La Iglesia suscribe fundamentalmente esta repulsión que la eutanasia inspira naturalmente a toda sociedad civilizada. Pero añade, con el conjunto de la tradición judeo-cristiana, que la vida debe ser acogida como un don. La recibimos de nuestros padres y, más allá de nuestros padres, la recibimos de Dios mismo.
Atacada río arriba en sus fuentes por la esterilización definitiva o provisoria (la contracepción) y en sus orígenes más secretos por el aborto, la vida humana es atacada también río abajo, en su término, por la eutanasia.
A lo largo del siglo XX la eutanasia fue practicada a gran escala, incluso banalizada bajo el régimen nazi. Es altamente significativo que el quincuagésimo aniversario del proceso de Nuremberg (1946-1996) haya sido silenciado fuertemente por el establishment internacional y por los medios de comunicación. Y es que la evocación de este proceso histórico habría suscitado ciertos interrogantes.
Con una ironía un poco mordaz podría preguntarse si no habría que practicar aquí un revisionismo histórico. ¿Por qué en 1946 se ha enviado a la horca a unas personas convictas de genocidio, de eutanasia, de prácticas bárbaras, a unas personas reconocidas como culpables de crímenes imprescriptibles contra la humanidad? Sin duda la evocación de este proceso histórico habría suscitado paralelismos embarazosos para aquellos que hoy practican lo que nosotros hemos llamado «genocidio intrauterino», que militan a favor de la eutanasia o que quieren alienar a las parejas del dominio de su fecundidad.
De hecho, desde 1946, la sensibilidad de la conciencia moral ha evolucionado de tal manera que se llega a veces a considerar como inconsistente, puramente «cultural» o «histórica», cualquier distinción entre el bien y el mal.
La eutanasia proporciona un funesto ejemplo de esta evolución. Reprobada no hace mucho por la opinión pública, condenada en Nuremberg y, llegado el caso, por la justicia ordinaria, la eutanasia es hoy preconizada en diferentes medios, y su práctica se divulga sin que la opinión pública, ni los jueces, ni los médicos, ni los historiadores se inquieten seriamente. Después de la legalización del aborto, la eutanasia sería «una preciosa conquista de nuestra sociedad», afirman algunos. De ahí que los proyectos y propuestas de ley que se pueden esperar –como fue el caso del aborto– busquen simplemente concordar con lo que ya se hace.
Llamando a las cosas por su nombre, el examen al que procederemos versará sobre dos puntos entrelazados:
El acto de un hombre que tendrá permiso para matar a otro hombre.
Un acto intencional de procurar directamente la muerte, sea por la acción de dar muerte, sea por la omisión voluntaria de cuidados.
El estudio de este problema gravísimo nos llevará a desarrollar dos tipos de consideraciones: unas tratarán sobre prácticas propiamente dichas; las segundas serán consagradas a reflexionar sobre estas prácticas.
Las prácticas
Examen de los argumentos
Los argumentos invocados para justificar la práctica de la eutanasia giran en torno a tres polos: el suicidio asistido; la compasión; la utilidad social y económica.
En el caso particular del suicidio asistido constatamos de entrada que el médico parece precipitar al enfermo a la convicción de que él es inútil, de que ya no tiene a nadie que lo quiera y de que debe desaparecer del mapa al más corto plazo.
Ahora bien, según las experiencias relatadas por muchos psiquiatras que analizan los casos de tentativas de suicidio, es muy frecuente que estos «actos fallidos», manifiesten llamadas de auxilio, llamadas de socorro. Es pues de temer que la persona que aporta asistencia a un suicida no descubra esta interpelación, latente mas no descifrada en aquel que demanda el suicidio asistido. En consecuencia, esta petición de asistencia no es interpretada verdaderamente por lo que ella es, a saber un llamado de auxilio, una aspiración a ser recibido, acogido calurosamente, de parte de alguien que está en peligro.
Así, de cara a alguien que me hace parte de su decisión de suicidarse, puedo adoptar dos actitudes muy diferentes: o bien voy al mercado para comprar una cuerda y ayudarle a colgarse; o bien, de manera más humana, me aproximo a él, discuto con él y trato de hacerle comprender que él aún tiene valor a los ojos de alguien, cualesquiera que sean las dificultades en las que se encuentre y que se está dispuesto a sufrir con él.
