El caso Galileo continúa motivando interés y generando controversias. Para muchos pensadores, desde Voltaire hasta Bertrand Russell y otros, la suerte de Galileo simboliza el oscurantismo de la Iglesia Católica y el abismo infranqueable que separaría fe y razón.

Era la mañana del día 22 de junio de 1633. Arrodillado ante los miembros del Santo Oficio -congregados en el convento de Santa María sopra Minerva- el anciano Galileo abjura de sus “herejías y errores” y promete que no volverá a propagar ideas contrarias a la fe. Había sido acusado de creer y sostener “una doctrina falsa y contraria a las sagradas y divina escrituras,…que el Sol es el centro del Universo, que no se mueve de este a oeste, que la Tierra se mueve, y que no es el centro del Universo”. 

El eco de estas palabras aún resuena en los ámbitos de la historia de la ciencia, donde, a pesar del tiempo transcurrido, el caso Galileo continúa motivando interés y generando controversias. Para muchos pensadores, desde Voltaire hasta Bertrand Russell y otros, la suerte de Galileo simboliza el oscurantismo de la Iglesia Católica y el abismo infranqueable que separaría fe y razón.

Aún con los atenuantes que la perspectiva histórica puede otorgar al caso, las indignidades sufridas por Galileo por parte del Santo Oficio, siempre incomodaron a los intelectuales católicos y, durante mucho tiempo, obstaculizaron las relaciones de la Iglesia con el mundo de la ciencia. Por esta razón, la iniciativa del Papa Juan Pablo II, en el año 1979, de invitar a la comunidad científica a participar en una serena y objetiva reflexión sobre todo lo concerniente al caso Galileo, fue recibida con gran entusiasmo. De acuerdo al cardenal Garrone, coordinador de esa tarea, la Iglesia no se proponía revisar o revalidar hechos pasados, sino someterlos a un análisis histórico riguroso. El valioso esfuerzo resultante, en el que participaron distinguidos académicos de diversos países y credos, ha permitido aclarar una serie de circunstancias relativas al caso Galileo, algunas de ellas muy poco conocidas. Lamentablemente, ninguna de estas investigaciones abarcó un aspecto que continúa siendo parte prominente de la “historia oficial” galileana, cual es la supuesta vinculación entre la condena del físico y la decadencia de las ciencias en Italia. Al respecto, en círculos académicos europeos y norteamericanos prevalece la idea que la sanción impuesta al sabio toscano marca el inicio de la pérdida de vitalidad científica de esa nación y, probablemente, del resto de los países católicos. Aún más, diversos autores atribuyen esa pérdida de vitalidad al ambiente intelectualmente opresivo impuesto por la Iglesia. Sin embargo, como se verá a continuación, cuando ambas tesis son contrastadas con los hechos el número de incongruencias resultantes es significativo.

Ptolomeo, Copérnico y la Biblia: razones del conflicto

El elemento central del conflicto que motivó el enjuiciamiento de Galileo fue la oposición del Santo Oficio a la teoría copernicana. Las dificultades surgían de una interpretación sesgada de un pasaje del libro de Josué, el cual refiere que el Sol y la Luna se detuvieron en el cielo hasta que las fuerzas israelitas pudieron vengarse de sus enemigos (cf. Josué 10, 12-13). Esta descripción parecía coincidente con la tesis ptolomeica, formulada en el siglo II de nuestra era, de un Sol girando en torno a la Tierra, pero no con la copernicana, la que suponía un Sol inmóvil. En consecuencia, el Santo Oficio consideraba que la tesis ptolomeica era la correcta y, por lo tanto, la copernicana debía ser falsa y además herética, ya que contradecía a las sagradas escrituras. Es necesario aclarar, sin embargo, que la jerarquía eclesiástica no se negaba a que la teoría copernicana fuese discutida por los astrónomos o enseñada en las universidades; sólo exigía que se estipulara su condición de mera hipótesis, es decir, su carencia de fundamentación científicamente válida. Esta actitud aparece descrita en una carta de San Roberto Bellarmino dirigida al padre Paolo Antonio Foscarini. En el año 1615, este sacerdote carmelita había enviado al Superior General de su orden una larga misiva, en la cual fundamentaba su convicción que la teoría copernicana era verdadera y congruente con los textos bíblicos. San Roberto Bellarmino, en esa época cardenal integrante del Santo Oficio y versado en astronomía, manifiesta en la mencionada carta que de existir “…una prueba verdadera de que el Sol está en el Centro del Universo, …entonces, al interpretar los lugares de las Escrituras que parecen enseñar lo contrario, deberíamos actuar con la mayor circunspección y más bien decir que nosotros no las entendemos, antes que declarar como falsa una idea que fue comprobada como verdadera. Yo opino que no existe tal prueba, ya que nadie me la ha presentado”.

