En la fecundación artificial se sustituye el acto de procreación por uno de producción. El acto de unión conyugal por un procedimiento industrial. Esto no tiene nada que ver con las intenciones o sentimientos de las personas involucradas. Es una realidad objetiva, expresó el Rector de la Pontificia Universidad Católica de Chile en la inauguración del seminario “El hijo: ¿Un proyecto a construir o un don para acoger?”.
Humanitas 1997 V, págs. 130-135
Palabras del señor Rector de la Pontificia Universidad Católica de Chile al inaugurar el Seminario Fecondación Asistida - El hijo: ¿Un proyecto a construir o un don para acoger? Centro de Extensión de la Pontificia Universidad Católica, 19-XI-96.
Cuando se llevó a cabo la primera fertilización in vitro se inició un proceso de debate muy apasionado que dura todavía. Vale la pena preguntarse por qué.
No era porque el procedimiento fuera científicamente una gran novedad. El había sido ya usado en animales por muchos años, y no había ninguna razón para pensar que no hubiera de ser factible en la especie humana. Obviamente tampoco se trataba de una técnica que estuviera destinada a producir efectos sociales muy importantes, como ha sido por ejemplo el caso con las técnicas de contracepción que han interferido con los equilibrios de población del globo.
Finalmente, la nueva técnica era presentada simplemente como un método para derrotar una grave limitación como es la esterilidad conyugal. Aparecía como un sistema benéfico en la línea de los avances importantes de la Medicina. De hecho, algunos teólogos católicos de reconocido rigor en su doctrina aceptaron la fertilización asistida como una técnica que podía ofrecer algunos riesgos desde el punto de vista moral, pero que era básicamente aceptable. A estas consideraciones se agregaba una muy sencilla, de orden afectivo. Cualquiera simpatiza con la desolación de un matrimonio que no puede tener hijos, y aun cuando hubiera algunos aspectos objetables en el procedimiento, se tendía a mirarlo en su conjunto con benevolencia.
Sin embargo, había casi desde el principio algo que dejaba inquietas las conciencias, no sólo de personas muy rigoristas y poco transigentes, sino también las de muchos individuos que se sentían moralmente muy tolerantes. De ello dan testimonio los innumerables estudios de comités de ética, de especialistas en biología del desarrollo y en medicina, de moralistas y bioéticos que abordaban los distintos aspectos de las nuevas técnicas a medida de que ellos se iban haciendo más problemáticos.
Entonces resulta que hay una verdadera paradoja. Lo que pasaba al principio por ser un simple procedimiento benéfico para parejas estériles, se transforma en un tema de intenso debate bioético, social y jurídico. No es lícito achacarles esta derivación a moralistas de ninguna religión, desde luego no a los moralistas católicos, cuando algunas de las discusiones más a fondo han tenido lugar en países no católicos. Más razonable resulta pensar que, disimulado tras el simple acto del tratamiento médico hay un trasfondo de vastas proyecciones. Como suele ocurrir, muy en los inicios del nuevo método surgieron algunas voces que mostraban cuáles eran esas dimensiones inoperantes. Así, O. Thibault, quien defendía vigorosamente el procedimiento, decía: “... hay que considerar que para el ser humano, toda actividad es cultural”.
Aspecto del Seminario sobre Fecundación Asistida - El hijo: ¿Un proyecto a construir o un don para acoger?, realizado el 19 de noviembre en el Salón Fresno del Centro de Extensión.
Ahora bien, cultura es artificio. Hasta hoy, sólo la procreación escapaba a la cultura. Ahora que ella entra en el dominio del artificio, no hay en ello nada que no sea normal. Esto equivale a decir que se creía haber cerrado un ciclo: Nada escapa a la técnica. Cuando los primeros navegantes haciendo rumbo siempre hacia Occidente volvieron a su puerto de origen, eso no fue un simple regreso a la patria, como el de tantos otros aventureros en la historia: fue la confirmación de una nueva forma del mundo, de una nueva estructura del universo. Así ahora, la simple curación de la esterilidad quedaba oscurecida por el hecho de que hasta la procreación de los hijos entraba plenamente al dominio técnico.
Esto que había ocurrido era difícilmente captable por los interesados. Para los matrimonios que deseaban un hijo y no encontraban otra manera de engendrarlo, opiniones como estas les parecían -y les parecen- disquisiciones vacías. Para muchos médicos que buscan satisfacer las necesidades de sus pacientes ocurría otro tanto. Y los otros médicos -que ciertamente los hay- que encaraban el procedimiento como una intervención eficaz y rentable, tenían tendencia a descalificar las aprensiones como si fueran el fruto de espíritus cerrados al progreso.