¿La compasión? ¿Con qué derecho y según qué criterios podemos decidir en lugar del enfermo? No disponemos de ningún criterio que nos permita cuantificar el valor de la vida humana, ni la mía, ni la de otro. Cuando pretendemos ceder a la compasión, ¿no deberíamos hablar en realidad de autoconmiseración, es decir, de una huida de cara a una situación que nos importuna, que queremos evitar, frente a la cual quisiéramos poder cerrar los ojos? Para aquellos que viven bien y en plena posesión de sus medios, esta visión del ser sufriente es intolerable. Estos quisieran, entonces, ahorrarse el espectáculo.
Pero ¿puedo yo resolver un problema que se me plantea a costa de la vida de otro, de alguien de quien no tengo la posibilidad de conocer su estado psíquico y mental, aunque no fuese sino sólo porque le es difícil expresarse normal y lúcidamente? ¿No es extremadamente temerario para mí, «eutanasiar» [1] a otro en circunstancias en las que presumo que él comparte la misma repugnancia que yo experimento de cara a la situación en la que él se encuentra?
Las argumentaciones que echan mano del argumento de la utilidad social y económica empiezan desgraciadamente a difundirse con mucha intensidad y frecuencia. En muchos ambientes de los países desarrollados y en vías de desarrollo, el hombre se ha vuelto una suerte de producto que se fabrica, admitido a la existencia, o, al contrario, al que se rehúsa la existencia, siguiendo algunos criterios utilitaristas, en particular de utilidad social o económica.
En una entrevista aparecida en L’Avenir de la vie (El porvenir de la vida), Jacques Attali, desarrolla al respecto algunas consideraciones preciosas:
«La eutanasia será uno de los instrumentos esenciales de nuestras sociedades futuras en todos sus tipos posibles. En una lógica socialista, para empezar, el problema se plantea como sigue: la lógica socialista es la libertad, y la libertad fundamentalmente es el suicidio; en consecuencia, el derecho al suicidio directo o indirecto es un valor absoluto en este tipo de sociedad. En una sociedad capitalista, las máquinas para matar, las prótesis que permitirán eliminar la vida cuando ella sea bastante insoportable o económicamente muy costosa, verán sus días y serán una práctica corriente. Pienso, entonces, que la eutanasia, ya sea como un valor de la libertad o como una mercadería, será una de las reglas de la sociedad futura» [2].
Consecuencias previsibles de la práctica de la eutanasia
Consideremos estos diferentes tipos de argumentación, en particular el último, y saquemos de ellos ciertas consecuencias previsibles de la eutanasia, especialmente en los planos político, jurídico y médico.
En el plano político, para empezar, se imponen varias consideraciones de entrada. Todas las democracias están fundadas sobre el respeto incondicional a la vida humana inocente. El respeto a esta vida y su protección legal son esenciales. Esta primera constatación nos lleva a reconocer que todas las guerras tienen, en última instancia, como objetivo la eliminación de ciertos seres humanos.
Es necesario reconocer aquí que las corrientes laicas han jugado un papel apreciable en la reflexión sobre este punto. En el siglo XVIII, en particular, ellas han propuesto el valor de la vida humana en declaraciones solemnes. Lo han hecho, por ejemplo, en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos (1776) y en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789 en Francia.
En consecuencia, es de temer que un Estado que autoriza legalizar la eutanasia se comprometa en una pendiente que conduzca a eso que un autor reciente llama «el Estado criminal» [3]. Todas las sociedades democráticas están basadas sobre una cierta concepción de la igual dignidad de todos los hombres y de su derecho inalienable a la vida, cualquiera que sea su estado físico o psicológico, su estatuto racial, social o intelectual. En consecuencia, a partir del momento en que se invoque la regla de la mayoría para abogar, en el caso que consideramos por la legalización de la eutanasia –ese pivote de toda sociedad democrática–, se induce en ella una dinámica totalitaria. A decir verdad, las sociedades que practican o han legalizado la eutanasia han testimoniado, por este mismo hecho, que ellas están comprometidas en un proceso que lleva hacia el totalitarismo.