Desde un punto de vista estrictamente científico la posición de San Roberto Bellarmino estaba bien fundada. En el año 1616, cuando el Santo Oficio relegó la obra de Copérnico al Index, nadie tenía evidencias irrefutables de la verdad de ese nuevo sistema universal. Galileo, en cambio, estaba erróneamente convencido de lo contrario pero, para su desgracia, las pruebas que creía tener eran pocas y débiles o equivocadas. Básicamente, se trataba de observaciones astronómicas que también podían ser explicadas mediante una tesis geocéntrica y una prueba espúrea del movimiento de rotación terrestre, como era su falsa explicación de la causa de las mareas.

En el año 1616, junto con proscribir la obra copernicana, el Santo Oficio ordenó a Galileo que se abstuviera de declarar, y menos enseñar, que esa teoría era un hecho científicamente irrefutable y, por lo tanto, verdadera. El sabio había desobedecido dicha orden en su libro “Diálogo sobre los dos grandes sistemas universales”, publicado en 1632. El “diálogo” era la forma, oblicua pero obvia, escogida por el sabio para reiterar su convicción de que Copérnico estaba en lo cierto y de que existían pruebas concluyentes de esa verdad. Además, se ha especulado que en la decisión del Santo Oficio de juzgar a Galileo podría haber influido el Papa Urbano VIII. Este Pontífice, de origen florentino, y a quien Galileo conocía personalmente, se habría visto retratado en “Simplicio”, personaje de los “Diálogos” cuyas opiniones, ingenuas y superficiales, en defensa del geocentrismo, contrastaban con las de “Salviati”, defensor de la teoría corpernicana. Por representar a un discípulo predilecto de Galileo, fallecido años antes, “Salviati” era, sin duda, el alter ego del sabio. El ofendido Papa habría reconocido en los parlamentos de Simplicio ideas y frases usadas por él mismo en una conversación sobre los sistemas del universo sostenida con Galileo antes de ascender al pontificado…

En consecuencia, contrariamente a lo que muchos suponen, el problema galileano no fue un conflicto entre dogma y ciencia, si no entre dos teorías científicas, una de las cuales era considerada válida por el Santo Oficio debido a una interpretación literal y sesgada del libro de Josué. Por lo tanto, la trampa conceptual en la que cayeron los teólogos del Santo Oficio fue usar una cosmovisión científica, la ptolomeica, para interpretar un pasaje bíblico y, a su vez, basarse en ese pasaje para validar esa cosmovisión. En realidad, Galileo no amenazaba ningún aspecto de la doctrina de la Iglesia Católica, sólo desafiaba la autoridad del Santo Oficio en materias consideradas de fe y doctrina.

El “efecto Galileo” y la vitalidad científica de Italia

Los méritos del supuesto que la condena del físico toscano provocó la decadencia científica de Italia, fenómeno que llamaremos “efecto Galileo”, pueden ser examinados mediante dos indicadores bastantes objetivos, como son el número de publicaciones científicas y el de hombres de ciencia destacados, surgidos en los diversos países europeos entre mediados del siglo XVII y fines del siglo XVIII. Es decir, durante el sesquicentenario que siguió a la condena de Galileo.

En cuanto a las publicaciones, 53 de ellas se originaron en Alemania, 15 en Francia, 11 en Inglaterra y 9 en Italia. Haciendo abstracción de la relevancia de los trabajos reportados en esos medios de comunicación, dato muy difícil de precisar, es válido suponer que estas cifras guardan relación con la cantidad y productividad de los científicos de los respectivos países. Por lo tanto, en base a ellas es posible concluir que después de la condena de Galileo, la actividad científica de los estados italianos permaneció en un nivel comparable, por lo menos, al de Inglaterra. Por otra parte, es interesante señalar que el número de publicaciones originadas en Alemania revela una vitalidad científica concordante con el liderazgo que alcanzaría esta nación a partir del siglo XIX.