Sin embargo, poco a poco ha ido emergiendo la verdad que está muy en la línea de lo que decía Thibault y que citaba hace un momento.
En la fecundación artificial se sustituye el acto de procreación por un acto de producción. El acto de unión conyugal por un procedimiento industrial. Esto no tiene nada que ver con las intenciones o sentimientos de las personas involucradas. Es una realidad objetiva.
El acto conyugal es un acto de relación entre hombre y mujer. El procedimiento de fertilización in vitro en cambio es un acto de producción, tecnológicamente ordenado en una cadena de fines y medios.
Si hubiera dudas sobre esto, basta pensar que el verdadero fracaso en un acto conyugal es el fracaso de la relación, mientras que el fracaso de la fertilización asistida es simplemente que no se obtenga el producto.
Esto es lo que significa introducir una racionalidad tecnológica en la procreación, y —lo repito— ello es completamente independiente de las intenciones y deseos de los interesados. Porque un hijo o una hija no es nunca un producto técnico. Se oye por ahí decir muchas veces que las parejas tienen el derecho a un hijo. Ya en esa frase tan inocente se halla el germen de la desviación tecnológica del acto conyugal. Porque lo que se llama tener derecho es algo que vale de las cosas o de los actos: tengo derecho a ir al cine, tengo derecho a mi casa. Pero no se puede decir de la misma forma que yo tenga derecho a una persona; a las personas no se tienen derechos: dentro del matrimonio yo tengo derecho a los actos que conducen a tener un hijo. Derecho al hijo tendría sólo si el hijo fuera una cosa.
Ahora bien, ¿qué significa que un acto adquiera una racionalidad tecnológica? ¿Qué pasa con la producción? Voy directamente a algo que toca muy de cerca a la fertilización in vitro: toda forma de producción tiene subproductos, tiene desechos industriales. Y por buena que haya sido la intención primitiva ocurre que la producción industrial de hijos ha creado el problema de los desechos, y los principales desechos son aquí los embriones humanos.
Hay aquí una consecuencia que no aparecía clara al inicio del procedimiento, pero que ahora se ha puesto trágicamente en evidencia. ¿Qué significó la destrucción de tres mil embriones congelados en Gran Bretaña? ¿Qué van a significar los casos futuros e inevitables en los que aplicando la misma legislación se va a proceder de la misma manera?
Es normal que después de un caso de fertilización asistida queden embriones sobrantes. Y pasa lo mismo que con cualquier industria: las sobras y los desechos se van acumulando, y en un momento están allí para recordarnos simplemente que ha habido un proceso industrial, productivo, en marcha. Como en este caso se trata de vidas humanas, lo más importante no es ni siquiera que se haya destruido tres mil de un solo golpe: lo es que se ha ido produciendo un enorme número de vidas humanas que no tienen otro sentido que el de ser destruidas. Entonces no se me puede decir que cuando hablo de racionalidad tecnológica y digo que con ella se ha sustituido a la racionalidad unitaria del acto conyugal, esté yo diciendo cosas sutiles o enredadas que no pueden ser tomadas en cuenta por quienes están afligidos y buscan remedio al mal de su esterilidad. Los miles de embriones congelados en el mundo atestiguan que esa distinción entre unitivo y tecnológico es bien real. No hace mucho tiempo que se dio aquí un documental de televisión sobre las madres de esos embriones, y una cosa se veía clara, y es que para los afectados, aquellos embriones no eran simplemente desechos: tal vez no se atrevían a decir que eran sus hijos, pero el lenguaje los traicionaba.
Al hablar de la racionalidad de un acto, estoy hablando del significado del acto, o de la naturaleza del acto, términos que suenan a abstractos, a deshumanizados, pero que están siendo usados también para proceder contra los embriones.
Hace ya más de diez años que algunos biólogos del desarrollo discurrieron que el embrión antes de la implantación en el útero no era propiamente un ser humano, una vida humana individual, y que era sólo un tejido humano, un algo que debería ser tratado con algún respeto especial, tal vez como tratamos con respeto a los cadáveres, pero que no merecía de ninguna manera el respeto incondicional que se le debe a la persona humana. En vez de hablar de embrión se hablaba entonces de preembrión, y se llegaba con una cierta dosis de humor negro a decir que una manifestación de ese respeto especial podía ser el uso de estos embriones precoces en experimentos que beneficiarían a la humanidad: era una manera de honrarlos, y al mismo tiempo una justificación para producirlos.