¿Qué observamos en el plano jurídico? A propósito de la eutanasia veremos utilizar la táctica de la derogación que se ha aprobado en otros dominios. Esta se desarrolla en dos fases. Para empezar se afirma con mucha fuerza un principio universal. Por ejemplo:«Todos los hombres tienen derecho a la vida». Y enseguida se apresura a hacer fracasar el principio fundamental que se acaba de proclamar, acompañándolo de una serie de derogaciones, esto es, de excepciones. Por ahí aumenta el riesgo de la instauración de la tiranía por la vía del derecho. La ley pierde la especificidad que se le ha reconocido desde Solón en la Antigüedad: ser una muralla débil contra el fuerte; al contrario, la ley es puesta al servicio del más fuerte.
Éste es el momento de recordar que el positivismo jurídico –es decir el derecho tal como aparece en los códigos de leyes, emanado de la sola voluntad de los hombres y por tanto acomodado a las voluntades arbitrarias de los poderosos–, siempre tiende la alfombra a los sistemas autoritarios. Se sabe que el derecho se puso sin dificultad al servicio de la Alemania nazi, porque en ese país, varios autores habían hecho triunfar una concepción ultrapositivista del derecho. ¡Ironía de la historia: el principal protagonista de esta concepción, Kelsen (1881-1973), debía terminar por ser víctima de la teoría del derecho que él mismo había preconizado! Cuando Hitler llegó al poder, la barrera antinazi que habría podido ser constituida por el derecho, se reveló inoperante porque este positivismo jurídico, que ya había tomado la plaza, ponía a la disposición de Hitler las bases teóricas de un «derecho» concorde con su proyecto de muerte.
Por último, en el plano médico es de temer que los precedentes se repitan y que el crédito de la profesión sea profundamente hipotecado. Da para imaginar que el médico pueda «cambiar de bando» en el transcurso de una misma mañana y ser tanto el servidor de la vida, como el artesano de la muerte. El doctor Schwarzenberg ¿no ha confesado él mismo que «para un médico, el único objetivo de su profesión es curar»? Los pacientes no pueden vivir con la preocupación de una sentencia de muerte, pronunciada y de inmediato ejecutada por el propio médico. En cuanto al personal que cuida a los enfermos, existe el riesgo de no solo ser comprometido, sino también de ser minado por la desmotivación, la división y la desesperanza ligadas a las prácticas eutanásicas.
Brevemente, un Estado que invistiera a los médicos del poder exorbitante de escoger quién puede vivir o morir, o que requiera a los médicos para practicar eutanasia, deberá ser denunciado por este supremo abuso de poder. Es recomendable, en especial a los jóvenes, informarse de las desviaciones de la historia remitiéndose, por ejemplo, al libro R.J. Lifton sobre Los médicos nazis [4]. Una buena parte de esta obra está consagrada a la eutanasia y a otras desviaciones de la medicina que le siguieron en la Alemania nazi, tonificada por la complacencia y la complicidad de juristas y médicos.
Proposición alternativa: los cuidados paliativos
Al término de esta primera parte, recomiéndase prestar la más grande atención a los cuidados paliativos y a los progresos que se realizan de forma continua en la lucha contra el dolor físico y el sufrimiento psicológico.
Esta nueva vía no debe ser confundida de manera alguna con el encarnizamiento terapéutico tal como fue experimentado en el tramo final de sus vidas por Tito en Yugoslavia, por Franco en España, Boumediene en Argelia, o por Tancredo Neves en Brasil. El encarnizamiento terapéutico utiliza unos medios técnicos que extenúan al paciente, le imponen dolores físicos y sufrimientos morales que retardan artificialmente su muerte, prolongando de modo inútil su agonía. Hay que evitar este escollo, como el escollo inverso, mencionado más abajo, la omisión de cuidados curativos, que buscan sanar, son ya inoperantes y la enfermedad en cuestión es definitivamente incurable. En este momento cambia el objeto mismo de la terapéutica: esta no versa ya sobre la enfermedad, sino sobre el dolor, al cual el médico se aplica en adelante a calmar efectivamente. El que uno no pueda curar, no quiere decir que uno pueda renunciar a cuidar.
En este contexto, es conveniente diferenciar entre el dolor físico, que puede ser tratado por medio de analgésicos, y el sufrimiento que es más bien de orden psicológico y moral. Muchos de nosotros, sin duda, hemos sido testigos de esta necesidad de compasión que aparece en los moribundos. Compadecerse: llevar juntos el sufrimiento. La compasión es aquí el nombre que toma el respeto extraordinario que podemos rendir a los moribundos a través de un gesto de ternura, en el momento decisivo de su existencia.