Con respecto al número de científicos destacados surgidos en cada país, basta hacer un censo de aquellos consignados por la historia de las ciencias como grandes pioneros o personas que han realizado aportes fundamentales en un determinado campo. Durante el siglo y medio que siguió a la condena de Galileo surgieron en Italia varias personalidades con esas características. En orden cronológico, encabeza la lista el anatomista Malpighi (1628-1694) quien, entre otras contribuciones, fue el primero en observar y describir la circulación capilar; el médico y también anatomista Morgagni (1682-1798), pionero del concepto anátomo-clínico de enfermedad que aún sustenta a la medicina clínica; el genial naturalista y sacerdote Spallanzani (1729-1799) quien, mediante una serie de ingeniosos experimentos, demostró en forma irrefutable que no existía la generación espontánea, poniendo así fin a una larga controversia; el naturalista Galvani (1737-1798) descubridor del papel fisiológico de la actividad eléctrica; Volta (1745-1827) descubridor de la ley sobre el número de moléculas y el volumen de los gases que lleva su nombre y considerado uno de los fundadores de la química moderna. Un recuento similar en otros países de Europa indica que en este período sólo Inglaterra, con Newton, Boyle, Sydenham, Watt y otros, es comparable a Italia en cuanto a la aparición de grandes figuras de la ciencia. Por lo tanto, contrariamente a lo que muchos suponen, la información anterior indica que la ciencia italiana no comenzó a languidecer después de la condena de Galileo. En efecto, como se verá más adelante, el aporte científico de Italia decayó considerablemente sólo a partir del siglo XIX.

Libertad religiosa y desarrollo científico: el caso italiano

Las conclusiones precedentes podrían ser objetadas, sin embargo, argumentando que si bien desde mediados del siglo XVII hasta fines del siglo XVIII, el nivel de actividad científica y el aporte de savants de Italia no fue inferior al de Inglaterra, Francia o Alemania, esos indicadores esconden un fenómeno de atraso relativo. En efecto, a mediados del siglo XVII, es decir cuando fue condenado Galileo, el potencial de Italia para desarrollarse en el campo científico era muy superior al de los países mencionados. Luego, el “efecto Galileo” sería una “desaceleración”, más que una caída en términos absolutos. A favor de esta interpretación, está el hecho que la Accademia dei Lincei, la primera sociedad científica europea de relevancia, fu fundada en Italia en el año 1601, y contó a Galileo entre sus miembros. Comparativamente, todas las otras, como la Royal Society fundada en 1660; la Academia de Ciencias de París, en 1666; y la de Berlín, en el año 1700, son bastante posteriores.

Dado que, como analizaremos a continuación, el ritmo de avance de las ciencias tiene un componente de aleatoriedad nada despreciable, es prácticamente imposible poner a prueba el supuesto que la condena de Galileo causó una “desaceleración” del desarrollo científico italiano. Sin embargo, puesto que la tesis del “efecto Galileo” supone que este fenómeno de desaceleración se debió a las restricciones a la libertad de pensamiento impuestas por la Iglesia Católica, podemos analizar, en cambio, si, efectivamente, la Iglesia tomó iniciativas orientadas a suprimir el debate científico de ciertos temas. Al respecto, según algunos autores, las universidades italianas fueron “esterilizadas por el Santo Oficio”, queriendo manifestar que las restricciones a la libre confrontación de ideas impuestas a los claustros universitarios asfixiaron la vida intelectual de los mismos. A su vez, en este supuesto subyace otra tesis, cual es el que la tolerancia religiosa fue una determinante fundamental del desarrollo científico europeo. Para muchos esta posibilidad estaría suficientemente demostrada por el liderazgo alcanzado en las ciencias por los países protestantes, puesto que se considera un hecho evidente que éstos gozaron de una mayor tolerancia que los católicos. Por lo tanto, junto con analizar si, efectivamente, después del juicio a Galileo la Iglesia fue un factor inhibitorio para la comunidad científica italiana, resulta interesante explorar la validez de la afirmación que la tolerancia religiosa fue fundamental en el desarrollo científico europeo y que esto explicaría el liderazgo alcanzado en este campo por los países protestantes.

