de gracia. Y lo que celebramos de las personas (bodas de plata, de oro o de diamante en matrimonios y ordenaciones sacerdotales) se puede también aplicar a las comunidades o a las instituciones. Todos estos jubileos personales o comunitarios tienen un papel importante y significativo en la vida de los individuos y de las comunidades (cfr. S.S. Juan Pablo II, Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente, 15). En efecto, “en el cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental”. Por ello, la Iglesia no cesa jamás de celebrar a Jesucristo, el Verbo encarnado, en quien el tiempo llega a ser una dimensión de Dios, que en sí mismo es eterno (ibid., 10).
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Es justo, entonces, que como comunidad eclesial, universitaria y pontificia demos gracias a Dios celebrando a Jesucristo, en quien encuentra fundamento la obra de tantos médicos que a lo largo de estos 50 años han hecho posible que hoy, en los inicios del tercer milenio cristiano, podamos celebrar los logros en favor de la vida desde esta Pontificia Universidad Católica.
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Y ya que estamos en esta celebración de los 50 años de cirugía cardiaca, es bueno que hablemos de corazón a corazón. Esta mañana queremos agradecer a un equipo médico que ayer y hoy honra a su profesión y que se ha destacado colaborando al progreso de la ciencia médica desde la Pontificia Universidad Católica. En un silencio perseverante, sus miembros se han formado con excelencia para dedicar sus propias vidas a un servicio que ha salvado a muchas personas o que ha permitido reencontrar una calidad de vida mejor a otros que veían sus vidas muy disminuidas por causa de sus dolencias cardiacas. Esto ha permitido también a sus familiares y amigos más cercanos volver a disfrutar con más plenitud y gratitud esta nueva etapa en sus vidas. Esto lo digo con especial cariño pues lo he experimentado en la persona de mi papá y de algunos sacerdotes cercanos.
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Es muy justo, por eso, que nuestra gratitud se vuelque a este equipo humano y profesional de hombres y mujeres a quienes tanto debemos. Y no sólo en el quirófano. Le debemos gratitud también por la calidad de su acompañamiento y por las exigencias que para su vida personal y familiar les implica la cirugía del corazón.
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Pero la gratitud la queremos expresar ante todo a nuestro Padre Dios quien desde el primer día de la creación del hombre le ha dotado de las capacidades necesarias para cuidar y disfrutar de los bienes de la naturaleza; de hacer ciencia y de crear cultura. En el genio humano puesto al servicio de la vida, el creyente descubre vestigios de nuestro Dios creador y redentor. Así, con el salmista podemos decir: “canten al Señor un canto nuevo, cante al Señor toda la tierra; canten al Señor, bendigan su nombre (…) anuncien su gloria entre las naciones y sus maravillas entre los pueblos” (Sal 95).
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Si miramos los ojos del Señor, de quien procede todo bien, no podemos dejar de sentir su llamada a que este servicio tan noble y exigente se extienda en nuestra Patria para que todos puedan acceder a los bienes que procura el cuidado de la salud. Yo sé que en el equipo médico de la Pontificia Universidad Católica se ha atendido a personas de muy humilde condición y se les ha ayudado a enfrentar los gastos ingentes que implican estos cuidados. Lo sabemos y la Iglesia lo agradece vivamente. Por lo mismo, es justo esperar que las nuevas generaciones en el campo de la medicina, de la investigación, del servicio público, y de otras disciplinas que se forman en la Pontificia Universidad Católica puedan ser fieles a esta herencia de sentido social y saldemos una deuda, también social, con quienes van quedando al margen de muchas oportunidades y del desarrollo, también en el campo de la salud.