En una palabra, ni obstinación, ni abandono; uno no se encarniza, pero tampoco precipita el curso de las cosas.
Eutanasia: ¿«activa» o «pasiva»?
A partir de esto que acabamos de ver, una precisión terminológica parece útil. La distinción entre eutanasia «activa» y eutanasia «pasiva» de la que algunos hacen uso, es desaconsejable en razón de las confusiones a que da lugar.
La eutanasia de la que se trata en las discusiones actuales es la que resulta de la intención de provocar directamente la muerte, ya sea por un gesto deliberado (inyección, aceleración del flujo de una perfusión, etc.) o por la suspensión deliberada de cuidados. Desde luego, calificar esta eutanasia de «activa» es enunciar una perogrullada, ya que la intención de dar muerte es puesta en ejecución por alguno de los dos tipos de acción deliberada «gesto o suspensión» que hemos mencionado.
La expresión «eutanasia pasiva» a veces es utilizada para designar los cuidados paliativos o el riesgo de muerte que puede comportar el recurso a los analgésicos. Esta expresión es sin embargo desafortunada, porque se presta a confusión: por ello es mejor evitarla.
En efecto, en sentido estricto, la eutanasia implica siempre la intención deliberada de provocar directamente la muerte; éste es precisamente el problema. Ahora bien, esta intención no está de ninguna manera presente en los cuidados paliativos. Al contrario, éstos comportan también una actividad, unos actos que tienen por fin, no ciertamente precipitar la muerte, sino calmar el dolor y aminorar el sufrimiento.
Que el recurso a unos analgésicos poderosos, utilizados con el fin de calmar el dolor, pueda a veces comportar el riesgo de apresurar el deceso, nadie lo negará, aun si los progresos de la farmacología reducen de manera significativa la frecuencia de tales casos. Se trata de un riesgo normal pues, una vez más, lo que se quiere es calmar el dolor y no dar la muerte. Si la muerte llegara por esto a acelerarse, no sería de manera alguna directamente querida. No sería ni siquiera indirectamente querida, porque la voluntad de calmar el dolor no pretende llegar, por este medio terapéutico legítimo, a provocar el deceso.
No es por tanto conveniente poner de relieve los riesgos aquí tratados que el médico hace correr al paciente en fase terminal. A decir verdad, este riesgo no difiere fundamentalmente del que los cirujanos son frecuentemente llamados a tomar en intervenciones justificadas, pero de antemano conocidas como delicadas. Pensemos en los casos frecuentes que se presentan en cirugía cardiaca o en neurocirugía. El cirujano mide mejor que nadie el riesgo, pero da lo mejor de sí mismo para asistir al paciente. La muerte, si ella se sigue a la intervención, es una consecuencia sufrida, pero de ninguna manera querida.
Luego, es mejor evitar la distinción entre «eutanasia activa» y «eutanasia pasiva», porque el comportamiento activo que recubre la segunda expresión está desprovisto de la intención mortífera, característica esencial de la primera, es decir, de la eutanasia propiamente dicha.
Reflexiones sobre estas prácticas
Iluminación del debate a la luz de experiencias contemporáneas
«Dios ha creado el mundo, pero los holandeses han creado Holanda», dice, al parecer, un proverbio holandés. Esta broma algo mordaz sugiere el motivo por el que los holandeses, que han conquistado la mayor parte de su territorio al mar, podrían tener –según algunos– una conciencia afirmada de su superioridad. ¿Quizá comparten también con otros el sentimiento de ser llamados a jugar un papel «mesiánico» a nivel de la sociedad europea y mundial?
Tradicionalmente tierra de acogida, Holanda y los holandeses han tenido por largo tiempo al menos una referencia común: el Decálogo. Sin embargo a partir de Grocio (1583-1645) y sobre todo de Espinoza (1632-1677), esta referencia común se ha debilitado progresivamente. Esta evolución ha afectado incluso a la tradición calvinista, originalmente muy rigurosa. Actualmente los holandeses han llegado a extender la tolerancia hasta rechazar prácticamente todo principio común.
Una estadística oficial proveniente del Informe de Remmelink [5] señala alrededor de un 15 por ciento de decesos por eutanasia al año en Holanda. En cifras absolutas, esto da poco más o menos unas 20.000 personas, de las cuales un 9 por ciento serían eutanasiadas sin su consentimiento.