Diversos testimonios epistolares indican que la condena de Galileo conmocionó a muchas personas, pero nada sugiere que, a partir de ese momento, los hombres de ciencia italianos hayan percibido que surgía para ellos una seria e inesperada amenaza. Por ejemplo, la condena no fue seguida por una oleada de inmigración de científicos italianos hacia otros países, fenómeno que históricamente se ha repetido toda vez que los intelectuales de un país se han sentido amenazados. Esto se explica, entre otras razones, porque nunca antes la Iglesia había tomado partido en una disputa científica, ni tampoco insinuó en ese momento que lo haría. Más aún, a través de su presencia en las universidades, el mecenazgo y la actividad científica de numerosos sacerdotes, existían fuertes vínculos entre la Iglesia y la naciente ciencia. Por ejemplo, fueron contemporáneos de Galileo los sacerdotes y científicos Riccioli, Baranzano y Grimaldi, todos ellos astrónomos y el último también conocido por sus trabajos de óptica; el polifacético Odierna, quien incursionó en astronomía y ciencias naturales; el notable matemático Castelli; el geógrafo Danti; y el alquimista y iatroquímico Neri. Pero, sin duda, el más notable de esa generación -por sus contribuciones el desarrollo del cálculo infinitesimal- fue Bonaventura Cavalieri, sacerdote jesuita muy cercano a Galileo. Habiendo demostrado que la condena de Galileo fue un hecho aislado y que no dio origen a una etapa de represión intelectual, parece válido preguntarse sí, aun así, la atmósfera intelectual de Italia no estaba lo suficientemente “enrarecida” por falta de confrontación de ideas como para apagar la creatividad de su comunidad científica. Al respecto, es incuestionable que la libertad religiosa otorgada por la Iglesia Católica a los estados italianos durante el siglo XVII y anteriores era limitada. Sin embargo, la situación distaba mucho de ser asfixiante y menos de parecerse a un régimen de terror. Al respecto, entre muchos ejemplos, es conocida la actitud de poca colaboración con Roma de algunos estados como la República Veneciana y la tradicional liberalidad de algunas de sus universidades, particularmente la de Padua, donde Galileo fue profesor por varios años. En ella, se formaron muchas generaciones de jóvenes protestantes, incluyendo al famosísimo Harvey.

La misma Iglesia Católica, permitía en su seno tensiones provocadas por ideas divergentes en torno a cuestiones teológicas, pastorales y de autoridad jerárquica. El llamado “asunto copernicano”, incluyendo los problemas con Galileo, fueron parte de esas tensiones. Entre los simpatizantes de la obra e ideas de Galileo se contaban altos dignatarios de la Iglesia, algunos de los cuales lo defendieron activamente. Los más conspicuos de estos defensores fueron el joven cardenal Francesco Barberini, sobrino del Papa Urbano VIII, y el arzobispo Ascanio Piccolomini, de Siena. El cardenal Barberini fue uno de los tres integrantes del Santo Oficio que se negaron a firmar la condena al sabio. Además, se preocupó de que Galileo fuera incomodado lo menos posible durante el juicio y, con posterioridad al mismo, persuadió a su tío el Papa de que conmutara la pena impuesta y permitiera al afligido físico dirigirse a Siena para reunirse con Monseñor Piccolomini. Éste se había ofrecido para hacerse cargo, eufemísticamente, de la “custodia” del físico. Posteriormente, por intercesión del mismo arzobispo, Galileo fue autorizado para establecerse en su casa de Arcetri. En esta pequeña localidad, cercana a Florencia, se encontraba el convento de su hija mayor, la religiosa sor María Celeste. Allí, en la paz campestre, acompañado de algunos discípulos y animado por su hija, continuó escribiendo el tratado sobre mecánica que publicaría algunos años más tarde con el título de “Dos Nuevas Ciencias”.

Libertad religiosa y ciencia en los países protestantes

La aseveración de que el protestantismo trajo una mayor libertad de pensamiento se repite como si fuera un hecho bien comprobado. Al respecto, es necesario recordar que no fue así, por lo menos durante un largo período. Autores como Brunowski y Mazlish han especulado que si Galileo hubiera caído en manos de Calvino es muy probable que sus días hubieran terminado en la hoguera. En la ciudad de Ginebra, por muchos años lugar de residencia de este reformador, los tribunales actuaban con un celo moralista extremo y con cruel severidad. Entre las múltiples víctimas de esos organismos se registra a un hombre decapitado por escribir versos obscenos y a un jugador de cartas muerto en la picota por licencioso. Pero la víctima más conocida de la intolerancia calvinista es Miguel Servet, médico español quien sugirió la existencia de la llamada “circulación menor”, es decir el paso de la sangre desde el ventrículo derecho a las cavidades izquierdas, a través de los pulmones. Es necesario aclarar, sin embargo, que la condena de Servet fue motivada por sus ideas religiosas y no científicas. Estas últimas, hacían parte, como elemento muy menor, de la obra teológica del español sobre la Santísima Trinidad, titulada “La restauración de la cristiandad” considerada ofensivamente herética por los tribunales calvinistas de Ginebra. El infortunado Servet murió en la hoguera junto a los tomos de su libro.

