Si la intervención de Dios en la historia fuese evidente y tuviese el carácter de una verdad científica, el acto de fe en Dios ya no tendría sentido: sería incluso insensato rechazar la existencia del Creador.
«Si el cuerpo teórico de la física, las leyes que encapsulan sus verdades, terminan por explicar el Universo sin la participación expresa de un Ser externo, ¿es ello una prueba de que Dios no existe? ¿Elimina acaso todo espacio para la acción de un Dios creador?»
Pocos asuntos parecen inquietar tan profundamente al ser humano como el de su origen, y aquel de la materia que lo sostiene. Desde un pasado remoto el sentimiento religioso ha ofrecido una respuesta radical a esa preocupación, conquistando, en sus diferentes expresiones, a gran parte de la humanidad. Pero el avance acelerado y exitoso de la ciencia en los últimos siglos ha despertado en muchos la convicción que de ella surge ya, o surgirá en el futuro, otra respuesta superior en su racionalidad a la religiosa. Últimamente han aparecido numerosos escritos que proponen abiertamente un universo sin Dios, sin creador ni sentido alguno [1]. Surge entonces la pregunta, de los hallazgos de la ciencia ¿se puede hoy concluir algo definitivo acerca de la existencia o inexistencia de Dios?
El argumento moderno supone que el método científico es el único medio eficaz para alcanzar la verdad. Según él, en cada momento de la historia existiría una parte de esa verdad ya conquistada a través del método científico, y otra, complementaria, aún sumida en medio de la extensa ignorancia original. Desde esta perspectiva el avance de la ciencia se mira como una conquista territorial, que reemplaza creencias ingenuas que se inventaron para ocultar o aplacar la angustia existencial, por verdades duras y bien fundadas. Una frontera que se desplaza paso a paso con el correr del tiempo, agrandando el cuerpo de lo comprendido y disminuyendo la ignorancia primordial. Así, el movimiento planetario es comprendido cabalmente por medio de las leyes de Newton, desplazando explicaciones anteriores basadas en planetas-dioses que tienen voluntad, sentimientos y hasta humor. El territorio de lo ignorado puede ser finito o infinito; en el primer caso se busca una teoría final, una Teoría de Todo como suele llamársele, que será la llave maestra para abrir el misterio y dar cuenta completa de la realidad [2]. En el segundo, la búsqueda seguirá interminablemente, con logros progresivos que hacen al mundo más y más comprensible, aunque sin llegar a entenderlo nunca cabalmente.
Sin duda el impacto tecnológico de la ciencia del siglo XX que hoy invade nuestra vida cotidiana, así como el acabado relato de la evolución del Universo que emerge de la física y la cosmología, han ofrecido un contexto propicio para expresar la visión atea contemporánea a que nos referimos. Hasta la aceptación de un Big Bang como origen hace algunas décadas, existió en el siglo XX un acuerdo tácito de no agresión entre la visión científica y la religiosa, en el entendido que, a pesar de un pasado de conflictos, bien enfocadas se afanaban en ambientes independientes, refiriéndose a preguntas que no invadían el territorio del otro. Pero el Big Bang habla explícitamente del principio del Universo, de la Creación, abriendo un punto de encuentro –o desencuentro– que interesa a ambos campos de búsqueda, evocando así la pintura de Miguel Ángel en el techo de la Capilla Sixtina, en la cual el dedo extendido de Dios casi toca el del ser humano en un gesto de acercamiento singular.
En el Génesis, el relato de la Creación ordena en seis días la aparición de la materia, la vida y el hombre, en una secuencia de magnos eventos creativos que se suceden con lógica más poética y metafórica que científica. En cada uno de ellos –sea la aparición de la luz, las aguas o el ser humano– el Creador actúa haciendo gala de su voluntad y omnipotencia. En el relato científico en cambio, cada novedad está vinculada causalmente con lo previamente existente, sin la intervención expresa de un Ser externo, reduciéndola a una evolución natural de la materia según leyes preexistentes verificables en el laboratorio. Son dos visiones excluyentes que se refieren a una misma realidad, una que invoca a Dios mientras la otra descansa en el actuar autónomo de una o más leyes fundamentales que regulan y explican la aparición del Universo y su evolución posterior. Revisemos esta segunda posición haciendo un breve recuento de la física y sus hallazgos.