¿Qué tiene esto de sorprendente? En una sociedad donde ya efectivamente no hay principios ni referencias fundamentales, cualquier desviación deviene posible. Hemos tenido un ejemplo de esto en la Crónica de una muerte anunciada, telefilm televisado hace poco en varias cadenas europeas de televisión. Lo que aquí es particularmente desolador es que el médico eutanasiante, que aparece en la película, no tiene otra cosa que proponer a su paciente que una inyección letal. Ahora bien, ¿no había ahí ninguna otra cosa que hacer para aliviar el dolor? Ciertamente había también mucho más por hacer para aligerar el sufrimiento moral de aquel que tendría que hacer, tarde o temprano, el gran viaje.
En cuanto a las «indicaciones» invocadas en Holanda para justificar la eutanasia se puede constatar que siguen una evolución semejante a las «indicaciones» relativas al aborto: su lista no cesa de alargarse y de diversificarse. Ahora ya no se trata más de enfermos en estado terminal. De lo que se trata cada vez más es de autorizar o tolerar la eutanasia para niños afectados por malformaciones, incapacidades, enfermedades mentales, etc. ¿Cuándo se preconizará la eutanasia de los mongólicos y de los enfermos de sida?
Hemos puesto de relieve desde el comienzo de nuestro planteamiento, que a algunos les irrita que se retomen ciertas páginas particularmente sombrías de la historia contemporánea. Sin embargo, es necesario estar atentos a la invitación a ponerse en guardia enunciada por uno de los más grandes historiadores de nuestro siglo, Toynbee (1889-1975), quien dice en substancia que «aquellos que ignoran la historia, están listos para repetir sus errores».
¿Se sabe, por ejemplo, que el telefilm holandés que presentó la Crónica de una muerte anunciada, no es más que un refrito de la película Ich klage an solicitada por Goebbels en 1941 [6]? La única diferencia respecto de la película holandesa es que aquí la persona eutanasiada es una mujer. El mensaje que el film quería transmitir era simple: en nombre de los intereses del Estado, de los imperativos de la Raza, de consideraciones «filosóficas», etc., debiera ser permitido eliminar a las personas consideradas inútiles o nocivas.
La obra considerada fundamental en esta cuestión fue publicada en Leipzig en 1920, por el jurista Binding y el médico Hoche [7]. Esta obra se ha vuelto imposible de encontrar en alemán, pero en 1992 ha sido publicada una traducción inglesa en Estados Unidos [8]. Estos dos autores han sido frecuentemente invocados en los procesos de médicos de Nuremberg, en particular a propósito del célebre Dr. Brandt, uno de los jefes del programa nazi de eutanasia y de genocidio judío [9]. La obra de Binding-Hoche enuncia ya, punto por punto, todos los argumentos lanzados hoy a favor de la eutanasia, y más precisamente los del suicidio asistido, la compasión y la utilidad social.
Aun si la evocación del precedente nazi resulta incómoda, no se le puede poner en relación con las prácticas recomendadas y observadas hoy en día. Ayer como hoy, en la raíz de estas prácticas, se encuentran teorías inspiradoras muy convergentes, y éstas deben ser examinadas muy de cerca. Porque si las mismas teorías conducen a los mismos efectos, tenemos fundamentos para pensar que estamos, nosotros también, enredados en una pendiente extremadamente peligrosa. ¿Qué importaría, por lo demás, que las «justificaciones» propuestas sean diferentes si las prácticas mortíferas en las que desembocan son las mismas?
Perspectiva Filosófica
El debate sobre eutanasia también gana en claridad al relacionarlo con ciertas corrientes filosóficas que lo aclaran. Nos limitaremos a evocar aquí dos de estas corrientes.
La discusión concerniente a la eutanasia nos envía mucho más allá de las corrientes que se manifiestan actualmente en Holanda o en otros lugares, y más allá de Binding y Hoche. Somos enviados, sobre todo, a un filósofo que ha marcado toda nuestra época: Hegel (1770-1831). Como lo explica Alexandre Kojève [10], uno de sus mejores especialistas, la filosofía de Hegel es ante todo una filosofía de la muerte. Hegel está atormentado por la condición del hombre, ser finito –como el animal–, pero que, a diferencia del animal, está dotado de razón y de voluntad libre, siendo al mismo tiempo consciente de estar destinado a la muerte. Frente a esta situación ineludible, confrontado a este «término fatal», el hombre busca en el don de la muerte la afirmación suprema de su libertad soberana. Esto es lo que el hombre realiza en el acto de darse la muerte por el suicidio. Pero si el hombre es el dueño de su propia vida y de su propia muerte, ¿por qué, a fortiori, se le prohibirá ponerse también como dueño de la vida y de la muerte del otro, como ya lo sugiere la famosa dialéctica del amo y del esclavo?