Esta concepción, un tanto lastimosa como idea, ha hecho sin embargo camino. En un reciente artículo aparecido en el “New England Journal of Medicine”, una revista médica sumamente prestigiosa, se argumentaba que es necesario encontrar algún camino para poder usar los embriones humanos para experimentación y que ese camino está bloqueado porque el público asocia el hecho de darle muerte a un embrión con el aborto. Y por mucho que el aborto se halle extensamente legalizado en los Estados Unidos, sigue siendo un acto repelente, y que no se justificaría con el fin de proporcionar material de experimentación. El autor señalaba que mucho más productivo sería lograr que el público asociara en su imaginación la producción de embriones supernumerarios con el progreso científico en materia de estudios de genética o similares: el experimento en embriones asociado no a la muerte sino a la vida.
No resisto la tentación de citar algunos párrafos de este artículo de Annas y colaboradores, porque en ellos se ilustra una manera de ver que muestra el sesgo que puede adquirir esta cuestión. Dicen: “Un embrión tiene un status moral no tanto por lo que él es (ya sea en la concepción o más tarde), sino porque es el resultado de una acción procreativa. La gente tiene interés directo en el estado y destino de cada uno de los embriones que se formaron con sus gametos porque tales embriones llevan sus genes y pueden llegar a ser sus hijos. En esta perspectiva el embrión no es sólo un símbolo: es real. Esto explica por qué la creación de embriones para la sola investigación es moralmente problemática…” Y concluyen que como la oposición al uso de embriones para la experimentación deriva de la importancia que tiene la procreación, debería ser posible convencer al público de que la experimentación embrionaria, orientada como estaría a favorecer la lucha contra la esterilidad o contra los defectos congénitos, tendría que ser aceptable: ella no sería contraria a la procreación, sino su ayuda.
Esto se parece mucho a pedir que los embriones no sean desechos industriales sino derechamente productos industriales. Y es fácil percibir cómo por este camino se llegará indefectiblemente a justificar cualquier tipo de experimento realizado sobre estos entes que no tienen sensibilidad y no pueden por tanto nunca apelar a la afectividad de quien trabaja o juega con ellos.
Aquí en Chile se ha jugado otra carta, más prudente, pero no más auténtica. En efecto, mientras que en los Estados Unidos se busca encontrarle un significado positivo a la experimentación embrionaria y al manejo de los embriones congelados, aquí se ha sostenido que los embriones que llevan pocas horas de fecundados, que se hallan en lo que se llama el estado de pronúcleos, no serían embriones. La pregunta obvia es, si no son embriones, ¿qué es lo que se está implantando? No serían embriones, ¿y se habla de su padre y de su madre? La verdad es más simple: el desarrollo de un ser humano individual es un proceso continuo que va desde el instante mismo de la penetración del espermatozoide, hasta la muerte. No se ha conseguido mostrar ni un solo argumento convincente para decir que el estado de pronúcleos, por ejemplo (en el que se inicia ya la primera división celular con la síntesis del ADN), sea otra cosa que un momento de mi desarrollo en el que yo era una célula con dos núcleos. Sé que hay gente a la que mi argumentación no la convence, pero yo diría que es tan grande el daño de matar a una persona, que bastaría que hubiera una posibilidad respetable de que yo tenga razón, para que fuera inaceptable la intervención directa contra un embrión.
La verdad es que nos hemos llenado de desechos, residuos y sobras de un proceso industrial, y que estamos buscando ahora un discurso que nos permita aprovecharlos para nuestros fines. Es una verdad que suena dura, pero que está implícita en la argumentación de Annas y sus colegas.
Yo no creo que el problema más importante sea hoy un problema objetivo, como ser desde qué momento podemos hablar de que el embrión sea un ser humano. De hecho es tratado como si no lo fuera, aunque nadie podría afirmar que no lo sea y aun cuando los argumentos en favor de que sí lo es son numerosos, y no teológicos, sino científicos y filosóficos. El verdadero problema es que a éstos, que muy probablemente son seres humanos con los mismos derechos básicos que cualquiera de nosotros, se los trata como si fueran material para ser usado en un proceso de manufactura.
No es que no se esté seguro de que el embrión es un ser humano. Es que se ha escogido el camino de no respetar a todos los seres humanos, sino sólo a los que cumplan ciertas condiciones que nosotros mismos les fijamos y establecemos.
La raíz del problema es que se hace difícil respetar la verdad a las personas humanas, cuando no nos son útiles. Si pensáramos que la vida de una persona es sagrada no podríamos usarla en un proceso industrial. Y si no pensamos que es sagrada, entonces es lícito poner muchas más cosas en cuestión. Se darán vidas de primera, de segunda y de tercera. Vendrán —como ya han venido— importantes bioéticos que piensan que un animal sano es más valioso que un niño congénitamente enfermo. Será lógico ponerle precio a la vida de los viejos o de los enfermos incurables, y recurrir a la eutanasia. Todos conceptos que eran abominables hasta hace poco y que han entrado como por la puerta ancha.