El gran astrónomo alemán Kepler, contemporáneo de Galileo, en un momento de su vida se sintió perseguido por las autoridades luteranas locales y prefirió refugiarse con los jesuitas. Es posible que esta medida precautoria haya sido exagerada y que su vida nunca haya corrido peligro, pero los temores de Kepler reflejan un clima de inseguridad que los historiadores de la ciencia parecen no ponderar adecuadamente cuando comparan la situación de tolerancia religiosa en países protestantes y católicos.

Otra gran figura de la ciencia cuestionada por los tribunales protestantes fue Descartes. Primero en la ciudad de Utrecht, donde además el Senado Académico de la Universidad condenó sus postulados, y más tarde en Leyden, el gran filósofo y matemático -considerado junto a Galileo y Bacon fundador de la ciencia moderna- fue acusado de propagar ideas contrarias a la teología protestante, incluyendo su defensa del sistema copernicano. Afortunadamente para Descartes, ninguna de estas acusaciones trajo otra consecuencia que la prohibición de sus obras.

La lista de científicos cuestionados por los tribunales protestantes incluye a otras figuras de menor notoriedad, lo que permite concluir que durante los siglos XVI y XVII la tolerancia religiosa en los países protestantes no fue, de ninguna manera, mayor que en Italia. Por otra parte, es innegable que, a medida que el protestantismo sufría sucesivas divisiones, se fue imponiendo en ellos un pluralismo religioso desconocido en los estados católicos. Por ejemplo, en Inglaterra, surgieron otras iglesias, incluyendo los episcopales, metodistas, presbiterianos, congregacionistas y, más tarde, a los bautistas. Sin embargo, esta diversidad de credos no aseguró la libertad religiosa para los católicos, quienes sólo tuvieron derecho a practicar sus cultos en forma pública en el año 1828 y no fueron admitidos por las universidades de Oxford y Cambridge hasta el año 1871.

El cientista de la historia Mason ha reconocido la debilidad del argumento de la mayor tolerancia religiosa de los países protestantes, reemplazándolo por la tesis que las disparidades en el desarrollo científico entre estos países y los católicos refleja un problema de culturas. Según Mason, la cultura católica contiene elementos inhibidores del desarrollo científico, mientras que en la protestante existirían elementos facilitadores. Es importante señalar que entre los países católicos se excluye a Francia, aparentemente por los numerosos gobiernos fuertemente antieclesiales que ha tenido este país durante los dos últimos siglos. De acuerdo con la tesis antes señalada, el aspecto de la cultura religiosa católica más fuertemente inhibitorio del desarrollo científico sería la acción de una autoridad central que impone uniformidad de creencias. Esta característica, inexistente en las sociedades protestantes, desincentivaría el libre juego de ideas y determinaría un espíritu menos libertario en las comunidades respectivas. Además, como elemento facilitador adicional, el ethos protestante valoraría más al trabajo como medio de realización personal y contribución al bien común. Sin embargo, Mason limita la validez de su tesis a la espiritualidad calvinista. Ésta, a diferencia de la luterana, motivaría al hombre a indagar en su propia verdad y, al mismo tiempo, lo confrontaría con el imperativo moral de hacer el bien y, puesto que en la actividad científica se busca la verdad y es beneficiosa para la Humanidad, el trabajo del científico resultaría loable a los ojos de Dios.

La tesis de Mason puede contar a su favor el hecho que la mayoría de los fundadores de la Royal Society eran puritanos. Sin embargo, parece ignorar la evidencia contraria, particularmente la aportada por la experiencia calvinista en Francia. La promulgación del edicto de Nantes, en el año 1598, representa un “cuasiexperimento” para poner a prueba los postulados de Mason respecto a la relación entre actividad científica y calvinismo. Como se recordará, esa normativa permitió que la población católica. Durante la vigencia de esas garantías, prácticamente todo un siglo, sucesivas generaciones de calvinistas recibieron una óptima educación y se destacaron en varios campos, incluyendo la política, pero no surgieron de ellas grandes científicos.