Estamos aquí en el origen de todas las morales contemporáneas de señores, contra las cuales no han cesado de oponerse todas las corrientes sensibles a los derechos de todos, comenzando por los de los más débiles. Los señores en cuestión, siendo los más fuertes, se arrogan el ejercicio de un señorío total sobre su vida y sobre la de los otros. Esta moral conduce a diversas formas de opresión, de segregación o de guerra, según unos criterios de raza o de clase, de rentabilidad, de solvencia o de utilidad.
Ante el cumplimiento del plazo de la muerte, que es siempre angustiante para nosotros, ¿no sería más prudente permanecer atentos a aquello que afirmaba el Profesor Lucien Israel: «Debemos estar siempre abiertos a esta parte de misterio que la muerte nos recuerda»?
Los filósofos y la dignidad del hombre
Porque hay valores esenciales, valores que hay que respetar y promover conjuntamente para que sea posible la vida pacífica en comunidad, debemos discernir y denunciar las teorías premonitorias de desviaciones, e impedir que se instalen las prácticas que son su consecuencia fatal. Es el momento de recordar aquí las llamadas a ponerse en guardia de unos grandes «profetas» de nuestro tiempo como Jaspers, Hannah Arendt, I. Chafarevitch, Claude Polin, Jean-Jacques Walter, por no citar más.
Aun si han sido numerosas las guerras y constante la práctica de la opresión, la sociabilidad, la socialidad, la fraternidad, la solidaridad, son desde la antigüedad referencias morales que nuestras sociedades se han esforzado en honrar y proteger. Estas referencias implican siempre un acuerdo fundamental sobre la igual dignidad de los hombres. Estas proporcionan a los hombres un terreno común de discusión para investigar más profundamente.
Por lo demás, cada vez que estas referencias han sido desconocidas o burladas, hombres enamorados de la libertad se han puesto en lucha para restaurar su respeto.
El aporte cristiano
¿Qué se puede decir desde punto de vista cristiano frente al problema de la eutanasia? Ante todo, hay que constatar una vez más que los cristianos no tienen manera alguna el monopolio por el respeto a la vida humana. En materia de respeto a la vida, las leyes en Europa no han sido «impuestas» bajo ninguna presión clerical. En Francia, las leyes que condenan al aborto se remontan a Napoleón (Código penal de 1810); esta condenación ha sido retomada y precisada en las leyes de 1920, 1923, 1951, 1967. Es el momento de recordar que de Descartes a Napoleón, pasando por Diderot, Rousseau y Kant, la condena del suicidio ha sido constante.
En cuanto a la trivialización y la legalización de la eutanasia, ella siempre hace surgir en nuestras sociedades el espectro de la primera práctica banalizada por los nazis. En los considerandos del proceso de los médicos en Nuremberg (de 9 de diciembre de 1946 a 9 de julio de 1947), los jueces se refirieron constantemente a la eutanasia y reconocieron en ésta uno de los mayores motivos de la condena. ¿El silencio que rodea el cincuentenario de ese proceso sugeriría que los jueces de Nuremberg cometieron un error al demandar las penas en razón de este motivo de acusación?
Todas las legislaciones que autorizan el aborto y la eutanasia están en contracorriente de las lecciones que la Declaración Universal de los derechos humanos de 1948 saca de la experiencia del totalitarismo, en particular del totalitarismo nazi. Al declarar y proteger los derechos de todos los hombres en el plano internacional, era necesario cerrar los caminos de regreso de un Estado que, en nombre «del interés superior», había pisoteado estos derechos.
No sabría cómo recomendar suficientemente a los cristianos de hoy estar atentos a un precedente en el que la responsabilidad de algunos de ellos ha estado comprometida. No se debería perder de vista que hoy cualquier debilitamiento de la Declaración de 1948 comporta el riesgo de dejar el camino libre a cualquier máquina totalitaria que, en nombre de intereses superiores –por ejemplo, los imperativos económicos–, viole tales derechos.