El discurso de la física
La física es una teoría del universo material. Su estructura contiene un conjunto coherente de leyes agrupadas en sectores temáticos, llamados tradicionalmente “mecánica”, “electromagnetismo”, “termodinámica”, etc. La expresión verbal de estas leyes –e.g. “la acción de una fuerza acelera el movimiento”– tiene un correlato matemático que permite, resolviendo las ecuaciones pertinentes, calcular con exactitud magnitudes mensurables. Esta sorprendente “vía paralela” al lenguaje ordinario es de un enorme poder práctico, permitiendo a la especie humana realizar el sueño de llegar a la Luna hace cuatro décadas, y hoy a sus miembros comunicarse entre sí mediante un teléfono personal de enorme versatilidad y bajo precio. También ha hecho posible confirmar la veracidad de sus expresiones, contrastando con detalle a veces exquisito la teoría con la realidad manifestada en el laboratorio. Un subconjunto de estas leyes, que se conoce bajo el nombre “ecuaciones de movimiento” ya que involucran al tiempo como variable, permiten hacer afirmaciones acerca del pasado y el futuro, explicar lo acontecido o predecir lo que sucederá.
Permeando los sectores temáticos mencionados existen grandes paradigmas que caracterizan los ámbitos de aplicabilidad de la teoría. Uno, denominado física clásica, se refiere al ámbito macroscópico de la experiencia cotidiana, como la atracción del hierro por un imán, el movimiento de un planeta o de una galaxia entera, espacio accesible a la observación directa donde la vigencia de una causalidad parece evidente.
Es un dominio determinista, que surge como aproximación de un paradigma más fundamental, la física cuántica, requerida cuando se estudia lo más pequeño, inaccesible a la experiencia directa, como el átomo y el rico mundo subatómico. Este último es no causal, si bien la teoría nos da herramientas para acceder a explicaciones y predicciones a través del lenguaje de las probabilidades. Mientras en el ámbito clásico está permitido afirmar que al lanzar una piedra ésta describe una parábola por efecto de la atracción gravitatoria, en el cuántico sólo se puede asegurar que la probabilidad de que un electrón aparezca como si hubiese descrito una parábola, es tal o cual. En este caso las ecuaciones de movimiento se refieren al cambio de las probabilidades con el pasar del tiempo, mientras la física clásica explica o predice hechos ciertos.
El relato cosmológico
La cosmología hace acopio de este extenso bagaje teórico para construir su relato acerca del pasado del universo actual. La física clásica permite entender la formación de los planetas a partir de densas nubes de gas, su orbitar en torno al Sol, la trayectoria de este astro y otras estrellas en la galaxia, el movimiento relativo entre galaxias, las lentes gravitacionales, algunas propiedades de los agujeros negros, etc. La física cuántica se hace por su parte necesaria para comprender lo que ocurre al interior de las estrellas, la explosión de las supernovas, o las emisiones de partículas y otras formas de radiación cósmica que diariamente se detectan en los telescopios terrestres y orbitales. La historia del Universo que se cuenta hoy ha sido fruto del antiguo y fecundo diálogo entre la observación de los cielos, y el razonar a la luz de las teorías físicas ya aceptadas o en construcción.
Un brevísimo esbozo de esta historia es el siguiente [3]. En un inicio el Universo es una verdadera sopa hirviente inmensamente densa de partículas que se mueven independientemente de un lado a otro a altísima temperatura, [4] expandiéndose y enfriándose a medida que transcurre el tiempo. La temperatura se asocia a la energía con que se mueven los corpúsculos en este caldo, de modo que al enfriarse es posible que parejas que se atraen se unan y permanezcan juntas [5]. Así, transcurridos tres minutos ya se han formado algunas partículas compuestas, como protones y neutrones a partir de tríos de quarks, y sus combinaciones más simples. En esta etapa la temperatura es aún demasiado alta –unos mil millones de grados– para estabilizar la unión de un electrón y un protón, y constituir así átomos de hidrógeno estables.
El enfriamiento continúa sin que nada muy diferente ocurra hasta que, transcurridos ya unos trescientos mil años y alcanzada la temperatura de unos pocos miles de grados, se forman las especies más simples de átomos estables, el hidrógeno y el helio, los que, por ser eléctricamente neutros, no son amenazados por la acción disociadora de la potente luz que atraviesa el Universo. Esta radiación y los átomos conviven a partir de entonces sin hacerse mayor daño. Sigue el enfriamiento, permitiendo la agrupación de átomos en moléculas que forman a su vez gases, cuya distribución en el universo es levemente inhomogénea. A pesar de la expansión global del espacio, la atracción gravitatoria junta estos pedazos de materia en las zonas más densas, de tal modo que cuando el universo tiene unos mil millones de años de edad (un treceavo de su edad presente), a partir de ellos ya se han formado la mayoría de las estrellas y galaxias. La proporción de hidrógeno y helio que debiera tener el Universo hoy de acuerdo a este relato, así como su temperatura, han sido calculados, medidos a través de la observación del cosmos y comprobados con gran precisión dando un fuerte respaldo al cuadro que hemos delineado.