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Acabamos de escuchar en el Evangelio de hoy el mandato nuevo de Jesús. Él lo expresa con palabras sencillas y directas. Su llamado es ineludible: “Así como mi Padre me amó, así los he amado yo: permanezcan en mi amor”. Sí, hermanos y hermanas, en este amor queremos permanecer. En este amor queremos perseverar por fidelidad a quien nos ama hasta la muerte y más allá de ella. En este amor queremos perseverar para que todos experimentemos el gozo pleno del amor hasta el final. Y este amor significa renovar el espíritu de servicio tan propio de la experiencia cristiana que busca reflejarse en todas las profesiones y actividades de la vida. Ese amor que nos enseña que hay más gozo en el dar que en el recibir, y que ha llevado a la santidad a tantos hombres y mujeres como el Padre Hurtado, la Madre Teresa de Calcuta, el Padre Pío, para cuidar con esmero a los más pobres y marginados.
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Hoy hace falta en nuestra sociedad recuperar el sentido del servicio social para trabajar por el bien común con tanta dedicación como lo hacemos por el bien personal. Por eso, junto con alabar y bendecir el bien de este equipo médico de excepción que incluye enfermeras, capellanes, administrativos, voluntarios y voluntarias, sé que podemos confiarles la tarea de colaborar a la extensión de este servicio para que nadie se vea privado de este don. Y este servicio es también silencioso, a través del rigor de la vida universitaria, de la formación de personas sensibles a la pobreza y en la investigación árida de cada día, cuyos resultados no siempre son en el corto plazo.
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La Iglesia en Santiago está empeñada en evangelizar el corazón de la ciudad. ¿A quién mejor, entonces, podríamos confiarle el corazón de Santiago? Necesitamos que en este corazón palpite con fuerza el nombre de Jesús y que la gracia del Espíritu circule por sus venas para mejorar la calidad de vida de todos sus habitantes. En esta tarea los cristianos laicos tienen un lugar esencial pues son capaces de testimoniar su fe en el corazón de la vida y de la cultura, en el lenguaje propio de cada disciplina, para que cada uno pueda escuchar el Evangelio en un lenguaje comprensible.
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A veces se piensa que a los laicos hay que pedirles sus horas libres para ponerlas al servicio del Evangelio. Bienvenidas esas horas libres; pero no son esas las que necesitamos en primer lugar, pues si sólo ofreciéramos esos momentos, estaríamos separando el Evangelio de la vida cotidiana. Lo que el Señor nos pide para evangelizar son precisamente las horas ocupadas, los momentos de afán, el tiempo que un médico pasa en la consulta, en el quirófano o en la sala hospital, o los que una enfermera invierte cuidando a sus pacientes. Es en esas horas en que, con el lenguaje del servicio, de la cordialidad y del amor podemos ayudar a construir un mundo nuevo que tenga puesta su atención y su interés en el prójimo más que en sí mismo. Así podremos ayudar a evangelizar el corazón de la ciudad, el corazón de la profesión y en este caso, el corazón del corazón. De este modo, como dice el salmista, podremos contribuir a anunciar “las maravillas del Señor” en el corazón del mundo secular.
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Para la Biblia, el corazón es la parte más noble e importante de la persona humana; es el núcleo íntimo de la persona, la sede de su vida espiritual y del encuentro con Dios. Es providencial que nuestra Pontificia Universidad Católica celebre su día en la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. En aquel Corazón aconteció la purificación de todos los pecados, la regeneración de la esperanza y del amor humano; en él confluye, misteriosamente en cada Eucaristía, toda la sangre inquinada del mundo y desde ese Corazón parte el flujo misterioso del Espíritu Santo que purifica, renueva y alimenta a todos los miembros de la Iglesia. Cada perdón, cada gracia, cada esperanza, cada impulso de servir a los miembros más débiles del cuerpo social, parte de aquel centro que es el Corazón de Jesús. El Corazón de Jesús es la cantera en la que se “encierran todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia” (Col 2, 3). Bendigamos en esta Eucaristía al Padre Dios y a su Hijo Jesucristo; bendigamos al Señor por los dones confiados a los médicos del corazón; descansemos nuestro corazón en el de Jesús y pongamos la ciencia al servicio de la humanidad redimida. Así sea.