El desarrollo científico y la era moderna

El ejemplo anterior ilustra un hecho bien conocido para quienes han estudiado los factores que influyen en el desarrollo científico de un país o en la aparición de científicos notables, cual es un elemento de aleatoriedad presente en ambos aspectos. Tal como ha manifestado Popper, éste se traduce en la imposibilidad de predecir, incluso en situaciones supuestamente ideales, si los hombres adecuados se sentirán atraídos por la investigación científica o si entre ellos habrá alguno capaz de hacer contribuciones relevantes. Por otra parte, lo ocurrido en los últimos tres siglos con el desarrollo científico de diversos países, ha permitido identificar con relativa objetividad las determinantes del proceso. Éstas incluyen una variedad de factores de tipo económico, cultural y social, entre los que destacan la posibilidad de sustentar a los investigadores y financiar sus trabajos; el poder adquisitivo de patentes y la disponibilidad de tecnología y mercados para la aplicación de los subproductos de las ciencias; la valoración que la comunidad tiene de las ciencias; la estabilidad social y política; la existencia de instituciones promotoras de la ciencia, como museos, academias y otras; y la calidad de la educación, en todos sus niveles. Para algunos autores, estos dos últimos aspectos serían vitales para impulsar la actividad científica. Por ejemplo, Hobsbawm postula que el notable surgimiento de la ciencia francesa a partir de la primera mitad del siglo XIX se debe a las reformas educacionales introducidas por el Estado, especialmente la creación de la Escuela Politécnica -verdadero semillero de matemáticos y físicos de alta calidad- y la Escuela Normal Superior. Algo similar habría ocurrido en Alemania con la reforma educacional iniciada en el estado prusiano y, después, imitada por el resto de los estados alemanes.

A partir de los antecedentes anteriores, resulta muy discutible, atribuir a un factor religioso, y su posible influencia en el intercambio de ideas, un papel decisivo en el desarrollo científico de los países europeos. Por lo tanto, la indagación sobre lo ocurrido a la ciencia italiana después de la condena de Galileo no puede limitarse a este aspecto. Por el contrario, debe tomar en cuenta el comportamiento de todos los otros factores antes mencionados. Desde esta perspectiva más amplia, resulta interesante constatar que durante los siglos XVII y XVIII las naciones europeas experimentaron, con grado distinto de intensidad, los profundos cambios económicos, sociales, políticos y culturales que marcan el inicio de la era moderna.(…) Entre ellos destaca un significativo aumento de la población, el crecimiento de las ciudades, la mayor demanda de bienes de consumo y la intensificación abrupta de la circulación monetaria. Estos cambios se asocian a una mejor calidad de vida, migraciones internas, mayor eficacia y comercialización de la producción agrícola, la división del trabajo, y la creciente utilización de medios técnicos en las faenas productivas. Al mismo tiempo, la actividad fabril creó la necesidad de contar con fuentes de energía alternativas, lo que hizo lucrativa la extracción de carbón. Simultáneamente, se intensificó la fabricación de nuevas herramientas y el desarrollo de tecnologías de varios tipos. A lo anterior siguió una creciente demanda de metales duros, principalmente el hierro, para la fabricación de máquinas y herramientas, con lo cual se inició el desarrollo de la industria siderúrgica.

Además de los cambios antes descritos, se produjo un notable incremento de la alfabetización y la expansión de los sistemas educativos. Es probable que el interés por la educación sea uno de los cambios culturales más directamente relacionados con la Reforma, puesto que las iglesias protestantes recomendaban a sus fieles la lectura crítica e individual de la Biblia. Algunas estimaciones de los niveles de alfabetización de Alemania indican que durante el siglo XVI se duplicó el número de personas capaces de leer y escribir. En los siglos posteriores el porcentaje continuó creciendo. Un fenómeno parecido ocurrió en Inglaterra, donde el Estado impulsó fuertemente la educación primaria y secundaria y favoreció la incorporación de los nuevos criterios pedagógicos propuestos por Comenio. El número de estudiantes enrolados en las Universidades también creció en forma sostenida durante los siglos XVII y XVIII, y tanto la aristocracia como la burguesía comenzaron a valorar ese tipo de educación para sus hijos. Al mismo tiempo, el Estado comenzó a usar las universidades para formar a sus funcionarios de más alto rango.