Un misterioso lapso
La historia que ha construido la ciencia, sin embargo, es incompleta; no comienza con la creación misma, sino un instante después. ¿Qué ocurre en ese diminuto lapso de tiempo que queda fuera? No lo sabemos porque no tenemos información proveniente de la observación astronómica sobre ese instante y, por otro lado, la densidad del Universo es entonces tan grande que las teorías físicas existentes ya no se pueden aplicar, dejan de tener validez. Más grave es la situación en el origen mismo ¡donde la densidad es infinita!, hay una singularidad y hasta las matemáticas se hacen inútiles [6].
No existe una explicación científica del origen y lo que ocurrió inmediatamente después. Preguntas como ¿cómo empezó el tiempo? o, si es infinito y no empezó ¿qué había antes del Big Bang? no tienen hoy respuesta científica, y aún inspira y se cita aquí y allá la visión milenaria de San Agustín de un Universo que es creado por Dios junto al tiempo mismo [7].
Pero, como ha ocurrido una y otra vez con las zonas oscuras de la física, podría ser que en uno, 17 o 351 años más, un físico genial, un nuevo Einstein, proponga ideas que permitan abordar en forma confiable el misterioso lapso inicial [8]. Si el cuerpo teórico de la física, las leyes que encapsulan sus verdades, terminan por explicar el Universo sin la participación expresa de un Ser externo ¿es ello una prueba de que Dios no existe? ¿Elimina acaso todo espacio para la acción de un Dios creador?
De ninguna manera. Las preguntas acerca del Universo no terminarían ahí, en un relato acabado del origen y lo que luego le siguió, haciendo mero uso de las leyes de la física. Quedaría por explicar el origen de esas leyes. Por ejemplo, si la teoría final llegase a concluir que “cuando aparece el Universo en la nada material ya existen las leyes de la física y en virtud de ellas se originan el espacio y el tiempo…” o que “siempre ha existido el tiempo y un vacío primordial; en el origen, una fluctuación cuántica –el Big Bang– da lugar al Universo que habitamos, que luego evoluciona…”, en ambos casos lo que ocurre está sujeto a leyes o realidades cuyo origen debe ser también explicado [9].
Otras brechas en el relato
Siendo una teoría de la materia, las sólidas verdades de la física no han tocado a la fecha dos grandes preguntas que preocupan hondamente al ser humano: el origen de la vida y el origen de la conciencia. El problema no es de compatibilidad entre esa teoría y lo que observamos, de que se requiera una violación de las leyes de la física para que aparezcan vida y conciencia. El problema es nuevamente su origen, si vida y conciencia pueden aparecer como resultado natural de la evolución del Universo, sin la intervención del Creador en un momento de la historia.
A estas preguntas la ciencia experimental no ofrece una respuesta por la simple razón de que ni vida ni conciencia han podido originarse en el laboratorio. Si bien la vida se ha manipulado extensamente, no existen fábricas de óvulos fecundados de alguna especie, cuyos infantes salen vivos de una máquina cuyo insumo son meras moléculas inertes. Es decir, una vez que está, la vida se puede alterar; el problema es que esté.
También la conciencia, una vez presente se puede manipular, pero en su integridad no ha sido posible generarla ni en un entorno de vida inconsciente –un mono, por ejemplo–, ni en un computador. Hay tareas que ciertos robots pueden simular: identificar objetos, reaccionar a un mensaje verbal, tomar decisiones en circunstancias muy limitadas, y hasta componer música [10], pero la distancia entre esta forma de “inteligencia artificial” y la conciencia humana en su complejidad global es aún inconmensurable.
Un espacio para la fe
No queremos implicar que no haya propuestas desde la ciencia para responder las preguntas planteadas [11]. Sí las hay, y suelen ser seductoras para quienes ven en la idea de Dios una expresión de la debilidad del ser humano. Pero la aceptación de estas propuestas, ya vengan de un físico o de algún experto en evolución, es hoy un mero acto de fe humana. Afirmaciones como “la ciencia lo explicará eventualmente todo” o “el Universo y la vida humana no tienen sentido” son opciones tan audaces y temerarias como su negación, no tienen respaldo en la ciencia ni una posibilidad previsible de lograrlo.
Si la intervención de Dios en la historia fuese evidente y tuviese el carácter de una verdad científica, el acto de fe en Dios ya no tendría sentido: sería incluso insensato rechazar la existencia del Creador. Hoy la ciencia es presentada como una alternativa para explicar el mundo, pero los argumentos que respaldan tal posición tienen la debilidad que esa comprensión cabal del Universo no ha sido alcanzada aún, de modo que al final del día creer en ellos requiere de un acto de fe que, en su dimensión humana, parece tan arriesgado y radical como creer en Dios.
En resumen, tanto la esperanza que la ciencia lo explique todo como la creencia en Dios requieren de un profundo y arriesgado acto de fe. Hay una diferencia entre estas alternativas, sin embargo. Mientras la ciencia no otorga sentido a la Creación, la noción de Dios sí lo ofrece, permitiendo al creyente religioso convivir en armonía con la angustia existencial y la ignorancia, sin caer en la desesperación.