Haciendo eco explícitamente a ese pasado enojoso que se quisiera borrar, la Academia de Ciencias Morales y Políticas de París adoptaba, el 14 de Noviembre de 1949, una declaración en la que se lee:
«La Academia de Ciencias Morales y Políticas:
«1. Rechaza formalmente todos los métodos que tengan por finalidad provocar la muerte de sujetos considerados monstruosos, malformados, deficientes o incurables, porque entre otras razones, toda doctrina médica o social que no respete de manera sistemática los principios mismos de la vida, conduce fatalmente, como lo prueban las experiencias recientes, a unos abusos criminales.
«2. Considera que la eutanasia y, de manera general, todos los métodos que tienen por efecto provocar por compasión, en los moribundos, una muerte «dulce y tranquila», deben ser igualmente descartados (...) Esta opinión categórica se basa (...) sobre el hecho de que (...) tales métodos tendrían por efecto otorgar al médico una suerte de soberanía sobre la vida y la muerte» [11].
La Iglesia suscribe fundamentalmente esta repulsión que la eutanasia inspira naturalmente a toda sociedad civilizada. Pero añade, con el conjunto de la tradición judeo-cristiana, que la vida debe ser acogida como un don. La recibimos de nuestros padres y, más allá de nuestros padres, la recibimos de Dios mismo. Desgraciadamente no es raro que en razón de heridas debidas a la educación o a las circunstancias de la vida, algunos rechazan acoger este don por lo que es: un don maravilloso. Estas heridas son las que conducen a las revueltas que bloquean el camino de la esperanza.
¿Qué hacen aquí los cristianos? Ellos invitan a la audacia de la esperanza de la resurrección.
El gran abismo entre, por una parte, los cristianos, y, por la otra, los deístas, los agnósticos y los ateos, es que los cristianos creen firmemente que Jesús ha muerto y ha resucitado. Testigos, discípulos de Cristo han arriesgado su vida por transmitirnos este mensaje. Y entre estos testigos figuran los discípulos que, como Pedro, habían renegado de Cristo en el momento de su pasión y lo habían abandonado en el momento en que Él moría sobre la cruz. Ahora bien, aquellos mismos que lo habían dejado van, después de la resurrección, a exponerse a todos los peligros para proclamar, por todas partes del mundo, que Aquel que fue condenado a muerte está vivo, y que ellos han «comido y bebido con Él después de su resurrección de entre los muertos» (Hech 10, 41).
Esta apuesta de los cristianos por la resurrección ha sido descrita en una página maravillosa que la Iglesia propone en el Oficio de lecturas de la fiesta de San Bartolomé. He aquí esta página. Ella data de finales del siglo IV. Se la debemos a San Juan Crisóstomo:
«¿De dónde les vino a aquellos doce hombres, ignorantes, que vivían junto a lagos, ríos y desiertos, el acometer una obra de tan grandes proporciones y el enfrentarse con todo el mundo, ellos, que seguramente no habían ido nunca a la ciudad ni se habían presentado en público? Y más, si tenemos en cuenta que eran miedosos y apocados, como sabemos por la descripción que de ellos nos hace el evangelista, que no quiso disimular sus defectos, lo cual constituye la mayor garantía de su veracidad. ¿Qué nos dice de ellos? Que, cuando Cristo fue apresado, unos huyeron y otro, el primero entre ellos, lo negó, a pesar de todos los milagros que habían presenciado.
«¿Cómo se explica, pues, que aquellos que, mientras Cristo vivía, sucumbieron al ataque de los judíos, después una vez muerto y sepultado, se enfrentaran contra el mundo entero, si no es por el hecho de la resurrección, que algunos niegan, y porque les habló y les infundió ánimos? De lo contrario se hubieran dicho:
«¿Qué es esto? No pudo salvarse a si mismo, y ¿nos va a proteger a nosotros? Cuando estaba vivo no se ayudó a sí mismo, y ¿Ahora, que está muerto, nos tenderá una mano? Él, mientras viva, no convenció a nadie, y ¿Nosotros con solo pronunciar su nombre, persuadiremos a todo el mundo? No sólo hacer, sino pensar algo sería una cosa irracional».
«Todo lo cual es prueba evidente de que, si no lo hubieran visto resucitado y no hubieran tenido pruebas bien claras de su poder, no se hubieran lanzado a una prueba tan arriesgada» [12].