La presencia de un Estado poderoso y económicamente solvente, actuando como impulsor de la educación y del desarrollo científico, alcanzó un protagonismo decisivo cuando los gobernantes comprendieron que la aplicación de los conocimientos de las ciencias podía resolver problemas de importancia estratégica considerable. Esto marcó el inicio de grandes proyectos tecnológicos financiados por el Estado, cuyo éxito representó el logro de enorme ventajas competitivas.

La era moderna y las ciencias en Italia

Las profundas transformaciones mencionadas ocurrían en forma paralela a la consolidación del estado moderno y todas ellas tenían lugar a un ritmo mucho más rápido en Inglaterra, Francia y Alemania que en Italia. Esto se explica, en gran medida por la bonanza económica asociada a la apertura de las rutas marítimas del Atlántico, acontecimiento que puso fin a la era mediterránea de la historia, provocando la decadencia económica de Italia y el inicio de una larga etapa de intervención extranjera en la península. Por lo tanto, mientras Inglaterra y Francia se enriquecían con el comercio mundial, fortalecían el poder político y la capacidad de iniciativa del Estado e iniciaban un proceso de revolución tecnológica que impulsaría la industrialización, Italia enfrentaba un largo período de decadencia económica y política que retrasaría su incorporación plena al grupo de los países industrializados hasta bien avanzado el siglo XX.

Es incuestionable, entonces, que durante los siglos que siguieron a la condena de Galileo la nación italiana tuvo condiciones económicas, políticas, sociales y educacionales menos favorables para el desarrollo científico que Inglaterra o Francia y, en muchos aspectos, que Alemania o por lo menos que Prusia. Sin embargo, lo que resulta notable es que la actividad de las comunidades científicas italianas no cayó verticalmente, surgiendo de su seno un número significativo de hombres de ciencia de gran categoría. Esta vitalidad intelectual, radica principalmente en las regiones del norte del país, relativamente más prósperas y educadas que el resto, se mantuvo hasta fines del siglo XVIII. En ese momento, la situación de subdesarrollo económico, ausencia de un gobierno central fuerte, deficiencias educacionales, carencia de sociedades científicas poderosas y otras limitaciones impidieron que Italia pudiera continuar integrando el grupo de países líderes en el campo científico. En cambio, Inglaterra, Francia y Alemania, pioneros del proceso de industrialización y modernización europeo, iniciaron en ese período una etapa de crecimiento científico sin precedentes. Primero Francia, líder indiscutido durante la primera mitad del siglo XIX, y después Alemania e Inglaterra, experimentaron el incremento exponencial de la actividad científica y del conocimiento respectivo que aún los mantiene en una situación de liderazgo mundial. La incorporación de los EE.UU. de Norteamérica a ese grupo de “potencias científicas”, hecho ocurrido en la segunda mitad del presente siglo, confirma más allá de toda duda, la evidencia que la actividad científica de un país se sustenta en los mismos pilares que soportan su éxito en otros campos del desarrollo nacional. Éstos incluyen los aspectos económicos, culturales, sociales y políticos previamente analizados.

Parece claro, entonces, que tanto desde la perspectiva de las determinantes del desarrollo científico de una nación, como de los hechos históricos previamente analizados, el supuesto “efecto Galileo” aparece como una tesis inconsistente. Igualmente débiles resultan las teorías que vinculan el exitoso desarrollo científico de países protestantes, como Inglaterra y Alemania, a la mayor tolerancia religiosa de la que éstos habrían gozado o a elementos culturales del ethos calvinista. Desgraciadamente, como mencionábamos en los párrafos iniciales, estos conceptos equivocados continúan siendo parte relevante de la “historia oficial” galileana. Algunos historiadores, como Messori, atribuyen estos errores de interpretación histórica a sesgos de tipo religioso y, en algunos casos, al propósito de dañar la imagen y credibilidad del Magisterio católico. Sin perjuicio de lo anterior, es evidente que muchos autores han apoyado la tesis del “efecto Galileo” y sus conceptos implícitos sólo por inferencias erróneas de causalidad entre hechos que, pese a coincidencias de tipo cronológico o geográfico, fueron totalmente independientes entre sí. En este contexto, la decisión de Juan Pablo II de someter el caso Galileo a un riguroso análisis historiográfico es un ejemplo que debería ser imitado por quienes, voluntaria o involuntariamente, continúan propalando los mitos que, por tanto tiempo, han ocultado la verdad sobre el caso Galileo y el desarrollo de la nueva ciencia.


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