Ahora bien, como no se puede encontrar en toda la vida del individuo desde el huevo hasta el adulto ni un solo punto de corte, de interrupción, en el que uno podría decir: antes de ahora este individuo no era un organismo humano, y ahora sí que lo es, entonces resulta que nunca —desde el momento de la fecundación en adelante— podríamos estar razonablemente seguros de que este cigoto, este embrión, este feto, no es un miembro de la especie humana y por lo tanto uno de nosotros, y como tal, dotado de algunos derechos que son inalienables.
Cuando se trata de algo tan grave como es quitarle la vida a una persona, basta la duda para que se detenga la mano del verdugo. ¿Cómo va a ser lógico no darle el mínimo beneficio de esa duda al embrión humano?¿Cómo se entiende, entonces, que se hagan y se propongan las cosas que hemos visto y que se reducen a tratar a los embriones como material industrial, como material de experimentación o lo que sea?
Yo creo que se entiende, no tanto porque se cuestione la condición del embrión humano. En efecto, estamos en una época en la que se le han negado derechos fundamentales al feto. ¿Por qué no se le habrían de negar al embrión? Más todavía, ya quienes se los niegan a los ancianos, a los enfermos desahuciados o inútiles. ¿Por qué habría de irles mejor a los embriones? A mí me parece que la postura tolerante frente al aborto, o a la experimentación o a la manipulación de embriones no sería posible si no existiera un trasfondo de menosprecio por la persona humana en general. Es paradójico que si uno le dice esto a algunas personas, ellas le dirán que la ética moderna se nutre del respeto a las personas humanas.
Y esto tiene algo de cierto. La ética contemporánea necesita de la persona humana. Ese es el testimonio que involuntariamente nos dan algunos sistemas éticos rígidos y aun ateos. Sea la ética radicalmente utilitarista que preconiza un bioético como Singer, o bien la “pragmática trascendental” de Appel o el “velo de la justicia” de que habla Rawls, lo cierto es que ellos tienen siempre como punto de partida el carácter universalmente obligatorio de la ética y —por lo tanto— la condición única de la persona humana, que es capaz de formular principios de comportamiento libre que le son universalmente obligatorios al hombre. Pero ninguna de estas posturas le da una respuesta satisfactoria a una cuestión que es lógicamente previa, que es la de por qué habría yo de sujetarme a normas de racionalidad, por qué habría yo de considerar que la persona mía es algo cualitativamente diferente de todo el resto de la realidad.
Carecería de significado una ética que no le concediera a la persona humana un sitio propio y previo a su formulación, pero en alguna forma ese sitio está necesitado de una justificación. La ética no es un caso cualquiera dentro de las ciencias del comportamiento. Su verdadero problema no es el de determinar cuál será la conducta más racional, sino establecer por qué ella habría de ser seguida.Es un problema del sentido de los actos del hombre.
Esta pregunta no escapa al juicio implacable formulado hace ya un siglo por Nietzsche. Esa realidad homogénea, manipulable según las leyes que la razón descubre en ella, es en realidad un mundo sometido a la voluntad de poder. No podemos vivir en un mundo en el que nos neguemos a conferirle valor a las cosas que nos rodean. Si esos valores no están arraigados en el ser mismo de las cosas sino que son creaciones nuestras o que son evidenciadas a través de nosotros sin referencia a la verdad, ellos pasan a ser simplemente la expresión de la voluntad del poder, y cada hombre organiza el pedazo de mundo que le corresponde, con arreglo a ella. En un mundo así, hasta los consensos pierden toda significación trascendental de acuerdos entre seres libres, y se transforman en una manera de convivencia que persigue evitar peores conflictos. Por eso tenemos una especie de necesidad moral de las personas. Se da hoy día una misteriosa nostalgia de la persona; sentimos que sin ella no podemos vivir humanamente. Pero eso no es suficiente. De ningún modo vamos a poder sustituir la ética basada en la naturaleza de las cosas por una simple ética del consenso o de la legalidad vigente.
La respuesta la da la fe en que esa nostalgia de la persona es el anhelo de Dios, el anhelo de felicidad puesto en el corazón humano. Queremos plenitud y sabemos que podemos y debemos quererla. Y sabemos que la más cercana aproximación a la plenitud de Dios es esta imagen suya que es cada uno de los seres humanos, que son la razón de ser del universo. Y que cuando negamos esa realidad nos estamos negando y destruyendo a nosotros mismos. Y en la figura, aparentemente insignificante del embrión humano, y en la consideración que tengamos hacia él, lo que está pendiente es la fundamental razón de nuestra propia existencia.